Las islas de la felicidad (21 page)

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Authors: José Luis Olaizola

Tags: #Aventuras, Histórico

BOOK: Las islas de la felicidad
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Al fin consintió el Hernando de la Torre en no quitarme la vida, mas dijo que alguna pena había de pagar por el mal tan grande de haber amontonado aquel tesoro contra la prohibición de mercar con oro, con merma de los derechos de Su Majestad, y a lo primero dijo que el castigo sería la pérdida del brazo derecho. «¿Cómo el brazo derecho? —clamó el Urdaneta— ¿No sabéis, acaso, que es el mejor escopetero de mi compañía y en cuántas ocasiones me ha salvado la vida por la gracia que se da en manejar el arcabuz? ¿De qué me serviría sin el brazo más útil para disparar?» A continuación se pusieron a discutir qué parte de mi cuerpo era la menos necesaria para el arte de tirar, y después de no pocos forcejeos, sobre si ésta o aquélla, se quedó conforme en que fuera un dedo del pie, y yo elegí el que está en medio del pie izquierdo, y así lo hizo el verdugo, que era también el barbero. Al principio cojeaba, mas pasado un tiempo ni me acordaba que allí tuve un dedo.

¡Urdaneta, Urdaneta! ¡El mejor de los amigos que podía tener un hombre!

Por fin, sería noviembre del 1528, estaba la
Florida
bien carenada y por verla zarpar todos nos arracimamos en la ensenada con no poca esperanza, pues don Alvaro de Saavedra nos tenía jurado que tan pronto llegara a la Nueva España le daría cuenta al señor Hernán Cortés de nuestra existencia y este gran capitán, que había demostrado ser invencible frente a los aztecas, nos mandaría una escuadra con tantos navíos que no sabríamos lo que hacer con ellos. Ítem, tan cierto estábamos de que había de llegar, que mandamos cartas para el emperador Carlos V, en las que nuestro capitán general le rogaba que se acordara Su Real Majestad de estos vasallos que le servían noche y día, arriesgando sus personas en todas las horas y momentos, por sustentar y defender estas islas en servicio suyo, y le daba razón que de cinco reyes que había en el Moluco, a tres los sustentábamos nosotros, y que en cuanto a los portugueses, pese a ser muy poderosos, con navíos y fortalezas de cal y canto, con gente doblada que la nuestra, allá los teníamos sujetos, y nosotros seguíamos acá.

Esto lo conozco muy por menudo pues siendo el de más letras que quedaba en la escuadra, el Hernando de la Torre me tomó por su escribano (los otros que ocuparan el cargo eran muertos) y él me dictaba y si alguna

cosa no me parecía bien, se lo decía, y luego se la arreglaba. En esto el Hernando de la Torre era muy por derecho, y se le daba poco de las fechorías que yo hiciera, para requerir mis servicios cuando los precisaba; y yo se los prestaba con gusto, agradecido como estaba a que hubiera mostrado su conformidad a que se me cortara sólo un dedo del pie.

De la
Florida
se podría contar largo, pues fueron muchas las aventuras que padeció, mas ¿qué navíos no padecen sinsabores, digo sus tripulantes, navegando por aguas tan alborotadas como son aquéllas? Sólo diré lo que interesa en orden al tornaviaje del Moluco a la Nueva España, y que justifica esta
Relación
tan por extenso, dirigida a Su Majestad Ilustrísima para que quede constancia del tornaviaje que, pasados los años, hizo fray Andrés de Urdaneta, y la parte que le tocó a mi humilde persona, como su mandado que era, y los derechos que de todo ello se siguen
[9]
.

