Las llanuras del tránsito (100 page)

BOOK: Las llanuras del tránsito
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–No me extraña que parezca tan desgraciada y temerosa –dijo Ayla.

–También yo soy responsable –dijo S’Armuna, y palideció intensamente al decir estas palabras.

–¡Tú! ¿Qué tenías contra esos jóvenes? –preguntó Jondalar.

–Nada en absoluto. El hijo de Attaroa era mi ayudante, casi como mi propio hijo. Lo siento por Cavoa, me duele por ella, pero creo que soy tan culpable como si yo misma les hubiera envenenado. Soy responsable de esas muertes porque, de no haber sido por mí, Attaroa no habría sabido dónde conseguir el veneno, ni cómo usarlo.

Ambos vieron que la mujer estaba muy conmovida, aunque se esforzaba por controlarse.

–Pero matar a su propio hijo... –Ayla sacudió la cabeza como para alejar de sí la idea. Le horrorizaba el solo hecho de pensarlo–. ¿Cómo pudo ser capaz?

–No lo sé. Os contaré lo que sé, pero es una historia larga. Creo que debemos regresar a mi morada –propuso S’Armuna, paseando la mirada alrededor. No deseaba pasar más tiempo hablando de Attaroa en un lugar tan público.

Ayla y Jondalar volvieron con ella a la vivienda, se quitaron las prendas de abrigo y permanecieron de pie junto al fuego mientras la mujer mayor agregaba más combustible y piedras de cocinar para preparar una infusión. Una vez acomodados para ingerir la bebida caliente, S’Armuna se recogió unos instantes para ordenar sus pensamientos.

–Es difícil saber cuándo empezó todo; probablemente con las primeras dificultades entre Attaroa y Brugar, pero la cosa no terminó ahí. Incluso cuando Attaroa ya estaba muy adelantada en su embarazo, Brugar continuaba golpeándola. Cuando ella se puso de parto, Brugar me mandó llamar. Supe que había comenzado porque oí sus gritos de dolor. Me acerqué a ella, pero Brugar se negó a permitirme que la atendiera cuando dio a luz. No fue un parto fácil; quise aliviar su sufrimiento, pero él se negó. Estoy convencida de que deseaba verla sufrir. Al parecer, el niño nació con una deformidad. Imagino que fue el resultado de las palizas que Brugar le propinó. El defecto no se manifestó al nacer; sin embargo, pronto fue evidente que la columna vertebral del niño estaba torcida y era débil. Nunca me permitieron examinarlo, de modo que no estoy segura; pero es posible que hubiera otros problemas –dijo S’Armuna.

–¿El hijo era un varón o una niña? –interrogó Jondalar, quien advirtió que este punto no estaba claro.

–No lo sé –declaró S’Armuna.

–No lo entiendo. ¿Cómo puedes ignorarlo? –preguntó Ayla.

–Nadie lo supo, excepto Brugar y Attaroa, y quién sabe por qué guardaron el secreto. Nunca permitieron que la criatura fuese vista en público sin ropas, como ocurre con la mayoría de los niños de corta edad, y, en definitiva, le dieron un nombre que no era masculino ni femenino. Llamaron Omel a su hijo –explicó la mujer.

–¿El niño nunca dijo nada? –preguntó Ayla.

–No. Omel también mantuvo el secreto. Creo que Brugar debió de amenazar a ambos con terribles castigos para que jamás revelaran el sexo del niño –dijo S’Armuna.

–Sin duda habría algún indicio, sobre todo cuando el niño creció. El cuerpo que enterraron parecía tener las proporciones de un adulto –dijo Jondalar.

–Omel no se afeitaba, pero quizá fuera un varón de desarrollo tardío, y era difícil saber si se le habían desarrollado los pechos. Omel usaba ropas sueltas que disimulaban las formas. Sí; creció y llegó a ser bastante alto para una mujer, a pesar de la columna torcida; pero era muy delgado. Quizá fuera a consecuencia de su debilidad, aunque la propia Attaroa es muy alta, y en Omel existía cierta delicadeza que los hombres no pueden tener.

