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Authors: José Luis Olaizola

Tags: #Aventuras, Histórico

Las islas de la felicidad (9 page)

BOOK: Las islas de la felicidad
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Con esta tristeza acometimos el último intento de salir de aquel infierno y creo que de no haberlo conseguido, allí nos hubiéramos dejado morir, pues la mar gruesa y el viento huracanado nos traía en un baile que sólo podía ser el de la muerte, y menos mal que del condumio sin estar sobrado no nos faltaba gracias a que acertamos a matar una foca que cuando se las ve en la distancia se muestran como animales muy pacíficos, pero así a que te vas a por ellos se enfurecen y con destreza impropia de sus carnes dan saltos y con los dientes quiebran toda clase de armas, tanto las lanzas como las alabardas, y hasta los arcabuzazos parece que no les hacen daño, pero ya digo que entre varios, a palos, pudimos con uno de ellos y su carne la pusimos en salmuera. También nos Ilici con pájaros bobos que, como su nombre indica, se dejan coger con sólo alargar la mano. Las avestruces con las que topamos son más fieras, pero logramos hacernos con huevos de sus nidos que son como diez veces los de una gallina, pero más salitrosos.

Cuando don Juan Sebastián porfiaba que estábamos ya por salir, y nadie se lo creía, comenzó a nevar y a depositarse la nieve en las angosturas que nos circundaban, poniéndose de un color azulado; el Urdaneta decía que la nieve blanca seguía siendo y que lo de la color azul era por el efecto de la luna, pero ¿qué luna, le decíamos nosotros, si no la veíamos nunca? Entonces Urdaneta daba otras razones, que no son del caso, y aquellas angosturas las bautizamos como el estrecho de las Nieves. Pero no era el único mal aquel meteorito, pues los patagones, como si creyeran que nos dábamos a la huida espantados y maltrechos, comenzaron a flecharnos desde las orillas, mas no a la luz del día, sino a la caída de la tarde para lo que encendían hogueras en las orillas para vernos mejor y una de esas noches se atrevieron a tentar de abordarnos subidos en dos de sus canoas, portando en las manos tizones encendidos, con gran griterío en son de amenaza, pero nada pudieron frente a nuestras culebrinas y les forzamos a volverse. Que no habían de poder con nosotros bien claro estaba, pero la marinería, de suyo supersticiosa, temblaba ante las hogueras que flanqueaban el estrecho, pensando que habían de servirse de alguna brujería para acabar con nosotros. Y llegaron a pensar que una de esas brujerías fue enviarnos una plaga de piojos como no se había visto cosa igual; el marinero está hecho a tener consigo a los piojos pero no hasta aquel extremo pues un marinero gallego murió ahogado por la plaga o, a lo menos, encontramos su cadáver tan lleno de ellos que ponía espanto verlos. De día se podían soportar, con no poca molestia, pero llegada la noche se enfurecían los asquerosos animalitos y era un no vivir. El gallego murió una de esas noches, y no es cierto lo que se dice de que los piojos sólo se ensañan con los seres vivos, pues muerto estaba el hombre y allí seguían cebándose con él, y cuando por fin le dimos sepultura en la mar, se fueron tras de él.

La salida del estrecho parecía no ser cosa de este mundo; el frío era tan glacial que no había ropa que pudiera protegernos de él; el estruendo que producían las aguas de un océano y otro al encontrarse nos aturdían, aunque el Urdaneta decía que ese ruido era la mejor muestra de que nos encontrábamos a las puertas del océano; don Juan Sebastián nada decía, sólo atento a los instrumentos de navegar y tomando muchas veces él mismo la rueda del timón; las montañas a ambos lados se mostraban más azules que nunca y Urdaneta cambió de parecer y dijo que cuando las nieves llevan siglos en un mismo lugar, se ponen de ese color; y los patagones seguían con sus hogueras, muy furiosos lanzándonos flechas aunque ninguna nos llegó a herir. Pese a tanta adversidad en algunos momentos me sentí prendido por la belleza de aquel discurrir por canales sobre cuyas nieves azuladas se reflejaba el vivo fulgor de las hogueras patagonas, y con aquella música de la mar embravecida que al Urdaneta le ponía en éxtasis y me susurraba: «Andonegui ¿has visto la grandeza de la creación?» Otras veces se admiraba de que unos seres insignificantes como nosotros pudiéramos dominar tanta grandeza, aunque yo le hacía ver que no la habíamos dominado del todo, pues eran muchos los que se habían muerto por el camino, y más de uno los navíos que llevábamos perdidos.