Zarpó la
Florida
con salvas de lombarda, a las que nosotros respondimos con otras tantas, más flamear de banderolas, y ahora vengo a discurrir de esta suerte: desde que partiéramos de La Coruña años atrás siempre había tentado de salirme de la escuadra, primero en las islas Canarias, y luego en otras ocasiones, la última de ellas en aquel navío que partía tan airoso, y en todas ellas mis intenciones salieron torcidas por merced de la Divina Providencia, pues presto se verá la suerte que corrió esta nave. Otra consideración que me hago desde la madurez de mis años es que en aquella nao había de partir yo con un tesoro como no lo había igual en todo el Moluco (digo, salvado el que correspondía por derecho a Su Majestad Católica), y no sólo no partía, sino que me quedaba en tierra y con un dedo de menos y, sin embargo, con el corazón brincando de gozo pues tenía conmigo lo que más valía, mi propia vida, y la dicha de ver amanecer cada día, y ponerse el sol, y disfrutar del comer y del beber, y del canto de las aves, y del aroma de la floresta, y de otras cosas quizá no tan lícitas, pero que en mucho se las tiene cuando se ha estado a punto de perderlas para siempre. ¿Qué tendrá la vida que en tanto la tenemos? ¿Por qué hasta el más humilde de los salvajes pone tanto de su parte para que no se la quitemos? Y lo mismo puede decirse de los animales, que hasta el más insignificante de los insectos sea un mosquito o una hormiga, así que teme que los vamos a pisar, bien que procura que no lo hagamos. Y hasta las flores y otras plantas, cuando están en plena lozanía, parece que se duelen si las arrancamos de la mata que las sustenta. Estas y otras parecidas cuestiones discurría con fray Antonio (el Urdaneta era menos dado a estas filosofías), y el buen fraile decíame que todos éramos criaturas de Dios y por eso teníamos en tanto el don de la vida que habíamos recibido de Él, así fuéramos hombres, animales o plantas, y que por tanto habíamos de cuidar de no quitársela a nadie salvo caso de necesidad. Esto lo decía porque ni él ni fray Francisco se mostraban conformes con el modo que teníamos de terminar las batallas, arremetiendo contra el enemigo por la espalda cuando huía, ni tampoco que en este menester nos sirviéramos de las lombardas, pues decían ser doctrina de la Iglesia que la artillería sólo debía emplearse para derribar muros o castillos, no contra las personas, a lo que nuestros capitanes asentían, mas luego no hacían.

Digo, que desde que me vi con la soga al cuello, en todo cambió mi vida y ya nunca más volví a tomar un naipe, a no ser a modo de distracción, mas no para afanar dineros, y en cuanto a la codicia, me despedí de ella con verdadero alivio, me refiero a la de amontonar oro o plata, lo que no impide que tome la parte que me pueda corresponder en tantas aventuras como en las que he estado metido por el mundo adelante, no para amontonarlas sino para gastarlas en provecho de las personas que de mi persona dependen, conforme con lo que dice el Santo Evangelio de que el jornalero merece su salario.

Partió la
Florida
y en nada sentí el no ir en él, y menos aun cuando a los pocos meses estaba de vuelta, tan maltrecho, que venía comido por el gusano, haciendo mucho agua, y aunque le echamos un aforro de tablas por de fuera en el costado, con su betume, de poco habría de servirle. (Mucho nos pesó que la nao no hubiera alcanzado la Nueva España, y con ello la esperanza de que habían de llegarnos las naves del señor Cortés, y yo además mucho lamenté que no viniera en la nao el Azpiazu que, como queda dicho, había muerto del mal de siempre, aunque con gran oportunidad pues de haberse quedado con la parte del tesoro que ya estaba en la nao, como yo le brindé, de poco le hubiera valido y, por contra, de mucho le habrá servido de cara al Supremo Hacedor la acción tan noble que hizo por ver de salvar mi vida. Dios lo tenga en su gloria.)

