Las islas de la felicidad (18 page)

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Authors: José Luis Olaizola

Tags: #Aventuras, Histórico

BOOK: Las islas de la felicidad
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Los de la nao se quedaron admirados del requerimiento y decían excusas de no creer, tal como que no habían sido ellos, pero al tiempo procuraban tensar las velas y poner la artillería enfilada hacia nuestro parao, de manera que nuestros remeros por nada querían acercarse a él pues sabían el gran daño que hacían aquellos cañones. El Urdaneta, con aquella determinación que ponía espanto en el alma, vestido como estaba, se lanzó al agua y a grandes brazadas se fue nadando al navío y les demandó vina escala para subir a él, mas los portugueses en lugar de obedecerle le apuntaban con sus arcabuces para que desistiera de esa intención. Yo hacía otro tanto con el mío, desde la popa de nuestra embarcación, mas de poco hubiera servido mi tiro siendo ellos tantos. Viendo que comenzaban a largar velas, el Urdaneta desde el agua les dijo que se había fijado en cada uno de ellos y que sus nombres los iba a escribir en una hoja de palmera, para que recibieran el castigo que merecían.

Estas hazañas de Urdaneta se corrían de isla en isla y había quienes le tenían por un dios; cuando alcanzamos Gilolo la majestad de aquel reino le recibió con grandes muestras de alegría y de agradecimiento por las muestras de valor que había dado frente a los farangüis, mas le dijo que aquella fechoría no podía quedar sin venganza y que demandaba su ayuda para acometerla, a lo que Urdaneta accedió.

Ésta tuvo lugar ocho días después cuando el rey de Gilolo tuvo noticia que de Terrenate salía una expedición de paraos, no menos de doce, bien cargados de víveres y sin protección de naos portuguesas, por lo que la ocasión era llegada. Allá nos fuimos llevando con nosotros a su majestad, y poco nos costó hacernos con los paraos enemigos, y una vez en nuestro poder el rey de Gilolo mandó cortar la cabeza a cuarenta, que era lo que ellos habían hecho con otros tantos pescadores gilolenses; a los otros tomó como esclavos, y así vengamos la injuria pasada. Ya digo que tratándose de salvajes se hacía menos aprecio de la vida, porque entre cristianos nunca se cortaba la cabeza a cuarenta de una vez, uno detrás de otro, al punto que el agua se teñía de rojo y allá era de ver cómo se arremolinaban los tiburones, que tanto abundan en aquellas aguas, para luego comerse los cuerpos a los que no se les da sepultura. Entre cristianos cuando podíamos matábamos a nuestros enemigos, mas no con esa desmesura, y siempre dando ocasión a que luego recibieran cristiana sepultura.

La noticia de esta matanza llegó hasta nuestro capitán general de manera torticera como si hubiera sido un capricho del Urdaneta el matar a tantos. Esto fue así porque ya no estaba de gobernador portugués el García Henríquez; muy a su pesar había sido cambiado por otro de nombre Jorge de Meneses (digo que el García Henríquez no quería irse por los buenos negocios que tenía en el Moluco, pero hubo de partir porque el Meneses venía con cartas a su favor del Serenísimo Rey de Portugal) , y el nuevo gobernador, cuando se enteró de lo sucedido en Gilolo, para nada quiso saber de la fechoría que habían hecho antes los de su nación, sino que acusó a Urdaneta ante el Carquizano y le amenazó que si no hacía justicia daba la tregua por rota. Nuestro capitán general montó en cólera y prometió que de ser así había de dar muerte al Urdaneta.