–¿No llegaste a conocer mejor al niño a medida que crecía? –preguntó Ayla.

«Esta mujer es sagaz», pensó S’Armuna mientras asentía en silencio.

–En el fondo de mi corazón, siempre pensé que Omel era una niña –añadió–, pero quizá fuera porque yo lo deseaba. Brugar quería que la gente pensara que su hijo era varón.

–Probablemente aciertas con respecto a Brugar –dijo Ayla. En el clan todos los hombres desean que sus compañeras tengan varones. Creen que él es menos hombre si ella no concibe por lo menos un varón, porque, a su juicio, eso significa que el espíritu de su tótem es débil. Si se trataba de una niña, tal vez Brugar intentara ocultar el hecho de que su compañera había engendrado una hembra –dijo Ayla, quien, tras una breve pausa, expuso un criterio distinto–. La verdad es que los recién nacidos deformes generalmente son abandonados a la intemperie. Por tanto, es posible que si el niño nació con algún defecto físico, sobre todo si era un varón y no podía aprender las habilidades necesarias para la caza que se le exigen a un hombre, Brugar deseara ocultarlo.

–No es fácil interpretar sus motivaciones, pero cualesquiera que fuesen, Attaroa cooperó con él.

–Pero ¿cómo murió Omel? ¿Y los dos jóvenes? –preguntó Jondalar.

–Es una historia extraña y complicada –dijo S’Armuna, quien no deseaba que le metieran prisa–. A pesar de todos los problemas y del secreto, el niño se convirtió en el favorito de Brugar. Omel era la única persona a la que nunca golpeó ni intentó lastimar. Yo me alegraba, pero con frecuencia me preguntaba cuál era la razón de esa actitud.

–¿Sospechaba él que podía haber sido el causante de la deformidad en vista de las muchas palizas que propinó a Attaroa antes del parto? –preguntó Jondalar–. ¿Intentaba reparar su actitud anterior?

–Es posible, pero Brugar le echó la culpa a Attaroa. Solía decirle que era una mujer incapaz, que no podía concebir un hijo perfecto. Después se enojaba y de nuevo la castigaba. Pero sus golpes ya no eran el preludio de los placeres con su compañera. Por el contrario, degradó a Attaroa y volcó su afecto en el niño. Omel comenzó a tratar a Attaroa de igual modo que lo hacía Brugar, y a medida que la mujer se sentía más humillada, comenzó a sentir celos de su propio hijo, celos del afecto que Brugar demostraba al niño, e incluso aún más del amor que Omel sentía por Brugar.

–Sin duda, fue una situación muy difícil –dijo Ayla.

–Sí; Brugar había descubierto otra forma de provocar el sufrimiento de Attaroa, pero ella no fue la única que padeció por su culpa –continuó S’Armuna–. Con el paso del tiempo, todas las mujeres eran tratadas cada vez peor por Brugar y los restantes hombres. Los varones que intentaron resistirse a los métodos de Brugar también fueron castigados o desterrados. Por fin, después de un episodio, especialmente grave, que dejó a Attaroa con un brazo roto y varias costillas fracturadas, porque Brugar saltó sobre ella y le dio de puntapiés, la víctima se reveló. Juró que le mataría, y me rogó que le diese algo para acabar con él de una vez.

–¿Lo hiciste? –preguntó Jondalar, incapaz de contener la curiosidad.

–La Que Sirve a la Madre aprende muchos secretos, Jondalar, a menudo secretos peligrosos, sobre todo si ha estudiado con los zelandonii –explicó S’Armuna–. Pero los que son aceptados por la Madre deben jurar por las Cavernas Sagradas y las Leyendas de los Ancianos que no se hará mal uso de los secretos. La Que Sirve a la Madre renuncia al nombre de su identidad, y adquiere el nombre y la identidad de su pueblo, porque es el vínculo entre la Gran Madre Tierra y Sus hijos, y los medios por los cuales los Hijos de la Tierra se comunican con el mundo de los espíritus. Por tanto, Servir a la Madre significa servir a Sus hijos.

