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Authors: José Luis Olaizola

Tags: #Aventuras, Histórico

Las islas de la felicidad (6 page)

BOOK: Las islas de la felicidad
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Así fue como me encontré enrolado en lo que nunca pensé, y a los pocos días de navegación ya tenía la idea cierta de que en el primer puerto de las Indias que tocáramos había de desembarcar y dejar la escuadra, pues bien claro estaba que yo no era hombre para estar meses en la mar. Esto no me atrevía a decírselo al Urdaneta que no cabía en sí de gozo con el logro, no digo sólo el de llevarme consigo, sino de tomar parte en una navegación que no dudaba que había de ser tan gloriosa o más que la que consumó don Juan Sebastián dando la vuelta al mundo.

Cuando el señor Elcano accedió a lo que solicitaba el Urdaneta, me hizo un gesto para que me aproximara y díjome en euskaldun: «Ya tenemos con nosotros al latino, aunque no sé si te van a servir de mucho tus latines en esta travesía.» Me sirvieron más de lo que él pensaba, pero en aquella ocasión callé y agaché la cabeza agradecido.

Capítulo 3

A TRAVÉS DEL OCÉANO, CAMINO DE BRASIL.

Según la Relación de Andrés de Urdaneta zarpamos de La Coruña el 24 de julio del 1524, sería la media tarde, impulsados por un suave céfiro que hizo muy grata la partida, y de gente en la bocana del puerto no se diga la que había para despedir a los que marchaban, algunos muy doloridos por ser mujer e hijos, pero los más festivos flameando pañuelos como es costumbre en estos casos, pues ni les iba ni les venía lo que estaba sucediendo, pero por nada querían perderse el alarde de ver salir de puerto siete navíos de tal porte, en suma más de mil doscientas toneladas, estas cuentas las echaba el Urdaneta, y con los ojos encendidos decía que nunca se había visto cosa igual, pues las expediciones que partían hacia las Indias nunca pasaban de los tres navíos, y nunca con tanta dotación de artillería, de suerte que con aquella armada podríamos conquistar no sólo las Molucas, sino el mismo Cipango
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si preciso fuera. Esto último lo decía porque a nuestro señor Elcano se le hacía poco lo de las Molucas, bien conocidas por él, y andaba con el pío de llegarse a Cipango del que se tenía noticia y de cuyas tierras se loaba que, pese a ser islas de paganos, no iban a la zaga en riquezas a otras más cristianas. Don Juan Sebastián bien sabía lo que había de hacer para llegar a las costas de (apango, pero se murió sin poder tentarlo, y los que le sucedieron en el mando se conformaron con llegar a las Molucas, que no fue cosa de poco.

Este modesto escribano, apenas repuesto de noche que tan bien comenzara y tan mal terminara, se agarraba a un bauprés procurando no apartarme del Urdaneta que, a su vez, cuidaba de estar cerca de don Juan Sebastián para no perderse nada de lo que pudiera salir de aquellos labios, como los discípulos estaban atentos a lo que saliera de la boca de Nuestro Señor Jesucristo, valga la comparanza con el debido respeto; con los aires de la mar mi cabeza recobró su ser natural y no podía por menos de admirarme viendo aquel desfile de navíos, que con sus velas y banderolas al viento semejaba a un dragón cuando se despereza a la salida del sol.

