Read Las maravillas del 2000 Online
Authors: Emilio Salgari
—¡Lamentablemente!
—No tenemos entonces porqué llorar la muerte de los habitantes de la ciudad submarina.
—Quizás tengamos que envidiarla —concluyó el capitán.
Mientras tanto, la enorme caja de acero, empujada y vuelta a empujar por las olas que no cesaban de embestirla, seguía chocando y destrozándose, con un ruido infernal, contra las rocas de la costa.
Los grandes vidrios se rompían y el agua se precipitaba adentro como un río.
Los gritos de los desgraciados que se ahogaban, sin poder escapar de ningún modo a la muerte, poco a poco se volvieron más espaciados y débiles, mientras que el volcán retumbaba y tronaba formidablemente, compitiendo con los fragores de la tempestad.
De pronto la ciudad fue bruscamente elevada y completamente dada vuelta por una ola monstruosa.
El fondo, cubierto de algas y de incrustaciones marinas, apareció un momento en la superficie; después la masa entera fue tragada y desapareció bajo las olas con sus muertos y sus vivos, si todavía quedaba alguno.
—Todo terminó —dijo el capitán, que por primera vez pareció conmovido—. Por otra parte, aunque hubieran podido escapar por ahora a la muerte, no se hubieran salvado más tarde de la venganza de la sociedad. Una buena bomba de silurite que se hubiera dejado caer desde una nave aérea los hubiera hundido para castigarlos por su rebelión.
—¿Qué es el silurite? —preguntó Toby.
—Un explosivo potentísimo, inventado recientemente, que pulveriza una casa de veinte pisos como si fuese un simple castillo de papel —respondió el capitán—. Señores, veo surgir sobre nosotros una roca que me parece cortada casi a pico. ¿Quieren un buen consejo? Apurémonos a llegar a ella antes de que amanezca.
—Tampoco aquí corremos peligro —observó Brandok—. Las olas no llegan hasta nosotros.
—Pero sí podrían llegar las fieras, querido señor —respondió el capitán—. Escalar este escollo no será demasiado dificil para una pantera o un leopardo. Síganme, o más tarde se arrepentirán.
Nadie, salvo el capitán, a quien no se le escapaba nada, había notado hasta entonces que un poco más atrás se levantaba una pequeña roca que podía transformarse en un óptimo refugio contra los asaltos de las innumerables fieras que poblaban la vasta isla.
Los tres norteamericanos, comprendiendo que su salvación estaba allí arriba, aunque apenas conseguían sostenerse en pie, después de tantas vigilias a las que no estaban habituados, siguieron al capitán y al piloto.
La luz intensa, proyectada por el humeante volcán, permitía elegir la parte menos dificil para escalar el pequeño cono.
Pero las paredes eran tan lisas que el capitán comenzaba a dudar mucho de poder alcanzar la cima, cuando descubrió una especie de zanja más bien estrecha, con los márgenes cubiertos de matorrales, cuya pendiente era muy pronunciada pero que no obstante podía servir.
—¡Ánimo, señores! —dijo, viendo que los tres norteamericanos estaban agotados—. Un esfuerzo más: cuando estemos allá arriba van a poder descansar tranquilamente.
Aferrándose a los matorrales y ayudándose unos a otros, después de veinte minutos, lograron alcanzar la cima del cono, que estaba cercenado.
La plataforma superior era muy pequeña, pero era suficiente para cinco hombres.
—Si tienen sueño, duerman —aconsejó el capitán—. Nosotros nos encargaremos de vigilar. Hasta que salga el sol no corremos ningún peligro. Las fieras están demasiado asustadas por la erupción para pensar en nosotros. Esta noche no dejarán sus madrigueras.
—Lo necesito —dijo Brandok, que estaba muy pálido, como si el supremo esfuerzo lo hubiese abatido por completo—. No sé lo que tengo: mis miembros tiemblan y todos mis músculos saltan como si recibieran continuas descargas eléctricas. Es la segunda vez que me pasa esto.
—Yo experimento los mismos efectos —dijo Toby, dejándose caer al piso como un peso muerto.
—Un buen sueño los calmará —dijo el capitán—. Ustedes han experimentado demasiadas emociones en muy pocos días.
El doctor sacudió la cabeza y miró a Brandok, que saltaba y se agitaba como si tuviera una pila dentro del cuerpo.
—Esta intensa electricidad, que ya ha saturado todo el aire del globo y a la cual no estamos habituados, temo que sea fatal para nosotros —murmuró después—. Somos hombres de otra época.
A pesar de los fragores del mar, los rugidos del viento y los formidables estruendos del volcán, los tres norteamericanos cerraron los ojos, durmiéndose casi inmediatamente.
Ya habían pasado tres noches sin dormir, y sólo el capitán y su piloto, acostumbrados a las vigilias, podían resistir esa larga prueba.
Aquel sueño benéfico duró hasta las ocho de la mañana, y quién sabe cuánto habría durado si el capitán no los hubiese despertado con vigorosas y repetidas sacudidas.
