—Vete, Faustino; vete y seamos buenos amigos.
El
seamos buenos amigos
sonó en los oídos del doctor con son vago e incierto entre súplica y mandato: pero el sentido de la frase se había hecho clarísimo en el modo de pronunciarla. Era una prohibición, era una limitación y no una excitación: equivalía a decir
no seamos más que amigos buenos
.
El doctor era bastante serio y delicado para comprender toda la gravedad de aquellas palabras de su prima.
Se levantó, tomó su sombrero y dijo:
—Adiós, primita.
Ya había vuelto la espalda, ya estaba cerca de la puerta, ya iba a salir, cuando se volvió atrás. Costancita estaba silenciosa. Se acercó a ella el doctor y repitió con tono entre resignado, humilde y agradecido a la vez:
—Seamos buenos amigos.
Al mismo tiempo alargó la mano a su prima como signo y prenda de aquella amistad pura. Costancita dio su mano, tan blanca, tan suave, tan bien formada. El doctor no pudo menos de besársela nuevamente, con un respeto santo y casto, pero bajo el cual hubo ella de percibir el ardor apasionado y duramente reprimido de los labios amorosos.
Luego, como si contrarrestase y venciese una fuerza invisible que a pesar suyo le detenía, el doctor salió algo precipitadamente de la estancia.
Desde aquel día no volvió el general a aparecer en casa de la marquesa de Guadalbarbo sino en los días de recepción y en las noches de tertulia. Levantó el sitio de la plaza; calló a todo el mundo el motivo; tuvo el buen gusto de no mostrarse muy enojado, y acudió de nuevo a consolarse con Rosita, donde halló fácil y pronto perdón de sus extravíos.
El doctor, por su parte, no persistió tampoco en hacer novillos a la oficina o secretaría y en venir a ver a la marquesa de mañana; pero siguió yendo a su tertulia, y a comer una vez por semana a su mesa.
Aquellos amores, medio reanudados entre ambos, después de diez y siete años de interrupción, debían concretarse y cifrarse en un sentimiento sublime, platónico, purísimo, por respeto al generoso marqués, que tanto los quería, a él como primo y como amigo, y como esposa a ella. Así pensaba Costancita. Así pensaba también el doctor. Sin confiarse estos pensamientos, sin ponerse de acuerdo en nada, se diría que se habían entendido. Los dos conocían el peligro de verse a solas. Los dos lo evitaban. Pero, viéndose en presencia del marqués, hablándose tal vez algunas palabras aparte, cuando lo consentía la sociedad que los rodeaba, mirándose, estimándose cada vez más, hasta por este heroico sacrificio y por esta noble conducta, el afecto de Costancita acabó por trocarse en adoración hacia su primo, y la adoración del doctor por Costancita se hizo más ferviente y ciega.
De esta suerte pasó más de un mes, y no fue chico milagro, sin que el doctor y Costancita se encontrasen solos. Al cabo, no obstante, aconteció lo que no podía menos de acontecer. No hay para qué culpar ni al destino, ni al diablo, ni a nadie. ¿Qué cosa más natural que un primo, que entraba con tanta confianza en aquella casa, hallase una noche sola a la marquesa? La marquesa estaba un poco mala de los nervios y se había negado a recibir. Los criados entendieron que la orden no rezaba con primo tan querido, e introdujeron al doctor en el
boudoir
que ya conocen nuestros lectores. El marqués había salido. Eran las once de la noche. Sabido es que en Madrid se vela mucho y se recibe hasta muy tarde.
A pesar del calor de la estación el balcón estaba cerrado, de modo, que la soledad era completa y segura. Del cuarto del tocador contiguo, cuya puerta de comunicación aparecía abierta, entraba un dulce vientecillo fresco, porque allí estaba de par en par el balcón, que daba sobre el jardín.
