Las islas de la felicidad (25 page)

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Authors: José Luis Olaizola

Tags: #Aventuras, Histórico

BOOK: Las islas de la felicidad
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Luego hubo más cartas y en ellas se mostraba sumiso el Urdaneta a lo que dispusiera Su Majestad, aunque no del todo como se verá. Mas esta carta primera fue la más principal y la que fray Urdaneta tenía siempre cabe sí, en su mesa de trabajo, y hasta en el pobre lecho en el que dormía para que no olvidara lo que Su Majestad esperaba de él. La preparación del viaje llevó largo tiempo y en ello mucho tuvo que ver un escrúpulo de conciencia que traía a mal traer al Urdaneta, ya que la
Instrucción
de Su Majestad disponía que las naos habían de dirigirse a las islas Filipinas y éstas, según las decisiones de Su Santidad el papa Alejandro VI sobre división del mundo entre portugueses y castellanos, más la cesión de derechos que hiciera el emperador Carlos V sobre el Moluco, caían de la parte de los portugueses, y allá no podían desembarcar naos españolas. Esto con gran determinación se lo hizo saber fray Urdaneta a Su Majestad y sobre este punto se cruzaron cartas y al fin se resolvió que la Armada sólo tocaría las islas Filipinas —que todavía no eran nombradas así— a fin de rescatar españoles que hubieran quedado de otras expediciones y que, de estar esclavos, tratarían de comprarlos y a sus hijos si los hubieran, para que no se perdieran sus almas. Y que luego irían a la isla de Nueva Guinea de donde se iniciaría el tornaviaje.

Desde tal fecha estuvo fray Urdaneta con permiso de sus superiores, atento a la preparación del viaje tanto en lo que atañía a la construcción de las naves, y a cómo debían ser éstas, y a quiénes debían mandarlas, y cuáles los bastimentos que precisaban, y todo con gran detalle pues bien sabía lo mucho que iba en vida de personas acertar hasta en lo más menudo, y no daba lo mismo que cada nao llevara un batel o llevara dos, o que la sentina fuera de una forma o de otra, pues allá iba la munición de boca a la postre más necesaria que aquella otra de la que se servían las lombardas.

En lo que hace al mando de la armada mucho porfió y a la postre consiguió que fuera nombrado por su almirante a don Miguel López de Legazpi, de la casa de Lezcano, nacido en tierras de Guipúzcoa, con no poco descontento de los que le eran adversos y de los que hacía cabeza un tal que por haber sido piloto en la escuadra de Villalobos creía saber todo sobre la mar del Sur, cuando lo único que sabía era de fracasos. Este Carrión se atrevió a escribir a Su Majestad diciendo que el López de Legazpi era harto viejo para tal empresa, cumplidos que había los cincuenta años, y que si iba de almirante era por ser paniaguado del fraile Urdaneta. ¿Cuándo se ha visto semejante desvergüenza en quien tan pocos títulos ostentaba para dirigirse a Su Majestad el rey? Cierto que el López de Legazpi no andaba corto de años, mas sí sobrado de generosidad pues siendo hombre rico puso toda su hacienda al servicio de aquella expedición a las Filipinas, y sin esos dineros a saber si hubiéramos partido. Ítem, de religiosidad no podía ser más, y de seriedad otro tanto. Cierto también que andaba corto de conocimientos de navegación, mas para eso estaba el Urdaneta. ¿Se puede decir, por eso, que fuera su paniaguado? El Urdaneta, como sacerdote del Señor que era, decía tener abierto su corazón a todos los hombres, cualesquiera que fuera su raza, y no mentía en ello, mas a la hora de elegir se inclinaba por los de nuestra tierra, aunque mucho asegurara que también quería a los de otras; con este don Miguel López de Legazpi a veces se entendía en euskera y eso parece que le daba confianza.