Que fue hazaña y grande no se puede discutir, pues son pasados más de cuarenta años y pocos son los que han podido acometer otro tanto. La última ocasión en que lo tentaron, según consta en los archivos de la ciudad de México, lo hizo un navegante de nombre Ladrilleros que se internó en el estrecho con tres navíos, y sólo cuatro hombres salieron con vida. ¿Cómo no sentirse ufano de aquella hazaña? ¿Cómo no dar gracias continuas a Dios por la benevolencia que tuvo con nosotros?

Todos soñábamos que una vez que alcanzáramos el océano Pacífico se terminarían nuestras penas y al principio fue así, pues las aguas se mostraban más calmas y por ellas se movían bancos de sardinas que con redes muy rústicas se dejaban coger y otro tanto puede decirse de los toninos, que tienen más aprovechamiento que las sardinas pues de ellos se saca una grasa buena para alumbrar en los candiles, pero cuán poco nos duró esa dicha ya que cuando menos lo pensábamos se levantó una tormenta, tan grande que maravillaba, pero tan malvada que puso fin a la escuadra de frey García Jofre de Loaysa, causándole tanta pena que el almirante de allí a poco murió, aunque si bien se mira lo que le mató no fue la pena, sino el mal de encías
[3]
, aunque algunos pensamos que cuando le entró ese mal poco hizo por luchar contra él y prefirió dejarse morir pese a ser tan buen católico.

Pasados los años algo supimos de lo que fue de cada uno de los navíos que la componían, pero entonces sólo padecíamos los que navegábamos en la
Santa María de la Victoria,
que nos habíamos quedado solos y todo hacía suponer que los otros navíos eran idos a pique. No hay cosa más deseada en la mar que navegar en conserva, muy cerca unas naves de las otras, de suerte que si a una se le rompe el palo mayor, o hay que achicarle el agua, las otras son prestas a ayudarla; en conserva sólo acertamos a navegar cuando atravesamos la mar atlántica, porque en llegando al estrecho, que es como un laberinto, días había que no nos veíamos de unos navíos a otros, y hasta de los que desertaron confiábamos que estarían perdidos en alguna cala oculta, pero que acabarían por aparecer. Mas la tormenta que nos pilló a la salida del estrecho fue por demás, y si nosotros salimos con bien, aunque con la nave más herida, fue porque don Juan Sebastián dispuso que sólo habíamos de navegar con el papahígo del trinquete que es como se deben bandear estos temporales. Cuando tras la tempestad vino la calma, que es un dicho muy marinero, nos pasamos cosa de quince días, o más, quizá un mes, dando vueltas por ver de encontrar a los otros navíos, y a lo más encontramos restos del naufragio del patache, por lo que le dimos por perdido, y con él a los demás, y emprendimos la ruta de la isla de los Ladrones que según donjuán Sebastián era la más próxima, pese a que eran muchas las leguas que nos separaban de ella, cosa de más de dos mil. Esto lo dijo porque ya le había entrado el mal de las encías y no estaba en su ser natural, pues ya queda dicho que por su gusto nos hubiéramos encaminado hacia las costas de Cipango ya que desde que hablara de ella un italiano, de nombre Marco Polo, todos los navegantes de este siglo la tenían por el paraíso de la felicidad. ¡Ay, locura la del hombre, buscando siempre paraísos en este mundo para nunca dar con ellos! ¡Cuántas tierras no habré recorrido en mí ya larga vida, moviéndome por islas y mares, tan benéficos, que de primeras nos parecían el paraíso, para pronto acabar cansado de ellos! Y en esta ancianidad de mi vida, tan regalada en esta región de Ávalos de la Nueva España, discurro que el verdadero paraíso estaba en nuestro caserío de Zumaia, cuando el otoño llama a las puertas con su colorido tan hermoso de árboles fugaces, y junto al fuego de una buena chimenea se asan las manzanas en sus brasas. ¡Ah, el olor de la manzana tierna cuando se tuesta al fuego de ramas secas de haya! ¡Cuán poco necesita el hombre para ser feliz, y cuánto lucha por conseguirlo por caminos extraños, a veces de perdición, para nunca conseguirlo!

