Las llanuras del tránsito (14 page)

BOOK: Las llanuras del tránsito
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–Además, Durc no es el niño que yo dejé atrás. Ahora está acercándose a la edad viril, aunque yo alcancé tarde la condición de mujer, para ser un miembro del clan. Es mi hijo, y tal vez también él se desarrolle más tardíamente que los restantes varones. Pero dentro de poco Ura irá a vivir con el Clan de Brun; no, ahora es el Clan de Broud –se corrigió Ayla, mientras fruncía el ceño–. Éste es el verano de la Reunión del Clan y, por lo tanto, este otoño Ura abandonará su clan e irá a vivir con Brun y Ebra, y cuando sean lo bastante mayores, será la compañera de Durc. –Hizo una pausa y agregó–: Ojalá pudiese estar allí para darle la bienvenida, pero lo único que conseguiría sería atemorizarla y tal vez inducirla a pensar que Durc tiene poca suerte, si el espíritu de su extraña madre no permanece donde tiene que estar, es decir, en el otro mundo.

–¿Estás segura, Ayla? Te lo digo con sinceridad, nos tomaremos el tiempo necesario para buscarlos, si lo deseas –dijo Jondalar.

–Aun en el caso de que quisiera dar con él –dijo Ayla–, no sabría dónde buscar. Ignoro dónde está su nueva caverna, y tampoco sé dónde se realiza la Reunión del Clan. Mi destino impide que vea a Durc. Ya no es mi hijo. Lo entregué a Uba. Ahora es el hijo de Uba. –Ayla miró a Jondalar. Él comprendió que ella estaba al borde de las lágrimas–. Cuando murió Rydag supe que jamás volvería a ver a Durc. Enterré a Rydag con el manto de Durc, el que llevé conmigo cuando abandoné el clan, y en mi corazón enterré al mismo tiempo a Durc. Sé que jamás volveré a verle. Estoy muerta para él y es mejor que él esté muerto para mí.

Las lágrimas le humedecían las mejillas, aunque Ayla aparentara indiferencia ante su propio llanto, como si no supiera que había comenzado a llorar.

–Mira, realmente soy afortunada –añadió–. Piensa en Nezzie. Rydag era como un hijo para ella y lo crio, aunque no lo dio a luz y sabía que lo perdería. Incluso sabía que por mucho que él viviese, nunca llevaría una vida normal. Otras madres que pierden a sus hijos sólo pueden imaginarlos en otro mundo, viviendo con los espíritus, pero yo puedo imaginar a Durc aquí, siempre seguro, siempre afortunado y feliz. Puedo pensar en él viviendo con Ura, teniendo hijos en su propio hogar... aunque nunca los vea.

Su voz se quebró en un sollozo y fue incapaz de contener el dolor que la embargaba.

Jondalar la besó y la apretó contra su cuerpo. El recuerdo de Rydag también le entristecía. Nadie hubiera podido hacer nada por él, aunque todos sabían que Ayla lo había intentado. Era un niño débil. Nezzie decía que siempre había sido así. Pero Ayla le había proporcionado algo que nadie había podido ofrecerle. Después de que ella llegara y empezara a orientarle, lo mismo que al resto del Campamento del León, a enseñarle la forma en que hablaba el clan, valiéndose de signos de la mano, él se sintió más feliz. Era la primera vez, en su joven vida, que podía comunicarse con las personas a las que amaba. Podía explicar sus necesidades y sus deseos y decir a la gente lo que sentía, y decírselo sobre todo a Nezzie, que le había protegido desde que su verdadera madre muriera al darle a luz. Y, por fin, podía decirle que la amaba.

