Aclarado lo que fue de cada una de las naves de tan cumplida armada, volvamos a las desgracias que nos tocaba padecer en la nao capitana, y la primera de todas fue la muerte de nuestro capitán general frey García Jofre de Loaysa muy sentida, pues lo que le faltaba de buen marino lo tenía de trato afable con los que estaban bajo su mando, aunque a veces no se hiciera respetar por gente tan levantisca como suelen serlo los marineros en la mar. Según la
Relación
de Urdaneta esto sucedió el 30 de julio del 1526 y tan pronto le dimos sepultura en la mar, procedía abrir ante el Contador de Su Majestad, don Iñigo Cortés de Perea, una
Instrucción
secreta que traíamos de la cesárea Majestad de Carlos V en la que se disponía quién había de sucederle. ¿Cabía duda que éste no podía ser otro que donjuán Sebastián Elcano, segundo en el mando en vida del señor Loaysa? Cabía, puesto que Su Majestad cesárea era muy dado a conceder los cargos por nobleza de la sangre y la de donjuán Sebastián era mediana, y había capitanes de otros navíos de más alcurnia y así podía seguir el señor Elcano segundo en el mando con otro por encima de él. (Que los otros navíos estaban desaparecidos no lo sabía Su Majestad cuando redactó la
Instrucción.)
Esta
Instrucción
había de abrirse con gran solemnidad delante de toda la tripulación, a la hora del mediodía después de rezar una Salve a la Virgen María, y de buena mañana yo me hice con ella pues el Urdaneta no cabía en sí de inquietud temiendo que se pudiera hacer semejante afrenta a su principal, digo que no se le nombraba como capitán general. Poco costóme hacerme con ella porque en mi condición de escribano estaba a las órdenes del Contador de Su Majestad, caballero de avanzada edad que tenía un mal en el pecho —no el mal de encías, sino otro que decía él—, que sólo se lo curaba bebiendo a todas horas un aguardiente que cuando no lo había en el barco, se lo hacía él mismo, pues por nada le podía faltar y, por eso, yo podía entrar en su cámara sin que lo advirtiera dormido como estaba, siempre con la boca abierta y muy desaseado. Abrí la
Instrucción
y cuando me confirmé que los temores del Urdaneta eran vanos la volví a lacrar poniendo cuidado que coincidiera el sello, pero sin mucho apuro pues sabía que el Íñigo Cortés me ordenaría que la abriera yo, pues él gustaba dárselas de gran señor, servido en todo, amén del mareo que se traía con el mal del pecho y el remedio que le aplicaba.
Tan pronto hube la noticia fui a darle cuenta al Urdaneta, que se encontraba al cuido de don Juan Sebastián que ya comenzaba con el dichoso mal de las encías, pero nada hacía suponer que seguiría presto los pasos de don frey García; este mal es muy súbito y casos hay que comienza por la mañana y a la noche muerto es el desgraciado, aunque no siempre; y también otros en que comienza el mal y luego desaparece, y eso confiábamos que le pasaría a nuestro señor Elcano, vigoroso como era ya que nunca se sabía que hubiera estado enfermo. ¡Cuánta desgracia lleva esta peste, que otro nombre no merece, a los navíos! Comienza con un dolor en las encías, cosa de nada, hasta que se dan a crecer y crecer, y yo vide de sacar a un marinero tanto grosor de carne de las encías, como un dedo, y al otro día tenerlas de nuevo crecidas como si no le hubieran arrancado nada; luego se pone un dolor muy grande en el pecho y es cuando unos mueren y otros no. En la
Santa María de la Victoria,
desde que dejáramos el estrecho de Magallanes, de este mal murieron treinta hombres. Yo nunca lo he padecido, loado sea Dios.
Donjuán Sebastián se encontraba con una hinchazón en las encías, el rostro algo arrebolado como cuando se tiene calentura, pero por todo lo demás en su ser natural, y al darle yo la noticia de que ya era capitán general y el modo cómo lo había sabido, fingió un gesto de enfado con la mano, y díjome:
«Latina zimarkun!»,
que en el habla castellana quiere decir que era un latino tramposo, pero bien contento que se le veía, aunque algo se lamentó de que el nombramiento pensado para siete navíos le viniera para mandar sólo sobre uno, a lo que el Urdaneta, que se mostraba más ufano que su principal, le replicó que todavía estaba por ver si no aparecería alguna de las naos perdidas, o nos las toparíamos en la ruta de los Ladrones, mas donjuán Sebastián movió la cabeza con gesto de desánimo, y en eso acertó.
