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Authors: José Luis Olaizola

Tags: #Aventuras, Histórico

Las islas de la felicidad (4 page)

BOOK: Las islas de la felicidad
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Salí presto de On Aize, que estaba rodeado de un bosquecillo, y allí mismo me esperaban dos marineros del hombre rico que me derribaron al suelo y, entre risas, me dijeron el mandado que traían, que no era el de matarme de primeras sino hacerme padecer para que tuviera tiempo de pensar en el mal que había hecho. A no mucho tardar me enteré que lo de la marea de la ballena era verdad sólo en parte, pero que el gran negocio del hombre rico, más que la atarazana, era la trata de esclavos y que sus barcos iban y venían desde las costas de África hasta las de las Indias con gran soltura, porque se había concertado con unos portugueses que tenían licencia para ese comercio. No digo que este comercio esté mal, pero sí que quienes se dedican a él han de ser gentes con pocos escrúpulos, pues no es extraño que si los vientos les son adversos tengan que deshacerse de la carga y arrojar los negros al mar. Cuento esto para que se entienda que aquellos dos marineros debían de ser de la tripulación de negreros, y así se comprende el placer que sentían en golpearme. Es de admirar que en trance que estaba de morir, mi único afán era que no me descubrieran las joyas que llevaba sujetas con una cuerda a la pierna derecha. Mientras me golpeaban se reían y uno de ellos me mostraba una pistola, con la que había de matarme, y el otro decía que no, que para eso él tenía un cuchillo con el que me degollaría, sin hacer ruido. Luego me enterrarían bien hondo, para que nadie supiera de mí, pero más tarde cambiaban de parecer y decían que habían de colgarme de un árbol, bien a la vista, para que todo el mundo supiera que no se podía jugar con los dineros del hombre rico. El agravio a la mujer para nada lo nombraron, sino sólo lo de los dineros.

¿En semejante peligro de muerte me encomendé a nuestra Madre del Cielo como debe hacer todo buen cristiano en ese trance? Así dicen los libros piadosos que sucede, pero para mí que el discurrir se vuelve tan torpe, que no ha lugar a más discurso que a taparse con ambos brazos las partes más débiles del cuerpo, y así hacía yo, pero a pesar de ello la Virgen debió de ayudarme, si no, no se comprende lo que sucedió a continuación, y esto fue que sólo tenía ya un ojo sano —del otro tardé más de un mes en sanar— y por él vi que a mis espaldas tenía una ladera que, en no conociéndola no se adivina, pues por allí está la hierba alta y con matojos, pero yo bien que la conocía porque allí había nacido y no eran pocas las veces que, en juegos, montados sobre un madero nos tirábamos mi hermano y yo ladera abajo hasta dar con el río, y en esta ocasión me tiré sin madera, pero con igual fortuna. ¡Cuántas veces nos había dicho mi padre que habíamos de tener cuidado con el vano, por lo muy pronunciado que era, y ese vano fue mi salvación, loada sea la Virgen María que reservaba a este miserable pecador para empeños de más provecho!

En una de las patadas de aquellos malvados me dejé rodar hasta los matojos y desaparecí tras ellos y, sin necesidad de ponerme en pie, me dejé caer dando volteretas, y para cuando los hombres quisieron darse cuenta estaba yo llegando al río y es de las satisfacciones grandes que he tenido en esta vida el poder burlar a aquellos miserables, que hacían risas de la clase de muerte que habían de darme. También me recreaba pensando en el castigo que les impondría el hombre rico, por haber sido tan torpes dejándome escapar, quién sabe si la muerte para ellos. Cuando me vieron desaparecer creyeron que seguiría tras los matojos y allá se fueron con calma, y cuando me vieron rodando cuesta abajo se pusieron a gritar, como si yo fuera a hacerles caso; uno salió corriendo y el otro montó el pistolete, pero cuando me disparó ya me encontraba fuera de su alcance. Era yo a la sazón de veintiún años y, como queda dicho, una vez superadas las enfermedades de mi infancia gracias al trato severo que recibí en el noviciado, era hombre de fortaleza poco común y prueba de ello es que en los once años que anduve por la mar océana, no recuerdo haber padecido mal alguno, salvo el que afecta a las tripas cuando se come lo que no se debe, y con esa fortaleza eché a correr por un terreno bien conocido para mí y desconocido para los que me perseguían. Dolerme me dolía todo el cuerpo, pero por fortuna y favor de Nuestra Señora no tenía ningún hueso quebrado, sólo un ojo ciego pero con el otro me bastaba para acertar con el camino. ¿Qué se siente cuando uno se sabe condenado a muerte y, además, a una muerte cruenta como bien claro me habían dado a entender aquellos sayones? Lo que otros sientan yo no lo sé, pero lo que yo sentí eran unas ansias inmensas de vivir, lo cual ponía alas en mis pies. Como bien sabía que la persecución no terminaría ahí, y que el hombre rico revolvería cielo y tierra para dar conmigo, recurrí a lo único que podía salvarme que era refugiarme en sagrado.