Para los miembros del Campamento del León fue una sorpresa cuando se dieron cuenta de que era mucho más que un animal bastante astuto, aunque no hablara, simplemente un tipo distinto de persona, con una lengua diferente. Entonces comenzaron también a comprender que era inteligente y a aceptarle poco a poco. La sorpresa no había sido menor para Jondalar, a pesar de que ella había intentado explicarle el caso, después de que él empezara a enseñarle a hablar de nuevo con palabras. Jondalar había aprendido los signos al mismo tiempo que los otros, y había llegado a apreciar la cordialidad y la gran capacidad de comprensión de aquel niño de la antigua raza.

Jondalar apretó contra su pecho a la mujer amada, mientras ella emitía hondos sollozos y daba rienda suelta a su dolor. Sabía que Ayla había ocultado su pesar por la muerte del niño que era casi un miembro del clan y que Nezzie había adoptado, el niño que tanto le recordaba a su propio hijo, y comprendía también que ahora ella, además, sufría por ese hijo.

Mas no se trataba sólo de Rydag o de Durc. Ayla sufría por todas sus pérdidas: las que había soportado mucho tiempo atrás, los seres amados que pertenecían al clan y la pérdida del propio clan. El clan de Brun había sido su familia, Iza y Creb la habían criado y cuidado, y a pesar de que su aspecto era diferente, llegó un momento en que creyó ser parte del clan. Aunque había decidido partir con Jondalar, porque le amaba y deseaba estar con él, la comunicación entre ambos le había llevado a comprender cuán lejos vivía él; necesitarían un año, quizá dos, para llegar allá. De pronto había comprendido cabalmente lo que eso significaba: jamás regresaría.

No sólo estaba renunciando a su nueva vida con los mamutoi, que le habían ofrecido un lugar entre ellos, sino también a la débil esperanza de ver una vez más a los miembros de su clan o al hijo que había dejado con ellos. Ayla había vivido con sus antiguas penas el tiempo suficiente para permitir que se atenuaran un poco, pero Rydag había muerto poco antes de que ellos abandonaran la Reunión de Verano; por tanto, su muerte aún estaba demasiado reciente, y la pena todavía latente. El dolor de aquel episodio había relegado el sufrimiento por las restantes pérdidas, y la conciencia de la distancia que en adelante la separaría de todos ellos la habría preparado para imaginar, resignada, que la esperanza de recobrar aquella parte de su pasado tendría que morir también.

Ayla ya había perdido la primera parte de su vida. No tenía idea de la identidad de su verdadera madre, o de cuál era su pueblo, los seres entre los cuales había nacido. Excepto débiles recuerdos –sentimientos más que otra cosa–, no podía recordar nada que fuese anterior al terremoto; tampoco a ningún pueblo anterior al clan. Pero el clan la había desterrado; Broud había descargado sobre ella la maldición de la muerte. Para ellos estaba muerta y se daba perfecta cuenta de que cuando ellos la expulsaron había perdido esa parte de su vida. En adelante, nunca sabría de su procedencia, nunca se encontraría con un amigo de la niñez, no conocería a nadie, ni siquiera a Jondalar, que comprendiese el pasado que la había hecho ser lo que era.

Ayla aceptaba la pérdida de su pasado, excepto el que palpitaba en su mente y su corazón, pero eso le dolía, hasta el punto de preguntarse qué era lo que la esperaría al fin de su viaje. Y encontrara lo que encontrara, fuera como fuese el pueblo de Jondalar, ella no tendría otra cosa que sus recuerdos... y el futuro.

En el claro del bosque todo estaba oscuro. No podía distinguirse el más mínimo atisbo de una silueta o de una sombra más densa sobre el trasfondo que les rodeaba, salvo un débil resplandor rojo de las últimas brasas del fuego y la refulgente manifestación de las estrellas. Ahora que sólo una leve brisa penetraba en el claro protegido, habían trasladado sus pieles de dormir fuera de la tienda. Ayla yacía despierta bajo el cielo estrellado, contemplando la disposición de las constelaciones y escuchando los sonidos nocturnos: el viento que silbaba entre los árboles, el rumor suave y líquido del río, el canto de los grillos, el fuerte croar de un sapo. Oyó un fuerte golpe y un chapoteo, seguido del grito sobrecogedor de un búho, y a lo lejos, el rugido profundo de un león y el resonante barritar de un mamut.

