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Authors: Agatha Christie

Tags: #Intriga, Policíaco

Las manzanas (25 page)

BOOK: Las manzanas
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»A continuación viene lo de fijarse en ella y ponerse a estudiar sus zapatos y el vestido, y el sombrero; se pretende adivinar su edad y se escrutan las manos para ver si lleva en un dedo el anillo de desposada; se profundiza en otros detalles… Finalmente, una abandona el autobús. No se aspira a ver a la mujer de nuevo… Pero he aquí que una empieza a planear un argumento relativo a una señora Carnaby, quien se dirige a su casa en un autobús, después de haber sostenido una rara entrevista con alguien en el interior de una pastelería, en el transcurso de la cual le recordaron a una persona que solamente viera una vez, de cuya muerte había oído hablar, pero que en realidad sigue viviendo, al parecer.

La señora Oliver hizo una pausa para respirar a sus anchas.

—Mi querido Poirot: tengo que decirle que todo esto es rigurosamente cierto. Poco antes de abandonar Londres estuve sentada en el interior de un autobús delante de determinada persona… ¡Oh! Aquí dentro —agregó la señora Oliver dándose una palmada en la frente—, anda cociéndose la historia ya. Veo la secuencia completa, lo que ella va a contestar, si va a correr algún peligro o el peligro será para otra mujer. Me parece que conozco ya su nombre completo. Veamos… Constance. Constance Carnaby. Solamente una cosa podría echarlo todo a perder.

—¿Qué cosa?

—Todo se iría a pasear, Poirot, si yo volviese a ver a la mujer en otro autobús, si le hablara, si me hablara ella, si yo empezara a tener noticias directas de su persona.

—Ya, ya. El argumento ha de ser suyo, ¿no? Exactamente igual que el personaje. La criatura literaria ha de nacer de usted. Usted ha de forjarla, comprenderla, saber cómo siente, animarla… El estímulo partió de un ser humano vivo, auténtico, real. Pero si usted llega a hacer averiguaciones sobre él… Bien. Entonces ya no habrá historia, ¿eh?

—Exactamente —corroboró la señora Oliver—. Con respecto a lo que estaba usted diciendo sobre Judith, he de decirle que nosotras pasamos juntas muchas horas durante el crucero, visitando lugares curiosos. Sin embargo, no llegué a conocerla muy bien, no ahondé mucho en su carácter. Es viuda. Al morir su esposo se quedó sola con su hija, Miranda, a quien usted ya conoce.

»Debo confesarle que madre e hija me han hecho sentir impresiones muy extrañas. Instintivamente, veo en ellas a dos personajes importantes, como si hubiesen estado mezclados en algún drama apasionante. No quiero conocer los detalles del drama en cuestión. Nada quiero que me digan acerca de él. Deseo pensar únicamente en el tipo de conflicto en que a mí me gustaría ver a esas personas.

—Ya. Veo a dos candidatas al ingreso en las páginas del próximo «best-seller» de Ariadne Oliver.

—Es usted muy rudo en ocasiones —manifestó la señora Oliver—. Le da usted a todo eso un tono vulgar —la señora Oliver se quedó pensativa—. Quizá lo sea.

—No, no. Nada vulgar. Es humano exclusivamente.

—¿Y usted quiere que yo invite a Judith y a Miranda a trasladarse a mi piso de Londres?

—Todavía no —replicó Poirot—. Primero he de asegurarme de que ando en lo cierto con una de mis pequeñas ideas.

—¡Vaya con sus pequeñas ideas! Bien. Tengo noticias que darle.

—Madame: me encantaría saber de qué se trata.

—No sé si le encantarán, verdaderamente. Probablemente, alterarán su composición de lugar. Supongamos que le digo que la falsificación de que tanto le han hablado no era tal falsificación…

—¿Qué está usted diciéndome?