–Entiendo –dijo Jondalar.

–Pero quizá no entiendas que el pueblo queda grabado en el espíritu de La Que Sirve. La necesidad de procurar el bienestar de la gente llega a ser muy profunda, y es sólo inferior a las necesidades de la Madre. A menudo es una cuestión de mando. En general, no directamente, sino en el sentido de mostrar el camino. La Que Sirve a la Madre se convierte en guía para llegar al entendimiento, así como para hallar el significado inherente a lo ignoto. Parte de la instrucción consiste en aprender el saber, el conocimiento que permite que Una interprete los signos, las visiones y los sueños enviados a sus hijos. Son los instrumentos para ayudar, el medio de buscar cierta orientación relativa al mundo de los espíritus, pero, en definitiva, todo se remite al criterio propio de la Una. Me debatí buscando la manera de servir mejor, pero me temo que mi juicio se había enturbiado por mi propia amargura y mi cólera. Regresé aquí odiando a los hombres, y al ver a Brugar aprendí a odiarle todavía más.

–Dijiste que te sentías responsable de la muerte de los tres jóvenes. ¿Enseñaste algo a Attaroa acerca de los venenos? –preguntó Jondalar, deseoso de salir de dudas.

–Le enseñé muchas cosas a Attaroa, hijo de Marthona, pero ella no estaba aprendiendo precisamente para ser La Que Sirve. Aunque tiene una mente ágil y es capaz de aprender más de lo que uno desea enseñarle..., pero yo también sabía eso.

S’Armuna se interrumpió cuando estaba al borde de confesar una grave falta, y no aclaró el asunto, pero les dio tiempo para sacar sus propias conclusiones. Esperó hasta que vio que Jondalar fruncía el ceño, preocupado, en tanto que Ayla asentía.

–En cualquier caso, lo cierto es que ayudé a Attaroa a afirmar su poder sobre los hombres. Al principio... quizá yo deseara también ejercer cierto poder sobre ellos. En realidad, hice más que eso. Me dediqué a aguijonearla y alentarla, la persuadí de que la Gran Madre Tierra deseaba que las mujeres dirigieran, y la ayudé a convencer a las mujeres o a la mayoría de ellas. Después de ver cómo las habían tratado Brugar y los demás hombres, no fue difícil. Proporcioné a Attaroa una sustancia que adormecía a los hombres, con la recomendación de agregarle a su bebida favorita un brebaje que fermentaba con la savia del alerce.

–Los mamutoi preparan una bebida parecida –comentó Jondalar, asombrado de lo que escuchaba.

–Mientras los hombres dormían, las mujeres los ataron. Lo hicieron de buena gana. Fue casi un juego, un modo de obligarles a pagar su deuda. Pero Brugar nunca despertó. Attaroa trató de hacer creer que lo que había sucedido era simplemente que era más sensible al líquido para dormir, pero yo estoy segura de que puso algo más en su cuenco. Dijo que deseaba matarle, y creo que lo mató. Ahora casi lo reconoce, pero sea cual fuere la verdad, yo fui quien la indujo a creer que las mujeres estarían mejor si los hombres desaparecían. Yo fui quien la convenció de que si no había hombres, los espíritus de las mujeres tendrían que mezclarse con los espíritus de otras mujeres para crear vida nueva, de forma que sólo nacerían niñas.

–¿Lo crees realmente? –preguntó Jondalar, frunciendo el ceño.

–Estoy casi persuadida de haber actuado como os he dicho. Ahora no lo diría; no deseo irritar a la Madre; no obstante, sé que induje a Attaroa a pensarlo. Cree que el embarazo de unas cuantas mujeres así lo demuestra.

–Está equivocada –aseguró Ayla.