Contrariedades para que partiera esta armada hubo sobradas, y a veces parecía que todo quedaría en agua de borrajas, y entonces fray Urdaneta se retornaba a su convento y a sus rezos del coro, como si no pasara nada, mas yo advertía que había perdido el sosiego de antes, como si la mar le hubiera vuelto a prender en sus redes de las que no lograba desasirse, aunque procurase disimularlo. Y la mayor de la contrariedad sucedió cuando estando todo presto para zarpar se nos viene a morir nuestro virrey, el excelentísimo señor don Luis de Velasco, el que más empeño había puesto en aquella hazaña. Primero le dio un vahído y se quedó sin habla, y cuando la recobró, mandó llamar a fray Urdaneta quien acudió solícito para atender a un alma que se marchaba de este mundo. Mas con no poco asombro del Urdaneta, le hizo jurar que por nada habían de suspender la expedición a las Filipinas y que su muerte no había de servir de excusa para demorar lo que ya llevaba demasiada demora. «¿Cómo así, mi señor virrey, que estáis en trance de emprender el viaje que en verdad importa a cada hombre y vuesa señoría piensa en otros viajes que son cosa de nada comparado con el de la eternidad?» A lo que el señor virrey respondió que emprendería más conforme el viaje a la eternidad, si estaba cierto que el otro también se había de hacer. Así se lo prometió el Urdaneta y aunque en algo se demoró, por fin la Real Audiencia de México autorizó que zarpáramos, lo que tuvo lugar el 21 de noviembre de 1564, festividad de San Gelasio, pontífice máximo, y protector de todos los desheredados de la Tierra.

Esto sucedía como queda dicho, en el mes de noviembre, y estábamos en octubre y yo no sabía todavía que había de emprender aquel nuevo viaje ni se me pasaba por mientes, pues sobrado andaba de hazañas con las que padecía años ha, y estaba muy conforme con mi quehacer de oficial mayor de la región de Ávalos y con miras a medrar, ya que muerto su señor tío, el virrey Velasco, a saber si su sobrino duraría en el cargo de corregidor y si no sería la ocasión de que mi persona accediera a él; andaba muy atento a la preparación de la Armada por el mucho cariño que le guardaba al Urdaneta, mas no menos a lo que sucediera en la sucesión en la región de Ávalos. Y lo que sucedió fue lo siguiente: que en vísperas de esa partida, cosa de quince días, una tarde que paseábamos por el campo, que se mostraba muy florido como suele estarlo en el otoño de aquella tierra (que no es igual que el otoño de la nuestra), díjome fray Urdaneta que no se hacía a la idea de volver a lugares tan queridos para nosotros, aunque no poco padeciéramos en ellos, sin la compañía de mi persona. «¿Cómo así, reverendo Padre? —repliqué— ¿Acaso en esta nueva aventura vais a precisar, también, de un escopetero?» A lo que me contestó: «Dios me libre de tales violencias, que bastantes cometimos entonces. De lo que voy a precisar es de un amigo.» «¿Un amigo? —le dije— ¿Por fortuna no los tenéis sobrados?» «Digo un amigo que sepa bien aconsejarme», y de seguido comenzó a relatarme cuántas veces había salido con bien gracias a los consejos que yo le diera, tal cuando el Carquizano le condenó a muerte y él quería ir al fortín a defender su honor, y yo dejé lo de defender su honor, para más adelante, y con la mecha del arcabuz prendida mandé cambiar el rumbo de la nao; éstas y otras me relato, de las que yo no conservaba memoria, pues de las que guardaba era de las ocasiones en las que el Urdaneta me sacó a mí de aprietos, que creo que ya han quedado relatadas. Con este motivo ambos nos pusimos muy tiernos y por echarlo a broma dijimos lo de la soga tras el caldero y que a saber quién sería la soga, quién el caldero.