Partió de nuevo la
Florida,
esto sería ya en el 1529 bien entrado, y tanto don Hernando de la Torre como Urdaneta le decían que con nave tan mal aparejada más le valiera irse por la ruta de los portugueses, esto es, por el cabo de Buena Esperanza, el que está al sur de África, mas el Álvaro de Saavedra muy terne, como suelen serlo todos los que se dicen nacidos de noble cuna, replicó: «¿No se dan cuenta vuesas mercedes, cuánto conviene para el buen gobierno de estas islas que podamos unirnos a Castilla por la ruta más corta, sin dar vuelta a la mitad del mundo?» Razón no le faltaba, pero sí aparejo para llevarlo a cabo, amén de salud y decisión, y cuando alcanzaron la latitud de los 26° falleció el Álvaro de Saavedra cuentan que muy entero, pues sabiéndose morir llamó a sus oficiales y díjoles que navegasen hasta el grado 30 y que si allí no encontraban vientos de favor para continuar hacia la Nueva España, que se tornasen al Moluco. Sucedióle en el mando Pedro Laso, que alcanzó los 31° para morir él también, ocho días después que don Alvaro, pues cuando el mal de las encías entra en un navío no se conforma con sólo uno. Otros también fueron muriendo, y a la postre hubo de hacerse cargo de la nao el piloto Macías del Poyo, que no tuvo valor para continuar, y se retornó al Moluco, pasando por los Ladrones con tantas penalidades, que los que llegaron a nuestro real lo hicieron tan enfermos, que no creo recordar que ninguno sobreviviera; de eso me libré yo por la gracia de Dios.

Éste fue el fracaso del primer tornaviaje, que nos sumió en el más grande de los desalientos, pues perdíamos toda esperanza de que nos llegaran naves de la Nueva España. Mas no había de ser vana la terquedad del Álvaro de Saavedra, pues el Urdaneta bien que cuidó de hablar con los supervivientes de la
Rorida
—digo, mientras vivieron— y preguntarles la latitud que habían alcanzado, y cómo eran las corrientes y los vientos por aquella parte, y hasta cómo era el color de las nubes, y cómo amanecía y cómo se ponía el sol, y de todo ello tomaba nota, y por fin determinó: «Ya sabemos cómo no se puede ir a México por esa trocha.» Tengo para mí que desde ese día supo cómo se podía retornar a las Indias sin bajar por el cabo de Buena Esperanza, pero nadie le preguntó por ello, y habían de pasar años sin que pusiera por obra su ciencia.

Capítulo 10

DE VUELTA A CASTILLA POR EL OCEANO ÍNDICO.

Pasaron años y poco hay que contar salvado lo de las guerras que nos traíamos con los portugueses, mas no todos, pues el Hernando de Bustamante, el que tanto se jactaba de haber hecho la primera vuelta al mundo con don Juan Sebastián Elcano, se pasó a los portugueses con gran bagaje de cosas nuestras, digo del tesoro de Su Majestad, y de la hacienda de los pobres marineros; con él se pasaron seis más, todos paniaguados suyos. «Bendita la hora —clamó el Urdaneta—, tanto como había deseado hacer eso (lo de traicionarnos), y por fin lo hizo.» Urdaneta había sido muy contrario al Bustamante, y siempre se había opuesto a que se hiciera con el mando de la escuadra. Del Urdaneta se llevó toda la hacienda, que sin ser mucha algo era, mas la dio por bien perdida con tal de no ver más al traidor y a su corte de paniaguados.

La satisfacción del Urdaneta no era compartida con los que nos quedábamos para defender los derechos de Su Majestad Católica en aquellas lejanas tierras, pues echamos las cuentas y no pasábamos de veinte, que seríamos como una gota de agua en el mar, si no fuera por la maña que algunos se habían dado en hacer que muchos nativos se sintieran como si fueran súbditos fidelísimos del emperador. En esto bien que nos ayudó Fernando el Gapi, el indígena que se desposó con Isabel la Tagina, pues otros salvajes veían el trato que le dábamos de caballero, consintiendo que vistiera como tal, y no fueron pocos los que querían ser como él. Y el Gapi, ufano como estaba, les decía que todo eran ventajas en ser súbditos de Su Majestad Católica, y también les decía que para eso debían cristianarse, y a los frailes agustinos no les parecía mal que les hablara de Cristo y de la hermosura de nuestra religión, mas no por eso se avenían a bautizarles sin más fundamento. El caso es que ya teníamos compañías formadas sólo por indígenas, con sus tenientes o capitanes, y de remeros no se diga.

