Las manzanas (28 page)

Read Las manzanas Online

Authors: Agatha Christie

Tags: #Intriga, Policíaco

BOOK: Las manzanas
6.44Mb size Format: txt, pdf, ePub

»Su muerte, ahora, da a entender algo completamente distinto de la primera interpretación. El chico pudo haber entrado en aquella estancia, encontrando a su hermana, muerta, lo cual le produciría una tremenda impresión, sintiendo enseguida una oleada de pánico. Quiso salir del cuarto sin que nadie le viera. Al mirar hacia arriba me descubriría a mí y volvería rápidamente a la biblioteca. Cerró la puerta, aguardando para salir a que el vestíbulo se encontrase desierto. Él no mataría a la chiquilla. No. El susto que denotaba procedía de haber encontrado inesperadamente su cadáver.

—¿Y por qué calló usted? Usted no reveló la identidad de la persona que había visto, ni siquiera tras el descubrimiento del cadáver.

—No. No podía… Es… era muy joven. Diez… Once años, todo lo más, tendría. Pensé que no era posible que se hubiese dado cuenta cabal de lo que había hecho. Toda la culpa no era imputable a él. Moralmente, quizá, no fuera responsable. Había sido siempre muy raro y me dije que existía la posibilidad de lograr algún tratamiento adecuado para variar su modo de ser. No se podía dejar todo en manos de la policía. No podía ser enviado a los sitios de costumbre en estos casos. Un tratamiento psicológico especial, bien meditado, era lo que le hacía falta a aquella criatura… Mis propósitos eran buenos, monsieur Poirot. Debe creerme. Yo no abrigaba malas intenciones.

«¡Qué palabras tan tristes! —pensó Poirot—. Son las palabras más tristes que he oído en mucho tiempo». La señora Drake debía de estar figurándose lo que pasaba por el cerebro de su interlocutor.

—Sí —insistió ella—. Procedí de ese modo porque creí que no se me ofrecía otro camino mejor. Mi intención era buena. Una cree siempre estar en el secreto de lo que más conviene a las demás personas, pero se equivoca a menudo… El desconcierto que reflejaba el rostro del muchacho debió nacer de haber visto él al criminal o de haber descubierto algún detalle, una pista, que hubiese podido llevar hasta aquél. El asesino debió de ver algo más adelante que le dio a entender que no se encontraba a salvo. Entonces se dedicó a aguardar una ocasión propicia… Finalmente, habiendo hallado al chico sólo, le ahogó en un arroyo. Así cerraba su boca para siempre. ¡Oh! Si yo hubiese hablado, si me hubiese decidido a contárselo todo a usted, o a la policía, o a cualquier otra persona del poblado… Pero creí proceder mejor de la otra manera…

Poirot había tenido la vista fija en la señora Drake, que se esforzaba por contener sus sollozos.

—Una de las cosas que he sabido —declaró—, es que el pequeño Leopold disponía de bastante dinero recientemente. Alguien debía de estar pagándole su silencio.

—Sí, pero, ¿quién? ¿Quién?

—Ya lo averiguaremos —contestó Poirot—. No tendrá que transcurrir ya mucho tiempo…

C
APÍTULO
XXII

N
O era peculiar en Hércules Poirot la demanda de la ajena opinión. Habitualmente, se sentía satisfecho con sus propias convicciones. Sin embargo, había veces en que hacía excepciones. Aquélla era una de éstas.

Él y Spence charlaron brevemente. A continuación, Poirot se puso al habla con un servicio de automóviles de alquiler. Otra breve conversación con su amigo y el inspector Raglan se puso en camino. Tenía que dirigirse con el coche a Londres, pero hizo un alto en plena ruta. Se dirigió luego a «Los Olmos». Anunció al conductor del vehículo que no tardaría en volver, que estaría en el edificio un cuarto de hora todo lo más. Seguidamente, solicitó ser recibido por la señorita Emilyn.

—Lamento molestarla a esta hora. Seguramente, es para usted la de la cena.