Costancita se encontraba en el mismo sitio que el día del mal rato que ambos dieron al general Pérez. Ella, a causa de su indisposición, no se había vestido para comer y tenía traje de mañana, tan elegante como sencillo. Sus hermosos cabellos desordenados la hacían más bonita e interesante, y mostraban que había estado recostada y que acababa de incorporarse y sentarse para recibir al doctor.
Estas circunstancias casuales contribuyeron a que la conversación fuese más amistosa y más íntima. Hablaron de todo; pero sin quererlo, procurando evitarlo ambos, acabaron por hablar de ellos mismos. Costancita dio ocasión, lamentando involuntariamente los cortos medros y adelantos del doctor en carrera y fortuna.
—¿Qué quieres? —dijo D. Faustino—. En mí se cumple el refrán que dice:
quien mucho abarca, poco aprieta
. No hay ambición que yo no haya tenido. Por eso no he visto satisfecha ninguna. Mi espíritu ha divagado, se ha distraído en cuantos objetos hay, no con el vuelo recto y firme del águila, sino con el revolotear incierto y vacilante del estornino. Mi voluntad marchita no ha sabido perseguir cosa alguna con energía. No extrañes que esté tan poco medrado. Me faltan los dos resortes más poderosos: el amor y la fe en algo fuera de mí.
—¿No amas, no crees en nada? Dios mío, ¡qué horror!
—Hablo de las cosas de esta vida.
—Menos mal: pero, aun así, es espantoso. ¿Con que no amas a nadie?
—He querido amar, he amado: pero el desdén ha muerto al amor. Hace algunos días, he sentido dentro de mi alma como una gloriosa resurrección del amor. ¿Volverá el desdén a matarle?
—Si amas de veras, como creo —respondió Costancita, hablando muy pausadamente y como si le costase trabajo y vergüenza hablar, y como si midiese y pesase las palabras, para no decir demasiado, y diciéndolo, no obstante, sin poderlo evitar—; si amas de veras, ¿quién podrá desdeñarte? El poeta ha dicho:
Amor a nullo amato amar perdona.
Además, cuando el que ama vale lo que tú vales, el amor debe ser poderoso, incontrastable como la muerte.
—El poeta dijo una falsedad —contestó D. Faustino—; o si es su sentencia regla verdadera, yo soy la excepción de la regia. Costanza, recuérdalo: yo te amé en otro tiempo y tú no me amaste. Ahora te amo más. ¿Me amas?
La marquesa se arrepintió de sus palabras y se llenó de espanto al oír las de su primo y al notar el fervor con que las pronunciaba. Sintió que una fuerza magnética, un poder de atracción superior a todo la llevaba hacia su primo; pero lo criminal, lo indigno, lo vilmente ingrato de engañar al marqués de Guadalbarbo no se le ocultaba; surgía ya en el seno de su atribulada conciencia como un remordimiento.
—Faustino —dijo con acento sumiso y triste—, yo hice mal, hice una villanía, fui una miserable, no amándote entonces. No exijas de mí que sea más miserable y más villana amándote ahora.
—Yo nada exijo, Costanza. El amor no se impone. Si depende de ti el no amarme, no me ames. Yo te amo: yo muero de amor por ti.
El doctor cayó de rodillas a los pies de la marquesa.
—Levántate, tranquilízate. ¡Jesús, Dios mío! ¡Qué locura! ¡Alguien puede venir!
—¡Ámame!
—Ten piedad. Déjame. Huye de aquí. ¿Qué va a ser de nosotros, santos cielos?
—Ámame, Costanza.
—¡Ah, sí… te amo!
El doctor ciñó en un abrazo febril el cuerpo de la marquesa, que cedía rendida y desfallecida. Sus labios se unieron.
De repente exhaló ella un grito ahogado, y poniendo ambas manos en el pecho del doctor le rechazó con violencia.
—¡Estoy perdida! —dijo con voz tan baja y tan intensa, que más que oírlo pudo adivinarlo el doctor.
