Las ilusiones perdidas (5 page)

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Authors: Honoré de Balzac

Tags: #Clásico

BOOK: Las ilusiones perdidas
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—Déjame a mí entendérmelas con los Cointet, no te mezcles en este asunto —dijo a su hijo.

El anciano pronto adivinó el interés de los Cointet y les aterró por la sagacidad de su agudeza.

—Su hijo cometía una tontería que venía a impedir —dijo—. ¿Sobre qué descansará nuestra clientela si cede nuestro diario? Los abogados, los notarios, todos los negociantes del Houmeau, serán liberales; los Cointet han querido perjudicar a los Séchard, acusándoles de liberalismo; de esta manera les han dado una sólida base, ya que todos los anuncios de los liberales serán para los Séchard. ¿Vender el diario?… Pues ya tanto daba vender el material y la licencia.

Entonces pidió a los Cointet sesenta mil francos por la imprenta, para no arruinar a su hijo: quería a su hijo y defendía a su hijo. El viñador se sirvió de su hijo como los aldeanos utilizan a sus mujeres: su hijo quería o no quería, según las proposiciones que una a una arrancaba a los Cointet, conduciéndolos, no sin esfuerzos, a dar una suma de veintidós mil francos por el
Diario de la Charente
. Pero David tuvo que comprometerse a no volver a imprimir nunca más un diario, bajo pena de treinta mil francos de daños y perjuicios. Esta venta era el suicidio de la imprenta Séchard, pero el viñador no se preocupaba lo más mínimo. Tras el robo viene siempre el asesinato. El hombre contaba con aplicar esta suma al pago de su fondo, y para poderla palpar hubiese dado hasta a David; además, sobre todo, teniendo en cuenta que ese molesto hijo tenía derecho a la mitad de este inesperado tesoro. Como compensación, el generoso padre le entregó la imprenta, pero manteniendo el alquiler de la casa en los famosos mil doscientos francos. Después de la venta del diario a los Cointet, el viejo fue raras veces a la ciudad, alegando su avanzada edad, pero la verdadera razón era el poco interés que sentía por una imprenta que ya no le pertenecía. Sin embargo, no pudo repudiar de una forma completa el afecto que hacia sus antiguas herramientas sentía. Cuando algún asunto le llevaba a Angulema, hubiese sido muy difícil discernir cuál de las dos cosas le atraían más en su antigua casa: sus prensas de madera o su hijo, al que iba a reclamar sus alquileres de manera formularia. Su antiguo regente, ahora de los Cointet, sabía a qué atenerse respecto a esta generosidad paternal; decía que este zorro inteligente se preparaba de este modo el derecho de intervenir en los negocios de su hijo, instituyéndose deudor privilegiado a causa de la acumulación de los alquileres.

El abandono de David Séchard era debido a causas que explicarán el carácter de este muchacho. Unos días después de su instalación en la imprenta paterna, se había encontrado a uno de sus compañeros de colegio, en aquel tiempo sumido en la mayor miseria. El amigo de David Séchard era un joven que por aquel entonces contaba alrededor de los veintiún años, llamado Lucien Chardon, hijo de un antiguo cirujano mayor del ejército republicano, excluido del servicio activo a causa de una herida. La naturaleza había hecho de Chardon padre un químico, y el azar le llevó a establecerse como farmacéutico en Angulema. La muerte le sorprendió en medio de los preparativos necesarios para el descubrimiento lucrativo en cuya investigación había empleado muchos años de estudios científicos. Quería curar cualquier especie de gota.

La gota es la enfermedad de los ricos, y los ricos pagan cara la salud cuando se ven privados de ella. Por tal motivo, el farmacéutico había escogido la solución de este problema entre los varios que se habían ofrecido a sus medios. Situado entre la ciencia y el empirismo, el difunto Chardon comprobó que la ciencia era la única que podía asegurar su fortuna: por lo tanto, había estudiado las causas de la enfermedad y basado su remedio en un determinado régimen que él adaptaba a cada temperamento. Murió durante una estancia en París, adonde había ido para solicitar la aprobación de la Academia de Ciencias, perdiendo de este modo el fruto de sus trabajos.

