»El alcalde no tenía más familia que un hijo de 18 años, soltero y guapo mozo. Como aquella noche era sábado, el muchacho, que ya tenía barbas muy recias, estaba afeitándose en la barbería.
»Allí vinieron a contarle la espantosa desgracia que acababa de suceder. Voló a su casa con la cara a medio afeitar, y vio a su padre, a quien amaba de todo corazón, muerto de un modo horrible: con la cabeza deshecha.
»Levantando entonces las manos al cielo, sobre el cadáver, caliente aún, juró el mozo por cuanto hay de más sagrado, no raparse las barbas, no comer en mesa con manteles, no desnudarse la ropa que tenía puesta y no dormir en cama, hasta que matase a los ladrones y al capitán de ellos Joselito.
»Cinco años han pasado desde que esto aconteció, y el mozo ha cumplido su juramento en cuanto de él dependía. Arruinándose, derritiendo la rica herencia que le dejó su padre, ha mantenido compañía de escopeteros de a pie y de a caballo, y ha perseguido y acosado tanto a los ladrones, que una vez dos, otra uno, otra cuatro, ha acabado por despacharlos a todos al otro mundo. Joselito solo vivía. Ya no había forma de que el mozo vengador le encontrase y le matase. De manera que el mozo seguía sin mudarse, sin comer a la mesa, sin dormir en cama y sin raparse las barbas. Cuentan que ponía miedo su vista.
»Así hubiera seguido largo tiempo, porque Joselito era muy sagaz y hábil y no se dejaba coger fácilmente. Además Joselito tenía multitud de protectores y encubridores. Pero Joselito (Dios le haya perdonado con su inagotable misericordia) aunque era un gran pecador, tenía golpes y partidas de hidalgo y bien nacido. Harto de aquella persecución, envió un recado al hijo del alcalde con una gitana vieja de quien mucho se fiaba. El recado era que si quería acabar de una vez y poder raparse las barbas, que viniese, sin su gente, a donde él designara: que, seguros los dos, se verían y terminarían su pleito a navajazos, muriendo el uno o el otro o ambos, como buenos caballeros. Agradó la propuesta al hijo del alcalde, y previos los juramentos más terribles para precaverse de la traición por una y otra parte, el hijo del alcalde y Joselito se vieron en un encinar, y riñeron valerosamente con las navajas, sin más testigo que la gitana vieja, la cual, sentada en un peñón, miró el combate sin pestañear.
»Joselito era un héroe, señorito, y aunque el hijo del alcalde tenía muchos hígados y manejaba bien el abanico, Joselito pudo más, y dicen que le mató limpiamente, de un navajazo magistral por bajo de la tetilla izquierda. Así pasó a mejor vida el hijo del alcalde, sin haber podido raparse las barbas desde que su padre murió.
»Cuando se divulgó esta hazaña, creció la fama de Joselito por toda Andalucía, y pronto acudieron a ponerse a sus órdenes hasta siete hombres de pelo en pecho. Joselito volvió a encontrarse capitán, con una cuadrilla muy respetable de bandoleros.
»Así andaban las cosas, cuando el gobernador de esta provincia discurrió una abominable traición, viendo que Joselito era invencible en buena lid. Ajustó la muerte de Joselito con un malvado criminal, a quien tenía en la cárcel y a quien dio libertad, haciendo correr la voz de que se había escapado. Este traidor se unió a la partida de Joselito, ganó la voluntad de aquel bandido tan caballero, y una noche le asesinó mientras dormía. Imagine su merced, señorito, cuán grande y cuán justa será con este motivo la indignación de Villabermeja».
Respetilla, acostumbrado a mirar como héroes a los bandidos, sobre cuyas hazañas sabía de memoria no pocos romances, se extendía después en lamentar la muerte de Joselito, en condenar la traición que contra él se había empleado, y en celebrar sus
virtudes
. En obsequio de la brevedad, nos parece justo suprimir todo esto, limitándonos a afirmar que Respetilla no había leído libro alguno socialista, fatalista ni determinista moderno, y que era eco de las ideas vulgares, más rancias y castizas, cuando disculpaba a Joselito de sus crímenes, atribuyéndolo todo al
sino
y al pícaro mundo; esto es, a la organización fatal del individuo y a las faltas, vicios y durezas de la sociedad en que vive. No nos gusta sermonear en novelas: de un hecho singular sabemos que no deben sacarse consecuencias; pero el deplorable entusiasmo que entre los rústicos y lugareños suelen inspirar los bandoleros y forajidos es tan general y evidente, que a voces proclama que no son ideas nuevas y exóticas, sino resabios antiguos los que le producen, contra los cuales más han de valer la ilustración y la difusión de las buenas doctrinas filosóficas, que la santa ignorancia que suponen muchos que existe y que se debe conservar como oro en paño.
Doña Araceli había muerto también, siete años hacía. La buena señora, sin dolores, sin violencia, con aquel mismo amor suave, que era el fondo de su carácter, había exhalado el último aliento, quedando exánime como un pajarito. En su testamento no se olvidó del querido sobrino de Villabermeja y le dejó en herencia los seis mil duros de la deuda; pero el manirroto de D. Faustino había contraído ya otra deuda mucho mayor para poder seguir viviendo en Madrid con sus pocos recursos.
