Imaginaba D. Faustino, que, no bien aquella virgen penetraba en su estancia, cuando la embalsamaba toda un casto perfume de santidad y de tranquila beatitud, que traía salud y descanso, y que era harto distinto del
oppoponax
de doña Etelvina.
Otras veces veía D. Faustino en aquella visión a su genio bueno, al ángel de su guarda. Blanca estola cubría sus airosas espaldas y su virgíneo seno, y de sus espaldas brotaban alas transparentes, teñidas de clara luz y tornasoladas como el ópalo con azul, carmín y nácar. No andaba ella: se deslizaba en el ambiente, alzándose del suelo. El espíritu del doctor volaba hasta alcanzarla, y parecía que ella se remontaba al empíreo con el espíritu del doctor, y que ambos penetraban juntos en la morada de los bienaventurados: en un yermo ideal, cubierto de perennes flores, donde sonaba dulcísima y siempre nueva y encantadora melodía, y por donde vagaban santas mujeres, piadosos penitentes, sabios llenos de fe profunda, filósofos que no renegaron jamás, héroes, mártires, videntes y poetas inspirados, los cuales enseñaron a los hombres los caminos de la virtud y de la verdadera gloria.
Poco a poco, con el transcurso del tiempo, se fue despejando la mente de D. Faustino. La niebla, al través de la cual los ojos de su espíritu y los ojos de su carne se diría que veían las cosas, fue desvaneciéndose y perdiéndose.
La conciencia acudió de nuevo a D. Faustino, y con ella la intensidad de los dolores físicos, su debilidad, su miserable estado. Horrible angustia se apoderó de su alma. Temió haber perdido los deliciosos ensueños para no ver ni comprender más que una realidad espantable. Aunque sus ojos estaban secos, llegaron a brotar de ellos dos lágrimas, que corrieron lentamente por sus hundidas mejillas, en ligero declive, por hallarse el enfermo tendido boca arriba y con la cabeza levantada en alto por dos o tres almohadas. Casi al través de aquellas lágrimas, percibió el enfermo con indecible júbilo, junto a él, con todas las condiciones de lo real, en un ambiente sin nube ni niebla, a la joven con quien creía haber soñado. Tenía su propio rostro; era más que su retrato, si bien revestido de ideal belleza, radiante de juventud, iluminado de santidad, lleno de inocencia y de puros, inmaculados esplendores.
Haciendo un esfuerzo, con apagada y bronca voz, dijo entonces D. Faustino:
—¿Quién eres?
—Irene, soy Irene —contestó la joven con voz blanda, que sonó en el alma del doliente como música del cielo.
No bien pronunció aquel dulce nombre, entró en el cuarto otra mujer. El doctor la vio claramente. Se le había despejado la cabeza. Había recobrado el uso de todas sus facultades mentales. Aquella mujer era hermosa aún: pero su vida austera y consagrada a la mortificación, sus padecimientos morales y los estragos de las grandes pasiones habían encanecido sus negros cabellos y marcado su frente con algunas precoces arrugas. Era María.
El doctor lo comprendió todo.
—¡Hija del alma! —exclamó—. ¡María! ¡Esposa! —añadió luego.
Ambas mujeres se inclinaron sucesivamente sobre la cama y besaron las hundidas mejillas de don Faustino, recomendándole, por amor de Dios y de ellas, que permaneciese sosegado.
La patrona doña Candelaria estaba de enhorabuena, hacía más de una semana. Todos sus antiguos huéspedes, que pagaban mal o poco y tarde, se habían ido, echados por ella, y en cambio tenía de huéspedes al Padre Piñón y a Respetilla, y, lo que es más importante, al rico capitalista D. Juan Fernández de Villabermeja, con su sobrina doña María y su preciosa hija la señorita doña Irene, y unos cuantos criados, que apenas cabían en la casa.
