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Authors: José Luis Olaizola

Tags: #Aventuras, Histórico

Las islas de la felicidad (12 page)

BOOK: Las islas de la felicidad
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Como era grande la necesidad que teníamos de provisiones, nuestro capitán determinó que de allí no podíamos irnos sin ellas y se puso a discurrir el modo de conseguirlos, siendo muchos los que entendían que el modo era a la fuerza, pero el Carquizano dijo que si ésos eran los modos de los farangüis, nosotros no podíamos ser iguales. La necesidad era grande porque en la nao estaríamos como cien tripulantes, más once indios que habíamos tomado presos en la isla de los Ladrones —esto creo que no lo he contado— y que nos servían como esclavos en algunas faenas; estos infelices pensaron que les iría mejor escapándose de nosotros, y así lo hicieron en una canoa chica, en la misma que les habíamos hecho presos, y nuestro capitán consintió que se fueran porque como esclavos no habían resultado de mucho provecho, y eran once bocas más a mantener. Mas es tal la inquina que se tienen los de unas islas a las otras, que antes de alcanzar la playa ya les habían abordado los de Bizaya y a nuestra vista, fondeados como estábamos a tiro de ballesta, los fueron matando con gran ferocidad. El Urdaneta dijo que esto lo hacían para que viéramos lo que nos esperaba si no nos poníamos en razón, y también porque eran antropófagos y se comían a sus enemigos. Andrés de Urdaneta gustaba mucho de discurrir sobre las costumbres de los salvajes y lo de que eran antropófagos lo decía porque los descuartizaron y se los repartieron y desaparecieron con los trozos, como para comérselos por partes. Entre nosotros, como queda dicho y habrá ocasión de volver sobre ello, también hay la costumbre de descuartizar a los que son ahorcados por crímenes infames, mas se hace por ejemplaridad y a lo último se reúnen los trozos y se les da cristiana sepultura. Todas estas cosas las apuntaba Urdaneta en su
Relación
y, en ocasiones, yo le ayudaba en ello.

Nuestro capitán, muy contrariado, determinó que si ésas eran sus costumbres había que respetarlas y avenirse a razones de negociar con más fundamento, y no sólo con las cuentas de vidrio. A este discurso sólo se opusieron dos frailes de la Orden de San Agustín que venían de capellanes, uno se llamaba fray Francisco y el otro fray Antonio, a los que todos respetábamos mucho, pero caso les hacíamos poco. En aquella ocasión fray Francisco, que era más fogoso, increpó al Carquizano diciéndole que allá estábamos, no sólo por el clavo y la canela, sino por enseñar a los indígenas el Evangelio y que era muy contrario a sus enseñanzas el consentir que mataran y despedazaran con tal saña a unos pobres infelices. A lo que el Carquizano replicó: «Si ése es el parecer de vuestra paternidad, vaya ahora y predíqueselo a ver el caso que le hacen.» Fray Francisco se dispuso a hacerlo, porque era muy encendido de amor a Dios y no le importaba padecer martirio, mas la otra paternidad, fray Antonio, de más edad y respeto, le hizo desistir razonándole que la mies era mucha y los segadores pocos, y que no era cosa de perder uno de esos pocos y que mejor ocasión habría para predicar la palabra de Dios. Todos escuchábamos con reverencia a estos santos varones, y el Urdaneta anotaba luego lo que decían.

Nuestro capitán pidió disculpas al agustino por su desplante y de seguido se dirigió al Gonzalo de Vigo para que se aprestara a un quehacer que sólo él podía hacer, con lo que el hombre se echó a temblar pues con los indios tan alborotados como estaban, nada bueno podía suceder; fue de las veces que echó de menos el sosiego con el que vivía en la isla de los Ladrones. La ocurrencia de Carquizano fue muy bien pensada pues sabíamos que los salvajes eran dados al juego de rehenes, y por eso volvimos a montar en el batel con las mechas encendidas, y desde allí les brindamos que el Gonzalo de Vigo se quedaría con ellos como rehén, y que nos dieran otro de semejante categoría, y así lo hicieron y se montó en el batel un indígena con aspecto de principal, pues llevaba al cinto una daga con su puño de oro macizo, y el Gonzalo, con no poco pesar, saltó a tierra encareciéndonos que fuéramos honrados en el trato no fuera a pagarlo él con la vida.

