De mi hermano mayor nada tengo que decir, pues salió muy recio y buen trabajador y, como es costumbre en nuestra tierra, se quedó con el caserío en el que vivíamos, de los más hermosos de Zumaia. Mi madrastra, por la cuenta que le traía, se llevaba bien con él. Mi padre, siendo hombre justo, dispuso que si mi hermano mayor había de heredar el caserío y sus campas, algunos dineros habían de darme a mí, y con éstos podría atender a mis estudios eclesiásticos, pues también es costumbre en aquellas tierras que el hijo segundo de familia acomodada haga su carrera en la Iglesia.
Que yo no era hombre de iglesia pronto se supo y menos en Orden tan severa como la que me eligieron, que tiene su noviciado en la parte de Azkoitia, mas si de algo debo dar gracias a Dios es del rigor con que nos trataban a los novicios, que si 110 hizo mucho bien a mi alma, sí se lo hizo a mi cuerpo, pues el dormir con medida, más bien corta, la comida nunca excedida y más de vegetales que de carnes, amén de las disciplinas, hizo que desaparecieran todas las enfermedades que tanto me habían hecho padecer y cumplidos los diecisiete años me había convertido en un joven muy robusto, demasiado para algunos órdenes de la vida, y aunque procuraba seguir los consejos del maestro de novicios, mi malicia se rebelaba y mucho me hacía penar lo del voto de castidad que había de prestar. Mas en este extremo el maestro de novicios se mostraba muy comprensivo y entendía que con perseverancia y con la ayuda de Nuestra Madre del Cielo habíamos de vencer esta torpe inclinación, pero más tenía la otra torpe insidia, por ser menos natural y menos inherente a la condición humana, digo la del juego, que no sólo dañaba a mi persona sino que desordenaba la vida de los otros novicios. Mucho lamentó el maestro de novicios el tener que proponer mi expulsión pues decía que como gramático era muy aprovechado, pero en lo otro no parecía tener remedio.
Mi padre tomó a desdoro la expulsión y me cerró las puertas del caserío aunque no del todo pues pasado un tiempo consentía el que tomara parte en las comidas que eran sonadas, aunque sólo los días de fiesta señalada. Cuántas veces cuando andaba por esos mundos de Dios hasta bebiéndonos los orines y comiéndonos los cueros soñaba que me encontraba en On Aize —así se llamaba el caserío— con aquel poderío de comidas que guisaba mi madrastra que todo lo que tenía de bruja para conmigo, lo tenía de buena cocinera, aunque siempre con el mirar atravesado como si le doliera que me comiese sus guisos; pero yo miraba para otro lado y entre bromas y veras me comía lo mío y lo de mis hermanos pequeños a poco que se descuidaran, y esto a mi padre le hacía reír y decía que no le extrañaba que con aquellos modos me hubieran echado del convento. Mi madrastra torcía el gesto, pero nada decía porque mi padre con ella era muy severo.
El maestro de novicios, que tanto lamentó mi marcha, fue quien me dijo que si no estaba dispuesto a trabajar con la guadaña, o salir a la mar a faenar, había de dar lecciones a los que supieran menos que yo, pues no me faltaba gracia para las letras. Y el primer discípulo que me buscó fue Andrés de Urdaneta, cuyo padre, donjuán Ochoa de Urdaneta era descendiente de quienes siempre habían mandado en de Oria, y cuando yo le conocí era el alcalde, muy aprovechado pues se traía negocios con los que vendían coseletes para los soldados que por allí pasaban para combatir bien contra Navarra, bien contra Francia, pero deseaba más para su hijo, digo que como le viera tan avispado, se le hacía de menos el que fuera a continuar en aquella pequeña villa, con el trasiego de armas para la tropa, y quería que terminara en la Corte como oficial al servicio de Sus Majestades. ¡Cómo imaginar que también esa Corte se le quedaría chica a quien estaba llamado a descubrir rutas que harían de ( «istilla el imperio más poderoso del orbe!
