—Vámonos —insistió la señora Oliver—. Prometí a Hércules Poirot sacarla de aquí cuando él me lo indicara. Bien. Ya me lo indicó.
—¿Qué está ocurriendo en este poblado? —inquirió Judith—. No sé por qué se me ocurrió venirme a vivir aquí.
—Una pregunta semejante me he hecho yo —dijo la señora Oliver—. Ahora, la gente se va a vivir a un lado o a otro y no hay que buscar explicaciones. El otro día, una amiga mía estableció su residencia en Moreton-in-the-Marsh. Le pregunté por qué se iba a vivir allí. Me contestó que había sido una ilusión acariciada desde muchos años atrás. Cada vez que pensaba en la jubilación pensaba en el lugar. Le sugerí que debía ser un terreno muy húmedo. Ella me contestó que no sabía… por no haber visitado la región, jamás. He de advertir que mi amiga no es una demente.
—¿Se puso en camino finalmente?
—Sí.
—¿Y le gustó el lugar de sus sueños?
—Bueno, no he vuelto a tener noticias de ella —manifestó la señora Oliver—. Hay que reconocer que la gente es muy rara, ¿eh? Se forja deseos, obligaciones…
Trasladáronse al jardín.
—Miranda: nos vamos a Londres.
La chica se les acercó lentamente.
—¿Que nos vamos a Londres?
—Ariadne nos va a llevar en su coche —anunció la madre—. Una vez allí, asistiremos a una representación teatral. La señora Oliver piensa incluso en que tengamos la oportunidad de conseguir unas entradas para el ballet. ¿Te gustaría ver el ballet?
—Me gustaría mucho, muchísimo —contestó Miranda, con los ojos encendidos de entusiasmo—. Antes de marcharme, sin embargo, tengo que despedirme de una de mis amigas.
—Es que nos vamos ahora mismo prácticamente.
—¡Oh! No tardaré. Debo justificarme, ¿sabes? Prometí hacer ciertas cosas y ahora, ya ves…
Miranda echó a correr por el jardín, perdiéndose por la abertura del seto.
—¿Y quiénes son los amigos habituales de Miranda? —preguntó la señora Oliver, con curiosidad.
—Nunca lo he sabido realmente —informó Judith—. Esta chica no dice nada nunca. En ocasiones me figuro que los únicos amigos que tiene son los pájaros, las aves en general, que se dedica a observar. Y otros pobladores de la campiña. Las ardillas, por ejemplo. Creo que es una niña que cae bien en todas partes, pero no sé que tenga amigos especiales… Muy de tarde en tarde invita a sus amigos a tomar el té. Yo creo que su mejor amiga fue siempre Joyce Reynolds —la señora Butler añadió—. Joyce le refería cosas fantásticas, le hablaba de elefantes y tigres —la madre de Miranda hizo una pausa—. Bueno ya que usted ha insistido tanto, habré de ponerme a preparar nuestros efectos personales. No quisiera irme, sin embargo. Me dejo muchas cosas a medias. Esta mermelada, que estaba preparando… ¡Oh! No es posible.
—Tenemos que marcharnos, Judy —dijo la señora Oliver.
Judith sacó de una habitación un par de maletas. Miranda se plantó inesperadamente en la puerta, respirando de una manera agitada. Había vuelto corriendo.
—¿Es que no vamos a comer primero? —inquirió.
A pesar de su aspecto de personaje menudo del bosque, era una criatura llena de salud, que disfrutaba comiendo.
—Por el camino comeremos. Haremos un alto en cualquier parte —anunció la señora Oliver—. Nos detendremos en «El Muchacho Negro» de Haversham. Lo pasaremos bien. El establecimiento se encuentra a unos tres cuartos de hora de aquí y sirven allí unas comidas estupendas. En marcha, Miranda. Esto no vamos a dejarlo para luego, ¿sabes?
—Ya no dispongo de tiempo para decirle a Cathie que no puedo ir al cine con ella mañana. Quizá sería mejor que la telefoneara…
—Venga, date prisa —recomendó la madre.
Miranda entró en el cuarto de estar, donde se encontraba el teléfono. Judith y la señora Oliver colocaron las maletas en el coche. Miranda salió de la habitación.
—Dejé un recado —declaró, casi sin aliento—. Ya está todo en orden.
—Creo que está usted loca, Ariadne —dijo Judith nada más entrar en el vestíbulo—. Completamente loca. ¿A qué viene todo eso?
—Ya lo sabremos a su debido tiempo, me parece. ¿Quién de los dos es el loco verdaderamente? ¿Él o yo?
—¿Él? ¿A quién se refiere usted?
—A Hércules Poirot, naturalmente —respondió la señora Oliver.
Hércules Poirot se hallaba en una habitación de un edificio londinense, charlando con cuatro hombres. Uno de ellos era el inspector Timothy Raglan, quien exhibía su rostro de póquer y su expresión respetuosa, como siempre que se encontraba en presencia de sus superiores. El segundo acompañante era el superintendente Spence. El tercero era Alfred Richmond, condestable jefe del condado. En el cuarto se veía un individuo de grave aspecto, perteneciente a la oficina del fiscal. Todos miraban a Hércules Poirot atentamente, sopesando sus palabras con cuidado.