De María nada volvió a saber D. Faustino, ni antes ni después de la muerte del padre de ella. El único que en Villabermeja debía saber su paradero era el Padre Piñón; pero éste nada quería declarar, por más que en varias ocasiones el doctor le había escrito preguntando.
Había habido un personaje bermejino, del que hemos hablado en la introducción, sobre el cual recayeron en otro tiempo las sospechas del doctor de que hubiese sido el velador, ocultador y defensor de María. Era este personaje el cura Fernández; pero el cura Fernández hacía mucho tiempo que no existía. Averiguada con exactitud por el doctor la fecha de su muerte, aparecía posible que él hubiese sido el embozado que tuvo con Joselito la conferencia de que resultó su libertad. A poco hubo de morir el cura Fernández. ¿Dónde estaba, pues, María?
El lector no puede haber olvidado al personaje principal de la introducción: al verdadero narrador de esta historia, que yo me limito a repetir a mi manera: al famoso D. Juan Fresco, sobrino del célebre cura. ¿Sospechará quizás el lector que María se había ido a América y había buscado un refugio cerca de D. Juan Fresco?
El lector perspicaz quizás lo sospeche; pero don Faustino no podía sospecharlo. D. Juan Fresco no tenía más parientes cercanos que el cura Fernández; no había escrito a nadie; no conservaba relaciones en Villabermeja y nadie le recordaba.
El doctor que, para averiguar todo lo que con María se relacionase, había hecho mil indagaciones, sólo había puesto en claro que Joselito era huérfano de padre y madre cuando a la edad de cuatro años le recogieron en el convento, y que su madre, allá en su mocedad primera, quince años antes de que Joselito naciese, había tenido otro hijo, que se había ido a tierras muy lejanas y de quien hacía cerca de medio siglo que nada se sabía. El doctor no imaginaba siquiera que este otro hijo mayor hubiese llegado a ser un Creso.
Ya hemos dicho que, convencido D. Faustino de que sólo el Padre Piñón sabía el paradero de María, le había escrito varias veces pidiéndole noticias. Siempre se había negado a darlas el Padre Piñón. Al fin, en una carta que recientemente había recibido D. Faustino, el Padre era más explícito y se explicaba de este modo:
«Mil y mil veces te lo tengo dicho: sé dónde está María, mas no puedo revelártelo. Conténtate con saber que vive, que siempre te ama, que merece siempre que la llames tu
inmortal amiga
.
»El ser hija de quien era, y la consideración de que tú, movido de la ambición y de la inconstancia propia de la edad juvenil, pudieras desdeñarla y hasta aborrecerla, la excitaron a apartarse de ti.
»En esta resolución persiste todavía, si bien amándote siempre. Tal vez no alimenta otra esperanza que la de unirse contigo en otra vida mejor.
»Una idea extraña, poco católica, tiene la pobre María. Dios se la perdone. Ella es tan buena, que merece el perdón de Dios. Dios me perdone a mí también, que disculpo su delirio, por el mucho afecto que la profeso. María sigue creyendo que tú y ella os habéis amado siempre en otras existencias: que vuestros espíritus están y seguirán enlazados siempre, por siglos; y que esta vida que ahora vivís es de prueba para los dos.
»Cree María que hay algo en ti que no eres tú; algo que no es tu esencia, que no es tu alma, sino tu organismo, tu ser material, el medio en que vives, el ambiente que respiras, la sociedad que te rodea, la cual no es favorable, en la vida que vivís ahora, a vuestros inmortales amores.
»Llevada, sin embargo, hacia ti por un impulso irresistible, María fue tuya. Ahora teme por lo mismo volver a verte. Si se reuniera contigo, y algún acto lamentable os separase, poniendo enemistad entre vosotros, la unión de vuestros espíritus, que ella cree que ha de transcender a vidas ulteriores, se rompería quizás para siempre y ocurriría un divorcio eterno. «Prefiero —dice—, al eterno divorcio no verle más, no gozar de su compañía, no volver a ser suya en esta vida terrena».
»María, con todo, se muestra más confiada en otras ocasiones, y hasta concibe cierta leve esperanza de poder unirse contigo en esta vida, sin temor del divorcio eterno, cuando te halles desengañado, cuando el dolor purifique tu alma, cuando las ilusiones que te ciegan y perturban se desvanezcan del todo».
Esto decía el Padre Piñón en su última carta, y éstas eran las únicas noticias que de María había recibido el doctor Faustino, quien seguía su vida madrileña, siendo poco más que escribiente y mal escribiente a las horas de oficina; por la noche pisaverde que iba de tertulia en tertulia, y cuando se quedaba a solas consigo, filósofo, poeta y soñador ambicioso; en suma, si bien seguía amando poéticamente el dulce recuerdo de su amiga inmortal, distaba mucho aún de consentir en trocarle por la posesión real de aquella hermosa y enamorada mujer, si había de dar en cambio todas sus ilusiones, que él no creía tales.
