Las ilusiones perdidas (37 page)

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Authors: Honoré de Balzac

Tags: #Clásico

BOOK: Las ilusiones perdidas
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—¿Con el dinero?

—¿Dinero? Ya no lo hay en la librería —respondió un joven, entrando y mirando a Lucien con aire de curiosidad.

—En primer lugar me debe cincuenta francos —continuó Lousteau—. Luego, aquí tiene dos ejemplares de
Un viaje a Egipto
, del que dicen que es una maravilla, está repleto de grabados y se venderá: Finot ha sido pagado por dos artículos que yo tengo que hacer. Ítem, dos de las últimas novelas de Victor Ducange, un autor ilustre en el Marais. Ítem, dos ejemplares de la segunda obra de un principiante, Paul de Kock, que trabaja en el mismo estilo. Ítem, dos
d'Yseult
de Dôle, una bonita obra provinciana. En total, cien francos precio fuerte. Por lo tanto, me debe cien francos, amigo Barbet.

Barbet miró los libros, observando la encuadernación y las tapas con sumo cuidado.

—¡Oh!, se encuentran en perfecto estado de conservación —exclamó Lousteau—. El Viaje no está cortado, ni tampoco el Paul de Kock, ni el Ducange, ni aquel de la chimenea,
Consideraciones sobre lo simbólico
; se lo cedo, el mito es tan aburrido que se lo doy para que no se lo coma la polilla.

—Entonces —preguntó Lucien—, ¿cómo hará sus artículos?

Barbet dirigió a Lucien una mirada de profunda extrañeza y, volviéndose hacia Étienne, comentó burlonamente:

—Bien se ve que este señor no tiene la desgracia de ser hombre de letras.

—No, Barbet, no. El señor es un poeta, un gran poeta que superará a Canalis, Béranger y Delavigne. Llegará lejos con tal de que no se arroje al agua, y aún así llegaría hasta Saint-Cloud.

—Si tuviese que dar un consejo al señor —dijo Barbet—, sería que dejara los versos y se dedicara a la prosa. No queremos versos en los muelles.

Barbet llevaba una mala levita abotonada con un solo botón y de cuello grasiento, conservaba su sombrero puesto, llevaba zapatos y su chaleco entreabierto dejaba ver una camisa recia de gruesa tela. Su rostro redondo, con ojos ávidos, no carecía de cierta campechanería; pero en la mirada mantenía la inquietud vaga de las personas acostumbradas a oírse pedir dinero, teniéndolo. Parecía rechoncho y afable, hasta tal punto su gordura ocultaba su astucia.

Después de haber sido dependiente, tenía desde hacía un par de años una miserable tiendecita en el muelle, desde donde se lanzaba sobre los periodistas, autores e impresores, y compraba a bajo precio los libros que les regalaban, ganando de esta manera unos quince o veinte francos por día. Con suficientes ahorros, espiaba las necesidades de cada uno, estaba al acecho de cualquier buen negocio, descontaba a los autores necesitados el quince y el veinte por ciento de los efectos de los libreros a los que a la mañana siguiente iba a comprar, a precios acordados al contado, algunos buenos libros que le habían pedido, pagando con sus propios efectos en vez de con dinero.

Había estudiado el negocio y su instrucción le servía para evitar cuidadosamente la poesía y las novelas modernas. Gustaba de los pequeños negocios, los libros de utilidad, cuya entera propiedad costaba mil francos y que podía explotar a su antojo, tales como la
Historia de Francia puesta al alcance de los niñas
, la
Teneduría de libros en veinte lecciones
, la
Botánica para las muchachas
. Había dejado ya escapar dos otros buenos libros después de haber hecho volver veinte veces al autor a su casa sin decidirse a comprar su manuscrito. Cuando se le reprochaba su cobardía, enseñaba la relación de un famoso proceso cuyo manuscrito, publicado en los periódicos, no le costaba nada y le había proporcionado dos o tres mil francos. Barbet era el típico ejemplo del librero miedoso que se alimentaba de pan y nueces, que suscribe pocos billetes, que lima las facturas, las reduce, busca él mismo sus libros, nadie sabía dónde, pero que los coloca y se los hace pagar. Era el terror de los impresores, que no sabían cómo tratarle: les pagaba con descuentos y roía sus facturas adivinando urgentes necesidades; luego ya no se servía más de los que había esquilmado, temiendo no le jugaran, a su vez, alguna mala pasada.