Dispuso el señor Elcano que navegáramos en conserva, los navíos emparejados para que cada uno pudiera ayudar al otro, cada pareja siguiendo la estela de la precedente, cuidando los más veleros de no tomar ventaja para que ninguno quedara rezagado. Pese a ser esta cosía brava, y no lejos de allá estar la que es nombrada como costa de la muerte, los dos primeros días la mar se mostró muy apacible. Sólo nuestra nao, la Sancti Spiritus, marchaba sin emparejar, a la cabeza de las demás como señalando el rumbo, y donjuán Sebastián no cabía en sí de gozo pues aun sin palabras de todo él rezumaba la alegría de saber que aquel alarde era gracias a que acertó a ir a las Molucas por un camino y volver por otro y digo yo que pensaría que si sólo con un navío maltrecho, la Victoria, que apenas desplazaba los ochenta toneles, alcanzó tanto, qué no conseguiría con tan cumplida armada. ¿Quién le iba a decir que encontraría la muerte en una parte perdida del Pacífico, y su cuerpo arrojado a la mar para ser pasto de los tiburones, que no digo que sea mal destino para quien por encima de todo ama la mar? ¿Y quién nos iba a decir a los que no fuimos pasto de los tiburones, que no había de pasar mucho tiempo sin que, desarbolada la escuadra, acabáramos navegando en las mismas rústicas embarcaciones de las que se sirven los salvajes de aquellas islas? ¡Ay, si lleváramos un profeta en ancas cuántas cosas dejaríamos de hacer! Pero está de Dios que no sea así y gracias a esa ignorancia se acometen hazañas que no son de imaginar cuando se discurre sentado junto a un buen fuego con buenas sopas de vino caliente.

Con mejor pie no pudo comenzar la navegación para mi persona, porque a la segunda noche el señor Elcano requirió la presencia del Urdaneta en su cámara, para que tomara nota de lo sucedido en cada singladura, con mucho detalle de grados, alturas, rumbos y corrientes, que el Urdaneta bebía y por ahí le comenzó la ciencia de cosmógrafo por la que es conocido, con el añadido de que su memoria era tan prodigiosa que decir una cosa donjuán Sebastián y él ya nunca la olvidaba. Yo tomaba nota de cuanto me decía uno y otro, ésa era mi suerte que mientras la marinería hacía trabajos tan esforzados como los que son precisos para que la nao navegue yo holgaba a la sombra de Urdaneta en la cámara del señor capitán, que tenía la buena costumbre de que así que terminábamos nuestro quehacer, miraba lo que había escrito y si había algo que corregir, se corregía, y luego de un barrilito que guardaba en una alacena sacaba unos cacillos y de ellos bebíamos de un vino que se hace en nuestra tierra, con la manzana, aunque también lo tenía del que se hace con uvas. Hay que conocer lo que es un navío en medio de la mar, siempre con grandes trabajos de aprovechar los vientos, cuando no de baldear la cubierta, o perseguir las ratas de la sentina, para apercibirse del regalo que era sólo atender a la Relación de lo sucedido, que es la que escribió el Urdaneta —que siguió con ella cuando fue muerto el señor Elcano— aunque el amanuense fuera yo.

No habría pasado una semana cuando a la altura de Trafalgar se levantó el aquilón, y las naos comenzaron a danzar sobre la mar encrespada, y a separarse unas de otras, y yo me sentí morir y el poco alimento que alcanzaba a trasegar se me iba por arriba y por abajo, y entonces fue cuando el señor Elcano nos dijo en euskaldun: «Ugoibe txitxi erkatu kin uste izan», que en el habla castellana quiere decir que aquella marejada era cosa de nada comparada con las que nos esperaban más adelante. Entonces fue cuando determiné abandonar la escuadra en el primer puerto del Caribe en el que hiciéramos arribada, mas luego lo pensé mejor y me dije que por qué no hacerlo en las islas Canarias hacia las que nos dirigíamos. El Urdaneta también padeció de vómitos con aquel aquilón, pero bien que lo disimuló y procuraba que nadie le viera en aquellas vergüenzas que le parecían impropias de quien por encima de todo quería ser marino.