——La señora Smyth, o como se llamara, redactó un codicilo, un apéndice de su testamento, dejando toda su fortuna a la joven extranjera que la servía. La anciana firmó el documento y también estamparon sus firmas en el papel dos testigos, uno en presencia del otro. A ver… Acérquese eso al bigote y husméelo… ¿Le sugiere algo?

C
APÍTULO
XIX

L
A señora… Leaman… —dijo Poirot, tomando nota del apellido.

—Eso es. Harriet Leaman. Y el otro testigo fue James Jenkins. El hombre se fue a vivir a Australia. Se supone con relación a la señorita Olga Seminoff que regresó a Checoslovaquia u otro país europeo, aquel de donde procedía… Aquí todo el mundo parece haber decidido en su día esfumarse.

—¿Hasta qué punto cree usted que podemos confiar en la señora Leaman?

—Yo opino que la mujer no ha inventado nada, que se ha sincerado conmigo… ¿No es eso a lo que quiere usted referirse? La mujer tuvo que estampar su firma al pie de un papel e impulsada por la curiosidad aprovechó la primera ocasión que se le deparó para ver qué era concretamente lo que atestiguara.

—Es decir, que sabe leer y escribir perfectamente…

—Me imagino que sí. Ahora bien, hay que tener en cuenta que la mayor parte de la gente tropieza con dificultades a la hora de leer los escritos de las señoras ya ancianas, cuya letra suele ser temblorosa. Si circularon rumores más tarde acerca del testamento o el codicilo, la mujer pudo deducir que lo que había tenido delante, redactado con letra más bien indescifrable, fue uno de esos papeles…

—Un documento auténtico —comentó Poirot—. Pero hubo también un codicilo falsificado.

—¿Quién ha dicho eso?

—Los abogados.

—Quizá no fuese tan falso…

—Los abogados se han conducido de una manera muy especial al enfocar este asunto. Es lo normal, tratándose de lo que se trata. Se hallaban dispuestos a llevar el caso a los tribunales presentando las pruebas de los expertos.

—¡Ah! —exclamó la señora Oliver—. Entonces resulta fácil ver que es lo que ocurrió.

—¿Qué es lo que resulta fácil ver? ¿Qué es lo que ocurrió?

—Verá usted… Al día siguiente, o unos cuantos días más tarde, una semana después, por ejemplo, la señora Llewellyn-Smythe tuvo un disgusto con su solícita servidora o se reconcilió sin reservas con su sobrino Hugo, o su sobrina Rowena. Entonces hizo pedazos el testamento o rompió el codicilo o pegó fuego a esos documentos…

—Y luego…, ¿qué?

—Luego, la señora Llewellyn-Smythe muere. Viene la joven extranjera y escribe un nuevo codicilo imitando la letra de la fallecida, redactándolo en idénticos términos lo mejor que puede. Es probable que conozca también la letra de la señora Leaman. La firma pudo verla en su tarjeta de la Seguridad Social, por ejemplo. Esto es válido, asimismo, para el jardinero… La muchacha exhibe el papel pensando que ya saldrá alguien que asegure haberlo atestiguado. Todo marchará bien en consecuencia, se imagina. Pero la falsificación de que es autora adolece de bastantes imperfecciones y entonces comienza el conflicto.

—¿Usted me permitirá,
chère
madame, utilizar su teléfono?

—Le permito utilizar el teléfono de Judith Butler, sí, señor.

—¿Dónde para su amiga?

—Ha ido a la peluquería. Y Miranda salió para dar un paseo. El teléfono se encuentra en esa habitación de ahí, junto a la ventana.

Poirot regresó diez minutos más tarde.

—¿Y bien? ¿Qué ha estado usted haciendo?

—He telefoneado al señor Fullerton, el abogado. Deseo decirle a usted algo ahora. El codicilo, el codicilo falsificado, no fue atestiguado por Harriet Leaman, sino por una tal Mary Doherty, ya fallecida, quien estuvo al servicio de la señora Llewellyn-Smythe. Murió recientemente… el otro testigo fue James Jenkins, quien se trasladó a Australia, tal como su amiga, la señora Leaman, le informó…

—Así, pues, hubo un codicilo falsificado —manifestó la señora Oliver—. Y, al parecer, hubo también un codicilo auténtico. Oiga, Poirot: ¿no cree que esto se está complicando demasiado?