La noticia de esta determinación nos llegó cuando navegábamos con nuestro parao camino de la fortaleza castellana; unos indios devotos del Urdaneta nos la trajeron con no poca compunción. El Urdaneta no salía de su pasmo y no era a creer que capitán al que había servido con tanta fidelidad, lo condenase a muerte. Bien pensado lo que el Carquizano había dicho era que de ser cierto el desaguisado le daría muerte, mas los indios, más simples dijeron lo que habían oído de que ya estaba condenado a la horca. El Urdaneta, con lágrimas en los ojos, dijo: «Sea; yo le explicaré a Su Señoría cómo han sido las cosas, y si no me cree, bienvenida sea la muerte.» Mas como yo no fuera del mismo parecer, le dije que no haría tal, y que no olvidara que el Carquizano era de Elgoibar, muy terco como lo son los de esa villa, y si había dicho muerte, muerte le daría, y con las mismas ordené a Fernando el Gapi que estaba al timón, que nos apartáramos de aquella ruta. El Urdaneta protestó y dijo que si huía quedaba su honor en entredicho, a lo que yo le repliqué que estaba dispuesto a matarlo de un tiro de escopeta, antes que verlo colgado de una cuerda, como un malhechor. Esto se lo decía con la mecha prendida y por fin entró en razón, que no podía ser otra que la de que nos buscáramos embajadores que le contasen al Carquizano lo sucedido, antes de aparecer nosotros. Como esos embajadores sólo los podíamos encontrar en Gilolo, hacia esa isla encaminamos el rumbo, con tan mala fortuna, que en el camino nos topamos con unos paraos de Terrenate, armados por los portugueses, que por ser más creían que habían de poder con nosotros y este encuentro algo animó al Urdaneta, que se encontraba acongojado por la sentencia de muerte, tumbado en el fondo de nuestra nao, como si se le diera poco de lo que sucedía en su derredor. Mas al oír los tiros le volvió en algo el ardor que llevaba dentro y dispuso la retirada por ser las fuerzas enemigas superiores, pero ordenando tiros de lombarda, y en uno de ellos, por descuido de los indígenas que cargaban la pieza, cayó una chispa en un barril de pólvora, y bien que lo pagaron los imprudentes pues saltó el barril por los aires y con él los que la atendían, no menos de seis, pero el fuego le alcanzó también al Urdaneta que no tuvo otro remedio que lanzarse al agua para sofocar las llamas que habían prendido en sus vestiduras y en buena parte de su carne.

En el fragor de la batalla, con el espanto de la explosión, hacíamos cuanto estaba en nuestra mano para que la nao no se fuera a pique, y para nada advertimos que el Urdaneta era ido al agua, o viendo a los indios que habían salido destrozados por los aires, pensamos que el Urdaneta había salido con ellos, eso no lo recuerdo, digo que no es fácil recordar lo sucedido cuando crees que de un momento a otro vas a dejar esta vida. Tampoco digo que estés preparándote para la otra vida, la eterna, sino que sólo discurres lo que crees que te va a sacar del apuro, bien sea de achicar agua, bien de remar, bien de enfilar las culebrinas contra los que te persiguen.

Díjonos el Urdaneta que a los comienzos sintió un gran alivio con el frescor de las aguas y que el dolor de las quemazones no le impidió nadar con todas sus fuerzas y, como era buen nadador (eso nos lo repitió en más de una ocasión para que tomáramos conciencia de que andando por aquellas islas y mares, de un navío para otro, era de necios el no saber nadar), se empinaba sobre las aguas para que le viéramos, mas a todo esto ya venían los portugueses sobre él tirándole bersazos y escopetazos y, cuando los veía apuntar, se sumergía y aguantaba cuanto podía y cuando salía lo hacía por donde no lo esperaban y plugo a Dios que cuando ya le fallaba el resuello acertó a pasar uno de nuestros paraos, que lo alzó en alto y así logró salir con vida. Bien claro está que el Señor le tenía reservado para más grandes hazañas.

Veamos ahora lo que sucedió en Gilolo que fue a donde nos refugiamos. ¿Se puede decir eso de que no hay mal que por bien no venga, o lo de que Dios escribe derecho con renglones torcidos? Lo digo porque el Urdaneta peor no se podía encontrar, condenado a muerte, proscrito por los suyos, y con todo el cuerpo quemado con grandes dolores y calenturas que se le presentaron en cuanto puso el pie en tierra; no soportaba sobre su cuerpo ni una camisola de lino y había de estar desnudo como vino al mundo, salvado un trapo sobre sus partes pudendas, que también las tenía dañadas. Y, sin embargo, le esperaban días de gran dicha.