—Monsieur Poirot; no puedo sentirme molesta por su presencia aquí, si su visita es justificada.

—Es usted muy amable. Con franqueza: necesito su consejo.

—¿De veras?

La señorita Emilyn se mostró ligeramente sorprendida. Bueno, había algo más que sorpresa en su rostro: había un profundo escepticismo.

—Eso no parece estar muy de acuerdo con su manera de ser, monsieur Poirot. ¿No se siente habitualmente satisfecho con sus propias opiniones?

—Sí. Me siento satisfecho con mis propias opiniones, pero me sentiría auténticamente respaldado y tranquilo si alguien cuyo modo de pensar al respecto estuviese de acuerdo conmigo.

Ella no habló, limitándose a mirarle fijamente a los ojos.

—Sé quién es el asesino de Joyce Reynolds —manifestó Poirot—. Estoy firmemente convencido de que usted también conoce su identidad.

—Yo no diría eso —respondió la señorita Emilyn—. No lo he dicho.

—Usted no lo ha dicho, desde luego. Y tal hecho puede inducirme a pensar que se trata por su parte de una opinión solamente.

—¿De una corazonada? —inquirió la señorita Emilyn.

Su tono fue ahora más frío que nunca.

—Preferiría no verme obligado a utilizar esa palabra. Preferiría decir que usted se ha formado una opinión concreta.

—Muy bien, entonces. Admitiré que me he formado una opinión concreta. Eso no significa que esté obligada a dársela a conocer.

—Lo que yo quisiera, mademoiselle, es escribir cuatro palabras en un trozo de papel. Luego, le preguntaré si está de acuerdo con lo que yo haya anotado.

La señorita Emilyn se puso en pie. Cruzó la habitación, en dirección a su mesa, cogió un papel y se aproximó a Poirot con él.

—Ha conseguido usted despertar mi interés —manifestó—. Cuatro palabras.

Poirot había sacado de un bolsillo de su americana una pluma. Escribió algo en el papel, dobló el mismo y lo puso en manos de ella. La señorita Emilyn procedió a desdoblar parsimoniosamente la hoja, fijando la vista en su texto.

—¿Y bien?

—Por lo que respecta a dos de las palabras que figuran en el texto, estoy de acuerdo con usted, sí. En lo tocante a las otras dos, lo encuentro más difícil. Carezco de pruebas, realmente, y no se me había ocurrido la idea.

—Pero por lo que se refiere a los dos primeros vocablos…, ¿tiene pruebas concretas?

—Yo considero que sí.

—Agua —dijo Poirot, pensativo—. Nada más oír eso, usted lo supo. Nada más oír eso, yo lo supe. Usted está segura; yo también. Y ahora —añadió Poirot—, un niño ha muerto ahogado en un arroyo, en una corriente de agua. ¿Está informada?

—Sí. Alguien me llamó por teléfono, para decírmelo. Es el hermano de Joyce. ¿En qué punto le afectaba todo?

—Deseaba dinero —declaró Poirot—. Lo logró. Y claro, cuando se presentó la oportunidad, fue ahogado…

El tono de su voz continuó siendo el mismo de momentos antes. Todo lo más, pudo advertirse en sus palabras una inflexión dura.

—La persona que me puso al corriente del episodio —manifestó Poirot—, sentía una compasión inmensa por el chiquillo. Estaba trastornada emocionalmente. Pero yo no me siento así. Es la segunda criatura de este poblado que muere. Ahora bien, su muerte no constituye un accidente. Ha sido, como tantas cosas de nuestra existencia, el resultado de sus acciones. Quería dinero y corrió un riesgo. Era inteligente, era suficientemente astuto para darse cuenta de que se enfrentaba con un riesgo… ¡Ah! Pero necesitaba a toda costa el dinero. Tenía diez años, pero la causa y el efecto es igual en cuanto a su relación que pueda serlo a los treinta, cincuenta o noventa años. ¿Usted sabe qué es lo primero que pienso en semejantes situaciones?

