Las intermitencias de la muerte (9 page)

BOOK: Las intermitencias de la muerte
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La iglesia, como no podía dejar de ser, bajó a la arena del debate sentada en el caballo de batalla habitual, es decir, los designios de Dios son lo que siempre han sido, inescrutables, lo que, en términos corrientes y algo manchados de impiedad verbal, significa que no nos está permitido mirar por el resquicio de la puerta del cielo para ver lo que pasa dentro. Decía también la iglesia que la suspensión temporal y más o menos duradera de causas y efectos naturales no era propiamente una novedad, baste recordar los infinitos milagros que Dios había permitido que se hicieran en los últimos veinte siglos, la única diferencia de lo que pasa ahora radica en la amplitud del prodigio, pues lo que antes afectaba a un individuo, por la gracia de su fe personal, ha sido substituido por una atención global, no personalizada, un país entero por así decir poseedor del elixir de la inmortalidad, y no sólo los creyentes, que como es lógico esperan ser distinguidos en especial, sino también los ateos, los agnósticos, los heréticos, los relapsos, los incrédulos de toda especie, los afectos a otras religiones, los buenos, los malos y los peores, los virtuosos y los maphiosos, los verdugos y las víctimas, los policías y los ladrones, los asesinos y los donantes de sangre, los locos y los sanos de juicio, todos, todos sin excepción, eran al mismo tiempo los testigos y los beneficiarios del más alto prodigio alguna vez observado en la historia de los milagros, la vida eterna de un cuerpo eternamente unida a la eterna vida del alma. A la jerarquía católica, de obispo para arriba, no le hicieron gracia los chistes místicos de algunos de sus cuadros medios sedientos de maravillas, y lo hizo saber a los fieles a través de un muy firme mensaje, el cual, además de la inevitable referencia a los inescrutables designios de dios, insistía en la idea ya expresada improvisadamente por el cardenal al principio de la crisis en la conversación telefónica que tuvo con el primer ministro, cuando, creyéndose papa y rogando a Dios que le perdonara la estulta presunción, propuso la inmediata promoción de una nueva tesis, la de la muerte aplazada, confiando en la tantas veces loada sabiduría del tiempo, esa que nos dice que siempre habrá algún mañana para resolver los problemas que hoy parecían no tener solución. En carta al director de su periódico preferido, un lector se declaraba dispuesto a aceptar la idea de que la muerte había decidido aplazarse a sí misma, pero solicitaba, con todo respeto, que le dijeran cómo lo supo la iglesia, y, si realmente estaba tan bien informada, también debería saber cuánto tiempo iba a durar el aplazamiento. En nota de la redacción, el periódico le recordó al lector que se trataba simplemente de una propuesta de acción, por supuesto no llevada a la práctica hasta ahora, lo que ha de querer decir, así concluía, que la iglesia sabe tanto del asunto como nosotros, es decir, nada. Por entonces alguien escribió un artículo reclamando que el debate regresara a la cuestión que le dio origen, o sea, si sí o no la muerte era una o eran varias, si era singular muerte, o plural, muertes, y, aprovechando que estoy con la mano en la pluma, denunciar que la iglesia, con esas suposiciones ambiguas, lo que pretende es ganar tiempo sin comprometerse, por eso se puso, como es su costumbre, a entablillar la pata a la rana, a dar una en el clavo y otra en la herradura. La primera de estas expresiones populares causó perplejidad entre los periodistas, que nunca tal habían leído u oído en toda su vida.

No obstante, ante el enigma, estimulados por un saludable afán de competición personal, sacaron de las estanterías los diccionarios con que algunas veces se ayudaban a la hora de escribir sus artículos y noticias y se lanzaron a la descubierta de qué hacía allí ese batracio. No encontraron nada, o mejor, sí encontraron a la rana, encontraron la pata, encontraron el verbo entablillar, pero no consiguieron tocar el sentido profundo que las tres palabras juntas a la fuerza tendrían que tener.

Hasta que se le ocurrió a alguien llamar a un viejo portero que vino del pueblo hace ya muchos años y de quien todos se reían porque, tanto tiempo después de vivir en la ciudad, todavía hablaba como si estuviera ante la chimenea contándoles historias a sus nietos. Le preguntaron si conocía la frase y él respondió que sí señor, que la conocía, le preguntaron si sabía qué significaba y él respondió que sí señor, lo sabía. Entonces explíquela, dijo el redactor jefe, Entablillar, señores, es poner tablillas en los huesos partidos, Hasta ahí llegamos, lo que queremos es que nos diga qué tiene eso que ver con la rana, Lo tiene todo, nadie consigue poner tablillas en una rana, Por qué, Porque ella nunca deja quieta la pata, Y eso qué quiere decir, Que es inútil intentarlo, que no se deja, Pero no debe de ser eso lo que está en la frase del lector, También se usa cuando tardamos demasiado tiempo en acabar un trabajo, y, si lo hacemos a posta, entonces estamos taponando, entonces estamos entablillándole la pata a la rana, O sea, que la iglesia está taponando, está entablillándole la pata a la rana, Sí señor, Así que el lector que escribió tenía toda la razón, Creo que sí, pero yo sólo guardo la entrada de la puerta, Nos ha ayudado mucho, No quieren que les explique la otra frase, Cuál, La del clavo y la herradura, No, ésa la conocemos, la practicamos todos los días.