Presintiendo su fortuna, el farmacéutico no había escatimado nada en la educación de su hijo y de su hija, de forma que el mantenimiento de su familia devoró de forma constante los beneficios obtenidos con la farmacia. De este modo, no sólo dejó a sus hijos en la miseria sino que, por desgracia suya, les había educado con la esperanza de que aspiraran a brillantes destinos, que se extinguieron con él. El ilustre Desplein, que le cuidó, le vio morir entre convulsiones de rabia.

Esta ambición tuvo por principio el violento amor que el antiguo cirujano sentía por su mujer, último retoño de la familia de Rubempré, milagrosamente salvada por él del patíbulo en 1793. Sin que la muchacha hubiese querido consentir en esta mentira, había ganado tiempo diciendo que se encontraba embarazada. Después de haberse creado, en cierto aspecto, el derecho de casarse con ella, Jo hizo a pesar de su común pobreza. Sus hijos, como todos los hijos del amor, tuvieron como única herencia la maravillosa belleza de su madre, presente tan fatal muchas veces, cuando lo acompaña la miseria. Estas esperanzas, esos trabajos, y aquella desesperación con los que tan estrechamente vivió, habían alterado de forma profunda la belleza de la señora Chardon, al igual que las lentas degradaciones de la indigencia habían cambiado sus costumbres; pero su valor y entereza, y el de sus hijos, igualó a su infortunio.

La pobre viuda vendió la farmacia, situada en la calle Mayor del Houmeau, el barrio principal de Angulema. El precio de la farmacia le permitió hacerse con una renta de trescientos francos, suma insuficiente hasta para su propio mantenimiento, pero tanto ella como su hija aceptaron sin avergonzarse su nueva posición y se dedicaron a trabajos mercenarios. La madre cuidaba de las parturientas y sus buenas maneras hacían que en las casas distinguidas fuese preferida a cualquier otra, donde vivía sin costar nada a sus hijos y ganando veinte sueldos por día. Para evitar a su hijo el disgusto de ver a su madre en tan bajo menester y condición, había adoptado el nombre de señora Charlotte. Las personas que reclamaban sus cuidados se dirigían al señor Postel, el sucesor del señor Chardon. La hermana de Lucien trabajaba en casa de una honrada mujer, muy considerada en el Houmeau, llamada la señora Prieur, planchadora de prendas finas, que era su vecina, y donde ganaba alrededor de quince sueldos diarios. Dirigía a las obreras y gozaba en el taller de una especie de supremacía que le hacia sobresalir un poco de la clase de las trabajadoras. Los escasos producto de sus trabajos, unidos a las trescientas libras de renta de la señora Chardon, sumaban alrededor de ochocientos francos al año, con los que estas tres personas se tenían que vestir, vivir y alojarse. La estricta economía de este hogar apenas si hacía suficiente esta suma, absorbida casi totalmente por Lucien.

La señora Chardon y su hija Ève creían en Lucien como la mujer de Mahoma creyó en su marido; el sacrificio por su porvenir era sin límites. Esta pobre familia vivía en el Houmeau, en un alojamiento alquilado por una módica cantidad por el sucesor del señor Chardon, y se encontraba emplazado en el fondo de un patio interior, encima del laboratorio. Lucien ocupaba allí una miserable habitación en la buhardilla. Estimulado por un padre que, apasionado por las ciencias naturales, le había empujado en un principio por este camino, Lucien fue uno de los alumnos más brillantes del colegio de Angulema, en donde se encontraba en el quinto año cuando Séchard finalizaba allí sus estudios.