Volviendo a lo que nos ocupa, la soledad de sabernos solos en la inmensidad del océano Pacífico no es para descrita; siempre soñábamos que, en cualquier momento, veríamos asomar la vela de alguno de los otros navíos, y no cejábamos en esta esperanza. Un día muy calmo uno de los vigías, que era del mismo Sanlúcar de Barrameda, de no mucha edad, comenzó a clamar que en la distancia se divisaba no una, sino varias velas, y nos dimos cuenta de cuál era el mal que padecía cuando comenzó a contarlas y le salía más de una docena, y todo con gritos tan desaforados que bien a las claras estaba la locura que le había entrado que, además, resultó ser contagiosa pues otros marineros también decían que veían lo que sólo estaba en su imaginación.

Donjuán Sebastián, como siempre, dando muestras de gran serenidad, nos dijo que mejor era navegar en conserva con otros navíos, pero que él se había navegado con una nao más menguada que la
Santa María de la Victoria
, todo el océano índico más el Pacífico y buena parte del Atlántico, y allí estaba para contarlo. ¡Quién le iba a decir en tales momentos cuán poco tiempo le quedaba para seguir contándolo! También nos dijo que si la nao estaba maltrecha, en nuestra mano estaba el remendarla que medios teníamos para ello.

Ahora viene a cuento que relate lo que pasados los años, más de once, vine a saber de las naos que diéramos por perdidas, y que no lo fueron del todo aunque a alguna más le hubiera valido que fuera así.

El patache
Santiago,
al mando del capitán Guevara, de los buenos y honrados, logró salir con bien de la tempestad y también anduvo de un lado para otro tentando de reunir los navíos dispersos, hasta que perdida toda esperanza tomó el rumbo de la Nueva España porque su piloto, muy versado en cosas de la mar, de nombre Arango, le hizo ver que sin apenas provisiones de boca era impensable que pudieran alcanzar la isla de los Ladrones y, por contra, aunque con esfuerzo, podrían llegar a las costas de México que, según sus cuentas, se encontraban a menos de mil leguas, y así lo hicieron con tan mala fortuna que cuando estaba a su vista saltó la calma y si se alzaba un poco de viento era más bien para apartarlos de la costa, con no poca desesperación pues se veían morir sin fuerzas para hacerse con el navío. Y entonces es de admirar la hazaña que acometió un santo varón bien conocido de mí, ya que aunque nacido en Cestona, de Ipuzcoa, había estado de cura párroco en Zumaia, hasta que se enroló como capellán en nuestra escuadra; digo santo varón en aquella ocasión que, en otras, pese a su hábito sagrado se mostraba muy revoltoso y era de los que discutía las órdenes que emanaban bien del almirante, bien de donjuán Sebastián, y este último, con el debido respeto, no tuvo otro remedio que ponerlo en el cepo para que se le sosegase el ánimo. Mas esa misma impetuosidad de mucho les sirvió en tan apurado trance, pues no teniendo el patache batel del que servirse, se las apañó con un cajón de madera que lo embreó con un poco de brea que les quedaba, y valiéndose de unos remos, también muy rústicos, logró alcanzar la costa de Nueva España; los indígenas que lo vieron lo tomaron por una aparición, mas cuando vieron que no era espíritu avisaron a unos castellanos que había no lejos de allí y así fue como se pudo rescatar el patache
Santiago
con todos sus tripulantes medio muertos, aunque no del todo. El capitán general de México, que lo era el notable Hernán Cortés, recibió a donjuán de Areyzaga, que tal era el nombre del capellán, con grandes muestras de admiración, y le dio un puesto no sé si de obispo o de administrador apostólico en su demarcación.

