Las ilusiones perdidas (34 page)

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Authors: Honoré de Balzac

Tags: #Clásico

BOOK: Las ilusiones perdidas
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—Aún menos, caballero; vengo para hablar con el redactor jefe.

—Aquí no hay nadie antes de las cuatro.

—Vea, mi querido Giroudeau; cuento once columnas, las cuales, a cien, sueldos la pieza, hacen cincuenta y cinco francos; he recibido cuarenta, luego aún me debe quince, como le decía…

Estas palabras fueron dichas por un hombrecillo delgado, con cara de garduña, descolorida como la clara de un huevo mal cocido, atravesada por dos ojos de un azul pálido, pero tremendos de malicia, y que pertenecían a un joven escondido tras el corpachón opaco del antiguo militar. Esta voz heló a Lucien; semejaba al maullido de los gatos y al ahogo asmático de la hiena.

—Sí, mi pequeño miliciano —respondió el oficial retirado—, pero usted cuenta los títulos y los blancos; tengo órdenes de Finot de sumar el total de las líneas y dividirlas por el número necesario para cada columna. Tras de haber practicado esta operación estrangulatoria en su texto, el resultado da tres columnas menos.

—No paga los blancos, ¡el árabe!, y se los cuenta a su socio en el precio de conjunto. Voy a ir a ver a Étienne Lousteau, Vernou…

—Yo no puedo faltar a la consigna, amigo mío —dijo el oficial—. ¡Cómo! ¿Por quince francos chilla contra su nodriza, usted que hace artículos tan fácilmente como yo me fumo un cigarro? Bien; o pagará un vaso de ponche menos a sus amigos, o ganará una partida de billar de más, y todo quedará solucionado.

—Finot hace economías que le van a resultar muy caras —respondió el redactor, que se levantó y se fue.

«¿No se diría que es Voltaire y Rousseau?», se dijo a sí mismo el cajero, mirando al poeta de provincias.

—Caballero —dijo Lucien—, volveré hacia las cuatro.

Durante la discusión, Lucien había visto sobre las paredes los retratos de Benjamín Constant, del general Foy y de los diecisiete oradores ilustres del partido liberal, mezclados con caricaturas contra el gobierno. Había mirado, sobre todo, la puerta del santuario en donde debía elaborarse el gracioso diario que le divertía cada día y que gozaba del derecho de ridiculizar a los reyes, y los más graves acontecimientos, para sacarlo todo a relucir con una frase acertada.

Se fue a vagar por las calles, un placer completamente nuevo para él, y tan atrayente, que vio en las relojerías las agujas de los relojes señalando las cuatro sin darse cuenta de que no había comido. El poeta se dirigió rápidamente a la calle de Saint-Fiacre, subió la escalera, abrió la puerta, no encontró al viejo militar y vio al inválido sentado sobre su papel timbrado, comiendo un pedazo de pan y guardando su puesto, acostumbrado al periódico como antaño al trabajo más duro, del ejército, y sin comprenderlo, al igual que nunca entendió el porqué de las marchas rápidas del Emperador. Lucien tuvo la atrevida idea de engañar a este temible funcionario; se echó el sombrero sobre la frente y abrió, como si estuviera en su casa, la puerta del santuario.

La sala de redacción ofreció a sus ávidas miradas una mesa redonda cubierta por un mantel verde y seis sillas de cerezo recubiertas con paja aún nueva. Las baldosas de esta habitación no habían sido fregadas, pero estaban limpias, lo que indicaba una considerable concurrencia de público. Sobre la chimenea un espejo, un reloj de tendero lleno de polvo, dos candelabros en los que dos velas habían sido introducidas brutalmente, y unas tarjetas de visita esparcidas. Sobre la mesa, unos periódicos atrasados hacían compañía a un tintero cuya tinta seca semejaba laca, y adornado con plumas retorcidas por el sol. En algunos pedazos de papel roto leyó algunos artículos de escritura ilegible y casi jeroglífica, rasgados en su parte de arriba por los cajistas de la imprenta, a quienes esta marca sirve para conocer los artículos ya compuestos. Luego, aquí y allá, en algunos papeles grises admiró algunas caricaturas dibujadas con bastante gracia por personas que, sin duda, habían tratado de matar el tiempo matando cualquier cosa para distraer la mano.

