Las ilusiones del doctor Faustino (46 page)

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Authors: Juan Valera

Tags: #Drama

BOOK: Las ilusiones del doctor Faustino
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D. Faustino, sombrío, mudo, sin lágrimas en los ojos, y con negra pena en el pecho, estaba de rodillas, junto a la cabecera de la cama. No se atrevía a tomar una mano de la moribunda. Apenas si se atrevía a mirarla. Lleno de horror y de vergüenza inclinaba al suelo los ojos.

María hizo un esfuerzo supremo. Miró a su marido con tan benévola mirada, con tan santa sonrisa, con unos ojos tan dulces y tan llenos de perdón y de amor celestial, que D. Faustino la miró también, sin atormentador sonrojo y henchido de gratitud y de arrepentimiento. Después, con mayor esfuerzo, María alargó la mano a su marido, que la tomó entre las suyas y la cubrió de besos respetuosos. Las lágrimas de D. Faustino, que habían estado como hielo hiriéndole por dentro, se liquidaron entonces, y brotaron de sus ojos, y bañaron la mano de María. Con desfallecida voz, con voz muy baja, que nadie sino él pudo oír, entrando clara y distinta por los sentidos en su alma, dijo ella de esta suerte:

—Lo sé todo: lo he visto; lo he oído. Te oí decir que me aborrecías; pero nunca pude creerlo. Lo dijiste en un momento de locura. Yo te perdono, Faustino; yo te amo. ¡Yo te bendigo! Ámame. No te atormentes creyéndote culpado. Vive para nuestra hija. ¡Es tan pura, tan noble, tan santa, tan angelical! Es el lazo de nuestras almas. Viviendo para ella, vivirás para mí. Por ella estamos más ligados que nunca. No hay entre nosotros divorcio eterno, sino eterno consorcio. Te espero allí arriba…

Sin más perceptibles suspiros, sin convulsión ni gesto, con dulzura inefable, más que como separación dolorosa, como tránsito feliz, cual cautivo que recobra su libertad, el espíritu de María abandonó en aquel instante su cuerpo hermoso. Aquel corazón fatigadísimo se había rendido al cansancio: había ido poco a poco moderando su impulso; se dilató al perdonar y no tuvo fuerzas para contraerse de nuevo, impulsando la sangre por las arterias. La circulación cesó para siempre.

D. Faustino, mientras estuvo embelesado, bajo el encanto poderoso de aquella voz amada, simpática, que le perdonaba y le bendecía, abrió su alma a todas las esperanzas: pensó en el cielo; creyó en el perdón de Dios y en su infinita misericordia; juzgó que él mismo sabría perdonarse al fin, y columbró el camino de la perfección, del que se había extraviado, y consideró posible volver a él, venciendo los obstáculos con varonil perseverancia.

Muerta María, ahogada su voz, extinguida la antorcha que le guiaba, las antiguas e inveteradas especulaciones surgieron de pronto en el ánimo de D. Faustino.

«Si he cometido una infamia, si soy un miserable —dijo para sí—, y si hay una vida eterna, eternamente me lo estaré echando en cara. No me limpiaré la mancha. Será un infierno sin redención. Si persiste mi individuo, persistirá el egoísmo, que es la esencia de la individualidad. ¡Ah, no! Lo malo, lo egoísta, lo impuro debe morir. Lo inmortal, lo eterno, lo divino, soy yo, es María, es todo, en lo que tenemos de bueno. Ella no era egoísta; ella era todo devoción y sacrificio. Como se entregó a mí un día, así se ha entregado a la muerte ahora; por completo; toda ella. ¿Qué ha de quedar de ella en otra vida? Ella se dio toda. Dios la recibió en su seno. Ella se perdió en la absoluta esencia».

Miró luego el doctor, con ojos enjutos y fijos el cadáver de María. Vio aquellas formas bellas aún, y las imaginó destruidas, feamente destrozadas, cayendo en pútrida disolución. Un súbito ataque nervioso se siguió a tan crueles pensamientos, no dulcificados ya por el bálsamo de las creencias.

El doctor rompió en una aterradora carcajada.

Acudieron a él su hija y D. Juan; pero fue tarde. El doctor corrió hacia su alcoba que estaba contigua. Su hija y D. Juan le siguieron. Sobre una cómoda había un revólver. D. Faustino le tomó antes que su familia llegase. Se metió el cañón en la boca, afirmándole contra el paladar, e hizo fuego.

La muerte fue instantánea. D. Faustino cayó por tierra sin movimiento.

Irene, de rodillas, con los ojos levantados al cielo, pedía perdón para todos, impetrando la clemencia divina.