La crisis
En esta sazón ocurrió en Madrid una novedad que hizo época en los fastos del mundo elegante, y de la cual no quedó periódico que no hablara.
Cansado de vivir en París y en Londres el opulento Marqués de Guadalbarbo, volvió a establecerse en la villa del oso y del madroño. Su antigua casa, que bien podía calificarse de palacio, había sido restaurada y adornada de nuevo con suma elegancia y lujo. Muebles los más primorosos, cuadros bellísimos, estatuas de mármol y bronce, ricos y espléndidos tapices, vasos del Japón y de Sévres, figuritas graciosas de porcelana de Sajonia, raros esmaltes de los mejores tiempos, libros costosísimos, o por el esmero de las ediciones y encuadernaciones, o por el escaso número de ejemplares que de ellos se han conservado; todo esto, con mil cosas más que por huir de la prolijidad no se mencionan, estaba amontonado en aquella casa, en aparente, aunque hábil y concertado desorden, ya en gabinetes tapizados de rica seda, ya en salones dorados, ya en otros, en cuyos techos lucían pinturas al fresco de los más famosos artistas.
No tenía aquella casa el aspecto de un almacén de curiosidades, como tienen otras, donde, si hubo vanidad y dinero para comprar, falta aquel amor al arte que se refleja en los objetos y los anima. Allí parecía que todo estaba cuidado, animado y hasta mimado por una hada. La presencia, la huella, el paso y la mano del genio del hogar se advertían en cada primor, en cada adorno, hasta en el ambiente mismo. Se diría que su mirada cariñosa lo había bañado todo de luz suave y de perfume poético. Las plantas y las flores eran allí más bonitas y tenían un verde más vivo y colores mil veces más puros que en los huertos y jardines. Perfiles, casi imperceptibles para los no acostumbrados a observar, revelaban a cada instante el tino, el buen gusto y la solicitud de una mujer aristocrática, linda y discreta.
Esta mujer era nuestra antigua conocida Costancita, después Marquesa de Guadalbarbo. Sobre el valor intrínseco que, como piedra preciosa o como perla limpia y de tornasolado oriente al salir de la mina o del fondo de los mares, tenía ella al salir de su lugar de Andalucía, había añadido la moderna cultura cuanto tiene de más refinado y exquisito.
Diez y siete años transcurridos sin un disgusto para ella, en el seno del más dulce bienestar, adorada de su marido, celebrada por todos, inspirando respetuoso amor a los hombres y envidia a las mujeres, no habían menoscabado en nada su hermosura. Nadie diría que Costancita tenía treinta y cinco años cumplidos. Su boca era tan fresca, su sonrisa tan alegre, entre infantil y maliciosa, sus dientes tan blancos, sus mejillas tan sonrosadas y tan tersa y serena su frente, como cuando salió en el birlocho a recibir a su primo Faustino que venía a vistas desde Villabermeja.
Aunque la Marquesa tenía dos hijos, el mayor de diez y seis años, podríamos seguir ahora diciendo de ella lo que dijimos cuando por primera vez la presentamos a nuestros lectores; que su talle era flexible, no como una palma, sino como una culebra, y que todo lo que de sus formas podía revelarse, presumirse o conjeturarse, estaba artística y sólidamente modelado, sin exceso ni superabundancia en cosa alguna, sino en su punto, con número y medida, guardando las justas proporciones, según las reglas del arte.
En el seno de la opulencia y del regalo, nos atreveríamos a añadir que Costancita había pasado el tiempo sin que el tiempo marcase en ella su rastro destructor, como aquellas princesas encantadas que se conservan en el mismo ser en que las cogió el encanto, si no fuese porque había habido mudanzas favorables. La tez, de trigueña que era, había adquirido una blancura transparente y nítida, propia encarnación de diosa o de ninfa y no de ser mortal; y las manos también, mejor cuidadas ahora, parecían más bellas en contornos y dintornos y en el color y esmalte de la carne y de las uñas. En todo esto, aunque hubiese habido alguna industria o artificio, era tan sabia industria y artificio tan sutil, que el más severo crítico, el más experto en tales cosas, con ojos de lince, no lo descubriría.
La marquesa de Guadalbarbo había deslumbrado y seguía deslumbrando a Madrid con la riqueza de sus trajes, con sus joyas y con sus trenes. La fama de su virtud era mayor y más envidiable aún. La marquesa amaba a su marido como a una providencia benéfica y munífica que la cubría de diamantes, que llovía oro en su regazo, que satisfacía sin titubear sus más costosos y atrevidos caprichos. La suerte del marqués en los negocios relucía en la mente agradecida de la marquesa como habilidad o como genio. El marqués le parecía un encantador que tocaba con su varita cualquier esperanza, cualquier ilusión, cualquier antojo, cualquier ensueño, y al instante le realizaba, trayéndole por ensalmo del mundo de las quimeras y de las sombras al mundo de los seres sólidos y consistentes.