Sobre el pequeño papel, de un colorido verde agua, vio sujetos con alfileres nueve dibujos diferentes hechos a pluma sobre
El solitario
, libro cuyo inaudito éxito lo recomendaba por Europa entera y que debía de cansar a los periodistas.
El solitario
en provincias, al aparecer, sorprende a las damas. En un castillo
El solitario
se lee. Efecto de
El solitario
sobre los domésticos animales. Entre los salvajes,
El solitario
explicado, un gran éxito obtiene.
El solitario
, traducido al chino y presentado por el autor, de Pekín al emperador. Por el Mont-Sauvage, Élodie violada. Esta caricatura pareció muy impúdica a Lucien, pero le hizo reír. Por los periódicos,
El solitario
bajo un dosel, paseado procesionalmente.
El solitario
, haciendo estallar una prensa, a los osos hiere. Leído al revés, sorprende
El solitario
a los académicos por superiores bellezas.

Lucien vio en la faja de un periódico un dibujo que representaba a un redactor que tendía su sombrero, y debajo: «Finot, ¿mis cien francos?», firmado con un nombre que luego se ha hecho famoso, pero que nunca será ilustre. Entre la chimenea y la ventana había una mesa de escritorio, un sillón de caoba, un cesto para los papeles y una alfombra oblonga llamada delante de chimenea; todo ello cubierto con una espesa capa de polvo. Las ventanas sólo tenían pequeñas cortinas. En lo alto de este escritorio había unas veinte obras dejadas allí durante el día, grabados, de música, tabaqueras de la Carta, un ejemplar de la novena edición de
El solitario
, que según siendo la gran diversión del momento, y una decena de cartas lacradas. Cuando. Lucien hubo inventariado este extraño mobiliario, hecho numerosas y exhaustivas reflexiones, y dieron las cinco, volvió adonde se encontraba el inválido para preguntarle.

Coloquinto había terminado su pan y esperaba con la paciencia del centinela al militar condecorado, quien tal vez se estaba paseando por el bulevar. En aquel instante, una mujer apareció en el quicio de la puerta, después de haber dejado oír el crujir de su vestido por la escalera y ese ligero paso femenino tan fácil de reconocer. Era bastante bonita.

—Caballero —dijo a Lucien—, sé por qué alaba tanto los sombreros de la señorita Virginia y vengo, en primer lugar, a pedirle una suscripción por un año, pero dígame las condiciones…

—Señora, no pertenezco al periódico…

—¡Ah!

—¿Una suscripción a partir de octubre? —preguntó el inválido.

—¿Qué reclama la señora? —preguntó el antiguo militar, quien apareció en aquel momento.

El oficial comenzó una conferencia con la bella vendedora de modas.

Cuando Lucien, impaciente por la espera, entró en la primera sala, oyó esta frase final:

—Pero si estaré encantada, caballero. La señorita Florentine podrá venir a mi tienda y escoger lo que le apetezca. Tengo lazos. De esta manera, todos de acuerdo: no volverá a hablar de Virginie, una chapucera incapaz de idear un solo modelo, mientras que yo sí que los invento.

Lucien oyó caer un cierto número de escudos en la caja. Luego el militar comenzó a hacer las cuentas del día.

—Caballero, hace una hora que estoy esperando —dijo Lucien, con cierto enfado en su hablar.

—No han venido todavía —dijo el veterano napoleónico, manifestando cierto interés por cortesía—. No me sorprende. Hace ya algunos días que no los veo. Ya estamos a mediados de mes, ¿lo ve? Estos conejillos sólo aparecen cuando se les paga, del 29 al 30.