La polémica sobre la muerte y las muertes, tan bien iniciada por el espíritu que paira sobre las aguas del acuario, y por el aprendiz de filósofo, acabaría en comedia o en farsa si no hubiera aparecido el artículo del economista. Aunque el cálculo actuarial, como él mismo reconocía, no era su especialidad profesional, se consideraba suficientemente conocedor de la materia para preguntarse en público con qué dinero el país, dentro de unos veinte años, punto más, coma menos, pensaba pagar las pensiones a los millones de personas que se encontrarían en situación de jubilación por invalidez permanente y que así seguirían por todos los siglos de los siglos y a las que otros millones se les unirían implacablemente, tanto si se hace que la progresión sea aritmética o geométrica, de cualquier manera siempre tenemos garantizada la catástrofe, será la confusión, el desastre, la bancarrota del estado, el sálvese quien pueda, y nadie se salvará. Ante este cuadro espeluznante los metafísicos no tuvieron otro remedio que guardar la viola en su funda, la iglesia no tuvo otro recurso que regresar al cansado pasar cuentas de sus rosarios y seguir a la espera de la consumación de los tiempos, esa que, según sus escatológicas visiones, resolverá todo esto de una vez. Efectivamente, volviendo a las inquietantes razones del economista, los cálculos eran muy fáciles de hacer, veamos, si tenemos tanto de población activa que contribuye a la seguridad social, si tenemos tanto de población no activa que se encuentra jubilada, ya sea por vejez, ya sea por invalidez, y por consiguiente cobra de la otra sus pensiones, estando la activa en constante disminución con respecto a la inactiva y ésta en crecimiento continuo absoluto, no se entiende cómo nadie se haya dado cuenta enseguida de que la desaparición de la muerte, pareciendo el auge, la cúspide, la suprema felicidad, no era, en conclusión, una cosa buena. Fue necesario que los filósofos y otros abstractos anduviesen medio perdidos en los bosques de sus propias elucubraciones sobre el casi y el cero, que es la manera plebeya de decir el ser y la nada, para que el sentido común se presentara prosaicamente, con papel y lápiz en ristre, para demostrar a+b+c que había cuestiones mucho más urgentes en que pensar. Como era de prever, conociéndose los lados oscuros de la naturaleza humana, a partir del día en que salió publicado el alarmante artículo del economista, la actitud de la población saludable para con los pacientes terminales comenzó a modificarse para peor. Hasta ahí, aunque todo el mundo estuviera de acuerdo en que eran considerables los trastornos e incomodidades de toda especie que ellos causaban, se pensaba que el respeto por los viejos y por los enfermos en general representaba uno de los deberes esenciales de cualquier sociedad civilizada, y, por consiguiente, aunque a veces haciendo de tripas corazón, no se les negaban los cuidados necesarios, e incluso, en algunos casos señalados, se endulzaban con una cucharadita de compasión y amor antes de apagar la luz. Es cierto que también existen, como demasiado bien sabemos, esas desalmadas familias que, dejándose llevar por su incurable inhumanidad, llegaron al extremo de contratar los servicios de la maphia para deshacerse de los míseros despojos humanos que agonizaban interminablemente entre dos sábanas empapadas de sudor y manchadas por las excreciones naturales, pero ésas merecen nuestra reprensión, tanto como la que expresaríamos en la fábula tradicional mil veces narrada del cuenco de madera, aunque, felizmente, ahí se salvaron de la execración en el último momento, gracias, como se verá, al bondadoso corazón de un niño de ocho años. En pocas palabras se cuenta, y aquí la vamos a dejar para ilustración de las nuevas generaciones que la desconocen, con la esperanza de que no se burlen de ella por ingenua y sentimental. Atención, pues, a la lección moral. Érase una vez, en el antiguo país de las fábulas, una familia integrada por un padre, una madre, un abuelo que era el padre del padre y el ya mencionado niño de ocho años, un muchachito. Sucedía que el abuelo ya tenía mucha edad, por eso le temblaban las manos y se le caía la comida de la boca cuando estaban a la mesa, lo que causaba gran irritación al hijo y a la nuera, siempre diciéndole que tuviera cuidado con lo que hacía, pero el pobre viejo, por más que quisiera, no conseguía contener los temblores, peor aún si le regañaban, el resultado era que siempre manchaba el mantel o el suelo al dejar caer la comida, por no hablar de la servilleta que le ataban al cuello y que era necesario cambiarla tres veces al día, en el desayuno, al almuerzo y a la cena. Estaban las cosas así y sin ninguna expectativa de mejoría cuando el hijo decidió acabar con la desagradable situación.