¿Por qué no me aparté en las islas Canarias? Porque vinimos a dar en la isla de la Gomera muy buena para repostar agua, leña, carnaje y atavíos, como así hicimos durante doce días, en una rada muy resguardada que está al oeste de la isla, pero tan mísera en lo demás que en ella sólo vivían los que comerciaban con los navíos que iban camino de las Indias y mal se podía ganar en ella la vida quien soñaba con encomiendas en feraces tierras, atendidas por indígenas que tenían a gran honra ser súbditos de Su Majestad el emperador Carlos V, con su señal a hierro y fuego marcada en un brazo para que se supiera a quién se debían. Sobre esto de herrar a los indígenas ya me tenía advertido el maestro de novicios que no debía hacerse, pero otros decían que se hacía por su bien, pues era preferible estar herrados al servicio de los cristianos, que sin hierros como paganos de infames costumbres. Digo que ésos eran mis sueños, por lo que oía contar a quienes ya habían estado en las Indias y se me hace a mí que más de uno de la marinería, al igual que yo, pensaba dejar la escuadra en cuanto llegáramos a aquellos paraísos, sin tentar de atravesar el estrecho de Magallanes que trago más amargo no lo hay, y los que lo habían padecido no se cansaban de decírnoslo. El contador de nuestra nao, por nombre Hernando de Bustamante, natural de Mérida, que primero fue barbero, luego cirujano y por gracia del señor Elcano que le tenía en mucho por haber sido de los que concluyó con él la hazaña de la Victoria, acabó de contador, aunque con pocos números para acertar, nos narraba de cuánto habían padecido para poder con el estrecho, y cuántos habían dejado la vida entre sus riscos, y así como al Urdaneta se le encendían los ojos soñando en que nosotros habíamos de hacer otro tanto, a mí se me apagaban y todo era discurrir sobre cómo librarme del trance. Sobre este Hernando de Bustamante habrá ocasión de volver, pues fue de los que tentó de hacerse con el mando de toda la escuadra cuando fueron muertos el almirante Loaysa y nuestro don Juan Sebastián Elcano; por fortuna no lo consiguió pues cómo se entiende que un barbero de Mérida pudiera acabar de almirante de una flota. Si ya digo que no servía ni para contador, cuánto menos para general.

¡Cuán pronto se acabaron mis sueños! A la salida de la lomera, durante una singladura en que la mar se mostraba muy calma, dispuso nuestro señor Elcano que se reuniese la Junta de capitanes, lo que tuvo lugar en la nao capitana y allá nos fuimos; digo fue el Urdaneta patroneando una barquilla que teníamos para estos menesteres de ir de un navío a otro, porque allá donde fuera donjuán Sebastián se llevaba consigo al Urdaneta, y yo tras él de suerte que nuestro señor capitán decía bromeando, «soka ondotik pazi», que es un dicho de nuestra tierra que se dice cuando uno va tras otro como la soga tras el caldero, aunque también lo he visto usar en tierras de Castilla.

No digo que nosotros entráramos en la junta de capitanes, pero por las escotillas oíamos las voces que daban unos y otros pues no se ponían de acuerdo sobre el rumbo a seguir y al fin, para mi desgracia, prevaleció el parecer de donjuán Sebastián que de ningún modo quería demoras en la navegación, ni detenerse en islas de La Española, sino atravesar la mar océana de manera que fuéramos a dar a la Tierra de Verzin
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, y desde allá bajar costeando hasta encontrar el estrecho. Luego todo esto lo pusimos por escrito en la Relación de Urdaneta y allí consta cómo el señor Elcano se salió con la suya. Mientras hacíamos la Relación en la cámara del señor capitán —no digo que siempre la escribiera yo, pues otras veces lo hacía el Urdaneta de su puño y letra— preguntaba yo sobre cómo eran las tierras de Verzin como si mi curiosidad fuera la de quien gusta saber cómo es el mundo, cuando lo que mi mente urdía era desembarcarme en Verzin y desde allí alcanzar el paraíso soñado. ¿Por qué discurría así? Porque en mi ignorancia desconocía la inmensidad de aquellos espacios y el tiempo que lleva de ir de un sitio a otro, a veces toda una vida y, a veces, ésta se acaba antes de alcanzar lo que se busca.