El primer trato fue que nos dieron un puerco, como los nuestros aunque con el pellejo más negro, y nosotros les dimos tres varas de buen lienzo, y ahí se terminó todo el negocio pues con no poca codicia por cada miseria que nos brindaban nos pedían el sol y la luna, y como nosotros decíamos que no ellos se encrespaban más y más, de suerte que el Gonzalo de Vigo, con voces disimuladas, nos dijo a los del batel que nos aprestáramos a huir y él con nosotros; y pese a estar rodeado de no menos de doce salvajes acertó a salir corriendo con gran premura y nosotros lo recibimos en el batel, con disparos de escopeta para disuadir a los que corrían tras él y a alguno ya le acertamos. Y así nos tuvimos que ir de aquella isla sólo con un puerco, que pese a ser animal de suyo aprovechable hasta las pezuñas, era cosa de poco para tanta gente, menos mal que a los pocos días venimos a dar a la isla de Talao, cuyo reyezuelo ya sabía de nosotros y del poderío de nuestras culebrinas (de una isla a otra se corría la noticia de nuestra llegada), y presto nos proveyó de toda clase de alimentos, cuya hartura mucho nos alegró el ánimo, y a continuación nos demandó ayuda para combatir a unos enemigos suyos de la parte del norte, cuyas islas eran muy ricas en oro, y nosotros le dijimos que sí, aunque luego fue que no, pues el Urdaneta había determinado que por todas las trazas estábamos cerca del Moluco que era el destino de nuestra escuadra, según la
Instrucción
secreta de Su Majestad Católica.

Nuestro capitán, con mucha astucia, díjole al reyezuelo que para poderle mejor ayudar contra sus enemigos, era preciso carenar la nave y así se hizo de firme, con mucha ayuda de los indígenas que nos traían maderas de los bosques para remendar el casco y no resultaron ser malos carpinteros pues como sus cabañas son todas de madera, saben trabajarla; también metimos mano a la verga mayor que era de la que más padecía en la navegación entre las islas, y a las cureñas de las culebrinas; pues el Carquizano dijo que si habíamos de encontrarnos de allá a poco con los farangüis, que se consideran los reyes de la mar o, a lo menos, de aquella parte de la mar, teníamos que estar dispuestos a defender los derechos de la Corona de Castilla, con la fuerza de las armas si preciso fuera y de ahí que había que cuidar todo lo que atañera al armamento.

¿Y en lo que a mi persona atañía, qué es lo que sucedía? Aquí viene el darme golpe de pecho, pues pretextaba estar muy sujeto al Contador de Su Majestad, don Iñigo Cortés de Perea, como su escribano que era, y toda mi sujeción consistía en que no le faltara su aguardiente, bien de vino de palma o de otra clase que él me decía cómo debía hacérselo y yo se lo hacía en un alambique que se había traído; de manera que mientras los demás se afanaban en carenar la nave yo me daba a la flor del berro con mucho regalo, y hasta pensé en desertar y quedarme en esta isla. De calores no era de las peores pues a la caída de la tarde se levantaba una brisa que hacía la noche muy grata y en el centro del día, que es cuando el sol más aprieta, yo me encontraba a resguardo en una cabaña muy grande que tenía el rey de la isla y que le servía de palacio y por el tamaño lo merecía, pues eran muchas estancias unidas entre sí con unas escaleras muy graciosas, bien adornadas de flores, y había unos esclavos que su quehacer era que las flores estuvieran siempre frescas, y en unas estancias estaban sólo las mujeres de su majestad, que eran muchas, en otras los hijos, sólo los de las concubinas principales, en otras se almacenaban los alimentos, siempre a buen resguardo, y así hasta doce o más piezas, todas muy hermosas, y por fuera cubiertas de unos brezos pero distintos de los nuestros, pues son más amarillos y cuando les da el sol de caída, brillan como el oro, amén de que también tienen en la puerta adornos de oro del que son muy codiciosos, por lo siguiente: nosotros hasta alcanzar esta parte del mundo creíamos ser los primeros en llegar a él, y cierto era en las primeras islas que nos topamos, mas según nos acercábamos al Moluco con no poco asombro comprobamos que también habían llegado hasta allí de otras partes no menos civilizadas que las nuestras, salvada la religión que la tienen muy triste pues son todos paganos; hablo del gran continente del que da razón Marco Polo, y también algunos de nuestros misioneros, creo que de la Orden de los Franciscos, que se atreven a llegar a donde todavía no ha llegado el poderío de Su Majestad Católica, y que lo nombran como Quinsay
[7]
. En Quinsay y en otras partes conocidas como el Imperio del Gran Khan, o de sus descendientes, tienen en mucho el oro y hasta estas islas de Talao, y otras vecinas, vienen en sus juncos y lo negocian a cambio de sedas y otras cosas de más valer, tal como alfanjes con empuñadura de pedrería, de suerte que a estos indígenas no se les puede engañar con abalorios, aunque las mujeres sí gustan de ellos.

Entonces ¿cómo fue que acerté yo a engañar a aquella majestad, conocida como Quilchón? Comencé con un trato de amistad pues el Urdaneta me mandó que no me apartase del Gonzalo de Vigo, siempre con la mecha prendida, no fuera a ocurrirle algo y nos quedáramos sin lengua para entendernos con los nativos, y a su vez el Gonzalo tenía que estar muy cerca de Quilchón, que era quien daba las órdenes y mandaba que nos proveyeran de toda suerte de alimentos. De oírle hablar al de Vigo algo se me pegó y ya acertaba a decir algunas gracias en el habla malaya, y su majestad se reía con mis torpezas y me daba palmadas en la tripa, que en ellos es muestra de amistad, y también me sentaba a comer a su mesa, que es el suelo recubierto de esteras y con almohadones de seda. Hasta que un día vi que se entretenía con sus mujeres con un juego que algún parecido tenía con el nuestro de los huesecillos de marfil, aunque sus huesos eran de oro, y me puse a ello y el Quilchón muy ufano pues al principio me ganaba siempre hasta que le tomé el son, y unas veces me dejaba ganar, y otras no, según me conviniera. Hasta que me decidí a sacar mi amuleto —Dios me perdone, mas entonces lo tenía por tal—, quiero decir los zarcillos de mi suerte que los aposté contra unas manillas de oro, de las que tenía muchas, y ahí ya no había cuidado de que me los ganara.