Apareció en casa con un cuenco de madera y le dijo al padre, A partir de ahora comerá aquí, sentado en el patio que es más fácil de limpiar para que su nuera no tenga que estarse preocupando con tantos manteles y tantas servilletas sucias. Y así fue. Desayuno, almuerzo y cena, el viejo sentado solo en el patio, llevándose la comida a la boca conforme era posible, la mitad se perdía en el camino, una parte de la otra mitad se le caía por la boca abajo, no era mucho lo que se le deslizaba por lo que el vulgo llama canal de la sopa. Al nieto no parecía importarle el feo tratamiento que le estaban dando al abuelo, lo miraba, luego miraba al padre y a la madre, y seguía comiendo como si nada tuviera que ver con el asunto. Hasta que una tarde, al regresar del trabajo, el padre vio al hijo trabajando con una navaja un trozo de madera y creyó que, como era normal y corriente en esas épocas remotas, estaría construyendo un juguete con sus propias manos. Al día siguiente, sin embargo, se dio cuenta de que no se trataba de un carro, por lo menos no se veía el sitio donde se le pudieran encajar unas ruedas, y entonces preguntó, Qué estás haciendo. El niño fingió que no había oído y siguió excavando en la madera con la punta de la navaja, esto pasó en el tiempo que los padres eran menos asustadizos y no corrían a quitar de las manos de los hijos un instrumento de tanta utilidad para la fabricación de juguetes. No me has oído, qué estás haciendo con ese palo, volvió a preguntar el padre, y el hijo, sin levantar la vista de la operación, respondió, Estoy haciendo un cuenco para cuando seas viejo y te tiemblen las manos, para cuando tengas que comer en el patio, como el abuelo. Fueron palabras santas. Se cayeron las escamas de los ojos del padre, vio la verdad y la luz, y en el mismo instante fue a pedirle perdón al progenitor y cuando llegó la hora de la cena con sus propias manos lo ayudó a sentarse en la silla, con sus propias manos le acercó la cuchara a la boca, con sus propias manos le limpió suavemente la barbilla, porque todavía podía hacerlo y su querido padre ya no. De lo que pasara después no hay señal en la historia, pero de ciencia muy cierta sabemos que si es verdad que el trabajo del muchachito se quedó a la mitad, también es verdad que el trozo de madera sigue por ahí. Nadie lo quiso quemar o tirar, ya sea para que la lección del ejemplo no cayera en el olvido, o por si se diera el caso de que alguien decidiera terminar la obra, eventualidad no del todo imposible de producirse si tenemos en cuenta la enorme capacidad de supervivencia de los dichos lados oscuros de la naturaleza humana. Como alguien dijo, todo lo que pueda suceder, sucederá, es una mera cuestión de tiempo, y, si no llegamos a verlo mientras que anduvimos por aquí, sería porque no vivimos lo suficiente. En cualquier caso, y para que no se nos acuse de pintar siempre con las pinturas de la parte izquierda de la paleta, hay quien admite la posibilidad de que una adaptación del amable cuento a la televisión, tras haberlo recogido un periódico, sacudidas las telarañas, de los polvorientos estantes de la memoria colectiva, pueda contribuir a que regresen a las quebrantadas conciencias de las familias el culto o el cultivo de los incorpóreos valores de espiritualidad de que la sociedad se nutría en el pasado, cuando el materialismo que hoy impera todavía no se había enseñoreado de voluntades que imaginábamos fuertes y al final eran la propia e insanable imagen de una aflictiva debilidad moral. Conservemos no obstante la esperanza. En el momento en que el muchachito aparezca en la pantalla, podemos estar seguros de que la mitad de la población del país correrá a buscar un pañuelo para enjugar las lágrimas, y de que la otra mitad, tal vez de temperamento estoico, las dejará correr por la cara, en silencio, para que se observe mejor cómo el remordimiento por el mal hecho o consentido no es siempre una palabra vana. Ojalá todavía estemos a tiempo de salvar a los abuelos.

Inesperadamente, con una deplorable falta de sentido de oportunidad, los republicanos decidieron aprovechar la delicada ocasión para hacer oír su voz. No eran muchos, ni siquiera tenían representación en el parlamento a pesar de que estaban organizados en partido político y regularmente concurrían a las elecciones. Se vanagloriaban, sin embargo, de cierta influencia social, sobre todo en los medios artísticos y literarios, por donde de vez en cuando hacían circular manifiestos por lo general bien redactados, pero invariablemente inocuos. Desde que desapareció la muerte no habían dado señales de vida, ni siquiera, como cabe esperar de una oposición que se dice frontal, para reclamar la aclaración de la rumoreada participación de la maphia en el ignóbil tráfico de pacientes terminales. Ahora, aprovechándose de la perturbación en que el país malvivía, dividido como estaba entre la vanidad de saberse único en todo el planeta y el desasosiego de no ser como todo el mundo, ponían sobre la mesa nada más y nada menos que la cuestión del régimen. Obviamente adversarios de la monarquía, enemigos del trono por definición, pensaban que habían descubierto un argumento nuevo a favor de la necesaria y urgente implantación de la república.

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