Al mediodía, como previsto, procedí en presencia del Contador Real y de toda la tripulación a la apertura de la
Instrucción
real y, como quien nada sabe, leí su contenido que fue recibido con gritos de júbilo por la marinería por el mucho amor y respeto que sentían por nuestro señor Elcano, y el artillero mayor, que era de Cetaria, dispuso por su cuenta tiros de culebrina, que mandó cesar el nuevo capitán general alegando que esa pólvora podíamos precisarla para menesteres más graves. Esto lo dijo con buenos modos, contento como se le veía y ataviado con el mejor de sus trajes, el del jubón de tafetán plateado que había de dejar en herencia al Urdaneta; luego dispuso que cada uno volviera a su quehacer que era mucho el que teníamos, no sin antes acordar que se repartiera una ración de aguardiente por cabeza, para festejar el nombramiento. El día más hermoso no podía estar, pues habíamos dejado a nuestras espaldas los fríos glaciales del estrecho y todavía no éramos entrado en los calores del Pacífico que son con mucho mejor que los fríos para los pobres marineros, pero que llegan a asfixiar.
Cuán poco pudo disfrutar don Juan Sebastián de su nombramiento, aunque algo lo disfrutó, pues mientras conservó fuerzas subía a la cubierta para dar órdenes, y fue de las veces que le vimos acariciar las amuradas, como se acaricia la piel de la mujer amada; esto lo hacía cuando salía de noche y creía que no era visto por nadie.
Cuando nos encontrábamos a un grado de la equinoccial se sintió morir y, como buen cristiano que era, hizo testamento muy sentido ante don Íñigo Cortés de Perea, sirviéndole yo de amanuense, y el Urdaneta, entre otros, de testigo. Fue de llorar ver el cuidado que ponía para todo lo que atañía a su alma, invocando la preciosa sangre de Cristo en la Cruz y la intercesión de la Santísima Virgen María para que cuidara de él en aquel trance, mostrándose muy compungido por no haber podido desposar a la María Dernialde a la que dejaba una manda de cien ducados de oro, más otras rentas que le debía el emperador, parte de las cuales debían emplearse en misas por su alma diciendo dónde habían de celebrarse éstas, a saber, en la iglesia de San Salvador, en la de la Magdalena y en la de San Sebastián, todas de Zumaia, y quería que las oficiara un hermano que tenía sacerdote, de nombre don Domingo, por el que sentía gran devoción y, en ocasiones, solía decir que había acertado mejor que él en el camino que había tomado. Luego venían otras mandas y al Urdaneta, además del traje de tafetán, le dejó una arroba de aceite que guardaba en su cámara y treinta y tres quesos. Oyéndole hablar así, era de ver cómo lloraba el Urdaneta viendo que se le moría quien había sido para él más que un padre.
Al otro día la calentura no le dejaba estar y deliraba con cosas de la mar, y otras veces con los amores de su juventud, y cuando recobraba el juicio se lamentaba una y otra vez «¡Ay, ay, ay! ¿Qué ha sido de mi vida?», y por el modo en que lo decía parece que se le daba poco de las hazañas tan cumplidas que había acometido, tal como la de ser el primero que diera la vuelta al mundo, y se dolía del desperdicio de su vida pasada. El Urdaneta, que no se apartaba de él ni de día ni de noche, le consolaba y le recordaba cuán gran capitán había sido y cuántos caminos nuevos había abierto para otros en la mar, a lo que el moribundo negaba con la cabeza y seguía con sus lamentaciones. A lo último se quedó muy sosegado y, según la
Relación
de Urdaneta, entregó su alma a Dios el día 6 de agosto del 1526, festividad de Justo y Pastor, hermanos mártires en la ciudad de Alcalá de Henares. Le dimos sepultura en la mar que tanto había amado, esta vez también con disparos de culebrina.