Como para medrar en la Corte precisaba letras, don Juan, por recomendación del maestro de novicios, de quien era pariente, lo mandó a Zumaia donde también tenía otros parientes con caserío muy notable, y luego svi intención era que fuera a Salamanca para hacerse bachiller en leyes. El hombre propone, pero Dios dispone y en aquella ocasión dispuso que no lejos de allí, en Cetaria, se encontrara donjuán Sebastián Elcano que acababa de consumar la más gloriosa hazaña por mar que recuerdan los siglos, la de dar la vuelta al mundo saliendo por la parte de Sanlúcar de Barrameda, para atravesar el océano, hasta encontrar el estrecho que con justicia lleva el nombre de Magallanes pues fue este caballero portugués el primero que dio con él, aunque de mucho le sirvió de ayuda el contar con piloto tan instruido como era donjuán Sebastián, y luego de cruzar ese estrecho, con penalidades sin cuento —y bien que las conozco pues pocos años después las padecimos nosotros y aun con mayor rigor— se recorrieron el que es conocido como el océano Pacífico, que de tal sólo tiene el nombre y bien bravo que se pone cuando soplan los monzones, hasta dar con el Moluco o islas de las Especias, en cuya busca iba y, de vivir el señor Magallanes, hubieran tentado de volverse por donde habían venido, pero este almirante por su imprudencia fue muerto a manos de los indígenas en la isla de Mactán, y así fue cómo don juan Sebastián se quedó al frente de la armada cuando ya sólo les quedaba la nao
Victoria
y fue cuando le entró la comezón de poner por obra lo que era sabido, que el mundo era redondo, eso decían los geógrafos, pero don Juan Sebastián lo confirmó volviendo por el océano índico, bajando hasta el cabo de Buena Esperanza, el que está en una extremidad del continente africano, para subir costeando hasta dar de nuevo con el puerto de Sanlúcar de Barrameda, cuando ya sólo le quedaban dieciocho hombres, y todo con grandes peligros pues toda esa parte es del dominio de los portugueses que de ningún modo consienten que por allí naveguen navíos de Castilla, como es sabido y padecido. Cómo sería la hazaña que Su Majestad el emperador le confirió escudo con una leyenda que dice así:
Primus circuncedisti me.
Sería en el 1524 cuando en Zumaia se tuvo noticia de que don Juan Sebastián venía de la Corte a Cetaria donde vivía su madre y tenía algún amorío, aunque de eso se hablará en su lugar si procede. Ya era bien sabido en toda la costa que donjuán Sebastián estaba disponiendo otra armada para repetir la hazaña, pero con mayor fundamento pues se decía que los navíos no bajarían de diez, todos bien dotados de artillería por si se topaban con los franceses con los que andábamos en guerra, y no había ningún marinero que no soñara con aquel viaje, porque se me olvidaba señalar que don Juan Sebastián no sólo se regresó a Sanlúcar de la forma dicha, sino que pese a ser la nave tan mísera y maltratada se trajo consigo quinientos veinticuatro quintales de clavo que, después de pagar los gastos de expedición y la parte que le correspondía a la Corona, aún restaron más de trescientos mil maravedíes a repartir entre los tripulantes. Digo que en la costa se decía que los que fueran en esta nueva expedición, tan cumplida, habían de volver ricos. Razón no les faltaba para discurrir así, pero no echaban la cuenta de que muchos eran los que iban, pero pocos los que volvían, y esto lo dice quien volvió con mucho trabajo, y porque Nuestro Señor Jesucristo así lo dispuso compadecido de este pobre pecador.
