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Authors: José Luis Olaizola

Tags: #Aventuras, Histórico

Las islas de la felicidad (19 page)

BOOK: Las islas de la felicidad
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El Quichiltidore, que entre sus luces estaba la de servirse no mal del habla castellana —también de la portuguesa— díjole cómo los de Terrenate, con no poca desvergüenza, fueron los primeros en romper la tregua matando a cuarenta pescadores de Gilolo y ¿a quién habían ofendido con semejante felonía? ¿No eran, acaso, los de Gilolo devotísimos vasallos de Su Majestad Católica? ¿Y podía consentir tan grande Majestad semejante oprobio sin vengar el agravio? Continuó: el rey de Gilolo, con la ayuda del heroico Andrés de Urdaneta, cuidaron de restaurar la ofensa que habían hecho al emperador, ítem, el Andrés de Urdaneta había tomado el nombre de los que cometieron la primera fechoría para que el general de los portugueses les castigase como merecían.

Este discurso duró cosa de una hora, que es la costumbre que hay entre ellos de decir muchas veces las cosas, y así, usando palabras distintas, repetía una y otra vez lo del agravio que había recibido el emperador de las

Españas y de cómo Urdaneta y el rey de Gilolo lo habían vengado. El Carquizano, como hecho que estaba a esas costumbres, escuchaba en silencio, hasta que por fin levantó un brazo, como quien quiere hablar a su vez, mas no hizo tal sino que se encaminó hacia donde aguardaba Urdaneta con la cabeza baja, como quien espera sentencia, y ésta fue que nuestro capitán general lo tomó entre sus brazos y le dijo cuánto había sufrido pensando que lo tenía que ahorcar y qué grande era su alegría de saber que lo había hecho por restaurar el honor del emperador, y que por ello había de recompensarle. Al Urdaneta, pese a ser tan recio, se le saltaron las lágrimas ante tan hermosas palabras, y juró una vez más la fidelidad que le debía a Su Majestad y a nuestro capitán general.

Capítulo 9

LA FLORIDA Y SU INTENTO DE RETORNARSE A LA NUEVA ESPAÑA, A TRAVÉS DEL PACÍFICO.

Ahora viene una parte que nunca me hubiera gustado tener que relatar pues hace referencia a muertes que se sucedieron, todas ellas muy dolorosas. A las muertes estábamos hechos como no podía ser de otra manera, en guerra como andábamos, bien con los portugueses, o con los indios que les eran aliados, o con indios que no eran ni de unos ni de otros, pero a los que había que combatir para que entraran en razón de ponerse de nuestra parte, tal como nos sucedió con la isla de Machian, de las más importantes del Moluco, que mucho nos costó someter a la autoridad del emperador, pues aunque su rey sí quería, algunos de sus súbditos no, y se alzaron y hubimos de derramar mucha sangre.

Digo que a estas muertes ya estábamos hechos, mas no a que muriera de allí a poco nuestro capitán general, don Martín Íñiguez de Carquizano, de la más inicua de las formas; sucedió de esta manera:

Cuando Urdaneta recobró su favor le dio relación de los portugueses que iban en la nao que acometió a los pescadores gilolenses y Carquizano, que recto no podía ser más, requirió al gobernador Meneses para que hiciera justicia y éste le decía que sí, mas nada hacía, y cada poco mandaba a nuestro campamento a un sujeto del que ya queda relación, Fernando con título de factor de la fortaleza del rey de Portugal, quien fingía amistad y deseos de paz, y el veneno lo llevaba dentro de su alma y también en un frasquito en el que guardaba una ponzoña que la puso en un vino que compartía con el Carquizano.