Al otro día me topé con el señor presidente de la Real Audiencia, que hacía las veces de virrey (y acabó siéndolo), quien me dijo en cuánto tendría fray Urdaneta el llevar consigo un contador con sobrada experiencia, como era la que yo poseía, a lo que yo replíquele: «¿Y cree Vuestra Excelencia que la región de Ávalos puede quedarse sin su oficial mayor?» «Creo que puede —respondióme— y quizá a vuestro regreso os encontréis con una sorpresa que será de vuestro agrado.» Como esa sorpresa sólo podía ser la que en justicia merecía después de tantos años de servicio, accedí como no podía ser por menos. Este presidente, al igual que su predecesor, era de los que tenía en mucho el tornaviaje pues sabía cuánto le convenía a la villa de México ser la capital de Castilla en aquellas Indias.

Cuando le dije al Urdaneta que me embarcaba en la nao capitana, como su contador, me tomó en sus brazos, muy amoroso, y díjome que no tuviera cuidado, que no iba a ser como la otra vez, pues en esta ocasión sabía lo que había de hacerse para volver con bien.

Capítulo 12

EL TORNAVIAJE.

Zarpamos del puerto de la Navidad y la escuadra la componían cuatro navíos de toneles como nunca se había visto cosa igual, ya que sólo la capitana, la
San Pedro,
desplazaba quinientos, la siguiente, la
San Pablo,
cuatrocientos, y luego venían dos pataches, uno mayor y otro menor, de ochenta y cuarenta toneles, mas una fragatill
que llevaba la capitana y en la que había puesto mucho empeño el Urdaneta pues sabía de cuánto servían cuando se llegaba a islas cuyo calado se desconocía.

Después de cinco días de navegar en bonanza se presentó una tormenta que pudo dar al traste con la expedición, mas no fue de elementos de natura exterior, sino humanos por el engaño que padeció fray Urdaneta y con él, los cinco religiosos de su Orden que venían con nosotros para evangelizar. Fue de esta manera: nos reunió el general López de Legazpi en una pieza que había cabe su cámara para informarnos que había recibido una
Instrucción secreta
de la Real Audiencia, que sólo debía abrirla cuando la nao capitana se encontrara como a cien millas del puerto de Navidad, y que era llegado el momento de dar cumplimiento a dicha orden. La
Instrucción
venía bien sellada y lacrada, y a mí, en mi condición de contador, me correspondió romper los lacres, estando presentes, que yo recuerde, el alférez mayor, el alguacil, pilotos, fray Urdaneta y los cinco religiosos de su compañía. Abierta la plica procedí a su lectura, y ésta pocas dudas dejaba, pues bien claro nos mandaba la Audiencia que nuestra derrota había de ser derecha a las Filipinas que, por estar dentro de la demarcación de Su Majestad, habían de ser ocupadas y conquistadas si sus indígenas se oponían a tan benéfica ocupación. ¿A quién habíamos de mirar si no era a fray Urdaneta pues bien sabíamos cuál era su parecer sobre a quién pertenecían las mencionadas islas? Al Urdaneta se le puso el rostro purpúreo, como cuando era un joven capitán, y con el tono airado dijo que de haber entendido en tierra que se había de seguir esa derrota, no hubieran venido en la jornada, por las razones que había dicho en México. El general le rogó que se sosegara y le hizo ver cuán servido sería Dios Nuestro Señor y cuán su santa fe dilatada, y cuán el aumento de la Real Corona, de seguirse la
Instrucción de
la Audiencia. Fray Urdaneta repitió lo de que se sentía burlado, mas como religiosos celosos que eran se avenían a cumplir las órdenes del general.

Luego le tomé en un aparte, por consolarle, y le hice ver que aquellas islas estaban dejadas de los portugueses, que no mostraban ningún interés por ellas, ciegos como andaban con el negocio de las especias en el Moluco, y que si la Real Audiencia había determinado tal, era porque bien sabía cuánto las deseaba Su Majestad el rey Felipe. (Por eso al poco de ocuparlas se las nombró como Filipinas, nombre por el que son conocidas desde entonces.) A lo que el Urdaneta me replicó que si los gobernantes no respetaban los conciertos, ni se avenían a lo que disponían los que eran más que ellos, luego venían las guerras con tanto daño para las personas y para las almas, por las muchas atrocidades que se hacían en ellas, y que trajera a mi memoria las que cometimos unos y otros en la del Moluco, de infausto recuerdo. Fray Urdaneta hasta el día de su muerte manifestó que las Filipinas pertenecían a Portugal, mas se avino a lo que disponían los que traían su poder de la Corona y consintió que cuatro de los agustinos que venían con él se quedaran a evangelizar aquellas tierras, pues entendía que los pobres paganos no tenían culpa de las querellas que se trajeran los poderosos.