El Urdaneta, a quien nada se le escapaba, me advertía: «Andonegui ¿ya estás con tus enredos?», a lo que yo le replicaba que lo hacía por tenerlo distraído y así ellos podían hacer su trabajo de carenar y aprovisionar sin apuros. Y el hombre consentía porque alguna razón llevaba yo en lo que decía, ya que mucho nos insistía Carquizano que habíamos de hacer amistad con los nativos, para que vieran que no éramos como los portugueses. ¿No era aquello hacer amistad, aunque por nada me dejara ganar los zarcillos, que eran el gran empeño de Quilchón? Lo que no le contaba era lo de mi amistad con las mujeres, que al cabo se vino a saber, y aquí viene lo de darme golpes de pecho como decía al comienzo de esta parte del relato.

Estos talaocenses han aprendido de los chinos a servirse de jeroglíficos cuando el habla no les llega, y así si quieren comer pintan un hombre llevándose un pez a la boca, o si tienen sueño un hombre dormido, y si van a hacer guerra varios hombres tirando flechas, y el Quilchón tenía dos o más pintores a los que les decía lo que me tenían que pintar cuando yo no le entendía, y una vez en medio de risas me hicieron un dibujo muy obsceno, de un hombre y una mujer que yo, a los comienzos, no lo entendía hasta que el Gonzalo de Vigo, que ya no estaba siempre con nosotros, me explicó que estos indígenas principales no eran celosos de sus harenes, como lo son los moros, sino que a los buenos amigos les consentían usar de ellos. Y no sigo por esa trocha porque de cosas sucias no se debe hablar, pero si me doy golpes de pecho por algo será. Sólo diré que mi vida, aunque pecadora, más placentera no podía ser en aquel palacete y fue cuando me vinieron las tentaciones de desertar pues de seguir con la escuadra sólo nos esperaban heroicidades que no estaban en mi ánimo acometer. Nuestro capitán general mucho nos insistía que se cuidara la artillería, y cada poco se limpiaran los arcabuces, dándose grasa pai a que no les tomara la roña que en aquellas islas es gran mal por culpa de la humedad, porque habíamos de cumplir las órdenes de Su Majestad Católica de levantar un fortín en el Moluco y no consentir que los portugueses se creyeran dueños de aquella parte del mundo, para lo que sería preciso combatirlos a sangre y fuego si preciso fuera. El Urdaneta vibraba con estas palabras y se afanaba como el que más en terminar cuanto antes aquellas labores, para salir a la mar a enfrentarse a cualesquiera enemigo que se opusiera a la gloria de Castilla.

Cuando se hubo acabado la carena en firme y estuvo bien aprovisionado el navío, nuestro capitán general le hizo saber al Quilchón que iba a navegar por la bahía por ver si todo estaba en orden, más cuando su majestad advirtió que en la nao se montaba hasta el último tripulante, bien temió que aquella navegación era para no volver, y me tomó preso como rehén, con no malos modos, pero con gran determinación. Yo bien sabía que la nao no había de volver y que enfilaría la ruta del Moluco y todo en mi ser era presa de encontrados sentimientos.

El Quilchón se dignó bajar a la playa para ver cómo se hinchaban las velas de la
Santa Maria de la Victoria
y, con mucha cortesía, le hizo saber al Carquizano que se quedaba conmigo, porque le servía de entretenimiento. Luego vine a saber que el Urdaneta mucho porfió que no podían consentirlo, pero el capitán general decía que se debía a los más, y que otra cosa no se podía hacer y que mejor ocasión habría de volver a por mi persona.

Capítulo 6

MARTIN ANDONEGUI, REHEN DEL REY DE TALAO.

¿Qué bullía dentro de mí? ¿No había pensado en desertar? ¿No era llegado el momento de poderlo hacer sin el baldón de ser tachado de traidor? Sólo acierto a decir que cuando vi que la
Santa María de la Victoria
tomaba el viento a favor y salía por puntas de la bahía, sentí que con ella se iba parte de mi corazón o, por mejor decir, de mi alma que es la parte noble del cuerpo, pues en aquel navío se marchaba lo mejor de mi ser, la amistad debida a quienes tanto habían hecho por mí, y el servicio a la Corona y a Sus Majestades; y en aquella isla se quedaba lo más torpe de mí, la malicia, el vicio del juego, el regalo del trato con mujeres una de las cuales, Tagina, se había adentrado en mi ánimo. Y razonando como un pagano me dije lo del
carpe diem y
me olvidé de lo primero, para entregarme a los deleites que quedan nombrados.

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