—Bueno, ¿continuamos nuestros negocios? —dijo Lousteau.

—Eh, amigo —dijo familiarmente Barbet—, tengo en mi tienda seis mil volúmenes que vender. Y, según la frase de un viejo librero, los libros no son dinero. La librería va mal.

—Si va a su tienda, mi querido Lucien —dijo Étienne—, encontrará bajo un mostrador de madera de roble, que ha salido tras la liquidación por quiebra de algún almacén de vinos, una vela sin despabilar, pues de ese modo se consume menos de prisa. Iluminado apenas por este anónimo resplandor, sólo verá estantes vacíos. Para guardar esta nada un muchacho con blusa azul se sopla los dedos, se pasea de arriba abajo o bracea como un cochero de punto en su asiento. ¿Mira?, no hay más libros que los que yo tengo aquí. Nadie puede adivinar el comercio que allí se hace.

—Aquí tiene una letra a tres meses por cien francos —dijo Barbet, quien no pudo impedir una sonrisa sacando un papel timbrado de su bolsillo—, y me llevaré sus libros. Mire, no le puedo dar el dinero al contado, las ventas son muy difíciles, y he pensado que tendría necesidad de mí, y estaba sin un céntimo; he firmado un efecto para hacerle un favor, ya que no me gusta dar mi firma.

—Así pues, ¿encima pide mi estima y mi agradecimiento? —dijo Lousteau.

—A pesar de que las letras no se pagan con agradecimiento, aceptaré de todos modos su estima —replicó Barbet.

—Pero necesito guantes, y los perfumistas tendrá la vileza de rechazar su papel —dijo Lousteau—. Tenga, he aquí un soberbio grabado, está ahí en el primer cajón de la cómoda, vale ochenta francos. Hipócrates rechazando los presentes de Artajerjes. Esta bella lámina conviene a todos los médicos que rechazan los regalos exagerados de sus sátrapas parisienses. Encontrará además bajo el grabado una treintena de novelas. Vamos, lléveselo todo y déme cuarenta francos.

—¡Cuarenta francos! —exclamó el librero, dando un grito de gallina asustada—. Máximo, veinte. Y aún tal vez los pierda —añadió Barbet.

—¿Dónde están los veinte francos? —preguntó Lousteau.

—A fe, no sé si los tengo —dijo Barbet, registrándose—. Aquí están. Me desvalija. Tiene sobre mí un ascendiente…

—Venga, vámonos —dijo Lousteau, quien tomó el manuscrito de Lucien haciendo una raya de tinta sobre la cuerda.

—¿Tiene alguna cosa más? —preguntó Barbet.

—Nada, mi pequeño
Shylock
[3]
. Yo te haré hacer un estupendo negocio (en el que perderás mil escudos, para enseñarte a robarme de esta manera) —dijo en voz baja Étienne a Lucien.

—¿Y sus artículos? —preguntó Lucien, mientras se dirigían al Palacio Real.

—¡Bah!, no sabe cómo se maneja todo eso. En cuanto al
Viaje a Egipto
, he abierto el libro y leído pasajes aquí y allí sin cortarlo, y he podido descubrir doce faltas de francés. Haré una columna diciendo que si el autor ha aprendido el lenguaje de los patos grabados sobre las piedras egipcias, llamadas obeliscos, no conoce su idioma y yo se lo podré demostrar. Diré que en vez de hablarnos de historia natural y de antigüedades hubiese sido mejor ocuparse del porvenir de Egipto, del progreso de la civilización, de los medios de unir Francia con Egipto, que, después de haber sido conquistado y perdido, puede unirse aún mediante el ascendiente moral. Aquí colocaré una digresión patriótica y todo ello entretejido con reseñas sobre Marsella, Oriente y nuestro comercio.