D. Juan Fernández de Villabermeja, a quien todos llamaron después en su lugar D. Juan Fresco, había adoptado como hija a su sobrina María. Ésta y su hija Irene habían vivido con él en América, hasta que, hacía poco tiempo, habían vuelto a Europa y viajado por Italia, Alemania, Inglaterra y Francia. En París estaban ya, cuando recibieron, desde Madrid, un telegrama del Padre Piñón, parecido al que recibió el Padre Piñón del doctor Calvo. Toda aquella familia tomó al punto el ferrocarril y se vino a esta corte, alojándose en la pobre e incómoda casa de huéspedes, a fin de velar y cuidar a D. Faustino López de Mendoza.
María e Irene acudieron con alborozo a ver al tío Juan, después del reconocimiento, y le dieron aquella nueva de estar despejada la mente de don Faustino como señal cierta de su mejoría. D. Juan Fresco aparentó creer en la mejoría, a fin de no apesadumbrar más a sus sobrinas; pero en su interior, tuvo por mal síntoma el restablecimiento de las facultades mentales.
Cuando vino el doctor Calvo y después que vio al enfermo, D. Juan Fresco habló a solas con él.
El doctor Calvo le dijo:
—Señor D. Juan, siento tener que dar a Vd. la razón. La desaparición del delirio es un mal síntoma. Acabo de ver a D. Faustino. Me temo que ha entrado ya en el tercer período de la enfermedad, del cual pocos salen con vida. Su semblante está más alterado y muy pálido, sus ojos espantados y muy abiertos, dilatadas las pupilas, el pulso más débil y frecuente, la transpiración pegajosa, y cascada y seca la tos. Mucho me temo que esta vuelta del juicio ha sido para que venga la agonía. En la cara del señor D. Faustino empiezan a pintarse todos los rasgos que caracterizan lo que llaman los médicos
mors peripneumonicorum
.
Afligidísimo D. Juan Fresco tuvo que preparar a María y casi descubrirle toda la triste verdad. Ella le recibió con dolor profundo, pero con la devota resignación de un alma cristiana, bien templada y probada por mil pesares y disgustos.
La hija del bandido, aunque había llegado a ser, o por lo mismo que había llegado a ser una riquísima heredera, y aunque tenía una hija a quien deseaba legitimar y dar un ilustre apellido, no había osado pensar hasta entonces en el matrimonio; ni siquiera había querido buscar de nuevo a su amante. Temía que éste, arrastrado por la ambición, impulsado por el orgullo, agitado por otras pasiones, se hastiase de ella luego que le diese la mano como legítimo esposo. Temía que el espíritu de ella y el de D. Faustino, que por un fanatismo de amor creía ligados con lazo estrechísimo, como dos mitades de una existencia completa, si rompían en la vida presente el vínculo que formasen, se vieran condenados también a un eterno divorcio en la vida futura.
Todo esto había retraído hasta entonces a María hasta de soñar con ser la mujer de D. Faustino López de Mendoza.
Ahora no vaciló un instante en dar su mano al moribundo. Llamó al Padre Piñón y le confió todos sus planes.
Exaltada la mente de D. Faustino con la celestial aparición de su hermosa hija, con la vuelta y el reconocimiento de su
amiga inmortal
, y con ciertas vislumbres de la eternidad, a cuyas puertas él mismo conocía que se hallaba, columbrando ya la luz de sus inefables misterios, volvió a tener fe y volvió a sentir la dulzura consoladora de las religiosas esperanzas. D. Faustino volvió a ser cristiano, como cuando niño.
Hallando el Padre Piñón tan bien dispuesto a D. Faustino, dio gracias al Altísimo, y oyó la confesión de su amigo y paisano, absolviéndole de sus culpas.
Pocas horas después, comulgó fervorosamente D. Faustino, y enseguida, siendo testigos o hallándose presentes D. Juan Fernández de Villabermeja, el doctor Calvo, Respetilla, doña Candelaria e Irene, casó el Padre Piñón, provisto del indispensable permiso, a D. Faustino y a María, celebrándose y solemnizándose aquellas tristes bodas con el llanto de todos.
