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Authors: José Luis Olaizola

Tags: #Aventuras, Histórico

Las islas de la felicidad (13 page)

BOOK: Las islas de la felicidad
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Como los indígenas son muy calmosos en cuanto hacen, a lo primero el rey Quilchón me siguió tratando en todo como antes, tanto de juegos de huesecillos, como de comidas y otros regalos, y les mandaba a sus pintores que hicieran jeroglíficos en lo que mostraba el gran aprecio en el que me tenía y el deseo tan grande de ganarme los zarcillos, todo esto con bromas y palmadas en la barriga, por lo que yo me sentía cada día más feliz y creía que la fortuna —no me atrevo a nombrar a la Providencia— me había sonreído al dejarme en aquella isla. Mi manera de discurrir era ésta: como bien conocía el empeño que ponen Sus Majestades Católicas en extender sus dominios allá donde ponen la planta sus súbditos, de allí a unos años alguna otra nave de Castilla recalaría por aquellas islas, y para entonces yo me habría hecho rico lucrando el mucho oro que lucía por doquier, y así bien adinerado me retornaría a mis tierras de Guipúzcoa donde me mandaría hacer una casa como no la hubiera igual en toda la comarca. Así discurría según la carne, y si el espíritu me quería decir otra cosa presto le hacía callar, tintineando la bolsa en la que guardaba el oro que le ganaba al Quilchón o a otros de su corte, y también a las mujeres del harén.

Digo que estos primeros días, cosa de tres o cuatro, el Quilchón en todo se comportó igual, pues todavía confiaba que el navío había de volver para ayudarle en la guerra con sus enemigos, y no le faltaba razón en esta esperanza pues la
Santa María de la Victoria
no acertó de primeras con la ruta que había de tomar para alcanzar el Moluco, y primero viró hacia el nordeste para luego cambiar de rumbo y tomar el suroeste, de suerte que pasó y repasó no lejos de Talao en más de una ocasión y el Quilchón se hacía contar esto por vigías que tenía situados en unos cerros que hay a ambos lados de la isla, y pensaba que en una de esas veces volvería a fondear en la bahía. Mas un día la nao enfiló el buen camino y desapareció para siempre, y al otro día el Quilchón ya no me sentó a su mesa, ni hubo juegos ni regalos, y a la puerta de mi estancia puso a dos de sus guerreros, que si quería salir me decían que no lo hiciera. Por suerte no apartaron de mí a la mujer que me hacía compañía, Tagina, que ésta sí podía entrar y salir y por ella supe lo que me iba a suceder.

El Quilchón, con gran pena por la mucha estima que me había tomado, debía quitarme la vida pues ésa era la ley con los rehenes cuando el que lo había prestado no cumplía lo prometido. Además la muerte había de ser con algún dolor, bien de despellejamiento, o de trocear al condenado, o de entregarlo a animales salvajes, porque si la muerte se daba sin dolor, era más bien favor que se le hacía a quien la padecía. Así discurrían estos salvajes y Tagina me lo contaba con no poca pena, dándome muestras de su querer de la manera que ellas lo hacen, que no son como las nuestras, sino más sumisas, como de esclavas. Con no poca pena, pero con gran resignación diciéndome que mi sacrificio no tendría lugar hasta la luna llena, que es cuando ellos se entregan a estas ceremonias, y que entretanto podríamos seguir siendo el uno del otro.

Esta explicación nos llevó horas pues nos servíamos de las palabras malayas que yo conocía, y de los jeroglíficos, y yo no me podía creer que aquel ser humano con barbas, atado a un palo y comido por perros salvajes pudiera ser yo. Pero cuando tomé clara conciencia de que las cosas iban a ser así, me quedé sumido en un pasmo, hasta que salí de él haciendo lo que natura aconseja en parejas circunstancias: debía huir y esto había de hacerlo de la mano de Tagina, que se me mostraba muy sumisa y, dentro de su torpe condición, como prendada de mi persona.