D. Juan Fresco estaba trastornado, conmovido espantosamente, horrorizado, a pesar de su frescura.

* * *

Refulgente de inocencia, en medio de tantos horrores, Irene, disgustada del mundo, se decidió a buscar un asilo al pie de los altares. Su alma, toda entregada a Dios, no era capaz de compartir los efímeros y falsos goces de este mundo con ningún espíritu encarnado en cuerpo humano. Serafinito la amaba. Serafinito, que estaba en Madrid estudiando leyes, tenía por Irene una verdadera adoración. Irene le amó sólo como a un hermano.

La pena del excelente y candoroso Serafinito y las observaciones y ruegos de D. Juan no bastaron a persuadirla para que cambiase de propósito.

D. Juan Fresco y Serafinito llevaron a Irene a Ávila, a los dos meses de muertos sus padres, y allí se encerró ella en el convento de San José, fundado por Santa Teresa. No bien pasó el noviciado, Irene tomó el velo y profesó de carmelita descalza, trocando gustosa por la aspereza penitente de aquella austera vida el regalo y el mimo con que había sido criada.

* * *

Tal fue la triste historia que me contó D. Juan Fresco, cuando no estaba presente Serafinito para que no le diese una congoja.

La moral que D. Juan Fresco sacaba de todo el relato era que esta educación del día forma muchos hombres vanos, presumidos, ambiciosos, llenos de mil planes absurdos, que es lo que él llama
ilusiones
, y sin firme creencia en nada, y sin energía ni para el bien ni para el mal.

—En el día —exclamaba—, los doctores Faustinos abundan:

Terra malos homines nunc educat atque pusillos:

según cantaba el poeta satírico.

D. Juan, no obstante, ora sea porque había cobrado afición a D. Faustino, ora porque fuese cierto, sostenía que el doctor había sido hombre de natural nobilísimo y generoso, aunque viciado por una perversa educación y por el medio en que había vivido.

* * *

Un día, estando yo en Villabermeja, fui a visitar la iglesia con D. Juan Fresco. El Padre Piñón, bueno y sano aún, hacía los honores, enseñando todas las curiosidades.

Nos paramos delante del altar del Santo Patrono de plata, que, como dicen allí, es tamaño como un pepino y hace más milagros que cinco mil demonios. Entre los milagros colgados junto al altar, el Padre Piñón me mostró un doctor Faustino, hecho de cera, de unas ocho pulgadas de largo. Era una ofrenda votiva del ama Vicenta, la cual afirmaba que el Santo Patrono había salvado al doctor de la enfermedad que se siguió al duelo con el marqués de Guadalbarbo.

—Mal milagro hizo el santo, si le hizo —me dijo D. Juan—. ¡Cuánto mejor hubiera sido que D. Faustino hubiera muerto entonces!

—Señor D. Juan —contestó el Padre Piñón—, no diga Vd. disparates. Si el Santo no lo hizo, lo hizo Dios, y lo que Dios hace bien hecho está, aunque nosotros no penetremos la razón y el propósito.

* * *

Otro día fuimos a ver la casa solariega de los López de Mendoza.

Allí está aún el retrato de la coya, que, en efecto, según asegura D. Juan, se parece mucho a María.

Respetilla, Jacintica y sus nueve vástagos, viven felices en el piso bajo de aquella casa. El principal está reservado a los recuerdos. Todas las habitaciones están cerradas, de modo que en ellas no pueden penetrar sino los espíritus; dado que los espíritus se complazcan en discurrir por los sitios donde vivieron vida mortal, amaron y padecieron.

Todavía queda un rincón de la casa, también en el piso bajo, donde vive la pobre ama Vicenta, quien adora la memoria de su niño Faustinito y no piensa más que en él.

La afectuosa anciana guarda en un arca, como reliquias venerables, todo el traje doctoral, con muceta bordada, bonete y borla, el uniforme de lancero de milicianos nacionales y el uniforme de maestrante de Ronda.

Yo examiné con atención e interés estos objetos, que, cediendo a nuestras súplicas, el ama Vicenta nos mostró con orgullo.

D. Juan Fresco, tan enemigo de las ilusiones, exhalando un suspiro y sin acritud alguna, me dijo aparte:

—Esos objetos simbolizan las causas de la perdición de mi sobrino político. El traje de doctor es la vanidad científica, la pedantería filosófica, la duda y la incertidumbre sobre cuanto importa para ser enérgico en la vida, con energía sana; el uniforme de miliciano nacional es símbolo de la confusión que solemos hacer de la verdadera libertad con el tumulto, la bullanga y el desorden; y el uniforme de maestrante es símbolo de la manía nobiliaria, de donde nacen la pereza, el despilfarro y la incapacidad para las faenas y menesteres que dan riqueza y prosperidad a las naciones.

Juan Valera y Alcalá-Galiano (Cabra, Córdoba, 18 de octubre de 1824 - Madrid, 18 de abril de 1905) fue un diplomático, político y escritor español.