Me llevó dos días alcanzar el monasterio de Azkoitia con gran peligro de mi vida porque, como si el hombre rico hubiera adivinado mis intenciones, mandó sus sicarios por aquellos montes los cuales traían consigo perros de los que se sirven para domeñar a los negros rebeldes. A lo último apareció el propio hombre rico y así supe que tenía en tanto el dar conmigo, que no se le hacía de menos ponerse al frente de la partida. En esta ocasión estaba yo en la copa de un árbol y le vi de pasar con sus perros a los que el olfato no les sirve para los olores que vienen de lo alto. A los que no vi fue a los dos encargados de matarme y por eso me alegraba pensando en la suerte que habrían corrido. El terror que pasé en ese trance no es para descrito.

Cuando por fin alcancé las puertas del monasterio en el que había sido pupilo, mi dicha tampoco es para descrita. Requerí al hermano portero la presencia del maestro de novicios, ese que tenía en tanto mi gramática, y me arrojé a sus pies muy contrito pidiéndole por el amor de Dios, que me admitiera de nuevo como novicio porque mi vida había cambiado y para nada quería volver a saber del vicio que me había tenido esclavizado. Para nada le invoqué el derecho de asilo en sagrado, sino que quería profesar como monje, y no mentía pues estaba tan horrorizado con lo sucedido por culpa de mi afición a la flor del berro, que por nada quería repetir, y con tal de salvar la vida estaba dispuesto a pasarme el resto de ella entre los muros de un convento.

El maestro de novicios me miró muy amoroso, como era él, Dios lo tenga en su gloria, y díjome:

—¡Ay, Martín, Martín! ¿En qué enredos andas metido, para venir de estas trazas?

Lo decía porque traía las ropas hechas jirones y el ojo derecho cerrado, y cuando tentaba de abrirlo parecía que quería salirse de la órbita, y de cansancio no se diga por las noches que llevaba sin dormir.

Nada más me dijo ni hizo caso de mi demanda, sino que dispuso que me dieran una sopa de verduras y un huevo cocido, y mandóme acostar, y cuando desperté habían pasado más de dos días y hasta aquel lugar recogido había llegado noticia de mi hazaña y de la venganza que perseguía el hombre rico. Pero el maestro de novicios quiso que fuera yo quien le contara la verdad, y como quien no sabe nada, díjome:

—¿No quieres aliviar tu conciencia en el sagrado sacramento de la confesión?

Me eché a llorar y por menudo le conté lo sucedido, tanto lo del adulterio, como lo de los juegos malditos, le hice ver cuán arrepentido estaba y cómo de ningún modo estaba dispuesto a volver a las andadas, y por eso quería profesar como monje. El anciano me escuchó con gran sosiego y determinó:

—Que estás arrepentido en estos momentos bien claro está, y eso basta para que recibas la absolución de todos tus pecados, pero que no vuelvas a tus mañas está por ver. Y en cuanto a tus deseos de ser monje, ya se verá.

Pasé en el monasterio más de un mes procurando llevar la misma vida que los novicios, sin serlo, pues el maestro no se fiaba de mí, y bien que hacía, y no quería que estuviera mezclado entre ellos. Digo que los novicios dormían en un dormitorio común y yo lo hacía en una pieza separada, y se me consentía estar en el refectorio, pero atento a las lecturas y sin cambiar palabra con los otros.