—Yo diría —declaró la señorita Emilyn—, que a usted le interesaba mucho más la justicia que la compasión…

—La compasión que yo pudiera sentir —indicó Poirot—, no ayudaría en nada a Leopold. Éste ya no necesita la ayuda de nadie. La justicia, si es que conseguimos que se haga justicia, usted y yo, tampoco va a servirle de nada al pequeño. Pero pudiera ser que fuese útil a algún otro Leopold, pudiera ser que lográsemos que salvasen sus vidas otros niños… Para ello tendríamos que actuar con rapidez. El asesino que ha actuado más de una vez es temible, pues ha encontrado en el crimen una especie de seguridad. Me dirijo ahora a Londres, donde me entrevistaré con ciertas personas, a fin de tratar con ellas la mejor forma de proceder. Quizás haya de esforzarme por contagiarles mis incertidumbres.

—Es posible que la tarea le resulte difícil —observó la señorita Emilyn.

—No. No lo creo. Las formas, los medios, pudieran ser difíciles, pero creo que podré convencerles al darles mi opinión sobre lo sucedido realmente. Y es que esas personas se hallan en posesión de cerebros que entienden el mecanismo de la mente criminal. Hay algo más que quisiera pedirle. Deseo conocer su opinión… Su opinión solamente. No hablemos de pruebas. Quiero saber lo que piensa acerca del carácter de Nicholas Ransom y Desmond Holland. ¿Me aconsejaría usted que confiara en ellos?

—Yo diría que esos dos muchachos son dignos de confianza. Tal es mi sincera opinión. Los dos son muy superficiales, pero se muestran así en las cosas de la vida que carecen de importancia. Fundamentalmente, están bien formados. Son chicos sanos como una manzana… sin gusanos.

—De una manera u otra, siempre acabamos volviendo a las manzanas —comentó Hércules Poirot, entristecido—. Tengo que irme ahora. Mi coche espera. Todavía he de hacer otra gestión.

C
APÍTULO
XXIII
1

¿
SE ha enterado usted de lo que ocurre ahora en Quarry House, en sus jardines? —preguntó la señora Cartwright, colocando en su cesta de la compra dos grandes paquetes.

—¿Se refiere usted a la zona denominada Quarry Wood? —inquirió Elspeth Mackay, a quien se estaba dirigiendo la señora Cartwright—. Pues no… No me he enterado de nada en particular.

Elspeth seleccionó un paquete de cereales. Las dos mujeres habían entrado en aquel supermercado, abierto recientemente, para hacer sus compras de la mañana.

—Se afirma que los árboles del lugar son peligrosos. Hoy llegaron dos especialistas, dos de esos hombres que trabajan con los ingenieros de montes. En una ladera de mucha inclinación hay un árbol a punto de caer al suelo. Bueno, estas cosas no son raras en tales sitios. Uno de los árboles de Quarry Wood fue alcanzado por un rayo el invierno pasado… El caso es que los hombres están poniendo al aire las raíces de los árboles en cuestión. Una lástima. Aquello va a quedar de cualquier modo.

—Me imagino que esos dos individuos sabrán lo que se traen entre manos —manifestó Elspeth Mackay—. Tendrán quiénes les manden, sus superiores…

—Por las inmediaciones anda también una pareja de policías, manteniendo a la gente a raya, procurando que no se acerque demasiado a donde no debe… Se habla de averiguar qué fue lo que afectó a los árboles primero.

—Ya —repuso, lacónica, Elspeth Mackay.

Probablemente, comprendía el alcance de las palabras que acababa de escuchar. No era que alguien le hubiese explicado su significado anteriormente. Pocas veces necesitaba Elspeth que le dieran explicaciones.

2

Ariadne Oliver desplegó el telegrama que acababa de serle entregado en la puerta. Estaba tan habituada a tomar sus telegramas por teléfono, mientras buscaba desesperadamente a su alrededor un lápiz para tomar nota, al tiempo que insistía firmemente en que debía serle enviada una copia confirmatoria, que se sobresaltó al hacerse cargo de lo que estimaba un despacho telegráfico «de verdad».