Me llevó no poco tiempo el pintarla que yo era un hombre importante en mi reino, que era mil veces más importante que el de Quilchón y que cuando supieran de mi acerva muerte mandarían muchas naos como la
Santa María de la Victoria,
todas bien repletas de cañones y que no quedaría nadie vivo en Talao; por contra, si ella me ayudaba a escapar, en mi reino se convertiría en una princesa, y le pintaba los vestidos que se pondría. Ella a todo asentía, que ese movimiento de decir que sí con la cabeza es igual en todos los pueblos sean salvajes o civilizados, pero nada hacía que me diera esperanzas, salvo llorar y hacerme caricias; hasta que un día, desesperado, le hice dos agujeros en las orejas (entre ellas no es costumbre que los lleven) y le colgué los zarcillos como muestra de amor y de ser verdad cuanto le decía. Como la Tagina sabía en cuánto los tenía y cómo los codiciaba su rey, se quedó transida de la emoción y comenzó a urdir lo que sería mi salvación.

Escapar no era tarea ardua porque los salvajes no tienen nuestras costumbres de guardar a los que son presos en aposentos bien cerrados y con cadenas, sino que son más descuidados y a mí sólo me tenían en una estancia con aquellos dos guardianes que se pasaban parte del día, mayormente a las horas de la calor, sesteando, que fue cuando aprovechamos para huir. La Tagina mostró tener más agudeza de la que yo pensara, pues se concertó con cuatro salvajes jóvenes a los que enseñó los zarcillos y les dijo que cuando ella fuera princesa en mi reino, ellos medrarían a su amparo; también les dijo lo de los navíos que habían de venir a terminar con todo ser vivo que hubiera en Talao. Se hicieron con una de sus canoas, que son muy bogadoras, con su contrapeso a manera de toñina y su vela latina, y la Tagina y yo, disfrazados de pescadores, logramos hacernos a la mar disimulados entre otros, hasta que al caer la tarde nos apartamos de ellos y tomamos el rumbo que, confiado en la Providencia había de ser el del Moluco, porque en volver a dar con los míos estaba mi salvación. Mas ¿dónde estaba el Moluco? Sabía yo por oírselo decir al Urdaneta que había que tomar una cuarta hacia el sudeste y como sabía hacia dónde caía el norte, y hacia donde el sur, por este último tiramos, y de ahí ya sólo quedaba confiar en la Providencia. Le explicaba a la Tagina hacia dónde habíamos de marchar, y ésta asentía con la cabeza, luego se lo explicaba a los cuatro mozos que hacían otro tanto, digo de asentir con la cabeza, mas luego me parecía que navegábamos sin orden ni concierto y que tan pronto avanzaba la canoa, como volvía a donde ya habíamos estado, y todo en medio de risas a las que se entregaban sin mucho fundamento; también cuando el sol más apretaba se ponían a resguardo, o se tiraban a la mar para refrescarse, o se acercaban a una playa en la que varaban la nao y se echaban a dormir. Se dice, y bien dicho está, que desde Talao hasta Moluco es como un rosario de islas, porque así como las cuentas de un rosario se unen las unas a las otras, otro tanto sucede con las islas en esa parte del mundo, que son tantas que no se pueden contar. Las hay desiertas y ésas eran las que elegían para desembarcar, pues si había indígenas serían enemigos, como lo son todos, los unos contra los otros, y nuestras vidas peligrarían. Estas islas sin gente son más pobres, no digo de belleza que las hay bien hermosas, sino de comida, pero en todas había cocoteros y algún riachuelo en el que se podían coger peces, como ellos saben, que es primero haciendo ruido con unas piedras muy cerca del agua, y cuando asoman la cabeza los prenden con la mano.

En una de estas playas, en la parte prieta de la arena, que es la que queda muy tersa cuando baja la marea, les comencé a pintar lo que yo entendía que era el Moluco, lo que era el clavo y los barcos de los farangüis que andarían por allá. Y fue la vez primera que mi ánimo se alivió porque bien claro me hicieron ver que conocían aquellas islas y que hacia allá me llevaban, pero que habíamos de ir no por derecho, sino dando rodeos por no toparnos, bien con los farangüis, que eran enemigos de casi todos los de las islas, o con otros isleños que no les irían a la zaga.