Hijo de José Valera y Viaña y de Dolores Alcalá-Galiano, marquesa de la Paniega. Estudió Lengua y Filosofía en el seminario de Málaga entre 1837 y 1840 y en el colegio Sacromonte de Granada en 1841. Luego inició estudios de Filosofía y Derecho en la Universidad de Granada. Empezó a ejercer la carrera diplomática en Nápoles junto al embajador y poeta Ángel de Saavedra, Duque de Rivas; allí estuvo dos años y medio aprendiendo griego y entablando una amistad profunda con Lucía Paladí, marquesa de Bedmar, «La Dama Griega» o «La Muerta», como gustaba de llamarla, a quien quiso mucho y que le marcó enormemente. Después, distintos destinos lo llevaron a viajar por buena parte de Europa y América: Dresde, San Petersburgo, Lisboa, Río de Janeiro, Nápoles, Washington, París, Bruselas y Viena. De todos estos viajes dejó constancia en un entretenido epistolario excepcionalmente bien escrito e inmediatamente publicado sin su conocimiento en España, lo que le molestó bastante, pues no ahorraba datos sobre sus múltiples aventuras amorosas. Fue especialmente importante su enamoramiento de la actriz Magdalena Brohan.

En 1858 se jubiló y decidió establecerse en Madrid, donde inició una desganada carrera política: fue diputado por Archidona, oficial de la secretaría de estado, subsecretario y ministro de Instrucción Pública con Amadeo de Saboya. En 1860 explicó en el Ateneo de Madrid la Historia crítica de nuestra poesía con un éxito inmenso. En 1861 se casó en París con Dolores Delavat. Le eligieron miembro de la Real Academia Española en 1862. Fue embajador en Lisboa, Bruselas, Viena y Washington; en esta última ciudad mantuvo una relación amorosa con la hija del secretario de estado estadounidense, Katherine C. Bayard, que acabó suicidándose. Durante sus últimos años, aquejado de ceguera, mantuvo una famosa tertulia nocturna en su casa de Madrid a la que acudían entre otros Marcelino Menéndez Pelayo y Ramón Pérez de Ayala.

Colaboró en diversas revistas desde que como estudiante lo hiciera en La Alhambra. Fue director de una serie de periódicos y revistas, fundó El Cócora y El Contemporáneo y escribió en Revista de Ambos Mundos, Revista Peninsular, El Estado, La América, El Mundo Pintoresco, La Malva, La Esperanza, El Pensamiento Español y otras muchas revistas. Fue diputado a Cortes, secretario del Congreso y se dedicó al mismo tiempo a la literatura y a la crítica literaria. Perteneció a la época del Romanticismo, pero nunca fue un hombre ni un escritor romántico, sino un epicúreo andaluz, culto, irónico y amante del sexo.

Amplió largamente su cultura mediante los viajes y un estudio constante. El hispanista y literato Gerald Brenan asegura que fue el mejor crítico literario del siglo XIX después de Menéndez Pelayo; actuó siempre por encima y al margen de las modas literarias de su tiempo, rigiéndose por unos principios estéticos generales de sesgo idealista. Fue uno de los españoles más cultos de su época, propietario de una portentosa memoria y con un gran conocimiento de los clásicos grecolatinos; además, hablaba, leía y escribía el francés, el italiano, el inglés y el alemán. Tuvo fama de epicúreo, elegante y de buen gusto en su vida y en sus obras, y fue un literato muy admirado como ameno estilista y por su talento para delinear la psicología de sus personajes, en especial los femeninos; cultivó en ensayo, la crítica literaria, el relato corto, la novela, la historia (el volumen VI de la Historia general de España de Modesto Lafuente y algunos artículos) y la poesía; le declararon su admiración escritores como José Martínez Ruiz, Eugenio D'Ors y los modernistas (una crítica suya presentó a los españoles la verdadera dimensión y méritos de la obra de Rubén Darío).

Ideológicamente, era un liberal moderado, tolerante y elegantemente escéptico en cuanto a lo religioso, lo que explicaría el enfoque de algunas de sus novelas, la más famosa de las cuales continúa siendo Pepita Jiménez (1874), publicada inicialmente por entregas en la «Revista de España», traducida a diez lenguas en su época y que vendió más de 100.000 ejemplares; el gran compositor Isaac Albéniz hizo una ópera del mismo título.

Fue tío del escultor Lorenzo Coullaut Valera, que precisamente sería el encargado de realizar el monumento que se le dedicó en el Paseo de Recoletos de Madrid.

Cultivó diferentes géneros. Como novelista, fueron dos sus ideas fundamentales:

* La novela debe reflejar la vida, pero de una manera idealizada y embellecida. Es realista porque rechaza los excesos de fantasía y sentimentalismo y porque escoge ambientes precisos, pero a la vez procura eliminar los aspectos penosos y crudos de la realidad. La diferencia con Galdós es evidente, ya que éste considera que la novela tiene que ser fiel reflejo de la realidad.

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