Verle verter la ponzoña en el vino nadie le vio, mas no podía ser de otra manera y el más encendido en mantenerlo era el Urdaneta, quien juraba que advirtió cómo bebía nuestro capitán general, y que por contra el no bebió, y que muerte de enfermedad no podía ser pues desde que estábamos en las islas, bien nutridos de toda clase de frutos, nadie más había muerto del dichoso mal de las encías. ¿Por qué había de morir el Carquizano, robusto como estaba el día anterior? Además, bien era conocida esta mala costumbre que tenían los portugueses para deshacerse de sus enemigos, digo la de envenenarlos, como en su día hicieron con el rey Almanzor. Lo cierto es que el a raíz de esto no volvió por nuestro real, lo cual también daba que pensar.

En guerra como andábamos de nuevo con los portugueses (no sé si alguna vez habíamos dejado de estarlo) lo que procedía primero de todo era nombrar un nuevo capitán que nos mantuviera unidos frente a tan poderoso enemigo, y aquí postuló otra vez el Hernando de Bustamante, aquel que en su día le disputara el puesto al fallecido Carquizano, con el pío de que era el único que había hecho aquella primera gloriosa travesía con donjuán Sebastián Elcano; si entonces de poco le sirvió, ahora de menos, como decía el Urdaneta la travesía ya estaba hecha y en aquel trance lo que procedía era ser buen capitán para combatir; este Bustamante resultó tan malo como capitán que tentó de alzarse por la fuerza rodeándose de unos pocos hombres armados, mas en la compañía había otros hombres de bien que requirieron al alguacil mayor para que les quitase a todos las armas como así fue. El Hernando de Bustamante, de haberse hecho con la capitanía, cierto que se hubiera concertado con los portugueses para volvernos a Castilla, y el Urdaneta y otros de su condición decían que no había de ser así, pues si el gobernador Meneses dispuso la muerte del Carquizano fue en la creencia de que quien le sucediera no había de mostrarse tan terne en poblar en nombre del emperador, y por eso a la postre esos hombres de bien se fueron a un lugar en donde se encontraba don Hernando de la Torre, lugarteniente que había sido del Carquizano y de su mismo parecer, y le requirieron por parte de Su Majestad para que aceptase el cargo, a lo cual se resistía el De la Torre alegando no tener méritos para tanto, mas al fin se hizo.

Nombrado y jurado el cargo por el Hernando de la Torre, fueron tantos los encuentros que tuvimos con los portugueses e indios amigos suyos, y la destrucción que hicimos de lugares de esos amigos, que si hubieran de ponerse por escrito, sería para nunca acabar. Nuestro nuevo capitán general entendía que las treguas sólo servían para que el enemigo se rehiciera del daño, y que el remedio era la guerra constante, o sea que en eso se equivocó el gobernador Meneses al deshacerse del Carquizano y le salió el tiro al revés. En estos encuentros el Urdaneta, como de costumbre, era de los más sufridos siempre al mando de una tropilla de castellanos, más muchos indios que le tenían por un dios, pero luego le vino una pena muy grande y durante un tiempo estuvo apartado de estas hazañas.

Esta pena hace relación al amor tan subido que tuvo por Paulina
la Canéfora
a la que, como no podía ser de otra manera, presto dejó en estado de buena esperanza y la puso bajo el amparo de fray Francisco y fray Antonio para que tentaran de cristianarla, lo cual les llevó poco trabajo pues a todas estas indígenas así que les hablaba de la Virgen María y del hijo que tuvo en Belén, se ponían muy tiernas y admiradas, y decían que sí. Por su parte fray Francisco le decía que si tanto bien deseaba para ella, como para hacerla cristiana, luego debía desposarla, a lo que el Urdaneta asentía, mas decía que no le parecía decoroso hacerlo en el estado de gravidez en el que se encontraba y que habían de aguardar a que naciera la criatura y, que entretanto, como se encontraban en los meses mayores del embarazo, se abstenía de cualquier trato carnal. Antes de que se terminaran esos meses mayores se presentó el parto, cosa que a veces sucede no siempre con buenas consecuencias, como ocurrió en aquella ocasión en que nació una niña tan menguada de peso que, según nacía, la hubieron de bautizar temiendo que no había de sobrevivir, mas sí que lo consiguió y, por contra, la madre, de allí a pocos días se le presentaron unas fiebres de las que murió. Murió muy dulce y muy cristiana, con el gusto de tener a la niña al pecho y sin saber que se moría, pues aquellas fiebres le dieron una suerte de risa y en medio de las calenturas decía en su habla que la niña le hacía cosquillas al mamar y eso era señal de alegría y de buena crianza; y con esa alegría se nos fue al Cielo y el Urdaneta al infierno pues quedóse consternado a extremos que nunca imaginé y pasados los años seguía recordando a la Canéfora, y tengo para mí que ya nunca volvió a tener trato con mujeres, aunque esto no lo puedo asegurar. A la niña la pusieron por nombre el de su abuela, Gracia, y Urdaneta se pasaba horas mirándola por si medraba o dejaba de medrar, y cuando cumplió el año y ya era una niña cumplida, digo para su edad, fue grande su júbilo dentro de la tristeza que nunca le abandonaba.