Haga el favor de llevarse a la señora Butler y a Miranda a su piso enseguida. Punto. No hay tiempo que perder. Punto. Importante ver doctor para operación.

La señora Oliver entró en la cocina, donde Judith Butler andaba ocupada, preparando una mermelada.

—Judy —le dijo Ariadne—. Coja una maleta y ponga en ella lo más indispensable. Regreso a Londres y usted va a acompañarme, con Miranda.

—Es usted muy amable, Ariadne, pero tengo un puñado de cosas por en medio aquí todavía. De todos modos, además, no tenemos por qué apresurarnos tanto… ¿Ha de ser hoy eso?

—Sí… Me han dicho que tiene que ser hoy —dijo la señora Oliver.

—¿Qué le han dicho? ¿Quién? ¿La asistenta que cuida de su piso?

—No. Otra persona. Una de las pocas personas cuyas indicaciones suelo atender. Vamos, señora Butler. Apresúrese.

—No puedo irme ahora. Me es imposible.

—Tiene usted que hacerme caso —insistió la señora Oliver—. El coche está preparado. Lo dejé delante de la puerta principal. Nos podemos ir enseguida.

—No quisiera llevarme a Miranda… Podría dejarla aquí con alguien, con los Reynolds o Rowena Drake.

—Miranda nos acompañará, desde luego —dijo la señora Oliver, tajante—. Le ruego que no ponga dificultades, Judy. Esto es muy serio. No sé cómo se le ocurre pensar siquiera en la conveniencia de dejarla aquí con los Reynolds. Dos de sus hijos han sido asesinados, ¿no?

—Sí, sí, es verdad. Cualquiera podría caer en la cuenta de que la desgracia se cierne sobre ese hogar. En él hay alguien, por lo visto, que…

—Creo que estamos hablando demasiado —declaró la señora Oliver—. Si alguien ha de morir ahora, creo que lo más probable es que sea Ann Reynolds…

—¿Qué ocurre con esa familia? ¿Por qué han de ser asesinados todos sus miembros, uno tras otro? ¡Oh, Ariadne! ¡Esto me da miedo, francamente!

—Es natural —repuso la señora Oliver—. Hay veces en que resulta muy lógico sentir miedo. Acabo de recibir un telegrama y estoy actuando de acuerdo con las instrucciones que en el mismo me han pasado.

—¡Oh! No oí sonar el timbre del teléfono.

—Es que no me comunicaron el texto por teléfono. El telegrama me fue entregado en la puerta.

Ariadne Oliver vaciló un momento y luego alargó el papel a su amiga.

—¿Qué significa esto, lo de la operación?

—Se refiere a las amígdalas, probablemente —replicó la señora Oliver—. A Miranda le dolía la garganta la semana pasada, ¿no? Bueno ¿y qué tiene de particular que sea llevada a la consulta de un especialista, en Londres?

—¿Es que se ha vuelto usted loca, Ariadne?

—Lo más seguro. Vámonos, Judy. Miranda se sentirá muy a gusto en Londres. No tiene por qué estar preocupada. Ella no va a ser sometida a ninguna operación. Eso es lo que se denomina una «cobertura» en las novelas de espionaje. La llevaremos al teatro, a la ópera, a ver algún ballet… Depende de lo que la chiquilla prefiera. Me parece que lo mejor que podemos hacer es llevarla al ballet.

—Estoy asustada —declaró Judith.

Ariadne Oliver miró fijamente a su amiga. Temblaba levemente. La señora Oliver pensó que en aquellos instantes le parecía una
ondina
más que en ninguna otra ocasión. La estaba viendo divorciada por completo de la realidad.

Other books

Liv's Journey by Patricia Green
The Girl from Summer Hill by Jude Deveraux
Hearts of Gold by Catrin Collier
Saint Or Sinner by Kendal, Christina
Death Stretch by Peters, Ashantay
Walks the Fire by Stephanie Grace Whitson
Hot Flash by Kathy Carmichael
Switcharound by Lois Lowry