La pasión sincera y vehemente los había apartado a ambos del mundo exterior: los había hecho insensibles a cuanto los rodeaba: habían estado incautos, imprevisores, imprudentísimos, locos.
No habían sentido llegar al marqués de Guadalbarbo. El marqués de Guadalbarbo acababa de entrar en el saloncito.
El doctor y la marquesa se repusieron y tomaron la conveniente actitud; pero ¡qué desorden moral en la mente del uno y de la otra! ¡Qué consternación y qué vergüenza no se pintaba en sus semblantes!
En cambio, el marqués mostraba en el suyo la misma serenidad, la misma satisfacción de siempre. ¿Habría hecho un milagro el demonio? ¿Habría puesto una nube ante los ojos del Marqués para que nada viese?
La esperanza es el último consuelo del corazón más lacerado, y Costancita, al reparar lo sereno que su marido estaba, no perdió la esperanza.
—Niña, hija querida —dijo el Marqués, llamando a su mujer con los mismos términos de siempre, donde iban expresados el amor que la tenía y la diferencia de edad—, ¿estás mejor de salud? Me tenías con cuidado, y he querido pasar por casa antes de ir al ministerio de Hacienda. Quiero saber cómo te encuentras antes de salir de nuevo… ¡Hola, Faustino! ¿Tú por acá?
Y el marqués estrechó la mano del doctor, que se la dio avergonzado y casi convulso.
La marquesa dijo tartamudeando, trabándosele la lengua, como si tuviera un nudo en la garganta:
—Estoy bastante mejor.
D. Faustino, aterrado, nada dijo.
O el Marqués no había visto nada, o no había querido ver nada, o tuvo piedad del martirio, del miedo, de la postración humillante de aquellos infelices.
El marqués dijo que el Ministro de Hacienda le aguardaba y se volvió a la calle.
D. Faustino y Costancita se quedaron solos de nuevo. Ambos, aunque apasionados, distaban mucho de estar pervertidos. El terror de ellos, no era, pues, por el peligro que acababan de correr: era por la conciencia de su pecado. Aquel abrazo y aquel beso habían sido un hurto infame. La honra, el amor, la confianza generosa del padre de sus hijos, todo había sido ofendido por la marquesa. El doctor había hecho traición al amigo leal, al que más le quería y le estimaba: había intentado robarle su más preciado tesoro. Al ser sorprendidos ambos, la cobardía de los delincuentes se había pintado en sus rostros; se había revelado en sus ademanes. Ambos se habían visto y estaban avergonzados de haberse visto. Este sentimiento de su común indignidad y humillación en presencia del marqués, pudo más entonces que todo recelo, y que el ansia de precaverse para lo futuro o de remediar, si era posible, el mal causado ya. Apenas tuvieron palabras con que hablarse y entenderse.
Largo rato permanecieron mudos.
—Vete ya. Vete. ¡Estoy perdida! —dijo ella, al fin…
—¿Quién sabe? —se atrevió a contestar el doctor—. Quizás él no ha visto nada. De seguro… no ha visto nada… El cielo nos ha protegido.
—¡Qué horrible blasfemia! El infierno… tal vez.
—Sea el infierno, en buena hora, con tal de que tú no pierdas.
—Faustino, vete, déjame; me haces daño en el alma —exclamó la marquesa llena de disgusto y angustia.
El doctor tomó su sombrero; y silencioso, a paso lento, cabizbajo y pensativo, salió del salón y de la casa.
Tristes pensamientos y desatinadas medidas iba barajando en su cabeza conforme seguía maquinalmente por las calles su acostumbrado camino.
—¿Si lo sabrá el marqués? —se preguntaba—. Es posible que no lo haya visto todo. ¿Qué había de hacer sino disimular o matarnos allí? Por eso disimuló… pero ¿con qué propósito? ¿Irá a vengarse en ella? Yo debo evitarlo. Yo debo defenderla.