—¿Y el señor Finot? —preguntó Lucien, que había retenido el nombre del director.

—Está en su casa, en la calle Feydeau. Coloquinto, amigo mío, llévale todo lo que ha llegado hoy cuando lleves el papel a la imprenta.

—¿Dónde se hace el periódico? —dijo Lucien, hablando consigo mismo.

—¿El periódico? —repitió el empleado, que recibió de Coloquinto el resto del dinero del timbre—. ¿El periódico?… ¡Ejem, ejem! Amigo, mañana a las seis en la imprenta, para dar prisa a los repartidores. El periódico, caballero, se hace en la calle, en la casa de los autores, en la imprenta, entre las once y media noche. En los tiempos del emperador, caballero, estas tiendas de papel echado a perder no se conocían. ¡Ah!, esto hubiese sido barrido por cuatro hombres y un cabo y no se hubiese dejado molestar por éstos con frases. Pero basta de hablar. Si a mi sobrino le salen las cuentas y se escribe para el hijo del otro, ¡ejem ejem!, después de todo no es malo. Bueno, bueno, parece ser que los suscriptores no vienen en masa; voy a abandonar mi puesto.

—Señor, me da la impresión de que está muy al tanto de la redacción del periódico.

—Desde el punto de vista financiero, ¡ejem, ejem! —dijo, tragándose las flemas que tenía en el gaznate—. Según los talentos, cien sueldos o tres francos la columna de cincuenta líneas de cuarenta espacios, sin blancos. Eso es. En cuanto a los redactores, son unos tipos extravagantes, gentecilla que yo no hubiese querido ni para soldados de retaguardia, y que porque colocan patas de mosca sobre papel blanco se creen ya con derecho a adoptar aires de desprecio para con un antiguo capitán de los dragones de la Guardia Imperial, retirado como jefe de batallón, que entró en todas las capitales de Europa con Napoleón…

Lucien, empujado hacia la puerta por el soldado de Napoleón, que iba cepillando su levita azul y manifestaba la intención de salir, tuvo el valor de ponerse de lado.

—Vengo para ser redactor —dijo—, y le juro que me siento lleno de respeto hacia un capitán de la Guardia Imperial, hombres de bronce…

—Bien dicho, paisano —interrumpió el oficial, golpeando el vientre de Lucien—. Pero, ¿en qué categoría de redactores quiere entrar? —dijo, pasando ante el vientre de Lucien y comenzando a bajar la escalera; ya no se detuvo hasta encender su cigarro en la portería—. Si vienen suscripciones, recíbalas y tome nota, tía Chollet. Siempre la suscripción, no conozco otra cosa que la suscripción —dijo, volviéndose hacia Lucien, que le había seguido—. Finot es mi sobrino, el único de la familia que me ha echado una mano ayudándome en mi situación. Así pues, cualquiera que busca camorra con Finot se topa con el viejo Giroudeau, capitán de dragones de la Guardia, que empezó como simple jinete en el ejército de Sambre y Meuse, cinco años maestro de armas en el primero de húsares, ejército de Italia. ¡Uno, dos!, y el contrincante a la sombra —dijo, haciendo el gesto de tirarse a fondo—. Así pues, pequeño, tenemos diversos cuerpos de redactores: el redactor que escribe y tiene su salario, el redactor que escribe y no tiene nada, lo que llamamos un voluntario; y finalmente el redactor que no escribe nada y que no es el más tonto; éste sí que no se equivoca, se las da de escritor, pertenece al periódico, nos paga una cena, deambula por los teatros, mantiene a una actriz y es feliz. ¿Qué quiere ser?

—Pues redactor, trabajando bien y siendo bien pagado.