Sigamos ahora con la
San Lesmes
de la que menos se sabe, sólo que los del patache dicen que acertaron a verla después de la terrible tempestad, pero no aseguran si en trance de irse a pique o de seguir navegando, y también han llegado noticias de otros navegantes que pasados los años, navegando por islas del Pacifico, dicen que encontraron un crucifijo alzado que por las trazas tenía que haber pertenecido a un navío de Castilla y que éste podía haber sido el
San Lemes,
eso nunca se sabrá, pero lo que sí se sabe es que los marineros que alzaron aquel crucifijo murieron todos en aquella isla, que era de las más míseras y abandonadas del Pacífico, que las hay muy hermosas y ricas, digo islas, pero también otras que son de roca con algún volcán que no deja prosperar nada de lo que hay en su derredor. Con ser malo el destino de estos marineros, peor fue el que les cupo a los del último navío de nuestra escuadra, la
Santa María del Parral,
y por eso decíamos a los comienzos de esta parte del relato, que más le hubiera valido irse a pique.

Esta nao era la que mandaba caballero tan cumplido como don Jorge Manrique de Nájera, de noble cuna y bien mandado pues nunca discutió las órdenes que recibía, y en cuanto a su talante sólo diré que fue aquel que cuando le levanté un buen puñado de doblones en la partida que hubimos en La Coruña, la víspera de la partida, supo hacer buena cara y retirarse sin un mal gesto, pese al afán que había puesto en ganarme unos zarcillos que yo había apostado, que deseaba que lucieran en las orejas de una dama cuyo nombre no podía pronunciar. ¿Qué mal pudo hacer tan cumplido caballero para recibir acerba muerte de manos de quienes le debían estar sujetos? 1,1 mal estuvo en que en su tripulación figuraba el sujeto del chirlo en el rostro, el Cortado, el mismo que ya tentó de sublevarse contra el Urdaneta cuando íbamos en busca de los náufragos del
Sancti
y yo le paré amenazándole de muerte con la escopeta y si hubiera cumplido mi amenaza, otra hubiera sido la suerte de aquellos desgraciados que, como se verá, para todos fue ingrata.

La
Santa María del Parral
salió con bien aunque como todas muy herida de la terrible tormenta, y su capitán determinó seguir hacia la isla de los Ladrones según la hoja de ruta convenida para caso de dispersión, a lo que se opusieron algunos de la tripulación al principio con buenas razones por mor de la distancia y carencia de munición de boca, hasta que intervino el Cortado y unos malvados que le eran fieles, y querían hacer de la
Santa María del Parral
un barco pirata y zanjaron toda discusión dando muerte por sorpresa y a traición al noble don Jorge Manrique de Nájera, a un hermano de éste y a los otros oficiales. ¿De qué les sirvió? ¿De qué sirve un navío si no hay dentro de él quien sepa pilotarlo? Muerta la oficialidad, la nao en manos de aquellos truhanes fue dando tumbos hasta venir a recalar a una isla que no soy a nombrarla, aunque dicen que era la de Sanguin
[4]
, muy poblada y cuyos habitantes estaban hechos a pelear con los portugueses y, por eso hicieron otro tanto con los de la
Santa María del Parral
a los que dieron muerte, salvados tres que se refugiaron en una isla vecina y con sus arcabuces se hicieron fuertes, y luego lograron la amistad de los indígenas ayudándoles a matar a sus enemigos. El Cortado murió en el primer envite con los indígenas, y puede que los tres que salieron con vida no fueran de los más culpables de la rebelión, pero lo pagaron por todos, por lo siguiente: pasaron los años, según mis cuentas no menos de cuatro, y de México, y por orden del gran Hernán Cortés que ya sabía de nuestra suerte gracias a donjuán de Areyzaga, salió una escuadra en nuestra busca al mando del caballero extremeño don Alvaro de Saavedra, creo que los navíos eran tres, pero que llegara hasta nosotros sólo La Florida, pero a su paso por esa isla que puede ser la de Sanguin, aparecieron los tres desertores muy ufanos creyendo que nada se sabía de su fechoría y que eran salvos con la llegada de aquel navío que les retornaría a Castilla. No acierto a saber si esto sucedió en el viaje de ida o en el de vuelta, pero lo que sí sé es que don Alvaro de Saavedra tenía noticia de aquellos malvados a los que hizo presos, juzgó y mandó ajusticiar en la isla de Tidor. Y, después de hacerlos ahorcar, los despedazó como es costumbre en los crímenes abominables, y pocos los hay tanto como alzarse en la mar contra quienes traen su autoridad de Sus Majestades Reales.

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