Instantes antes, Lobo se había estremecido excitado al oír los aullidos de otros lobos y se había alejado corriendo. No mucho después, Ayla oyó de nuevo el aullido del lobo, y otro aullido de respuesta que provenía de mucho más cerca. Esperó a que el animal regresara. Cuando oyó su respiración jadeante –pensó que seguramente había estado corriendo– y al notar que se acurrucaba a sus pies, se tranquilizó.

Acababa de adormecerse cuando de pronto se despertó por completo. Alerta y tensa, permaneció inmóvil, tratando de descubrir qué era lo que la había despertado. Primero oyó el gruñido grave, casi inaudible, que vibraba a través de sus mantas y partía del bulto situado a sus pies. Después, oyó débiles roces. En el campamento había una presencia extraña.

–¿Jondalar? –dijo en voz baja.

–Creo que la carne atrae a los animales. Puede ser un oso, pero creo que es más probable que se trate de un glotón o de una hiena –replicó Jondalar en un murmullo apenas audible.

–¿Qué hacemos? No quiero que se lleven nuestra carne.

–Todavía nada. Sea lo que fuere, quizá no pueda apoderarse de la carne. Esperemos.

Pero Lobo sabía con exactitud quién era el curioso visitante y no tenía la menor intención de esperar. Cuando ellos instalaban su campamento, Lobo lo consideraba como su territorio y asumía la tarea de defenderlo. Ayla sintió que se alejaba, y un instante después le oyó gruñir amenazador. El gruñido que le respondió tenía un tono completamente distinto y parecía provenir de un lugar más alto. Ayla se sentó y se apoderó de su honda, pero Jondalar ya estaba de pie con la larga lanza preparada.

–¡Es un oso! –dijo–. Creo que está erguido sobre las patas traseras, pero aún no veo nada.

Oyeron movimientos, sonidos apagados procedentes de algún lugar que estaba entre el fuego y las estacas de las cuales colgaba la carne, y a continuación los gruñidos de los animales que se enfrentaban. De pronto, desde el extremo opuesto, Whinney relinchó cada vez más fuerte, y también Corredor manifestó su inquietud. Hubo más sonidos que indicaban movimientos en la oscuridad, y entonces Ayla oyó el rezongar especial, excitado y profundo, que indicaba la intención de atacar de Lobo.

–¡Lobo! –gritó Ayla, tratando de impedir el peligroso enfrentamiento.

De pronto, entre gruñidos irritados, se oyó un alarido sonoro; luego, un aullido de dolor y una lluvia de chispas brillantes alrededor de una forma de gran tamaño que tropezó con el fuego. Ayla oyó el silbido de un objeto que se desplazaba rápidamente en el aire, muy cerca de ella. Un golpe sólido fue seguido por un alarido y después por el ruido de algo que se abría paso ruidosamente entre los árboles y huía a toda prisa. Ayla emitió el silbido que usaba para llamar a Lobo. No quería que siguiese la pista.

Se arrodilló para abrazar, aliviada, al joven lobo cuando éste se acercó, mientras Jondalar avivaba las brasas. A la luz del fuego, descubrió un rastro de sangre dejado por el animal en retirada.

–Estoy seguro de que mi lanza ha alcanzado el cuerpo del oso –dijo el hombre–, pero no he podido ver dónde he logrado herirle. Será mejor seguirle la pista por la mañana. Un oso herido puede ser peligroso y no sabemos quién utilizará después este campamento.

Ayla examinó el reguero de sangre.

–Creo que está perdiendo mucha sangre. Tal vez no llegue lejos –dijo–, pero Lobo me preocupa. Era un animal grande. Podía haberlo herido.

