Read Las maravillas del 2000 Online
Authors: Emilio Salgari
—Nunca podremos ponernos de acuerdo con esos canallas —murmuró Brandok—. Los delincuentes de hace cien años eran iguales a éstos. La ciencia ha perfeccionado todo, menos la raza, y el hombre malvado sigue siendo malvado. Pasarán siglos y siglos pero levantando la capa de la civilización siempre se encontrará debajo al hombre primitivo con instintos sanguinarios.
La cuerda, vigorosamente izada por el capitán y sus compañeros, había llegado hasta los bordes del pozo.
El confinado que se había aferrado a ella, un joven casi imberbe, rubio, esmirriado, todo brazos y piernas, apenas se vio casi afuera dejó la cuerda saltando ágilmente sobre la
cúpula.
—Mira y baja a contar a tus compañeros lo que has visto —le dijo Jao.
—Me importa poco que estemos en el mar o en el infierno —respondió el preso, aspirando el aire largamente—. Salí de esa carnicería y con eso me basta. Mátenme, si quieren, pero nunca más volveré allá abajo. Me harían pedazos.
a—Quédate entonces —dijo el capitán—, pero te advierto que si intentas hacer algo contra nosotros, tendrás que ajustar las cuentas con mi revólver eléctrico.
—No les daré ningún problema, se lo juro, señor.
Abajo, los confinados, aullaban a garganta partida. Pero la gran voz de la tempestad no tardó en ahogar todos esos clamores.
El huracán sacudía por segunda vez el Atlántico.
—¿Adónde iremos? —se preguntó el capitán, que miraba con inquietud las olas que se estrellaban con furia extrema sobre los campos de los sargazos.
Al cabo de un rato la ciudad flotante, que estaba un poco inclinada, se enderezó de golpe, emergiendo bruscamente varios metros.
—¡Agárrense de los travesaños! —gritó Jao.
Una ola monstruosa, pasando a través del campo de los sargazos en que se apoyaba la ciudad flotante, caía, avanzando con mil rugidos e impulsando hacia adelante cortinas de agua pulverizada que oscurecían hasta la luz de las lámparas.
—¿Nos movemos? —preguntó Brandok, que con su robusto brazo tenía aferrado a Toby para que no fuese arrastrado por la ola.
Una tromba, una verdadera tromba de agua, pasó sobre ellos, cubriéndolos y bañándolos de la cabeza a los pies; después, la ciudad flotante se desplazó y dio un salto inmenso.
Estaba libre de nuevo
Por segunda vez la ciudad submarina se encontraba a merced del océano. Las fuerzas brutales de la naturaleza habían vencido nuevamente, pero esta vez no para mal, pues había liberado a los náufragos —si se los puede llamar así —de una prisión que hubiera podido ser fatal para ellos.
La enorme masa de agua había iniciado de nuevo su danza desordenada. ¿Adónde iba? Nadie lo sabía. Pero lo cierto es que el viento y las olas los empujaban hacia el nordeste, en dirección a las islas Canarias.
Los siete hombres, dado que con ellos había quedado el joven confinado, no estaban muy alegres.
Los presos tenían mejor suerte, porque al menos estaban protegidos por las paredes de acero, resguardados de los golpes del mar y de las terribles sacudidas del viento, aunque sufrieran el frío intenso que incesantemente despedían los tanques de aire líquido.
—Toby —dijo Brandok, mientras las olas seguían pasando sobre la cúpula con un ímpetu espantoso—, como buen norteamericano nunca me disgustaron las aventuras, pero ya empiezo a tener bastante de esta interminable historia. ¿Sabes lo que pienso?
—Piensas que las olas son demasiado violentas y que el Atlántico no es muy clemente con los hombres de hace cien años.
—No: que nosotros terminaremos mal.
—¿Y te lamentas después de haber vivido casi un siglo y medio y haber visto tantas maravillas? ¿Sin mi licor qué serías tú a estas horas? Un montoncito de cenizas sin un trozo de hueso siquiera.
—Tienes razón, Toby —respondió Brandok esforzándose por sonreír—. ¡Entre centenares y centenares de personas desaparecidas en los abismos de la muerte, sólo nosotros hemos sobrevivido, y yo tengo el valor de lamentarme!
—Confórmate con vivir una hora o un mes y no pienses en otra cosa. Suceda lo que suceda, ningún otro mortal tuvo tanta suerte como nosotros. Cuídate, en cambio, de las olas. Ponen en peligro nuestras vidas.
Y las ponían en peligro de verdad. Nunca el Atlántico había desencadenado una cólera como ésa, ni en cincuenta o cien años. Brandok, que en su juventud lo había atravesado muchas veces, nunca lo había visto así.
Pero, sobre todo, era la extrema tensión eléctrica lo que sorprendía a los dos norteamericanos. Los relámpagos tenían una duración extraordinaria, de cinco y hasta diez minutos a veces, y los rayos caían por decenas, todos a la vez. Brandok, probablemente más nervioso que Toby, saltaba como si recibiera descargas eléctricas, y cuando se pasaba la mano por la cabeza, sus cabellos, aunque estaban mojados, crepitaban y despedían chispas eléctricas.