Algo que diera de reír, si no fuera por el daño que podíamos haber tenido fue cuando estábamos por llegar a la isla de los Ladrones, bien conocida por nosotros, y los pilotos se empeñaron en que eran las Filipinas o, aún peor, que habíamos rebasado tales islas y que debíamos de retornarnos. ¿Qué hubiera sido de la escuadra de haber aceptado tamaño error, estando como estábamos a más de quinientas leguas de las Filipinas? Hubiéramos ido volteando de isla en isla, sin encontrar lo que buscábamos y todo hubiera terminado en descalabro, tal como había ocurrido a otras escuadras que nos precedieron. Por fortuna allá estaba fray Urdaneta para enmendar el error, aunque no poco le costó hacer entrar en razón a pilotos tan torpes.

El Urdaneta, mientras la navegación marchaba a buen viento o entraba en calmas pacíficas, para nada intervenía en el gobierno de los navíos, sino que muy retirado con sus frailes en una cámara que les habían reservado para ellos, parecía que seguían viviendo en el convento con sus rezos, sus cantos de coro, y sus misas, a las que no faltaba nuestro almirante, y luego al mediodía salían a rezar una antífona a nuestra Madre de los Cielos, y ésta lo coreaba toda la marinería, con las cabezas destocadas. Mas cuando oyó clamar que ya estábamos en las Filipinas salió de su convento para decir que, según sus cuentas, no podía ser tal, y los pilotos se reían pensando que había perdido el juicio. Y el general López de Legazpi, como lego que era en navegación, no sabía a qué atenerse, hasta que los gavieros, al tiempo que anunciaban tierra a la vista, decían que se acercaban unos navíos a vela, y el Urdaneta les preguntó que cómo eran tales velas, a lo que los de las gavias respondieron que latinas, y entonces el Urdaneta con no poca autoridad dijo, dirigiéndose al general: «Tenga por cierto Su Excelencia, que si son latinas y por estos pagos.

Sólo pueden ser de la de Los ladrones, y presto lo comprobaremos por la rapacidad de la que darán muestras.» Así fue, pues los de aquellas islas seguían tan ladrones como siempre y pronto nos vimos rodeados por sus piraguas y paraos, y tuvimos que hacer, como la otra vez, disparos de lombardas para alejarlos; pese a ello nuestro general tomó posesión de la isla aunque no llegamos a desembarcar y los bastimentos que precisábamos los tomamos de las piraguas dándoles abalorios y cuchillos a cambio.

Quede claro que si no llega a ser por la lumbre que tenía el Urdaneta, aquel error tan torpe hubiera sido el fin de la Armada, y desde aquel día los pilotos no se atrevían a disentir de lo que dijera el fraile y así poco a poco, entre aquel dédalo de islas, alcanzamos las Filipinas, siempre con el apuro de aprovisionarnos, y en ese menester mucho se tuvo que afanar fray Urdaneta pues al ser el que mejor manejaba el habla malaya debía entenderse con los que pretendíamos hacer trueque y no siempre lo conseguíamos, pues los indígenas, cuando veían acercarse un navío de quinientos toneles temían que había de ser para darles muerte a todos y presto corrían a esconderse en sus selvas. En este negocio se dio mucha buena maña el López de Legazpi, pues todo lo que tenía de corto para la navegación, lo tenía de largo para determinar lo que convenía hacer en cada ocasión, y en muchas acertó. Y, por eso, también acertó fray Urdaneta cuando le propusiera como almirante de la Armada.

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