El Urdaneta cumplía cuanto le mandaba hacer el Hernando de la Torre, aunque no con tanta saña y desprecio de su vida como antes, pues decía que ahora se debía a hija nacida de entrañas tan queridas. También algunos atardeceres bebía del vino de palma, cosa que antes nunca hiciera, y en una de aquellas noches con lágrimas en los ojos díjome que pese al dolor que estaba padeciendo no quisiera cambiar por nada aquel amor del que tanto había disfrutado, y que la prenda de aquel amor era ya todo para él. La prenda era su hija Gracia que, como haciendo honor a su nombre, se crió muy graciosa y de facciones muy lindas.

Estas son las muertes que me hubiera gustado no tener que contar.

Ahora viene un suceso de los más importantes de aquellos años, y que fue el siguiente:

El rey de Gilolo mucho nos favorecía de suministrarnos paraos y otras ayudas de hombres para pelear, o para construir fortines, o bastimentos de todas clases, mas también mucho nos exigía, y en aquella ocasión demandó a Hernando de la Torre socorro para tomar un pueblo de los más ricos que había en el Moluco, nombrado Tugabe que, de continuo, le molestaba con escaramuzas que mucho favorecían a los portugueses. Dispuso el De la Torre una armada de treinta paraos en la que íbamos treinta castellanos y un buen golpe de indios. Fue de las batallas bravas que hubimos de padecer, pero más la padecieron nuestros enemigos, pues tuvieron muchos muertos, no menos de cien, ya que medió artillería aunque no mucha, pero sí con inquina, pues los lombarderos se conocían y el de los portugueses le tiró con el faicoñete al nuestro, que se llamaba Roldán y era flamenco y le acertó en medio de la boca, arrancándole la quijada, por lo que quedó el hombre más feo del mundo, aunque vivo, mas tuvo fuerzas para tirarle con su falconete al portugués y le arrancó media espalda de resultas de lo cual murió de golpe. Luego huyeron y nos quedamos con la plaza.

Cuando estábamos festejando esta victoria, sería la hora del crepúsculo, uno de los centinelas dio voces de que había divisado unas velas en el horizonte, y a nadie nos tomó por sorpresa pues en los paraos ya habíamos acertado a hacerlas muy cumplidas, mas el centinela dijo que no eran tales, sino las propias de un navío de gran arboladura, y allí nos fuimos todos a la playa por ver lo que había de cierto, y poco vimos porque la noche se nos echó encima, mas sí hubimos tiempo para que el Urdaneta dijera que no parecía una nao portuguesa, a lo menos de las que navegaban por aquellas aguas.