—Se está complicando de una manera increíble —declaró Hércules Poirot—. Se habla ya excesivamente de falsificaciones aquí…

—Es posible que el codicilo auténtico se encuentre todavía en la estantería de Quarry House, metido en las páginas de un libro.

—Tengo entendido que todas las cosas de la vivienda fueron vendidas al fallecer la señora Llewellyn-Smythe, con la excepción de unos cuantos muebles familiares y algunas pinturas.

—¿Cómo se titulaba el libro de que me habló la señora Leaman, aquel en que fue guardado el documento? —se preguntó la señora Oliver, adoptando una actitud reflexiva—. Algo así como
Informatodo
… El título es estupendo, ¿verdad? Recuerdo que mi abuela poseía un ejemplar de esa obra. Es un libro al cual pueden hacérsele las preguntas que se le antojen a una… Lo mismo habla de trámites legales que de recetas de cocina o del procedimiento para quitar las manchas de tinta de una tela. Enseña también, por ejemplo, a fabricar polvos para el maquillaje… ¡Oh! Contiene un sinfín de datos. Bueno, ¿no le gustaría tener un libro como ése a mano en estos momentos?

—No hay ni que dudarlo —replicó Hércules Poirot—. Contendrá alguna receta para el tratamiento de los pies fatigados.

—Contendrá más de una, seguramente. Pero, en fin, ¿por qué no se decide a utilizar unos zapados más adecuados para estos terrenos?

—Madame: a mí me gusta que me vean
soigné
en cuanto a mi aspecto.

—Perfectamente. Pues entonces resígnese a llevar cosas que le han de molestar, que le harán daño incluso —alegó la señora Oliver—. No obstante… Ahora resulta que no entiendo nada de nada. ¿Qué es lo que hizo la mujer llamada Leaman? ¿Limitarse a contarme un puñado de mentiras?

—Cabe esa posibilidad siempre.

—¿Le ordenó alguien que me las contara?

—También eso es posible.

—¿Le pagó alguien para que me contara sus embustes?

—Continúe… Siga… Lo está usted haciendo muy bien —comentó Poirot.

La señora Oliver, cavilosa, manifestó:

—Supongo que la señora Llewellyn-Smythe, como pasa con todas las mujeres ricas, disfrutaba haciendo testamentos. Probablemente, hizo muchos a lo largo de su existencia. Ya sabe usted lo que pasa: se trata de beneficiar a uno u otro, según los servicios prestados y a tenor del humor del momento. Se produjeron cambios. Los Drake, a fin de cuentas, eran gente de buena posición. Les dejaría en todo caso un sabroso legado. En cuanto a Olga… Quisiera saber algo más de lo que sé acerca de la joven. Ciertamente que a la hora de desaparecer actuó de un modo eficiente: no hubo nadie que diera ya con ella. Si es que existió alguien que la buscara.

—En breve, mis informaciones sobre su persona van a ser ampliadas —notificó Hércules Poirot.

—¿Y cómo?

—Ya lo verá.

—Yo sé que ha estado usted haciendo indagaciones en este poblado.

—En este poblado solamente, no. Estoy en contacto con un agente londinense que me ha procurado frecuentemente informaciones en el extranjero y dentro de este país. Pronto llegarán aquí noticias de la Bosnia-Herzegovina.

—¿Sabrá usted si ella regresó alguna vez allí?

—Pudiera ser, pero me inclino a pensar que la información que voy a conseguir es de otro tipo. Es posible que conozca cartas escritas por la joven durante su estancia entre nosotros. Quizás aluda en ellas a algún amigo personal, con quien intimara…

—¿Qué me dice de la profesora? —inquirió la señora Oliver.

—¿A qué profesora se refiere usted?