En todo esto a Urdaneta no lo movía el afán de los dineros, sino la locura de la mar, al igual que le pasaba al propio donjuán Sebastián que su madre bien que le decía que bastante había hecho y ahora le tocaba vivir regaladamente y que Sus Majestades le reconocieran sus derechos. Su madre era Catalina Portu con la que don Juan Sebastián se mostraba muy sumiso, pues quedó viuda con nueve hijos y tuvo que cuidar no sólo del hogar, sino también de los negocios de la mar, pues aunque era muy buena cristiana no veía ningún mal en ocuparse de faenas de contrabando, comprando mercaderías en un lugar para venderlas en otro, amén de que los vascos estamos amparados para ejercer esa industria por un fuero que nos dio un rey de Castilla, de nombre Alfonso. Don Juan Sebastián le estaba sumiso en tanto que no le entraba la locura por la mar que entonces no atendía a otras razones que no fueran las de navegar mar adentro siempre en busca de lo que otros no habían encontrado.
Zumaia está cosa de tres leguas de Getaria, no por el camino de sirga de la costa, sino atravesando un montecillo que separa, al principio un poco empinado, y por él nos íbamos el Urdaneta y yo con un caballo que allí llamamos de caserío, de poca alzada, pero buen trotador y sufrido para subir repechos. El caballo era del caserío de los parientes de Urdaneta, pero éste consentía que lo montara yo al llegar la cuesta, y creo que en toda su vida fue el único respeto que me mostró. Estos viajes los hacíamos porque tan pronto se supo que don Juan Sebastián se hallaba en Getaria, faltóle tiempo al Urdaneta para ir a su encuentro y yo le acompañé pues era grande la curiosidad que todos teníamos por conocer al famoso navegante.
Urdaneta se presentó en Getaria alegando que le unía parentesco con el navegante, pues tanto los Urdaneta como los Elcano procedían de unos caseríos nombrados como Elkano-Goena, que en el habla castellana quiere decir Elcano de Arriba, y doña Catalina Portu, que fue la primera que nos recibió, le miró de arriba abajo, y no dijo ni sí ni no a lo del parentesco, sino que nos preguntó de dónde veníamos, y cuando le contestamos que de Zumaia, nos dijo: «Pasad, pasad, que buen hambre habéis de tener», y pasamos a una cocina bien hermosa, con un ventanal muy grande que daba a la mar, donde dos mujeres a las órdenes de doña Catalina hervían leche y cocían talos, porque no éramos los vínicos que querían conocer a don Juan Sebastián y es costumbre en nuestra tierra agasajar así al visitante.
Esto sucedía en la primavera, con el tiempo bien templado y don Juan Sebastián se encontraba sentado a la puerta de la casa, bajo un emparrado a cuya sombra platicaba con vecinos que le contaban sucedidos del pueblo durante su ausencia. Donjuán Sebastián asentía a cuanto le decían, pero él hablaba poco. Cuando terminamos con la borona doña Catalina nos llevó a donde su hijo, y le dijo: «Este, que dice que es pariente nuestro.» Amistad y de las grandes fue la que unió al Urdaneta con donjuán Sebastián, pero en aquel encuentro el navegante le sonrió afable, como hombre educado que era, y de ahí no pasó la cosa.
Cuando le conocimos donjuán Sebastián era de esta suerte: por las trazas más parecía un caballero que hombre de la mar; vestía un jubón acuchillado, con adornos de terciopelo, y una gorrilla rematada por un camafeo en ónice y plumas de avestruz; las botas, altas, eran de piel de becerro muy claras. Cómo no sería la amistad que los unió que don Juan Sebastián dispuso en el testamento que dictó en alta mar, cuando ya estaba para morir, que ese mismo jubón, que era de tafetán plateado, lo heredara don Andrés de Urdaneta y así fue y mientras vivió o, a lo menos hasta que se metió a fraile, lo tenía como la pieza más preciada y por tantos apuros como pasamos de guerras y naufragios, nunca se desprendió de él y lo lucía muy orgulloso en todas las solemnidades, aunque con los años fuera perdiendo la color.