Otro tanto sucedía cuando estaba en el coro. Al término de ese mes díjome el maestro de novicios:

—¿Has quedado convencido de que esta vida no es para ti?

Yo, que ya había recuperado las fuerzas y la visión del ojo tuerto, callé; luego hablé:

—¿Y a dónde puedo ir, reverendo padre, quien fuera de estos muros sólo puede encontrar la muerte?

Lo decía con fundamento pues el hombre rico sabía dónde me había refugiado, y no lejos del monasterio tenía puestos hombres de vigilancia, hasta dicen que de noche. Pero el maestro de novicios ya había pensado en esto y dispuesto para mí una salida que, al tiempo que salvaba mi vida, podía salvar mi alma: ir de doctrinero a las Indias. Lo de ir a las Indias es locura que alcanzaba a quienes buscan gloria o fortuna, y también a quienes buscan huir de la justicia, y el maestro de novicios me razonó ser ése mi caso, y que lo de marchar de doctrinero era porque así lo haría al socaire de unos legos de la Orden que salían para La Española, a fin de dar doctrina a los nativos y yo podía hacer otro tanto, aunque no hubiera recibido tan siquiera las órdenes menores, pues para ese menester no era necesario ser clérigo o religioso, sino tener buena doctrina y ésa la tenía yo sobrada, aunque no siempre me sirviera de ella en mi vida. «Como doctrinero —me explicó— tendrás tu paga, y quehacer más hermoso que predicar el evangelio a quienes se hallan presos de los terrores del paganismo no lo hay.» Esto lo decía muy convencido y amoroso, aunque también me aclaró que allá en las islas podría trabajar en alguna granjería, siempre que no fuera en desdoro o explotación de los indígenas, sino como debe hacerlo un buen cristiano pagándoles lo que es de justicia y tratándolos como hermanos que son en Cristo Nuestro Señor. A todo dije que sí y a fe que en aquellos momentos creía que no me apartaría ni un ápice de la buena doctrina que me daba aquel santo varón.

Al otro día salimos del monasterio doce doctrineros porque al abad le gustaba que fueran de doce en doce, al igual que doce habían sido los primeros apóstoles, y entre ellos tenía que haber un Judas y ese fui yo, como se verá. La partida se hizo a plena luz del día, montados en dos carros, con bendición solemne del abad del monasterio y cantos gregorianos y yo vestía una cogulla que en nada me diferenciaba de los otros once. Aun así, hasta que no llevábamos dos jornadas de camino sin que nadie nos siguiera, no se me serenó el ánimo siempre temeroso de que aparecieran los sicarios del hombre rico, con sus temibles perros de presa.

Mis disposiciones eran buenas, aunque no del todo pues el día de la partida díjome el santo varón: «Se me hace, Martín, que en la pierna traes un bulto, que lo acaricias con mucho tiento como si en conservarlo te fuera mucho. ¿Qué puede ser?» Bien sabía que eran las joyas de la mujer adúltera, pues mientras duró mi sueño de dos días, cuidó de asearme sin yo enterarme, pero no quiso tomar ninguna disposición que no saliera de mí. «Son unas pedrezuelas que traigo conmigo, por si me encuentro en algún apuro —le respondí— y creí que de ellas os había hablado el día de la confesión.» «Para nada las mentaste —me dijo y añadió comprensivo—: Aunque no es de extrañar en el trance que te encontrabas, con pecados más graves, y por eso quizá olvidaste ése, aunque si tuyas no son, será mejor que se las hagamos llegar a su dueño para no pecar de hurto.» «Se hará como diga su reverencia», acepté sumiso aunque con gran dolor de corazón.

Tal es la condición humana que durante el mes que pasé en el monasterio, arrepentido de mi vida pasada, pero bien agarrado a las joyas que por nada quería soltarlas, con una vela a Dios y otra al diablo, pues mientras rezaba maitines echaba cuenta de lo que podría obtener de aquel tesoro y el provecho que sacaría de todo ello. De aquella mísera bolsa parecía manar un efluvio muy grato para mi decaído ánimo.