Al otro día ya la vimos y el Urdaneta por las vueltas que daba se confirmó que no era portuguesa, pues de ser tal hubiera tomado la ruta del Terrenate, bien conocida por todos los navegantes de aquella nación, mientras que ésta se movía por frente de la bahía como si no supiera dónde había de recalar; visto lo cual el Hernando de la Torre dispuso dos tiros de mosquete, espaciados, que en el lenguaje de las armas es señal de amistad, y presto nos vino la respuesta con otros dos disparos de lombarda, y no nos podíamos creer tanta dicha que después de meses, años, apartados en aquel lugar escondido del mundo, nos llegaran nuevas de Castilla. Según se arrimaba a la playa vimos en las grímpolas los colores de Su Majestad Católica, y fue tal la algarabía de nuestra alegría, abrazándonos unos a otros, que no fuera mayor la que sentiría el náufrago en una isla desierta a la vista de sus salvadores.

La nao que majestuosa se acercaba a nosotros, hasta fondear a doce brazas de la playa, era la
Florida,
al mando de don Alvaro de Saavedra, natural de Extremadura, y creo que pariente, primo, aunque no sé en qué grado, del más grande de todos los capitanes de la conquista, don Hernán Cortés, y precisamente venía al Moluco por mandado de éste, quien a su vez había recibido la encomienda del mismo emperador que le había ordenado que con gran diligencia y cuidado enviase persona cuerda en busca de vasallos que debían de andar por el Moluco. Así lo hizo el señor Cortés y dispuso una escuadra de tres navíos, de los cuales sólo llegó la
Florida y así
se comprende una vez más cuán arduo es navegar por aquellos mares. ¿Mas cabe mayor alegría para quienes se sienten desterrados en tierra ajena, de por vida, saber que hay un emperador que no se olvida de ellos?

La
Florida
era una nao muy bien armada, con una dotación de doce hombres de la mar, más cuarenta soldados de guerra, y de artillería bien sobrada, y de toneles no bajaría de los cien, eso no lo recuerdo. Las cartas que traía don Alvaro de Saavedra del señor Cortés venían dirigidas al que fuera almirante de nuestra flota frey García Jofre de Loaysa, pues no sabían que era muerto —y ¡cuántos más después de él!— y en su lugar las recibió el Hernando de la Torre con gran dignidad y resignación. Digo resignación pues los primeros días nuestra alegría no tenía límites pues unos pensaban que con el refuerzo de tan poderoso navío se les podía hacer gran daño a los portugueses y quién sabe si no sería la oportunidad de arrojarlos de una vez por todas de Terrenate; otros menos heroicos soñábamos en que venía para retornarnos a las Indias y de allí a Castilla, y yo tenté de hacerlo como se verá. Mas no fue ni lo uno ni lo otro, pues el mandado del Saavedra era el de confirmarse que vasallos de Su Majestad estaban poblando el Moluco, ayudarles con bastimentos si lo precisaban, y retornarse a la Nueva España para dar cuenta de todo ello al señor Cortés, quien dispondría de una gran armada para así incorporar todas aquellas hermosas islas a la Corona Imperial. Y aquí viene lo de la resignación del Hernando de la Torre pues se mostró muy conforme con ello, y hasta orgulloso de seguir poblando en tan precarias condiciones en nombre de Su Majestad. El Urdaneta era del mismo parecer, no así yo que tan pronto que supe que la
Florida
se tornaba para México, tomé la determinación de volverme en ella, y a tal fin comencé a enredar.

El primer enredo fue discurrir cómo había de subir al navío a la hora de zarpar, sin permiso de mis capitanes, y para ello me avine con uno de los marineros de nuestra tierra, que siempre los hay en todas las naos que surcan los mares, y le ofrecí lo que pocos hombres desprecian: oro. Este marinero, que era de Motrico, sin llegar a ser contramaestre, algún mando tenía sobre la marinería y quedamos en que subiría a la nao de manera disimulada, y al tercer o cuarto día de navegación asomaría a cubierta y él diría que me traía consigo como muy conocedor de aquellas islas y sabedor de por dónde nos convenía navegar. Con ello no faltaba a la verdad, pues de tanto ir de unas a otras, siempre pegado al Urdaneta, bien sabía de las corrientes y los vientos que conviene tomar y cuáles hay que evitar. El de Motrico, como muy avisado que era, díjome que los dineros había de dárselos antes y en eso quedamos.

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