EN IA RUTA DE LAS MOLUGAS, A TRAVÉS DE FILIPINAS.
Si el Urdaneta había perdido un padre el resto de la tripulación no nos sentíamos menos huérfanos temiendo qué había de ser de una nave a su suerte en medio de un mar desconocido, sin nadie que supiera gobernarla o, a lo menos, sin el acierto del que diera muestras tan gran navegante. Milagro grande fue que resultara elegido capitán, no porque viniera como tal en la
Instrucción
secreta, sino porque así lo determinaron algunos, un tal Toribio Alonso de Salazar, que el único mérito que había hecho fuera el oponerse al almirante don frey García Jofre de Loaysa y por tal razón venía arrestado en la nao capitana. Ni tan siquiera soy a recordar si el Alonso de Salazar era del norte o del sur, o de noble cuna o plebeyo, si de Vizcaya o de Extremadura, pero acertó a llevarnos a donde debíamos ir y luego murió, cosa de un mes después de que falleciera don Juan Sebastián por lo que los marineros supersticiosos decían que traía mala suerte ser capitán de la
Santa María de la Victoria,
pero no todos eran del mismo parecer y prueba de ello es el alboroto que hubo para sucederle en el mando, como se verá más por menudo.
Donde debíamos ir era a la isla de los Ladrones pues bien nos tenía dicho el señor Elcano que era la primera con la que nos toparíamos, y que en llegando a ella se acabarían nuestras penas, digo de hambres y miserias, pues después de esa isla se sucedían unas tras de otras, y en todas hallaríamos sobrada munición de boca y de beber cuanto quisiéramos, no sólo de agua, sino también un vino que los salvajes sacan de la palma y que en bebiéndolo con medida sana muchos males. Decía que ese vino, con unos frutos que echan en él, hasta cura el mal de las encías, mas por desgracia no lo teníamos cuando la muerte llamó a su puerta.
Tuvo la suerte el Toribio Alonso de Salazar de contar con un piloto muy conocedor de distintos mares, que éste sí era de nuestra tierra, de Motrico, el nombre no lo recuerdo, y que llevó la nave con gran soltura hasta divisar por el norte una isla cubierta de un verdor que alegraba los ojos, y todos nos prometíamos miles de delicias, cuando el Urdaneta advirtió que no era la isla de los Ladrones, y que no podríamos desembarcar en ella. No era de creer lo que decía y el piloto lo tentó varias veces sin conseguirlo, pues ni la sonda daba con el fondo, ni la corriente contraria lo permitía. Alonso de Salazar, muy admirado preguntóle al Urdaneta, que por qué sabía lo que iba a suceder, y éste le replicó que ya lo había advertido el señor Elcano, digo que nuestro llorado don
Juan Sebastián lo habría dicho en más de una ocasión, pero el ùnico que se quedó con la copla fue el Urdaneta, que cuando oía algo referido a la mar ya nunca lo olvidaba; desde ese día los que sucedieron en el mando a don Toribio Alonso, tenían en mucho lo que dijera el Urdaneta, aunque no siempre pues seguía siendo muy mozo, que según mis cuentas estaba para cumplir los veinte años. Pronto tuvo ocasión de ser oído otra vez por lo que se verá.
Dejamos con pena aquella isla que tan próspera como inaccesible se mostraba, sería finales del mes de agosto, cuando a primeros de septiembre dimos por fin con la isla de los Ladrones y no cabíamos en sí de gozo considerando nuestras vidas salvadas, ignorantes de las penas que todavía nos tocaba de padecer por más de diez años, confío que sus Majestades Reales tengan en cuenta el tan gran servicio que prestamos a la Corona de Castilla en aquellas tierras durante tantos años, más luego otros servicios que se relacionarán en su momento, y así se comprenderá mejor los derechos tras los que vamos al escribir tan por menudo este memorándum
[5]
.