En un lugar apartado me saqué las calzas, contemplé por última vez mi tesoro, y al maestro de novicios le entregué las joyas, salvados los zarcillos, haciéndome esta reflexión: «Éstos me los quedo por si alguna vez encuentro alguna mujer que sea digna de llevarlos en sus orejas y ser la madre de mis hijos.» Así se engaña el alma cuando es el diablo quien la tienta, porque tales zarcillos se convirtieron en algo tan poco cristiano como es un amuleto, y tiempos hubo que entendí que mi suerte estaba unida a la de esos miserables pendientes.

De la mujer que me otorgara sus favores, haciéndome tan poco favor con ello, nunca supe más. A veces me la imaginaba en poder de aquel hombre atroz, maltratada y vejada, y temblaba; pero otras pensaba que con svi donaire andaluz se haría perdonar, o convencería a su marido que no pasó lo que pasó y que yo era un ladrón que le robó sus bienes, mas no la honra, y eso me sosegaba. Bien es cierto que yo no precisaba de mayor sosiego en un negocio en el que me consideraba víctima

De los dos puertos de los que salen los navíos camino de las Indias, el de Sanlúcar de Barrameda y el de La Coruña, nosotros tomamos este último donde estaba concertado nuestro pasaje, sin pago alguno como hombres de Dios que éramos, en una nao que levaría anclas en el mes de agosto de aquel año de gracia del 1525.

El camino nos llevó nueve días y lo hice complacido con unos compañeros que edificaban por su piedad, aunque no tenían letras suficientes para profesar como sacerdotes, pero sí devoción sobrada para convertir a todas las Indias. Aquellos legos a mí, como más letrado, me tenían en mucho y me pedían que les explicara lo que no entendían de los evangelios; de edad andaban pareja con la mía, salvado dos que se acercaban a la senectud que eran los más respetuosos y amorosos.

Para mi bien o para mi mal, eso no alcanzo a discernirlo, sería el quinto día de viaje y andábamos por la Cudilleros, saliendo Asturias para entrar en Galicia, cuando por aquellos campos, que son muy amenos, no se hablaba de otra cosa que no fuera la llegada de los navíos que componían la armada de frey García Jofre de Loaysa y donjuán Sebastián Elcano, y de cómo ésta se preparaba para partir hacia un lugar que estaba más allá de las Indias; los campesinos nos preguntaban si nosotros también íbamos para embarcarnos en ella, a lo que respondíamos que eran otros nuestros caminos, aunque también pasaban por las Indias. Mas debo confesar que hablarme de aquella escuadra en la que marchaba tanta gente de mi tierra, y entrarme un arrebol todo era uno.

Alcanzamos la ciudad de La Coruña el día 24 de julio del 1525, y no digo que después de tantos años vaya a acordarme de tal día y tal año, sino que así lo reseña el Andrés Urdaneta en su
Relación,
y de ella me sirvo cuando la memoria me es infiel; pero de lo que sí me acuerdo es que de los carros nos fuimos al monasterio que tiene la Orden en aquella hermosa ciudad, todos mis compañeros gozosos de encontrarse entre hermanos, y yo sumido en la más grande de las confusiones, pues el diablo ya había comenzado a tentarme con un hormigueo interior que no me dejaba estar. La ciudad bullía con el desenfreno propio de las vísperas de una partida, pues los que van a embarcarse sabedores del tiempo que han de pasar en la mar, apuran hasta las heces la copa del mísero placer que brindan posadas y tabernas con su cortejo de mujeres que ofrecen lo que el pudor obliga a vedar. Los hombres que habían de embarcar no bajarían de los quinientos, algunos con mujeres e hijos, más parientes y amigos que iban a despedirlos, por lo que en el puerto en el que anclaban las naves no podía darse un paso sin topar con escenas de regocijo, o de pena, llantos y lágrimas, pues de todo hay en tales ocasiones. La ciudad, ya digo, muy hermosa y engalanada, con gallardetes por doquier, pues era la primera vez que una escuadra tan cumplida fondeaba en su rada.

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