De los cuatro mozos el de más edad hacía cabeza, cosa de veinte años, aunque en estos indígenas es difícil acertar con los años, pues al no tener barba el rostro se muestra como aniñado, y sólo se adivina que no son jóvenes por las arrugas, y en las mujeres en que los senos los traen flácidos; pues éste, cuyo nombre era Gapi, mandaba con gran autoridad sobre los otros tres a los que hacía remar, mientras él sólo se ocupaba de la vela con gran acierto por el mucho provecho que sacaba de ella pese a ser tres veces más pequeña que la nuestra del trinquete. Aunque estos salvajes son de poco tamaño, el Gapi casi alcanzaba mi altura, que no es corta, y de membrudo no se podía pedir más. Los otros tres se dejaban mandar, pero con gran confianza, pues a veces en medio de risas hacían como que no le obedecían y entonces el Gapi los cogía de los pelos y los tiraba al mar, o si estábamos en una playa les atizaba unos golpes terribles y daba con ellos en el suelo, aunque se apreciaba que lo hacían a modo de juego; cuando están en las aguas de los ríos, o de la mar, que allá son muy cálidas, se pueden pasar horas en sus jugueteos. La Tagina también tomaba parte en ellos, aunque sin quitarse las ropas, y aquí conviene aclarar lo siguiente: por los tratos que se traen con los comerciantes de Quinsay y de las tierras del Gran Khan, las mujeres han tomado gran afición a cubrir sus vergüenzas con sedas y otras telas que mercan de allá, con trajes muy graciosos que sólo dejan ver los hombros, y con esos mismos trajes se meten en el agua y se están allá horas. Los hombres, por contra, a lo menos los de baja condición, sólo se cubren de la cintura a las rodillas con un trapillo que se lo quitan para los baños a los que son tan dados, y esto lo hacen aunque haya mujeres delante. Digo los de baja condición, porque el Quilchón se ponía bajo una cascada que tenía cabe su palacete, con la mayor majestad posible de ropas de sedas, y luego seguía mojado con ellas mientras se trasegaba su vino de palma. A todos ellos les admiraba la poca afición que mostraba la gente de Castilla a darse baños, y que sólo se metieran en el agua cuando no tenían otro remedio, y decían que por eso olíamos mal y hacían bromas de taparse las narices, con grandes risas. A la Tagina le molestaba más lo de mi barba y se afanaba en dejarme el rostro muy limpio, rasurándome con un cuchillo que afilaba con dos piedras, y si me hacía sangrar me pedía perdón, poniéndose de rodillas, con las manos muy juntas a la altura del pecho, pero sin dejar de reírse, porque ya digo que se ríen por todo.

Según vine a saber luego por el Urdaneta, una nao de buena arboladura que tome el viento de poniente, puede hacer la ruta entre Talao y el Moluco en no más de tres singladuras, así están de cerca la una de la otra, y a nosotros nos llevó más de medio mes, no porque la canoa no pudiera bogar más ligera sino porque a cada poco fondeábamos, bien porque temiéramos topar con enemigos, o porque teníamos hambre, o porque se preveían vientos adversos, o porque les placía solazarse en uno de aquellos islotes; ellos tienen una explicación de lo que es el tiempo, y para qué sirve, que no es como la nuestra. Si ven una ave rara, que antes no la han visto nunca, y allá las hay a cientos, se quedan quietos mirándola y así se pueden pasar la mitad de un día. Lo mismo digo de los peces que prenden en las orillas de los ríos con la mano; se tumban en la orilla y se pasan horas hasta que asomen la cabeza. Y de dormir no se diga; a cualquier hora del día se ponen a dormir, o están hablando y de repente se quedan dormidos, y luego por la noche no siempre duermen, mayormente las de la luna llena que siempre tienen encantos que hacer.