Don Juan Sebastián estuvo en Getaria cosa de dos meses, aunque no todos seguidos, pues tenía que ir a Valladolid donde se traía un juicio a cargo del alcalde Leguizano sobre si había tenido parte en la muerte de Magallanes, disparate mayor no cabe, pero como esa infamia ya está contada más por menudo en otros lugares sigamos con nuestro relato. Volvíamos cada poco a Getaria, siempre sirviéndonos del caballejo, y si yo no le quería acompañar, el Urdaneta se iba solo pues no se cansaba de oírle contar sus aventuras a donjuán Sebastián, que eran de no creer, aunque luego a nosotros nos tocó vivirlas igual y ahora, en la senectud de mi vida, me da por reflexionar cuán corta se queda la imaginación ante la realidad de la vida, y si no se me cree por Sus Majestades lo que cuento en esta
Relación
no me he de ofender, pues yo tampoco creía lo que contaba donjuán Sebastián, en cambio el Urdaneta no dudó ni por un momento y ardía en deseos de hacer otro tanto. O sea que desde la llegada de donjuán Sebastián, el Urdaneta estaba cierto que había de ir en la armada que se estaba organizando, de igual manera que yo estaba cierto que por nada de este mundo acometería tal locura pues en otra parte estaban mis intereses, como se verá.
En este ir y venir de don Juan Sebastián nos llegó la noticia que nos dejó sumidos en perplejidad, porno decir en el más grande de los dolores, por lo menos a .
Sería el mes de mayo del 1525 cuando se supo que el apresto de la armada estaba concluso y que ésta se componía de los siguientes navíos: la
Santa María de la Victoria,
con 360 toneles, la
Sancti
, que desplazaba 240, la
Anunciada,
204, la
San Gabriel,
156, la
Santa María del Parral,
96, la
San Lesmes,
96, y el patache
Santiago,
de 60 toneles. La nao capitana, como es de rigor, era la de mayor tonelaje y su nombre se lo había puesto donjuán Sebastián,
Santa María de la Victoria,
en recuerdo de la nao
Victoria
con la que consumó la gran hazaña de dar la vuelta al mundo; le había añadido lo de
Santa María
en homenaje a la Virgen de la que era muy devoto. Nada se había hecho en la preparación de la escuadra sin la anuencia del señor Elcano, como su capitán que era, pero luego resultó que no lo era sino que Su Majestad había dispuesto que el general fuera un caballero de estirpe noble, don frey García Jofre de Loaysa que era de la parte de Burgos sin que antes hubiera tenido relación con la mar.
Fue el mismo donjuán Sebastián el que nos trajo esta novedad, con el rostro nublado, pero el ánimo sereno, no así doña Catalina que le increpó:
—¿Cómo así? ¿Es que, acaso, piensan que esa armada puede ir a parte alguna si tú no vas en ella?
A lo que donjuán Sebastián replicó que en ella iba, como piloto mayor, y segundo en el mando, pero doña Catalina no atendía a razones, y le decía que había de dejarlo todo y cumplir de una vez por todas con otras obligaciones más cristianas, que las que tenía con Sus Majestades. Esto último lo decía porque era sobradamente sabido que donjuán Sebastián había tenido amores con mujer moza, y que si ella consintió fue porque le prometió matrimonio, y de la relación hubieron un hijo, Domingo, y tanto a la madre como al hijo los amaba tiernamente y siempre estaba aguardando el momento oportuno para desposarla, pero éste nunca llegaba porque se cruzaban los negocios de la mar, y a la postre se tuvo que conformar en reconocerle en su testamento todos los derechos, como si fuera su mujer y otro tanto hizo con el hijo. También tuvo amoríos con otra mujer de la tierra, de nombre María Vidaurreta, pero ésta debía de ser más corrida y con ella no tenía atenciones, salvado que así mismo la nombra en el testamento para dejarle una manda.