Cuando el rey de Gilolo tuvo noticia de nuestra arribada y del mal que padecía el Urdaneta, mucho se condolió y nos mandó a sus cirujanos, que no son tales, sino hechiceros o brujos que pretenden curar con sus sortilegios, aunque por fortuna también entienden de hierbas y éstas fueron las que le aplicaron al herido con no poco provecho, mas el mayor de todos los provechos fue que en aquella parte de la isla residía una sobrina de su majestad, de nombre Paulina, que era una suerte de vestal consagrada a uno de sus dioses, aunque luego se consagró al Urdaneta como se verá. De edad sería como de quince años, núbil a todas luces, y sobre los cabellos, bien negros, que le llegaban hasta la cintura y aún más, se colocaba con mucha gracia una de sus guirnaldas de sampaguitas, como homenaje a su dios, y por eso yo la llamaba la Canéfora, que es como se decía en la Antigüedad de las doncellas que llevaban en la cabeza un canastillo con flores. Lo de la edad no lo puedo saber con verdad del todo, mas lo de núbil sí pues lucía unos pechos menguados, pero suficientes para lo que demanda la maternidad, aunque no recuerdo si esas vestales eran de las de no casar; de rostro agraciado en extremo y la figura muy gentil.

Con qué intención no lo sé, pero el rey de Gilolo dispuso que Paulina
la Canéfora
había de cuidar día y noche al Urdaneta, que al principio estaba fuera de su ser, delirando, al extremo de que temimos por su vida, y yo no me apartaba de él por ver lo que hacían los hechiceros, no fuera a ser que no acertaran con sus embrujos y terminaran con su vida. Presto advertí que éstos ningún mal podían hacerle, porque todo era mover unas ramas y decir letanías, mas luego le embadurnaban con un aceite que sacan del coco, con unas hierbecillas muy frescas, que le hacían mucho bien; éste era el quehacer de la Canéfora, quitarle cada poco esas hierbecillas cuando ya estaban calientes, y ponerle otras más frescas. Lo hacía con mucho esmero, cuidando de no rozarle la piel, aunque a veces le tentaba con los dedos con no poca suavidad, por quitarle unas escamas que le estaban saliendo, lo cual, según los hechiceros, era muestra de curación. Más tarde le vinieron los picores, que todavía era mejor señal, mas muy enojosos, y el trabajo de la Canéfora era aliviárselos. Bien pronto advertí que el Urdaneta la miraba como quien mira a un ángel, y cada poco le daba las gracias; esto fue cuando salió del pasmo de los delirios, como a los cinco o seis días, y sólo comía o bebía si se lo daba la Canéfora. Mejor dicho, comer le llevó más tiempo, mas los hechiceros dijeron que beber debía de hacerlo sin parar, para que el líquido se fuera a las partes de la piel más quemadas y era la doncella la que se lo daba al principio gota a gota, y luego en un cuenco.

Estos hechiceros eran muy sabios para las cosas de natura —no digo de sortilegios— y dispusieron que convenía para su curación el que estuviera en un lugar apartado, y no en medio del bullicio del poblado, pues creo que queda dicho que estos gilolenses son muy dados a festejos y a la noche beben de un licor que sacan de las palmeras, y no son pocos los que acaban rodando por los suelos; también son muy dados a bailes con mujeres, con mucho estruendo de tambores que es el único instrumento musical que ellos conocen. A tal fin dispusieron llevarlo a una isleta que está como a media legua de la principal, y que no encuentro palabras para describirla: de tamaño es como para recorrerla de parte a parte, a buen paso, en no más de dos días; verdor no falta y árboles y arbustos olorosos, tampoco; la rodea un arrecife de coral del color del berilo de manera que el mar por aquella parte tiene el tono de las aguamarinas. De los sitios hermosos que he conocido en mí ya larga vida, es de los más señalados, porque a esa belleza se unía un vientecillo que venía del arrecife a partir de la media mañana, lo cual es muy de agradecer cuando la calor es grande, aunque nosotros ya estábamos hechos a ella. En cuanto el Urdaneta pudo ponerse en pie, venía cada mañana a darse un baño en aquellas aguas transparentes, siempre en compañía de la Canéfora y comenzaban con los juegos a los que son tan dados, y no hacía falta ser profeta para darse cuenta de cómo acabaría todo ello. ¿No eran ambos, acaso, jóvenes y hermosos? (Después de la tremenda quemazón, en algo quedó marchita la piel del Urdaneta, y en la faz le quedó una señal del fuego, que no creo que le afease; las heridas en el rostro de un capitán son más bien tinte de gloria y muestra de que nunca ha rehuido el peligro.)