—Parece estar usted muy seguro de lo que dice, monsieur Poirot.
—Lo estoy, en efecto. Hay detalles que me reafirman en mis opiniones.
—Los móviles parecen muy complejos, si me permite realzar tal circunstancia.
—No hay nada de complejo en realidad. Todo es difícil de ver por el mismo hecho de su sencillez.
—Dispondremos de una prueba concluyente —anunció el inspector Raglan para combatir el escepticismo de su oponente—. Por supuesto, si hubo error en este asunto.
—
Ding, dong dell, no pussy’s in the well
[*]
—respondió Hércules Poirot—. ¿No es eso lo que quiere usted significar?
—Bien. Tiene usted que convenir conmigo en que se trata solamente de una suposición por su parte.
—Hay cosas que apuntan claramente a lo que yo sostengo. Una chica desaparece… Y no existen muchas causas probables determinantes de su desaparición. Lo primero que se piensa es que se ha ido con algún hombre. Después viene lo de imaginarse que ha muerto. Todo lo demás, aparte de estas dos causas, suele ser muy traído por los pelos, no dándose prácticamente en la vida real.
—¿No puede someter a nuestra consideración otros puntos, monsieur Poirot?
—Sí. He estado en contacto con una firma muy conocida que se dedica a la venta de fincas. Sus directores son amigos míos, hallándose especializados en la adquisición de bienes inmuebles en las Indias Occidentales, el Egeo, el Adriático y el Mediterráneo, aparte de otros sitios. Sus clientes, habitualmente, como es natural, son ricos. He aquí una operación realizada por ellos que quizá merezca su interés.
Poirot mostró a sus oyentes un papel plegado.
—¿Y usted cree que esto guarda relación con lo otro?
—Estoy seguro de ello.
—Yo creí que la venta de islas estaba prohibida por ese gobierno…
—El dinero se abre camino por los puntos más insospechados.
—¿Hay algo más que usted desea que examinemos?
—Es posible que dentro de veinticuatro horas pueda ofrecerles algo que, en mayor o menor grado, liquide el asunto.
—¿De qué se trata?
—¿De qué se trata? Nada menos que de un testigo…
—¿Quiere usted decir…?
—Hablo de alguien que fue testigo de un crimen.
El hombre de la oficina del fiscal miró a Poirot, con un gesto de incredulidad más acentuado.
—¿Dónde se encuentra actualmente ese testigo?
—Espero que camino de Londres. Confío en no equivocarme.
—Parece estar preocupado, ¿eh?
—Estoy preocupado, efectivamente. Yo he hecho lo que en mi mano estaba para que todo saliese bien, pero he de admitir que me siento muy inquieto. Sí. Tengo miedo a pesar de las medidas que he tomado. Fueron medidas de protección… Es que nos enfrentamos… no sé cómo decirlo… nos enfrentamos con un despliegue de rudeza, de rápidas reacciones, de codicia, una codicia que va más allá de los límites normales en el ser humano… Estimo posible, incluso, que haya en todo este asunto como un ramalazo de locura. Hablo de una locura no espontánea, sino cultivada. Se trata de una semilla que ha enraizado bien, desarrollándose deprisa. Finalmente, ha terminado por inspirar una actitud ante la vida que nada tiene de humana.
—Sobre este caso habremos de acoplar algunas opiniones —manifestó el hombre de la oficina del fiscal—. Hay que evitar precipitaciones nocivas. Desde luego, mucho es lo que depende de la experiencia… forestal. Si de ella sale algo positivo, podremos seguir adelante; de ser negativa, tendremos que medir nuestros pasos.
Hércules Poirot se puso en pie.
—He de marchar ahora. Les he dicho ya todo lo que sé, todo lo que temo, aquello que estimo posible. Me mantendré en contacto con ustedes.
Poirot estrechó sucesivamente las manos de todos sus oyentes.
—Encuentro a ese Poirot un tanto extravagante —dijo el hombre de la oficina del fiscal—. ¿Ustedes no creen que está un poco tocado de la cabeza? Los años seguramente… ¿Puede uno confiar enteramente en las facultades mentales de una persona de su edad?
—A mí me parece que puede usted confiar por entero en él —declaró el condestable jefe—. Al menos, tal es mi impresión. A usted, Spence, le conozco hace muchos años. Usted es amigo suyo. ¿Cree que Hércules Poirot ha empezado a chochear? Sinceramente.
—No lo creo, en absoluto —indicó el superintendente Spence—. ¿Cuál es su opinión, Raglan?
—Hace muy poco tiempo que lo conozco, señor. Al principio pensé… Bueno estimé que su manera de hablar, sus ideas, resultaban un tanto fantásticas. Luego, me convencí de lo contrario. Yo opino que al final va a ser él quien tenga razón.