La ciudad flotante, mientras tanto, seguía arrastrada por las olas como si fuera una simple cáscara de nuez. Ya no era una nave: se la podía considerar un inmenso cascajo sujeto a los caprichos del océano.
Durante toda la noche y también durante el día siguiente la enorme masa, incesantemente atacada por las olas, erró por el Atlántico sin que los náufragos pudiesen tratar de darle una dirección.
Durante todo ese tiempo los confinados, probablemente muy impresionados por el fragor de las olas, por el retumbar incesante de los truenos y los sobresaltos desordenados de su ciudad, se habían quedado tranquilos.
Además, el frío intenso que reinaba abajo había calmado sus furores. Jamás un frigorífico había estado tan frío, ya que los cristales de hielo habían envuelto hasta los cadáveres, deteniendo su putrefacción.
A la mañana del segundo día, el capitán, que siempre estaba de guardia con el piloto, resistiendo tenazmente al sueño, gritó:
—¡El Tenerife!
Los tres norteamericanos, Jao y el joven confinado, que dormitaban atados a los travesaños de acero para no ser arrastrados por las olas que el Atlántico enviaba sin tregua contra la cúpula, al oír ese grito se incorporaron.
Comenzaba a despuntar el alba, pero era un alba grisácea, de aspecto triste, ya que las tempestuosas nubes no permitían que la luz se difundiese libremente.
Hacia el levante, a gran altura, se alzaba una columna de fuego, oscilando en todas direcciones y agujereando el cielo.
—¿Todavía está en erupción esa gigantesca montaña? —preguntó Brandok.
—Parece que ha vuelto a despertarse —respondió el capitán.
—¿El viento nos impulsa hacia esas islas?
—Lamentablemente, sí —exclamó el capitán.
—¿Conque después de los confinados tendremos que vérnoslas con las bestias feroces?
—No todas las islas están pobladas de leones, tigres, panteras, jaguares, leopardos, etcétera, señor. Hay muchas que sirven de asilo seguro a animales inofensivos, o casi, como los bisontes, los últimos especímenes de su país, avestruces, jirafas, gacelas, ciervos, gamos y otros más que no sabría nombrar. Si las olas nos empujan hasta una de estas últimas, no tendremos nada que temer, por el contrario, nos haremos unos asados exquisitos. Desgraciadamente me parece que las olas nos están arrojando hacia Tenerife.
—Me está haciendo poner la piel de gallina, capitán.
—Nos refugiaremos en el fondo de la ciudad.
—Y entonces los presos nos harán pedazos.
—¡Al diablo! Me había olvidado que tenemos un volcán debajo de nuestros pies —dijo el capitán del Centauro—. Pero aún no estamos en tierra y no sabemos adónde enviarán a estrellarse a esta inmensa caja de metal estas caprichosas olas.
—¿Teme que se destroce? —preguntó Toby.
—Las playas de esta isla están casi todas cortadas a pico o no sabría decirle, señor, en qué estado nos acercaremos a ellas. Seguramente no muy bien. ¿Encontraremos allí olas gigantes que arrojarán la ciudad quién sabe dónde? Suceda lo que suceda, les aconsejo que no abandonen ni un solo instante los travesaños de la cúpula; el que se deje arrastrar por las olas terminará despedazado. ¡Mucho cuidado y aférrense bien!
La ciudad flotante era arrastrada hasta la— antigua posesión española que los furores de la montaña habían vuelto inhabitable.
El enorme cono, casi como si quisiera acompañar la rabia del Atlántico, escupía lava con vigor, y cubría todo de fuego.
A lo largo de sus abruptas laderas descendían verdaderos ríos de lava, incendiando los bosques.
Bombas colosales salían de su cráter llameante y, después de atravesar las nubes, volvían a caer describiendo arcos soberbios y estallaban haciéndose pedazos, dejando tras de sí rastros de fuego.
El viejo volcán, apagado desde hacía millones de años y que había revivido, volvía a hacer sentir su fuerza.
Estampidos colosales, que a veces conseguían sofocar el retumbar de los truenos, salían de su garganta de fuego.
—¿Quién hubiera dicho que ese coloso se despertaría un día y por dos veces seguidas? —murmuró Toby—. Eso indica que la Tierra todavía no ha comenzado a enfriarse.
La ciudad flotante, mientras tanto, seguía avanzando, pasando por el amplísimo canal existente entre la Gran Canaria y la isla de Puerto Ventura, con el grave peligro de chocar contra los innumerables peñascos que habían surgido después de la erupción del Tenerife.
Como las olas eran menos tumultuosas a causa de las barreras invencibles que las dos islas oponían a los furores del Atlántico, el capitán y sus compañeros se habían levantado.