Cuando el azar hizo que los dos compañeros de colegio volvieran a encontrarse, Lucien, cansado ya de beber en la desagradable copa de la miseria, estaba a punto de tomar una de esas decisiones extremas por las que uno se decide a los veinte años. Cuarenta francos que David dio generosamente a Lucien, ofreciéndose a enseñarle el oficio de regente, aunque un regente le era completamente inútil, salvó a Lucien de su desesperación. Los lazos de esta amistad de colegio, renovados de esta manera, se estrecharon muy pronto a causa de la semejanza de sus destinos y por las diferencias de sus caracteres. Ambos, con un talento grávido de varias fortunas, poseían esa elevada inteligencia que sitúa al hombre al nivel de las más altas personalidades, viéndose arrojados en lo más bajo de la sociedad. Esta injusticia en su suerte fue un nudo poderoso. Luego, los dos habían llegado a la poesía a través de una pendiente diferente. A pesar de haber sido destinado a las especulaciones más elevadas de las ciencias naturales, Lucien se inclinaba ardorosamente hacia la gloria literaria; sin embargo, David, a quien su genio meditativo predisponía hacia la poesía, se inclinaba por gusto hacia las ciencias exactas. Esta interposición de papeles engendró una especie de fraternidad espiritual. Pronto Lucien comunicó a David los altos conocimientos que de su padre tenía sobre las aplicaciones de la Ciencia a la Industria, y David hizo conocer a Lucien los nuevos caminos que debería tomar en la literatura para hacerse un nombre y una fortuna.

En pocos días, la amistad de estos dos jóvenes se convirtió en una de esas pasiones que únicamente nacen al salir de la adolescencia. David pronto conoció a la bella Ève y se prendó de ella como lo hacen los espíritus melancólicos y meditabundos. El
hic nunc et semper et in sécula seculorum
de la liturgia es la divisa de estos sublimes y desconocidos poetas, cuyas obras corazones. Cuando el enamorado hubo conocido el secreto de las esperanzas que la madre y la hermana de Lucien ponían constituyen magníficas epopeyas creadas y perdidas entre dos en esta bella frente de poeta, cuando conoció su ciega abnegación, encontró una dulzura en aproximarse aún más a su amada, compartiendo con ella sus inmolaciones y sus esperanzas. Lucien fue, para David un hermano escogido. Al igual que los ultras, que querían ser más realistas que el Rey, David exageró la fe que la madre y la hermana de Lucien tenían en su genio, y le mimó como una madre mima a su hijo. Durante una de esas conversaciones en las que, acuciados por la falta de dinero que les ligaba las manos, rumiaban, como todos los jóvenes, los medios para obtener una pronta fortuna sacudiendo todos los árboles, despojados ya por los que habían llegado antes, sin obtener frutos de ellos, Lucien recordó dos ideas que su padre un día le comunicó. El señor Chardon había hablado de reducir el precio del azúcar a su mitad con el empleo de un nuevo agente químico, y rebajar otro tanto el precio del papel, trayendo de América ciertas materias vegetales parecidas a las empleadas por los chinos y que costaban poco. David, que conocía la importancia de este asunto, estudiado ya en casa de los Didot, se apropió de esta idea viendo en ella una fortuna y consideró a Lucien como un bienhechor con el que siempre estaría en deuda.

Todos adivinan ahora de qué forma los pensamientos y la vida interior de los dos amigos les hacían poco aptos para dirigir una imprenta. En vez de proporcionar de quince a veinte mil francos, como la de los hermanos Cointet, impresores-libreros del Obispado, propietarios del Correo de la Charente, ya el único diario del departamento, la imprenta de Séchard hijo apenas producía trescientos francos al mes, de los que había que deducir el sueldo del regente, el de Marion, los impuestos y el alquiler, lo que dejaba a David un centenar de francos al mes. Unos hombres activos y emprendedores hubiesen renovado los tipos, comprado prensas de hierro, hubiesen buscado en la biblioteca de París algunas obras que hubieran podido imprimir a bajo precio; pero el dueño y el regente, perdidos en los absorbentes afanes de la inteligencia, se contentaban con los trabajos que les daban sus últimos clientes. Los hermanos Cointet habían llegado a conocer al fin el verdadero carácter y costumbres de David y ya no le calumniaban; al contrario, una hábil política les aconsejaba dejar sobrevivir esta imprenta y mantenerla en una honesta mediocridad para que no cayese en manos de algún temible antagonista; ellos mismos le enviaban los trabajos llamados de ciudad. De esta manera, y sin saberlo, David Séchard sólo existía, comercialmente hablando, gracias a un hábil cálculo de sus competidores. Felices con lo que ellos llamaban su manía, los Cointet tenían para con él procedimientos llenos dé rectitud y lealtad, pero en realidad obraban al igual que la administración de Postas, cuando simula una competencia para, de esta forma, evitarse otra que sea verdadera.