En aquel regalado retiro estuvimos como cosa de un mes y el Urdaneta más cambiado no podía estar; fue la única vez en aquellos años que no le vi tomar notas de cómo eran las mareas, o si las estrellas lucían así o asao, o si el viento soplaba de poniente o de saliente; sólo estaba pendiente de la Canéfora, y yo veía y callaba, hasta que un atardecer comenzó a hacerme reflexiones sobre la vida, para terminar preguntándome: «¿Dónde piensas que está la felicidad, Martín Andonegui?», y sin aguardar a mi respuesta púsose a recitar unas cantigas, no recuerdo si del Infante Arnaldos, en la que se cantaba a la vida pacífica y sosegada, lo cual mucho me admiró por ser el Urdaneta poco dado a poesías, aunque bien es cierto que gracias a su memoria prodigiosa las pocas que sabía nunca las olvidaba. Y, por fin, me contó la desazón que bullía en su alma, que no era otra que la de quedarse para siempre allá, apartado de las intrigas de corte de las que tan mal parado podías salir; esto lo decía porque seguía pesando sobre su persona una condena a muerte y, también, por el mucho amor que había despertado en él la Canéfora. Y yo no supe qué contestarle, pues mi ánimo andaba muy decaído y tampoco las tenía todas conmigo de lo que nos podía suceder de retornarnos a la fortaleza de Castilla, pues la amenaza del Carquizano podía alcanzar no sólo al Urdaneta, sino a los que íbamos tras él, como la soga tras el caldero.

De estas dudas nos vino a sacar, quién lo iba a decir, el rey de Gilolo, quien nos mandó llamar a la isla principal y nos dijo que si el Urdaneta estaba ya curado, era el momento de ir a presentar nuestros respetos al capitán general, y a darle cuenta de cómo fueron las cosas, mas que esto no lo había de hacer el Urdaneta, sino un embajador suyo muy principal, su sobrino Quichiltidore, a quien todos tenían por su heredero por las muchas luces que tenía. Esto estaba muy bien discurrido pues de ningún modo era de prever que el Carquizano hiciera ofensa a un aliado tan notable como era el rey de Gilolo. Al paso, como algo que es sobradamente conocido, dijo al Urdaneta que se podía llevar consigo a la Paulina
la Canéfora,
que desde ese momento quedaba dispensada de seguir siendo doncella al servicio de su dios, que no acierto a recordar cómo lo llamaban; esto lo dijo en medio de risas, coreadas por los de su corte, como si se dudara de que siguiera siendo doncella.

El viaje a Tidor lo hicimos rodeados de paraos engalanados, para que se supiera que era una embajada muy principal la que mandaba el rey de Gilolo y el Quichiltidore iba revestido de un manto con adornos de oro. Cuando llegamos al fortín se hizo anunciar como quien venía en nombre de quien había restaurado el honor de Su Majestad el emperador Carlos V, y esto estuvo muy bien pensado, como se verá. Salió el Carquizano a la explanada que había enfrente del fortín, con el aire adusto, los brazos cruzados sobre el pecho, como quien está dispuesto a escuchar, pero bien rodeado de gente armada, para que se entendiera que de no satisfacerle las explicaciones procedería de inmediato; y a sus espaldas se alzaba la horca que siempre estaba dispuesta y bien visible para que nadie se llamara a engaño.

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