Luego, harto más abatido, da el doctor otro giro a su soliloquio, y se decía:
—Soy un miserable de la peor condición y especie. Carezco del amor, de la energía suficiente para ser virtuoso; para no hacer nada que no pueda sostenerse y defenderse a cara descubierta y con la conciencia tranquila, hasta en la presencia del mismo Dios, y me faltan bríos y me sobran atolondramientos, torpeza y flojedad de ánimo, para cometer un delito hábilmente; para ser diestro y sereno y valeroso en el pecado. Esta enervación de mi carácter me hace infeliz y me lleva a hacer infelices a cuantas personas he querido.
Así iba discurriendo el doctor, cuando al volver una esquina, se le acercó un hombre. Al punto reconoció al marqués de Guadalbarbo.
—Te estaba aguardando. Sígueme —le dijo el marqués.
El doctor le siguió sin contestar.
A corta distancia de allí, se encontraron parado el coche del marqués.
—Sube —dijo éste al doctor, y el doctor entró en el coche.
Enseguida entró el marqués y se sentó a su lado, diciendo al lacayo:
—¡A la quinta!
Los caballos tomaron el trote y empezó a rodar rápidamente el carruaje.
Silencio profundo entre los dos viajeros.
El doctor había conocido que el marqués lo sabía todo, y juzgaba de su deber darle la satisfacción que quisiese. Por un instante pasó por la mente del doctor la idea de si querría asesinarle el marqués; pero le pareció que, si bien estaba en su derecho, no podrían ser tales sus intenciones. El doctor se llenaba de sonrojo sólo de figurarse que preguntaba al marqués: «¿Qué quieres? ¿Qué pretendes hacer conmigo?». Callose, pues, y se dejó conducir a la quinta sin decir palabra.
Llegaron a la quinta, que está a media legua de Madrid; entraron en ella: hizo el marqués encender luces en un salón, que le servía de despacho en el piso bajo, y penetró allí solo con D. Faustino, cuando se retiró el único criado que había.
El marqués abrió un armario, sacó del armario una caja, y de la caja, un par de pistolas, que puso sobre el bufete. Luego rompió el silencio, dirigiéndose a D. Faustino, y dijo con la misma calma que si dijese «buenas noches»:
—Tú eres un ladrón, a quien puedo matar como a un perro. Me has robado lo que más amaba; has abusado de mi confianza; has hecho traición a mi amistad. Quiero, no obstante, matarte cara a cara y con armas iguales. Lo que no quiero es que nadie se entere de que soy yo quien te mato, ni que nadie sospeche por qué te mato. Esto sería publicar mi deshonra, la de mi mujer y la de mis hijos. Menester es que falten aquí los testigos y requisitos de un duelo. No tendremos más testigos que Dios. Mis criados se guardarán bien de decir nada, si de algo se enteran. El lacayo y el que cuida esta casa son dos ingleses muy sigilosos, muy fieles y que me sirven años ha. Coge una de esas pistolas, yo tomaré la otra.
El doctor tomó instintivamente una de las dos pistolas, al ver que el marqués se disponía también a tomar una. El acto de armarse fue, pues, casi simultáneo. El doctor no sabía qué decir y nada decía.
—Ahora —prosiguió el marqués—, vendrás conmigo —y abrió una puerta que daba a los jardines.
Todo estaba solitario. La luna alumbraba bastante. Antes de salir añadió el marqués:
—Voy a llevarte lejos de aquí, porque los jardines son grandes. Los criados así quizás no oigan los tiros. Cuando lleguemos al lugar conveniente, nos colocaremos a treinta pasos de distancia, que yo mediré. Luego montaremos las armas. Cuando yo diga ¡
ya
!, marcharemos el uno contra el otro. Cada cual podrá disparar cuando guste. Si tiras bien, puedes adelantarte. Si no te fías de tu tino, aguardas hasta ponerme en el pecho o en una sien la boca de la pistola.