Quiso la suerte, o más bien quiso el cielo en sus inescrutables designios, que contra todas las probabilidades, contra todos los pronósticos de la ciencia, la vida de D. Faustino se salvara. Vencida la crisis mortal de la inflamación de la pleura, que también había afectado los pulmones, la herida se cicatrizó con rapidez, uniéndose, del modo que convenía, los tejidos vulnerados. El restablecimiento fue pronto y completo.
Diez y seis meses después de las tristes bodas, en el mes de octubre del año siguiente, apenas si nadie recordaba ya la larga y peligrosa enfermedad de D. Faustino, su herida, y el misterioso lance en que la había recibido.
Entonces, sin embargo, no era ya D. Faustino un sujeto oscuro e ignorado, sino un personaje de mucho viso y lustre. Sus riquezas, o dígase las de su tío y de su mujer, prestaban brillo, realce y notoriedad a todas sus buenas prendas.
D. Faustino, con poco más de cuarenta y cinco años, parecía joven aún y era buen mozo y elegante. En sus cabellos rubios no se descubría una cana. Vestía con primor y esmero y sin afectación alguna.
Cuando paseaba en la Fuente Castellana, con su bellísima hija al lado, en soberbios caballos ingleses, que él y ella manejaban muy bien, ambos excitaban la admiración y el aplauso de los concurrentes a aquel sitio.
La magnífica casa en que vivían estaba abierta a un círculo de gentes distinguidas, entre quienes empezaba ya a cobrar D. Faustino fama de gran poeta y hasta de sabio.
Rosita, en quien la compasión de ver tan humillado a D. Faustino había mitigado antes el rencor antiguo, volvió a sentirle de nuevo, al ver a D. Faustino tan encumbrado y tan dichoso; y la felicidad y el triunfo de María la Seca, de la hija del bandido, su aborrecida rival, la atormentaron con envidia devoradora.
En la generalidad de las gentes podía más, sin embargo, la simpatía y el amor hacia la familia del capitalista D. Juan Fernández de Villabermeja, que la envidia de su bienestar y opulencia. Así es, que las noticias, difundidas por Rosita, de que María era hija de un bandido, lejos de causar daño a María, le prestaron cierto encanto novelesco, pasmándose todos de su discreción, de su saber, de la nobleza de su carácter, y de cómo, desde origen tan humilde, desde el lodo en que nació, había sabido elevarse, limpia y pura de toda mancha, salvo la de haberse entregado, en su mocedad, a D. Faustino, movida por un amor invencible, lo cual no había alma generosa que no perdonase, y mucho más al ver a Irene, cuya hermosura, candor y claro entendimiento, eran perpetuo asunto de los mayores encomios.
Irene, si era adorada de los hombres, aún era más estimada de las mujeres. La ausencia de toda coquetería hacía que no la mirasen como una rival. Su religiosidad profunda, su disgusto del mundo sin amargura ni acritud, y su amor a las cosas del espíritu, la apartaban de toda vanidad mundana y de las galanterías y vulgares amores, elevando al cielo sus pensamientos, de donde se diría que, al volver a su alma, bañaban su rostro divino en reflejos como de luz increada.
María, su madre, ya hemos dicho que conservaba aún su belleza: pero la austeridad de sus costumbres, los recuerdos de su pecado, los pensamientos que despertaban en su mente la vida criminal de su padre y su muerte trágica, todo concurría a despojarla de aquella ligera afabilidad, de aquella alegría graciosa, de aquel trato fácil y ameno, que son el principal encanto del amor, y por donde la mujer, ajena o propia, seduce, cautiva y rinde al marido o al amante. Su amor hacia D. Faustino era más fervoroso, más sublime, más fuerte que nunca; pero no era el amor, a quien siguen o rodean los juegos, las risas y las gracias, sino el amor severo, metafísico, casi ultramundano, hijo de la Venus Urania, consagrado por el deber y encadenado con un vínculo religioso.