—Pero, si él ya hubiese hecho eso, ¿qué diría?

—Pues bien, entonces diría que en lugar de aburrirnos con política hubiese debido preocuparse por el Arte y describirnos al país bajo su aspecto pintoresco y territorial. El crítico, entonces, se lamenta. La política, dice, nos desborda, nos aburre, se la encuentra por todas partes. Echaré en falta aquellos encantadores viajes en los que se nos explican las dificultades de la navegación, el encanto de las escalas, las delicias del paisaje y del paso del Ecuador, en una palabra, todo aquello que necesitan saber los que nunca viajarán. A pesar de que se les aprueba, se suelen burlar de los viajeros que celebran como un gran acontecimiento el vuelo de un pájaro que pasa, un pez volador, una pesca, los puntos geográficos señalados, las grandes profundidades reconocidas. Se preguntan y solicitan aquellas cosas científicas, perfectamente ininteligibles, que fascinan como todo lo que es profundo, misterioso, incomprensible. El abonado ríe, está servido. En cuanto a las novelas, Florine es la mayor lectora de novelas que pueda existir en el mundo y ella me suele hacer su análisis para que elabore mi artículo de acuerdo con su opinión. Cuando se ha aburrido con lo que suele llamar las frases de autor, tomo el libro en consideración y hago pedir un ejemplar al librero, quien me lo envía encantado de tener un artículo favorable.

—¡Dios mío!, ¿y la crítica?, ¡la santa crítica! —exclamó Lucien, imbuido por las doctrinas de su cenáculo.

—Querido amigo —dijo Lousteau—, la crítica es un cepillo que no puede emplearse con los tejidos ligeros, porque los haría pedazos. Escuche, dejemos ahí el oficio. ¿Ve esta marca? —le dijo, enseñándole el manuscrito de
Las Margaritas
—. He unido con un poco de tinta la cuerda al papel. Si Dauriat lee su manuscrito, le será imposible volver a colocar la cuerda como estaba. De esta manera su manuscrito está como lacrado. Esto no es inútil para la experiencia que quiere hacer. Y además recuerde que no se presentará solo y sin padrinos en esta tienda, como esos ingenuos muchachos que se presentan en casa de diez libreros antes de poder encontrar uno que sea capaz de ofrecerles una silla…

Lucien había comprobado ya la verdad de este detalle. Lousteau pagó el
fiacre
y dio al cochero tres francos con gran sorpresa de Lucien, quien no se explicaba la prodigalidad que sucedía a tanta miseria. Luego, los dos amigos entraron en las Galerías de Madera, en donde reinaba a sus anchas por aquel entonces la Librería llamada de Novedades. En aquella época, las Galerías de Madera constituían una de las curiosidades parisienses más ilustres. No es inútil describir este bazar innoble, ya que durante treinta y seis años ha desempeñado en la vida de París un papel tan importante, que hay muy pocos hombres de cuarenta años a quienes esta descripción, increíble para los jóvenes, no cause aún cierto placer.

En lugar de la fría, alta y ancha galería de Orléans, especie de invernadero sin flores, había unas barracas o, para ser más exactos, cabañas de planchas, bastante mal cubiertas, pequeñas, mal iluminadas por el patio y por la parte del jardín mediante claraboyas, llamadas ventanas, pero que más se parecían a las sucias aberturas de los ventorrillos de fuera de las barreras. Una triple fila de tiendas formaba allí dos galerías, de una altura aproximada de unos doce pies. Las tiendas situadas en el centro daban sobre las dos galerías, cuya atmósfera les daba un aire mefítico y cuya techumbre dejaba pasar muy poca claridad a través de unos cristales siempre sucios. Estos alvéolos habían adquirido un precio tal a causa de la afluencia de gente, que a pesar de la estrechez de algunas, apenas de seis pies de ancho y de unos ocho o diez de largo, su alquiler costaba mil escudos.