—Estoy pensando en la que fue estrangulada, en esa de que le habló Elizabeth Whittaker… La verdad es que Elizabeth Whittaker no me agrada mucho. Es una mujer que resulta fastidiosa. La tengo por persona inteligente, sin embargo —Ariadne Oliver entornó los ojos antes de añadir—. Pertenece al grupo de seres humanos especial que estimo capaces de cometer un crimen.

—¿Cree usted que pudo estrangular a su compañera?

—Una tiene que agotar todas las posibilidades.

—Yo estoy dispuesto a dejarme guiar de sus intuiciones, madame, como muchas otras veces.

La señora Oliver se llevó a la boca otro dátil, siempre cavilosa.

C
APÍTULO
XX

T
RAS abandonar la casa de la señora Butler, Poirot se alejó de ella por el camino que le enseñara Miranda. El claro en el seto había sido ampliado. Alguien, quizás alguna persona más voluminosa que Miranda, había utilizado el pasadizo. Subió por el sendero de la antigua cantera, observando una vez más la belleza de aquel escenario. «He aquí un hermoso jardín», se dijo Poirot. Pero sintió lo mismo que sintiera durante su primera visita. Aquel lugar le parecía hechizado. Dentro de su belleza había algo de dura expresión, como si estuviese animado por una savia violenta. Podía ser que mucho tiempo atrás, por aquellos serpenteantes caminos, hubiesen corrido fantasmales personajes tras sus víctimas; más de una diosa, tal vez, decretaría por allí los sacrificios que tenían que serle ofrecidos.

Se hacía cargo perfectamente de por qué no se había convertido en centro de excursiones habitual aquel sitio. El escenario, de otro lado prodigioso, rechazaba los típicos huevos hervidos de los excursionistas, sus ensaladas, sus naranjas, las bromas más o menos finas que seguían a las meriendas. El paisaje había cambiado. Quizás hubiese resultado más humano y acogedor de no haberse dejado guiar tal fielmente la señora Llewellyn-Smythe de su fantasía. Le habría venido bien la supresión de su especial atmósfera. ¡Ah! Pero la señora Llewellyn-Smythe no se contentaba con cualquier cosa. Era una dama ambiciosa y, por añadidura, muy rica.

Poirot pensó por un momento en los testamentos… Pensó en los testamentos que solían hacer las mujeres acaudaladas; reparó en las numerosas mentiras que circulaban en torno a los documentos de tal carácter redactados por las mujeres ricas; enumeró los diversos sitios en que las mujeres de dinero escondían sus testamentos; se esforzó por imaginarse la manera de reflexionar de un falsificador: indudablemente, el testamento aquél había sido una pura falsedad. El señor Fullerton era un abogado precavido y competente. Estaba seguro de eso. Era de los abogados que aconsejaban lealmente a sus clientes, que les sugerían un camino a seguir cuando se veras existía una salida para su problema.

Dobló una curva del sendero experimentando la sensación momentáneamente de que sus pies tenían más importancia que sus especulaciones. ¿Estaba siguiendo un atajo para llegar cuanto antes a la casa del superintendente Spence o no? Estaba avanzando en línea recta, desde luego, pero en la carretera principal sus pies lo habrían pasado mejor. El sendero en cuestión no se hallaba alfombrado por ninguna capa de césped. Presentaba la dureza de la piedra. Hacía pensar en un vestigio escondido de la antigua cantera.

De pronto, se detuvo.

Enfrente de él divisó dos figuras. Sentado en un saliente rocoso, contempló a Michael Garfield. Tenía un bloc de papel sobre las rodillas y estaba dibujando, concentrando enteramente su atención en la labor que tenía entre manos. A escasa distancia de él, de pie junto a un pequeño y rumoroso arroyo, se encontraba Miranda Butler. Hércules Poirot se olvidó por completo de sus pies, olvidó los trastornos del cuerpo humano y se recreó en el bello espectáculo que pueden ofrecer dos seres humanos bien conjuntados.

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