–No estoy seguro de que Lobo haya estado acertado al atacarlo. Hasta es posible que provocara a ese oso; de todos modos, fue una actitud valerosa y me alegra saber que siempre está dispuesto a protegerte. Me pregunto qué haría si alguien realmente intentara lastimarte –dijo Jondalar.

–No lo sé, pero Whinney y Corredor estaban inquietos por la presencia de ese oso. Creo que iré a ver cómo se encuentran.

Jondalar también quiso examinarlos. Vieron que los caballos se habían movido para acercarse al fuego. Whinney había aprendido mucho tiempo antes que el fuego encendido por la gente solía proporcionar seguridad, y Corredor estaba aprendiendo por propia experiencia, además de aprovechar la de su madre. Parecieron tranquilizarse tras las palabras y las caricias reconfortantes brindadas por las personas en quienes confiaban, pero Ayla estaba nerviosa y sabía que tendría dificultades para conciliar el sueño. Decidió prepararse un poco de infusión calmante y entró en la tienda para coger su bolso de piel de nutria con las medicinas.

Mientras las piedras de cocinar se calentaban, acarició la piel del gastado bolso, recordando el momento en que Iza se lo había entregado, así como su propia vida con el clan, especialmente el último día. «¿Por qué Creb tenía que regresar a la caverna?», pensó. Quizá habría podido conservar la vida, a pesar de que estaba viejo y débil. Pero no parecía débil durante la última ceremonia, la noche anterior, cuando convirtió a Goov en el nuevo Mog-Ur. De nuevo era un hombre fuerte, el Mog-Ur, exactamente como antes. Pero Goov nunca será tan poderoso como lo fue Creb.

Jondalar advirtió la actitud pensativa de Ayla. Supuso que ella estaba pensando en el niño que había muerto y en el hijo a quien nunca volvería a ver, y no sabía qué decir. Deseaba ayudar, pero no quería entrometerse. Estaban sentados juntos, cerca del fuego, bebiendo la infusión, y de pronto a Ayla se le ocurrió mirar al cielo. Lo que vio le hizo contener la respiración.

–¡Mira, Jondalar! –exclamó–. Mira el cielo. Ha enrojecido como un fuego, pero muy alto y muy lejano. ¿Qué es?

–¡El fuego del hielo! –contestó Jondalar–. Así lo llamamos cuando tiene ese tono de rojo, o a veces también decimos que son los Fuegos del Norte.

Observaron un rato el despliegue luminoso mientras las luces septentrionales formaban un arco a través del cielo, como cortinas de gasa agitadas por un viento cósmico.

–Tiene franjas blancas –dijo Ayla–, y está moviéndose, como si fuera una serie de hilos de humo o estuviese cubierto por agua blanca de cal. Y hay otros colores.

–Humo de Estrellas –dijo Jondalar–. Así lo denominan algunas personas, o también Nubes de Estrellas cuando es blanco. Tiene diferentes nombres. La mayoría de la gente sabe a qué te refieres cuando utilizas cualquiera de esos nombres.

–¿Por qué no he visto nunca esa luz en el cielo? –preguntó Ayla, sobrecogida y con cierto temor.

–Quizá porque vivías muy al sur. Por eso también es conocida como Fuegos del Norte. No lo he visto con mucha frecuencia, y desde luego nunca tan intenso, de un color tan rojo, pero la gente que ha realizado viajes al norte afirma que cuanto más se adentran en esa dirección mejor se ve.

–Pero puedes internarte hacia el norte sólo hasta el muro del hielo.

–Es posible dejar atrás el hielo si se viaja por agua. Al oeste del lugar en que yo nací, a una distancia de varios días, según la estación, la tierra termina al borde de las Grandes Aguas. Es un agua muy salada y nunca se congela, aunque a veces pueden verse grandes pedazos de hielo. Dicen que algunas personas han pasado el muro de hielo en bote, mientras cazan animales que viven en el agua.

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