Las tiendas, iluminadas por la parte del jardín y por el patio, estaban protegidas por una especie de verdes enrejados, tal vez para impedir que la muchedumbre demoliese con su contacto los muros de mala mampostería que formaban la parte trasera de los almacenes. Allí pues se encontraba un espacio de dos o tres pies en donde vegetaban los productos más extraños de una botánica desconocida para la ciencia, mezclados con aquellos de diversas industrias no menos florecientes. Una maculatura cubría un rosal, de forma que las flores de la retórica estaban perfumadas por las flores abortadas de este jardín mal cuidado y fétidamente regado. Cintas de todos los colores o prospectos florecían entre las hojas. Los restos de las modas ahogaban la vegetación: se encontraba un amasijo de cintajos sobre un parterre, y vuestras ideas quedaban decepcionadas acerca de la flor que veníais a admirar al percibir un trozo de raso que figuraba una dalia.

Por la parte del patio, al igual que por la parte del jardín, el aspecto de este palacio fantasmagórico ofrecía todo lo que la suciedad parisiense ha producido en su aspecto más extraño: enjabelgaduras lavadas, yesos rehechos, viejas pinturas, fantásticas inscripciones. Finalmente, el público parisiense ensuciaba enormemente los enrejados verdes, tanto por la parte del jardín como por la del patio. De este modo, por ambos lados, un ribete infame y nauseabundo parecía prohibir la aproximación a las Galerías a las personas delicadas; pero las personas delicadas no retrocedían ante esas horribles cosas, como los príncipes de los cuentos de hadas no retroceden ante los dragones y los obstáculos interpuestos por un genio malo entre ellos y las princesas. Estas Galerías estaban, como en la actualidad, divididas en su parte central por un pasadizo, y, como hoy en día, también se entraba en ellas a través de los dos peristilos actuales, empezados antes de la Revolución y abandonados después por falta de dinero.

La bella galería que conduce al Teatro Francés formaba entonces un pasadizo estrecho, de una altura desmesurada, y tan mal cubierto que muy a menudo llovía en su interior. Se le denominaba Galería Encristalada para distinguirla de las Galerías de Madera. Las techumbres de aquellos chiribitiles estaban todas, por tanto, en tan mal estado, que la Casa de Orléans tuvo un proceso con un célebre comerciante de cachemiras y de tejidos, quien una noche encontró géneros estropeados por una suma de considerable valor. El comerciante ganó el pleito. Una tela doble alquitranada servía de techo en algunos lugares. El suelo de la Galería encristalada, en la que Chevet comenzó su fortuna, y el de las Galerías de Madera, eran el suelo natural de París, aumentado por el suelo ficticio que las botas y los zapatos de los paseantes habían trasladado hasta allí. A cada momento los pies tropezaban con montañas y valles de lodo endurecido, barrido incesantemente por los vendedores y que exigían a los recién llegados una cierta habilidad para caminar por allí.

Este siniestro amasijo de costras, estos cristales mugrientos por la lluvia y el polvo, estas cabañas chatas y cubiertas de harapos en su exterior, la suciedad de las paredes comenzadas, este conjunto de cosas que tenía algo de campamento gitano, de barraca de feria, de construcción provisional con la que París rodea a los monumentos que luego nunca se construyen, esta fisonomía desfigurada, armonizaba admirablemente con los diferentes comercios que bullían bajo este impúdico cobertizo, desvergonzado, lleno de gorjeos y loca alegría, donde, desde la Revolución de 1789 hasta la Revolución de 1830, se han hecho negocios inmensos.

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