La prueba de que en la tripulación iban otros de mí mismo parecer fue que cuando estábamos apartándonos de la Gomera cuatro soldados faltaron a lista, y con ellos una de las barquillas de la nave, por lo que de haber sido presos hubieran sido ahorcados, pues al mal de desertar añadían el de llevarse consigo uno de los pertrechos más precisos del navío; pero donjuán Sebastián no quiso volver por ellos pues todo su afán era alcanzar el temible estrecho antes de que llegara el invierno, que en aquellas latitudes es al contrario que en la nuestra, por eso cuando allá llegamos era noviembre entrado, que es cuando comienza la primavera, digo por ajustarme al calendario porque aquella primavera es como el más crudo de nuestros inviernos.

Antes de alcanzar Verzin hubimos de aprovisionarnos en una isla que nos tomó de camino y que por ser desconocida la bautizamos como isla de San Mateo, por ser el santo del día, aunque no era desconocido para todos los cristianos pues con no poco espanto nos topamos con dos cabezas de hombre, bien peladas, y un letrero clavado en un árbol que decía: «Aquí moren el desditado Juan Ruyz, porque lo mereszao.» Este desdichado Juan Ruyz sería algún marinero, o quién sabe si oficial, que se alzaría contra el capitán del navío en unión del otro muerto y, no prosperando su tropelía, fueron abandonados a su suerte en aquella isla desierta, que es costumbre piadosa si se la compara con la de la horca, degollamiento o amputación de brazos y piernas, pues siempre es preferible morir cuando lo demanda natura, que a manos del verdugo. Juan Ruyz parece que murió con cristiana resignación pues en su escrito deja dicho que se lo merecía.

Esto de abandonar gente hubo que hacerlo también en nuestra escuadra y todavía estábamos en San Mateo cuando faltó poco para que empezáramos con ese son, pues algunos pilotos comenzaron a urdir y murmurar y al poco propusieron que en lugar de seguir hacia el estrecho, convenía ir a las Molucas por el sitio más conocido del cabo de Buena Esperanza, el que está en la punta de África, y don Juan Sebastián con el apoyo del almirante Loaysa se opuso con todas sus fuerzas, y a los otros no les quedó más remedio que avenirse, que de no haberlo hecho tengo para mí que los hubiéramos abandonado en aquella isla para hacer compañía al desdichado Juan Ruyz.

Salimos con tanta fortuna de la isla de San Mateo que nos tomó un viento que soplaba SO y con gran regalo nos llevó por una ruta en la que topamos con muchas pesquerías, como jamás habíamos visto, con peces más grandes que sardinas, que se llaman voladores porque vuelan como aves como a un tiro de pasamuros, con sus alas del tamaño del murciélago, perseguidos por otros peces grandes como toninos que también saltan, aunque sin alas, y apañan a los primeros, pero en sus saltos unos y otros venían a dar a las naves porque fuera del agua son cegatos, y así a unos y otros los apañábamos nosotros, pues en tocando en seco sus alas no les sirven de nada y no pueden levantar el vuelo; y de los que son como toninos no se diga pues éstos no tienen alas, y es de admirar cómo pueden subir tan alto sin tenerlas. En tantos años como he navegado por todos los mares del mundo, nunca he visto semejante regalo de que la comida viniera a nuestras manos sin buscarla, y por eso digo la fortuna que tuvimos en aquellas singladuras. Luego un cocinero que traíamos de la parte de Elgoibar se daba mucha gracia en guisar aquel pescado, de suerte que aun siendo siempre el mismo, parecía distinto por la maña que se daba en hacerlo unas veces sólo con sal, otras con clavo, o con diversas hortalizas, según le diera, pero siempre muy rico; esto en lo que atañe a la mesa de los capitanes en la que tomaba parte el Urdaneta en su condición de paje del segundo almirante, y yo con él como la soga tras el caldero. En cuanto a la tropa y la marinería lo tomaban siempre cocido, o crudo secado al sol con un poco de sal, y no siempre les caía bien y acababan con vómitos y a este respecto tuvimos algún alboroto. Esto sucedía a los comienzos de nuestra navegación, pues luego se hicieron a comer ratas y trozos de cuero, qué remedio.

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