Una luz intensa, roja como la de la aurora boreal, descendía del inmenso cono, tiñendo las aguas de reflejos sangrientos.
El espectáculo era sublime y al mismo tiempo espantoso.
Torbellinos de humo, también rojizo, pero que de cuando en cuando adquirían reflejos siniestros, como si masas de azufre estuvieran ardiendo dentro del cráter, se extendían debajo de las tempestuosas nubes, revolviéndose en las alas del viento.
Las bombas seguían estallando con un fragor de trueno, destrozando e incendiando las antiquísimas selvas, mientras que los torrentes de lava se extendían como un mar de fuego.
—Una vez vi al Vesubio —dijo Brandok—. Pero aquello, comparado con este titán, era un juguete.
La ciudad flotante, siempre impulsada por las olas, había entrado en la zona iluminada. Parecía que estuviera navegando en un mar incandescente.
Los vidrios de la cúpula, reflejando los resplandores del volcán, proyectaban hasta el fondo de la ciudad una luz tan intensa que hacía palidecer la que emitían las lámparas de radium.
Los confinados, que no podían adivinar de qué se trataba, gritaban espantosamente, sin que ninguno se ocupase de explicarles de dónde provenían esos intensos resplandores.
Era demasiada la ansiedad, o mejor, la angustia que se había adueñado del capitán y sus compañeros, para que pudieran pensar en los que se estaban helando dentro de la gigantesca masa de acero.
El choque iba a producirse de un momento a otro.
Tenerife estaba a pocas brazas de distancia y las olas seguían impulsando a la ciudad flotante con gran ímpetu. ¿Resistiría o se destrozaría? Ésa era la pregunta que atormentaba a todos, sin encontrar una respuesta.
Eran las dos de la mañana.
El volcán ardía y tronaba con creciente furor.
Parecía como si toda la isla estuviese en llamas.
Los tres norteamericanos, el capitán, el piloto y los dos confinados se habían echado en la cúpula, aferrándose fuertemente a los travesaños.
Las olas, que avanzaban por el canal, no dejaban de asaltar ese obstáculo que les impedía desplegarse libremente.
Llegaban una tras otra, con intervalos brevísimos, levantando formidables remolinos.
De improviso la ciudad flotante se elevó unos metros con un ruido ensordecedor, y después giró sobre un costado, acercándose a una playa que había aparecido de pronto después del retiro del último golpe del mar.
Una parte de la cúpula se hizo pedazos con un ruido inmenso, cayendo dentro de la ciudad con Jao y el joven confinado, que por desgracia se encontraban en ese sitio.
Los tres norteamericanos, el capitán y el piloto, más afortunados, habían conseguido saltar a tiempo a tierra, trepando velozmente por la playa antes de que la ola gigante volviera al asalto.
El mar, en ese lugar, ofrecía un espectáculo horrible. Las olas, detenidas bruscamente en su carrera impetuosa, golpeaban la isla con un estruendo ensordecedor y espantoso. Inmensas columnas de espuma caían, con fragor de trueno, contra las rocas, destrozándolas, pulverizándolas.
La ciudad flotante, golpeada por todos lados, chocaba y volvía a chocar contra la costa.
La enorme caja de metal, que durante largos años, en el escollo al que estaba fijada, había desafiado impunemente la rabia del Atlántico, poco a poco se destrozaba.
Desde el interior llegaban gritos horribles. Los presidiarios, viendo que el agua entraba por la cúpula prácticamente deshecha, escapaban para todos lados para no morir ahogados por el formidable asalto de las olas.
—¡Están perdidos! —dijo el capitán, que se mantenía aferrado a una roca, al lado de Brandok.
—¿Usted lo cree? —preguntó éste con voz conmovida.
—Ninguna construcción humana puede resistir semejantes golpes. Dentro de media hora, o quizás menos, las paredes metálicas se abrirán y ninguno de esos desgraciados se salvará.
—¿No podemos intentar nada para arrancarlos de las manos de la muerte? —preguntó Toby, que se encontraba al otro lado del capitán.
—¿Qué quieren hacer? ¡Si bajamos, las olas nos llevarán sin que podamos ayudar a los habitantes de esa pobre ciudad!
—Se me rompe el corazón viéndolos morir de ese modo.
—Piense que está asistiendo al naufragio de un barco. El océano, de cuando en cuando, reclama sus víctimas.
—Y a nosotros, ¿qué suerte nos está reservada? —preguntó Brandok.
—No muy alegre, por cierto, si no llega en nuestro socorro alguna nave —respondió el capitán—. Mañana nos encontraremos entre leones, tigres, leopardos y jaguares, y no sé cómo nos las arreglaremos, señores, ya que es justamente en esta isla donde se han reunido todas las bestias feroces capaces de defenderse por sí solas y, por lo tanto, de conservar su especie.
—¿Y no contamos más que con su revólver?
—Nada más, señores.
—Corremos entonces el peligro de terminar nuestro viaje en el vientre de estos feroces y sanguinarios habitantes.