–Sí, por supuesto, y yo hubiera debido saber a qué atenerme. Mi ardid no engañó a la Madre. En el fondo de mi corazón sé que los hombres existen porque así lo planeó la Madre. Si Ella no quisiera que existiesen hombres, no los habría creado. Sus espíritus son necesarios. Pero si los hombres son débiles, sus espíritus no tienen fuerza y la Madre no los usa. Por eso han nacido tan pocos niños –sonrió a Jondalar–. Eres un hombre tan fuerte y joven que no dudo de que Ella ya ha usado tu espíritu.

–Si liberaran a los hombres, creo que comprobarías que tienen fuerza más que suficiente para dejar embarazadas a las mujeres –dijo Ayla– sin la ayuda de Jondalar.

El hombre alto y rubio la miró y sonrió.

–Pues yo colaboraría de muy buena gana –afirmó, sabiendo exactamente lo que ella quería decir, aunque no estaba completamente seguro de compartir su opinión.

–Y quizá deberías hacerlo –dijo Ayla–. Sólo me he limitado a decir que no lo consideraba necesario.

De pronto, Jondalar cesó de sonreír. Pensó que no importaba quién tuviera razón, él no tenía motivos para pensar que estaba en condiciones de engendrar un hijo.

S’Armuna los miró a los dos, consciente de que estaban aludiendo a algo que ella desconocía. Esperó, pero cuando fue evidente que ellos esperaban a su vez que siguiera hablando, la mujer continuó.

–La ayudé y la alenté, pero ignoraba que con Attaroa como jefa sería peor que con Brugar. De hecho, inmediatamente después de que él desapareciera, las cosas mejoraron... por lo menos para las mujeres, pero no para los hombres ni para Omel. El hermano de Cavoa comprendió; era muy amigo de Omel. Ese niño fue el único que le lloró.

–Una reacción comprensible, dadas las circunstancias –dijo Jondalar.

–Attaroa no lo consideró así. Omel estaba seguro de que Attaroa había provocado la muerte de Brugar y se encolerizó mucho, desafió a su madre y fue castigado por ello. Attaroa me dijo cierta vez que sólo deseaba que Omel comprendiera lo que Brugar le había hecho, así como a las demás mujeres. Aunque no lo dijo, creo que ella pensaba o esperaba que, una vez desaparecido Brugar, Omel se acercaría más a ella y la amaría.

–Por lo general los golpes no consiguen que alguien nos ame –dijo Ayla.

–Tienes razón –contestó la mujer mayor–. Omel nunca había sido castigado, y después del episodio odió todavía más a Attaroa. Eran madre e hijo, pero no podían soportarse el uno al otro. O eso parecía. Entonces propuse aceptar a Omel como ayudante.

S’Armuna se interrumpió, levantó su taza para beber, pero al ver que estaba vacía, la bajó de nuevo.

–Parecía que Attaroa se alegraba de que Omel saliera de su vivienda, pero, al pensar en el asunto, comprendí que se vengaba en los hombres. En realidad, a raíz de que Omel la abandonara, Attaroa fue empeorando paulatinamente. Ha llegado a ser más cruel aún que Brugar. Yo hubiera debido adivinarlo. En lugar de mantenerlos separados, debí tratar de encontrar el modo de reconciliarles. ¿Y qué hará ahora que Omel ha muerto? ¿Que fue asesinado por la propia mano de Attaroa?

La mujer miró al vacío sobre el fuego, como si estuviera contemplando algo que sólo era visible para ella.

–¡Oh, gran Madre! ¡Estuve ciega! –exclamó de pronto–. Castigó a Ardoban y le metió en el cercado, y sé que amaba a ese niño. Y mató a Omel y a los otros.

–¿Fue ella quien los malogró? –se escandalizó Ayla–. ¿Convirtió en lisiados a esos niños que están en el cercado? ¿Lo hizo intencionadamente?

–Sí, para debilitarlos y atemorizarlos –dijo S’Armuna, meneando la cabeza–. Attaroa ha perdido la razón. Y ahora temo por todos. –Su voz se quebró de repente y hundió la cara entre las manos–. ¿Cuándo terminará esto? ¿Todo el dolor y el sufrimiento que yo he provocado? –sollozó.

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