—Usted es como todos los reclutas, ¡qué quieren ser mariscales de Francia! Crea al viejo Giroudeau, por la derecha, paso ligero; vaya a recoger clavos en el arroyo como ese hombre honrado que ha servido, se ve en su aspecto. ¿No es un horror que un viejo soldado que ha ido mil veces al asalto recoja clavos en París? Dios del cielo, ¿por qué no defendiste al Emperador? En fin, joven amigo, ese desdichado que ha visto esta mañana, ha ganado cuarenta francos este mes. ¿Lo haría mejor? Y según Finot es el más ingenioso de sus redactores.

—Cuando fue al Sambre y Meuse le dijeron que allí había peligro, ¿no?

—¡Y tanto!

—¿Pues bien?

—Pues bien, vaya a ver a mi sobrino Finot, un buen muchacho, el hombre más leal que nunca encontrará, si es que puede encontrarlo, ya que se mueve como un pez. Su oficio no es escribir, ¿comprende?, sino hacer que escriban los demás. Parece ser que los parroquianos se divierten más regalándose con las actrices que emborronando papel. ¡Oh! ¡Son unos puntos! ¡Hasta más ver!

El cajero balanceó su temible bastón con puño de plomo, uno de los protectores de Germánico, y dejó a Lucien en el bulevar, tan sorprendido ante este cuadro de la redacción como lo había estado de los resultados definitivos de la literatura en Vidal y Porchon. Lucien fue diez veces a casa de Andoche Finot, director del periódico, en la calle Feydeau, sin encontrarle. A la mañana temprano, Finot aún no había llegado. Al mediodía, Finot ya había salido; comía, le decían, en tal café; Lucien iba al café, preguntaba por Finot a la sirvienta, venciendo repugnancias inauditas. Finot acababa de salir. Finalmente Lucien, cansado, consideró a Finot como a un personaje apócrifo y fabuloso, y le pareció mucho más sencillo encontrar a Étienne Lousteau en Flicoteaux. Este periodista le explicaría sin ningún género de dudas el misterio que se cernía sobre la existencia del periódico al que estaba adscrito.

Después del cien veces bendito día en que Lucien conoció a Daniel D'Arthez, había cambiado de sitio en Flicoteaux; los dos amigos comían uno al lado del otro y hablaban en voz baja de alta literatura, y de asuntos a tratar, de la manera de presentarlos, de desarrollarlos y de su desenlace, En aquellos momentos, Daniel D’Arthez corregía el manuscrito de
El arquero de Carlos IX
, rehacía algunos capítulos, escribía las bellas páginas que allí se encuentran y terminaba el magnífico prólogo que, tal vez, domina al libro y que tanta claridad arrojó sobre la joven literatura. Un día, en el instante en que Lucien se sentaba al lado de Daniel, que le había esperado y cuya mano aún estrechaba, vio en la puerta a Étienne Lousteau, que hacía molinetes con su bastón. Lucien se soltó bruscamente de la mano de Daniel y dijo al camarero que quería comer en su antiguo lugar, junto al mostrador, D’Arthez arrojó sobre Lucien una de esas angelicales miradas en las que el perdón envuelve al reproche y que cayó tan vivamente en el corazón del poeta, que volvió a coger la mano de Daniel para estrecharla de nuevo.

—Se trata de un asunto muy importante para mí —le dijo—; ya te contaré más tarde.

Lucien se sentó en su antiguo puesto en el momento en que Lousteau se acomodaba en el suyo, saludó el primero y la conversación se entabló bien pronto y se hizo tan animada que Lucien se fue a buscar su manuscrito de
Las Margaritas
mientras Lousteau acababa de comer. Había logrado poder someter sus sonetos al juicio del periodista y contaba con su alarde de condescendencia para encontrar un editor o poder entrar en el periódico. A la vuelta, Lucien vio a Daniel en un rincón del restaurante, tristemente acodado y que le miró melancólicamente, pero, devorado por la miseria y empujado por la ambición, hizo como si no viese a su hermano de cenáculo y siguió a Lousteau.

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