L
A señora Oliver se había refugiado tras una mesa, junto a una de las ventanas de «El Muchacho Negro». Era todavía temprano, de modo que el comedor todavía no se había llenado. Luego, Judith Butler, que había entrado en el tocador de señoras para empolvarse un poco la nariz, regresó, sentándose enfrente de su amiga.
—¿Qué es lo que va a comer Miranda? —inquirió la señora Oliver—. Diremos que nos sirvan algo para ella también, ¿eh? Supongo que no tardará ya en volver.
—A Miranda le gusta mucho el pollo asado.
—Bueno. No tendremos dificultades entonces. ¿Y usted qué prefiere?
—Lo mismo.
—Tres pollos asados —dijo la señora Oliver al camarero.
Ariadne se recostó en su asiento, estudiando a su amiga.
—¿Por qué me mira de esta forma, Ariadne?
—Estaba pensando —respondió la señora Oliver.
—Pensando…, ¿qué?
—Pensaba en las pocas cosas que yo conozco acerca de usted.
—Bueno, eso es lo que nos pasa con todas las personas que tratamos.
—Quiere usted decir que nunca lo sabemos todo con respecto al prójimo.
—Aproximadamente.
—Quizás esté usted en lo cierto.
Las dos mujeres guardaron silencio.
—Los camareros son aquí bastante lentos a la hora de servir las mesas —comentó después la señora Butler.
Llegó un camarero con una bandeja llena de platos.
—Miranda, tarda ya… ¿Sabe dónde queda este comedor?
—Debe saberlo. Llegamos a asomarnos a él.
Judith se puso en pie, impaciente.
—No tendré más remedio que ir en su busca.
—¿Se habrá sentido mareada después del viaje en coche? ¿Se trastorna en los vehículos su hija?
—De más niña sí que le ocurría eso…
La señora Butler se reunió con Ariadne de nuevo cuatro o cinco minutos más tarde.
—En el tocador de señoras no está —manifestó—. Hay en él una puerta al exterior, que da al jardín. Es posible que la utilizara al salir de allí. Vería algún pájaro raro, algún árbol que le llamara la atención. Esta chiquilla es así…
—Hoy no disponemos de tiempo para los pájaros —contestó la señora Oliver—. Vaya a buscarla… Haga lo posible por localizarla cuanto antes. Tenemos que proseguir con nuestro viaje.
Elspeth Mackay cogió varias salchichas con un tenedor, colocándolas sobre un plato que introdujo en el frigorífico. Luego, empezó a pelar unas patatas.
Sonó el timbre del teléfono.
—¿La señora Mackay? Aquí el sargento Goodwin. ¿Está su hermano en casa?
—No. Se encuentra en Londres.
—El caso es que he telefoneado a Londres… Se fue. Cuando regrese dígale que hemos obtenido un resultado positivo.
—¿Quiere usted decir que han encontrado un cadáver en el pozo?
—No ha conducido a nada silenciar la cosa. Se ha sabido enseguida en todas partes.
—¿De quién se trata? ¿Es el cadáver de la servidora de la señora Llewellyn-Smythe?
—Al parecer, sí.
—¡Pobre muchacha! —exclamó Elspeth—. ¿Se arrojó al pozo? ¿Qué le pasó concretamente?
—No fue un suicidio… La muchacha murió apuñalada. Se trata, indudablemente, de un asesinato.
Después de haber abandonado su madre el tocador de señoras, Miranda aguardó un minuto o dos… Seguidamente, abrió la puerta, asomándose con todo género de precauciones. Luego, le llegó el turno a la que llevaba al jardín. Unos momentos más tarde se deslizaba por el sendero que conducía a un lugar en el que habían estado las cuadras de la antigua posada, convertidas ahora en un flamante garaje.
Desde allí, por una pequeña puerta, se salía a un camino. A escasa distancia había un automóvil estacionado. Dentro del mismo vio un hombre de enmarañadas cejas, grisáceas, como su barba, que estaba leyendo un periódico. Miranda abrió la portezuela y subió al vehículo, instalándose en el asiento situado junto al conductor. Inmediatamente, dejó oír una risita.
—Tiene usted un aspecto muy gracioso.
—Ríete, ríete, pequeña, si es eso lo que te apetece. Aquí no va a llamarte nadie la atención.
El coche arrancó. Poco después abandonaba el camino, torciendo a la derecha. Un giro a la izquierda y otro a la derecha, de nuevo, llevó el automóvil a otra carretera, de menor importancia que la anterior.
—En cuanto a la hora, vamos bien —dijo el hombre de la barba gris—. En el momento preciso podrás ver el hacha doble como debe ser admirada. Y también Kilterbury Down. La vista es maravillosa.
Otro coche les pasó a tan escasa distancia que se vieron forzados a echarse hacia una cuneta.
—Esos jóvenes idiotas… —comentó el barbudo.
Uno de los jóvenes llevaba los cabellos muy largos, tanto que le llegaban a los hombros siendo portador de unas gafas que le daban aspecto de búho. El otro, con sus largas patillas y moreneces, parecía un tipo latino, mediterráneo.