¿Cómo recuerdo, pasados los años, aquellos días navegando por aquel piélago de islas de coral, en compañía de unos salvajes? ¿Días felices? Sí, sobre todo desde que el Gapi me afirmó que me llevaría al Moluco, aunque fuera dando rodeos, y esos rodeos tan sosegados, siempre encontrando el mejor caladero para nuestra nao los recuerdo con agrado; si topábamos con un tifón que allá tanto abundan, el Gapi lo advertía con tiempo por las señales del cielo, y presto buscábamos refugio y allá nos estábamos acurrucados hasta que pasara. Después de un tifón la mar se muestra más calma y las nubes más hermosas, con un color carmesí que te invita a soñar. En estos apuros, digo de tifones, nos ayudábamos unos a otros como lo hacen los hermanos y fue cuando caí en la cuenta de que se podía ser amigo de los salvajes, y en este punto conviene aclarar lo siguiente: desde que salimos de La Coruña, en la escuadra los había que entendían que a los salvajes había que tratarlos como tales, y algunos hasta decían que no tenían alma, a lo que los frailes agustinos replicaban: «¿Si no tienen alma qué hacemos nosotros aquí?», y los otros les decían que cuidar de las almas de los cristianos que íbamos en la escuadra. Ni el almirante ni don Juan Sebastián eran de ese parecer, y si alguno se expresaba de esa suerte lo ponían en el cepo, y al final por evitar el castigo todos decían que sí tenían alma, pero cuando la ocasión se presentaba les trataban como si no la tuvieran, digo en lo de tomarlos como esclavos y de eso ninguno estaba libre, ni siquiera el Urdaneta, como se verá. Yen lo de darles muerte lo mismo, pues con cualquier pretexto se la daban, sin que nadie pidiera cuentas, y otro tanto sucedía en los combates que sostuvimos con los portugueses que en uno y otro bando contábamos con aliados indígenas, y a éstos los poníamos en cabeza para que los mataran primero, de suerte que se terminaba un combate y echábamos cuentas y de los cristianos apenas había bajas, y de los salvajes decenas.

Esta consideración no me la hacía entonces que era uno más en el maltrato a los nativos, mayormente a los de baja condición, pero ahora con la serenidad que dan los años caigo en la cuenta que el trato que mantenía con el Gapi y los otros tres, cuyos nombres no acierto a recordar, era como de amistad. Y en cuanto a la Tagina no alcanzo a saber lo que sentía por ella, salvada la concupiscencia de la carne. De edad sería como la que está saliendo de la adolescencia, y esto se apreciaba por la efusión con que se entregaba a los juegos que para nosotros son como de chiquillos; los años, como queda dicho, son difíciles de fijar porque sus cuentas son otras, y lo hacen por lunas. Reidora no podía ser más y se sentía muy dichosa de haber salido de la corte del Quilchón, pues las mujeres de su harén, tan pronto han perdido su primera lozanía, pasan a servir a los ancianos de la corte, y de ahí a la tropa. De ese mal sólo se salvan las concubinas que han dado al rey un hijo que sea de su agrado, mas ésas son las menos. Feliz se encontraba cuando escapamos, y no sabía ni podía imaginar la dicha que le esperaba más adelante. Conmigo, como muy agradecida que me estaba, procuraba darme gusto en todo y, por sorprenderme, se presentaba de canéfora, más liviana de ropa y con una guirnalda de flores en la cabeza, como de jazmines, que allá les llaman sampaguitas, y de esta guisa su presencia era muy grata; creo que queda dicho que a los comienzos todas nos parecían feas, pues la tez es más oscura que lo que es costumbre entre nosotros, y el cabello muy negro, pegado con untes a la cabeza, pero el óvalo de la cara lo tienen muy bien hecho, y los dientes no se diga, tan blancos que parecen perlas, y no es fácil que se les pudran como nos sucede a nosotros. De figura son muy airosas aunque envejecen antes que las nuestras y se ponen gordas en demasía por la mucha afición que tienen a comer a todas horas. Como en aquellas islas no dependen de cosechas, ni de lluvias, pues las tienen siempre por la tarde en buena parte del año, no saben lo que es el hambre, salvo que les entre una epidemia a los cochinos que tienen sueltos, o a los árboles de los que toman los frutos, y entonces se mueren todos.

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