Presto tuvimos la certeza de que nos encontrábamos en tal isla pues fondear y vernos rodeados de canoas, todo fue uno, y en ellas venían los ladrones sobre los que ya estábamos advertidos y, sabiéndolo, nuestro capitán con buen juicio díjonos que algo nos debíamos dejar robar para hacer amistad con ellos; pusimos a su alcance espejuelos y otras baratijas de las que tanto gustan los salvajes, pero no se conformaban con eso y, muy atrevidos, tentaban de quitarnos los cuchillos y puñales que llevábamos al cinto y cuando lo conseguían se lanzaban al agua y era de ver la gracia con la que se movían en ella, hasta alcanzar sus canoas que son muy marineras y difíciles de seguir, pues aunque pequeñas tienen un contrapeso por una parte de madera gruesa, hecha a manera de una toñina, que lo llevan por barlovento amarrado de continuo, con dos palos que salen del centro de la canoa. Navegan mucho a vela, que son latinas, tejidas de estera; amuran solamente a la popa de suerte que el peso de continuo lo llevan a barlovento. Todas estas cosas admiraban mucho al Urdaneta que se dejaba robar por el gusto de verlos nadar y luego maniobrar en sus canoas.
Ahora viene un suceso que es de admirar y merece ser contado: en medio de aquel bullir de canoas y de salvajes que subían a la nao, también mujeres muy atrevidas, pero feas, oímos una voz que clamaba: «¡A la gloria de Sus Majestades Católicas, que Dios guarde muchos años, y se apiade de este pobre náufrago! Buenos días, señor capitán.» Cuando pusimos más atención acertamos a descubrir a quien así hablaba, que por las trazas no se distinguía de los otros salvajes, salvo que traía unas greñas muy largas que le alcanzaban hasta las nalgas, mientras que los nativos por tener los cabellos rizados nunca los traen así. En lo demás, ya digo, no se distinguía de los salvajes pues al igual que éstos sólo se cubría con un trapo las vergüenzas, y el resto iba desnudo. Las mujeres sólo se sirven de un faldellín, más no todas. Nuestro capitán le demandó: «¿Quién sois vos?» «Un náufrago, señor capitán» fue la respuesta. Esta conversación la tenía desde una canoa servida por unos indígenas, y por nada quería acercarse a nuestro navío, y pronto supimos la razón, pues el Hernando de Bustamante, el que primero fue barbero y luego cirujano y había hecho la primera travesía con el señor Elcano, clamó: «¿Cómo náufrago? Vuesa merced iba en el
Trinidad,
y si estáis acá bien claro es porque desertasteis.»
Esta cuestión nos llevó alevín tiempo pues el hombre, en medio de llantos, admitió ser Gonzalo de Vigo, natural de la ciudad de su nombre, y cierto que había sido tripulante en la
Trinidad,
y que si desertó fue por causas mayores como estaba dispuesto a explicar al señor capitán si se le daba el seguro real de que no había de pasarle nada. El Hernando de Bustamante, como muy torpe que era y con muchas ínfulas de saber las leyes de la mar por haber navegado a las órdenes del señor Magallanes, dijo que procedía tomarle preso y después ahorcarlo porque así lo mandaba la ley como escarmiento para que otros no hicieran lo mismo. El tal Gonzalo de Vigo, que oía lo que se hablaba, dijo que si ése era el parecer de algunos, se volvería por donde había venido y que nunca daríamos con él, pero que sería gran pérdida para la nao por las muchas cosas que sabía de las costumbres de los salvajes, entre los que llevaba viviendo tres años, entre otras el habla de la que se valían los de aquella isla, y las islas vecinas bien conocidas por él. Entonces intervino el Andrés de Urdaneta para decir que el señor Elcano le tenía dicho que cuando en aquella primera expedición se quedaron sólo con dos navíos, sobraban tripulantes a la hora de manejarlos y, sobre todo, de comer, y no veía con malos ojos que algunos se quedaran en las islas por aliviar la fatiga de tener que dar de comer a tanta gente. El Alonso de Salazar, que en el poco tiempo que le tuvimos entre nosotros dio muestras de buen juicio como capitán, mandó callar al Hernando de Bustamante que seguía con el pío de que habían de ahorcarle, y le prometió al Gonzalo de Vigo el seguro real, pero éste no se avino a subir a nuestra nao hasta que lo pusimos por escrito, en un pliego que llevaba el sello del Contador de Su Majestad y la firma del capitán. Fue acierto y de los grandes pues de mucho nos sirvió su habla malaya para entendernos con tantos salvajes como pululan por aquellas islas.