El huracán había cesado y el sol, ya alto, lanzaba sus ardientes rayos sobre la verde isla que en otros tiempos había sido una de las más espléndidas perlas del Atlántico.
En medio de aquella tierra fecunda, rica en espléndidas plantas tropicales, descollaba, inmenso, gigante, el Tenerife, de cuyo cráter salían todavía lenguas de fuego y grandes y densas nubes de humo que oscurecían el cielo.
Todos los bosques de la montaña ardían, retorciéndose bajo el acoso de la lava que descendía sin pausa.
Toda la llanura que se extendía hasta la orilla del mar, con ligeras ondulaciones, estaba cubierta de soberbias selvas de palmeras, cocos y bananeros.
Pero no había ninguna casa, ningún campo cultivado: ciudades y pueblos habían desaparecido bajo aquella exuberante vegetación.
—¿Éste es el imperio de las bestias feroces? —preguntó Brandok, que se había recuperado un poco de sus sobresaltos nerviosos.
—Sí, señor —respondió el capitán.
—Pero yo no veo esas terribles bestias.
—No tardarán en aparecer.
—Tiene razón, capitán —dijo el piloto—, no tardarán. Allá abajo hay algunas que se mueven entre los matorrales que rodean la roca. Ya nos han olfateado y se preparan para llenar sus vientres con nuestras carnes. Miren allá.
El capitán y los tres norteamericanos miraron en la dirección que el piloto indicaba con el brazo y no pudieron contener un escalofrío de terror.
Treinta o cuarenta animales de pelambre leonado y espesas melenas negruzcas se abrían paso a través de los matorrales, acercándose a la roca que servía de contrafuerte al cono.
—¡Es una manada de leones! —exclamó el capitán—. Ya están cerca los vecinos que nos harán pasar unos momentos terribles.
—¿Podrán llegar hasta nosotros? —preguntaron Toby y Holker, que estaban más asustados que Brandok.
—Podrían intentar un asalto por el lado de la hendidura —respondió el capitán—. Afortunadamente el paso es estrecho y no podrán presentarse más que de a uno por vez.
—¿Tiene suficientes balas para detenerlos? —preguntó Brandok.
—Yo respondo por seis; en cuanto a los demás... ¡Ah! ¡Recojan piedras y todo cuanto pueda servirnos de proyectiles! ¡Ya están en la zanja! ¡Rápido, señores! ¡No hay tiempo que perder!
Los cinco hombres se dejaron caer en la hendidura, donde había muchas piedras caídas de las rocas por los aguaceros.
Con un esfuerzo supremo subieron muchas a la pequeña plataforma, alineándolas frente a la embocadura de la quebrada.
Apenas habían terminado la recolección cuando los leones, ya bastante cansados de mirar a los cinco hombres desde lejos, se movieron, subiendo la roca.
Rugían espantosamente y mostraban sus agudos dientes mientras sus melenas se agitaban.
Un macho enorme, de estatura imponente, después de haber lanzado un rugido formidable que pareció un trueno, superó el contrafuerte y se lanzó resueltamente a la zanja, clavando las uñas en las hendiduras de la roca.
—Ahorremos, mientras podamos, las municiones —dijo el capitán—. ¡Ayúdenme a lanzar esta bomba, señores!
Tomaron una piedra que pesaría cuarenta kilogramos que poco antes habían llevado, no sin esfuerzo, hasta la plataforma, y esperaron el momento oportuno para arrojarla.
El león, sospechando esa maniobra, se había detenido; pero después, impulsado por el hambre y alentado por los rugidos de sus compañeros, comenzó a trepar. El capitán, que también tenía listo el revólver eléctrico, esperó a que estuviese bien de frente y después gritó:
—¡Ahora!...
La piedra, violentamente empujada hacia adelante, rodó hacia abajo por la hendidura con rapidez fulmínea y cayó encima de la bestia, que en ese momento se encontraba en un sitio estrecho.
Golpeada en la cabeza por el proyectil, se estremeció, fulminada, obstruyendo el paso con su cuerpo.
Pero no era un obstáculo suficiente para aquellos salteadores, que ni siquiera se detenían ante una empalizada de tres o cuatro metros.
Otro león, que inmediatamente después había entrado en la hendidura sin ser visto por los asediados, demasiado ocupados en vigilar los movimientos del primero, anunció su presencia con un rugido formidable. Saltar sobre el cuerpo de su compañero y precipitarse al asalto fue cosa de un momento.
Los defensores de la colinita no tenían tiempo de arrojar una nueva piedra. Afortunadamente el capitán tenía el revólver.
Se oyó un ligero silbido y también la segunda fiera cayó con una bala en el cerebro.
—¡Bravo, capitán! —gritó Brandok.
Los otros leones, más prudentes, se detuvieron; después se pusieron a dar vueltas y vueltas alrededor del cono, llenando el aire de rugidos.