María, además, se hallaba muy quebrantada de salud. Si bien en la sociedad procuraba, y lo conseguía, estar muy amable y no mostrar nada en su espíritu ni en su carácter que causara extrañeza; en la intimidad de su familia tenía prodigiosos éxtasis y arrobos, como si su espíritu volase muy lejos de ella a esferas misteriosas y distantes. Ni siquiera a su marido se atrevía ella a confiar sus ideas, pero dejaba entrever que imaginaba hablar con los espíritus, que recordaba casos de otras existencias pasadas, y que tenía, despierta, algo parecido a las lúcidas intuiciones del sonambulismo: lo que llaman
segunda vista
. Tristes presentimientos agitaban su corazón; mal reprimidos suspiros brotaban a veces involuntariamente de sus labios; las lágrimas solían nublar sus ojos de pronto, sin ningún aparente motivo.
El doctor Faustino, a pesar de todo, amaba entrañablemente a María. Su amor de padre por Irene era más ferviente aún: pero el doctor Faustino no era feliz tampoco. Con frecuencia, en lo más oculto de su mente, se dolía de no haber muerto el día en que reconoció a su hija y le dio su nombre.
Los coches, los caballos, la casa lujosísima, todo el bienestar y el dinero de que gozaba, eran debidos a la generosidad de D. Juan Fresco: él no había sabido ganarlos con su ingenio, con su actividad, con su saber y con su trabajo. Esto le tenía avergonzado y confuso. La terrible pregunta ¿
Para qué sirvo
? le atosigaba de continuo; y más aún la terrible respuesta:
No sirvo para nada
.
Su ambición, ardiente aún, y menos satisfecha que nunca, era para él un tormento incesante. Aún había tiempo de satisfacerla. Ahora, sin tener que pensar en los apuros pecuniarios, con dinero bastante, podía poetizar, filosofar, escribir, mezclarse en los negocios políticos, hacerse elegir diputado. El doctor, no obstante, tenía miedo de acometer cualquiera empresa. Si salía mal, no podría achacar el mal éxito a su falta de recursos, y el desengaño sería más cruel y más duro.
La fe religiosa, que en lo más grave de su enfermedad, en el período crítico, cuando estuvo próximo a la muerte, había venido a consolarle, habíase apartado de nuevo de su alma. El doctor volvió a dudar mucho y a negar más; imaginó que aquella vuelta a las antiguas creencias había sido efecto de su debilidad y de su postración; tal vez de la larga dieta: tal vez de la violenta calentura.
Entretanto, mientras que su entendimiento, su discurso, su dialéctica dudaba o negaba, su alma afectiva, su fantasía de poeta seguían presentándole mil sistemas, doctrinas o teorías, que le agitaban con el deseo o con el temor de que fuesen verdaderas. Ya en el centro de su ser creía columbrar lo infinito, lo divino, lo absoluto de que estaba sediento, ya lo divino le parecía difundido por las entrañas mismas del universo todo, a quien prestaba su vida y su armonía. En suma, el doctor ya era místico, ya era teósofo, aunque en ciernes y sin decidirse.
Sus raciocinios le llevaban a lamentarse o a burlarse de las alucinaciones de su mujer, respecto a espíritus y a existencias pasadas: y sin embargo, hasta aquellas mismas creencias, que despreciaba, destruían la tranquilidad de su mente. En sueños, dormitando a veces, a veces bien despierto, cuando tenía los nervios sobrexcitados, en el silencio de la noche, después de la larga vigilia, el doctor veía a su mujer y a la coya confundidas en una. Entonces le parecía acordarse de cuando él fue guerrero y estuvo en el Perú, y allí la enamoró. Y luego suponía que ella, en el orden moral, había adelantado mucho, encaminándose a la perfección, y que él se iba quedando muy atrás, por más que María le tendía la mano, le alentaba, le guiaba, quería llevársele consigo a más altas esferas y a gozar de condición más noble.