En éstas andábamos cuando se produjo una noticia que no es de creer. El gobernador Meneses había dado tales muestras de crueldad, que ponían espanto hasta en quienes también nos servimos de ella, Dios se apiade de nuestras almas. En cierta ocasión, creo que algo ya se ha dicho, hizo comer puerco por castigo a un indígena de los que eran musulmanes, y fue tanta la indignación que produjo entre los de su religión, que se concertaron no sólo los de Gilolo, sino también los de Terrenate, en darle muerte; mas advertido a tiempo el Meneses, les tomó por la mano e hizo prisionero al joven rey de Terrenate, a su regente (el rey era niño o adolescente, de eso no estoy seguro), y a todos los notables, y los sometió a tormento hasta que al fin confesaron el plan que se traían, conseguido lo cual los degolló con grandes extremos de crueldad, de sacarles las entrañas cuando todavía estaban con vida, y otras maldades. Sería por esta torpeza u otras semejantes, que las hizo muchas, el caso es que debió de llegar noticia de ello a la India, que es donde los portugueses tienen su virrey para todo el Oriente, y en una armada de tres navíos se vino el almirante don Gonzalo de Pereira a Terrenate para sustituir al Meneses, lo cual en algo apaciguó a los indígenas que andaban por los montes de adentro de la isla, huidos, pero muy alborotados en no consentir tales desmanes. Como se verá, de poco sirvió este cambio, pues fue salir de Málaga para entrar en Malagón.

Cuando esta noticia llegó a nuestro real, con muy buenas palabras del Gonzalo de Pereira, dispuso nuestro capitán que el Urdaneta con su tropilla nos fuéramos a Terrenate en misión de paz, por ver lo que había de decirnos el almirante portugués, y lo que nos dijo nos dejó sin habla: que Su Majestad Católica había cedido sus derechos, cualesquiera que fueran éstos, sobre el Moluco, al serenísimo rey de Portugal por precio de trescientos cincuenta mil ducados. A continuación, fingiendo ser amable, pero con el aire altanero, díjonos que siendo esto así podíamos pasarnos a Terrenate donde nos sería hecha mucha honra por el valor mostrado en aquellos años, y que también nos harían mercedes. A lo que el Urdaneta, muy pálido, pero entero, replicóle: «La primera merced que demandamos de Su Excelencia es que nos muestre la
Provisión
que disponga que debemos entregar la tierra con tanto dolor conseguida.» A lo que el almirante contestó que no la traía por parecerle que no sería necesario, aunque el virrey de la India la tenía. Y el Urdaneta muy firme, díjole: «¿Y qué hace allá, cuando la porfía la tenemos acá?»

Urdaneta, y los demás con él, nos mostrábamos muy firmes por de fuera, mas por dentro bien nos temíamos que eran ciertas las palabras del nuevo gobernador portugués, y que mientras nosotros peleábamos en el Moluco por ganar una isla para la Corona, la Corona decidía en Europa que más valían trescientos cincuenta mil ducados en mano para atender a la guerra que mantenía con otros enemigos de Castilla que en esta ocasión fue, según supimos luego, para un pique de fronteras que se traía con los de Nápoles.

Don Gonzalo de Pereira mucho se dolió de que se dudara de sus palabras, mas hizo un esfuerzo por disimular su ira —colérico podía ser mucho, como se verá— y díjole al Urdaneta que se pensara bien en lo que hacía, a lo que éste le contestó que se lo pensaría en unión de su capitán general don Hernando de la Torre. Todo esto lo dijo con mucha prosopopeya para que se entendiera que nosotros también éramos un ejército muy cumplido, con sus jerarquías.

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