Mientras tanto, en el margen del bosque habían aparecido otros animales. Había tigres, leopardos y jaguares y, cosa extraña, parecía que estaban en buenas relaciones, ya que no se atacaban recíprocamente, como a lo mejor habrían hecho si se hubieran encontrado en sus selvas nativas.
Probablemente el continuo contacto los había persuadido a respetarse recíprocamente, sabiendo que poseían fuerzas casi iguales. Pero es cierto que no respetaban a los más débiles para no morir de hambre.
—Nuestra situación muy pronto va a ser desesperada —dijo el capitán—. Aun cuando consigamos destruir a los leones, allí están los otros animales, no menos peligrosos, listos para reemplazarlos. Les había dicho, señores, que íbamos a envidiar la suerte de los confinados. Era mejor morir ahogados antes que sentir las uñas y los dientes de estas fieras. El océano nos ha perdonado para condenarnos a un final más miserable. ¿Tú qué dices, piloto?
El marinero no respondió. Con una mano extendida delante de los ojos miraba hacia arriba.
—¡Eh, piloto! ¿Te has vuelto mudo? —preguntó el capitán.
Un grito escapó en aquel mismo momento de los labios del marinero.
—¡Un punto negro en el espacio!
—¿Una nave aérea? —preguntó el capitán dando un salto.
—No sé, comandante, si es un gran pájaro o algún socorro que llega en buen momento. Miren bien, mientras yo observo a los leones.
Brandok y sus compañeros se habían dado vuelta, mirando hacia arriba.
Un punto negro, un poco alargado, que no podía confundirse con un pájaro, un águila o un cóndor, y que se agrandaba con fantástica rapidez, hendía el espacio a una altura extraordinaria, como si quisiera pasar sobre la inmensa columna de fuego y humo que vomitaba el cráter del Tenerife.
—¡Sí! ¡Es una nave! ¡Una nave! —gritaron todos.
—Es nuestra salvación que llega en buen momento —respondió el capitán, disparando sobre un tercer león que había decidido moverse para atacar.
La nave voladora desapareció algunos instantes detrás de los torbellinos de humo, y reapareció descendiendo rápidamente. Tenía la proa apuntando hacia el pequeño cono y avanzaba con el ímpetu de un cóndor.
—¡Nos han visto y se dirigen hacia nosotros! —gritó el piloto—. ¡Resista algunos instantes más, comandante!
Los leones, como si se hubiesen dado cuenta de que las presas humanas estaban por escapárseles, volvieron al asalto, mientras muchos tigres y varios jaguares aparecían por entre los matorrales para tomar parte ellos también del banquete humano.
El capitán, viendo que otra fiera entraba en la zanja, no titubeó en gastar otra bala, y, excelente tirador, no erró el blanco.
—Y tres —dijo—. Pero todavía quedan quince o dieciséis, sin contar todas las otras fieras que parece que están ansiosas por probar un poco de carne humana. Por otra parte, no están equivocados. Desde hace muchos años no deben probar un plato como éste.
Un cuarto león, después de haber lanzado un rugido espantoso, trepó por la zanja saltando sobre los cadáveres de sus compañeros, pero no tuvo mejor suerte.
Los náufragos de la ciudad submarina, seguros ya de ser rescatados por la nave voladora, que se agigantaba a cada segundo, habían comenzado a hacer rodar las piedras recogidas, arrojándolas en todas direcciones para detener no sólo el ataque de los leones, sino también el de los otros animales.
Aquella lluvia de piedras tuvo mejor resultado que los disparos del capitán.
Las fieras, espantadas, habían comenzado a retroceder, dando saltos gigantescos para no romperse las costillas.
—¡Valor, señores! —gritaba el capitán, que de vez en cuando disparaba algún tiro—. Arrojemos al bosque a esta manada hambrienta.
Y la tempestad de piedras continuaba, furiosa, especialmente dentro de la zanja adonde trataban de entrar las fieras, siendo el único punto vulnerable del pequeño cono.
Aquella lucha desesperada duraba ya algunos minutos, cuando una voz sonora y al mismo tiempo imperiosa cayó desde lo alto.
—¡A tierra todos!
El capitán había alzado los ojos. La nave aérea, una hermosa máquina pintada de gris y dotada de inmensas hélices, estaba casi sobre ellos.
—¡Obedezcan! —gritó.
Todos se habían apresurado a arrojarse al piso sin pedir ninguna explicación.
Un momento después una bola rojiza, no más grande que una naranja, caía en la extremidad de la zanja, donde leones, tigres y jaguares, en total acuerdo, se habían reunido para intentar un último y más formidable asalto al cono.
Se oyó una explosión terrible que hizo temblar las rocas y levantó una inmensa nube de polvo.
Era una pequeña bomba de aquel terrible explosivo que el capitán del Centauro había llamado silurite, que había estallado en medio de las fieras.
—¡Levántense, señores! —gritó la misma voz de antes—. Ya no hay más fieras alrededor de ustedes.