La parte externa de la casa Séchard armonizaba con la miserable avaricia que reinaba en el interior, donde el viejo oso nunca había reparado nada. La lluvia, el sol y las inclemencias de cada estación habían dado a la puerta de entrada el aspecto de un viejo tronco de árbol, de tal forma se encontraba surcada por grietas desiguales. La fachada, mal construida con piedras y ladrillos, mezclados sin simetría, parecía doblarse bajo el peso de un tejado carcomido, sobrecargado con esas tejas cóncavas que forman todos los tejados en el sur de Francia. Las ventanas, medio deshechas, estaban resguardadas por esos enormes ventanillos sujetos por gruesos travesaños, según lo exige lo cálido del clima. Hubiese sido difícil encontrar en toda Angulema una casa más deteriorada que ésta, que ya sólo se mantenía en pie por la pura fuerza del cemento. Imaginaos este taller, claro en sus extremos y sombrío en el centro, sus paredes cubiertas de pasquines, ennegrecidos en su parte inferior por los obreros que durante treinta años habían pasado por allí; su conjunto de cuerdas pendientes del techo, sus pilas de papel, sus viejas prensas, sus montones de losas en donde cargar los papeles mojados, sus hileras de cajas, y en ambos extremos los dos pabellones en donde, cada uno por su lado, se instalaban el dueño y el regente; ahora podréis comprender la existencia de los dos amigos.

En 1821, durante los primeros días del mes de mayo, David y Lucien se encontraban junto a la ventana del patio en el momento en que, hacia las dos de la tarde, sus obreros abandonaban el taller para ir a comer. Cuando el dueño vio como el aprendiz cerraba la puerta con campanilla que daba a la calle, condujo a Lucien al patio, como si el olor de papales, tinteros, prensas y viejas maderas le fuese insoportable. Ambos se sentaron en una glorieta desde donde sus ojos podían ver a cualquiera que entrara en el taller. Los rayos del sol, que se deslizaban por entre los pámpanos del emparrado, acariciaron a los dos poetas, envolviéndolos con su luz como en una aureola. El contraste producido por la oposición de estos dos caracteres y estos dos rostros fue entonces acusado con tal vigor que hubiese seducido el pincel de un gran pintor. David tenía las formas que la naturaleza da a los seres destinados a grandes luchas, brillantes o secretas. Su amplio busto estaba flanqueado por robustos hombros en armonía con todo su aspecto. Su cara, de tono moreno, gruesa y con color, se encontraba soportada por un grueso cuello y cubierta por un bosque abundante de cabellos negros, y se parecía a primera vista a la de los canónigos cantados por Boileau: pero un segundo examen os revelaba en los surcos de sus gruesos labios, en el hoyuelo de la barbilla, en la conformación de una nariz cuadrada, hendida por una línea tortuosa, y en los ojos sobre todo, el fuego continuo de un único amor, la sagacidad del pensador, la ardiente melancolía de un espíritu que podía abarcar los dos extremos del horizonte, penetrando en todas sus sinuosidades, y que fácilmente aborrecía el disfrute totalmente ideal al llevar a él la claridad del análisis. Si en estas facciones se adivinaban los destellos del genio que se lanza adelante, se veían igualmente las cenizas junto al volcán; la esperanza se extinguía con un profundo sentimiento de negación social, donde el oscuro nacimiento y la carencia de fortuna mantienen a tantos espíritus superiores.

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