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Authors: John Christopher

Tags: #Aventuras, Ciencia Ficción, Infantil y juvenil

Las Montañas Blancas (14 page)

BOOK: Las Montañas Blancas
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Lo primero es lo primero. El castillo se estaría poniendo en movimiento, al menos la servidumbre. Pasaría una hora o más antes de que me echaran de menos, pero no podía desperdiciar el tiempo de que disponía para huir, —aún podían divisarme desde la muralla—. Así las riendas del caballo, me apoyé en el estribo y me subí a la montura. No mucho más allá bullía el río al atravesar los bajos del vado. Le incité a avanzar y respondió de buena gana. Tras cruzar el vado, volví la vista de nuevo. Nada había cambiado, el Trípode no se había movido. Esta vez la sensación de alivio no fue paralizante, sino vivificadora. El agua chocaba contra los menudillos de Arístides. Hacía más viento que antes y transportaba un aroma que me hizo sentirme torturado antes de identificarlo. Había un arbusto que olía así en el islote del río. Atravesaba los campos de centeno un sendero llano que discurría en línea recta en un tramo largo. Puse a Arístides a medio galope.

Durante varias horas juzgué prudente no detenerme. Al principio no se veía a nadie, pero después pasé junto a hombres que se dirigían a los campos o bien ya estaban trabajando en ellos. Con los primeros me topé repentinamente al tomar al trote una curva marcada por una arboleda, y me sentí confuso e inquieto. Pero me saludaron cuando pasé y me di cuenta de que saludaban por la montura y por la distinción de mis ropas: para ellos yo era un miembro de la nobleza, un muchacho que había salido a montar antes del desayuno. De todos modos, evité encontrarme con gente en la medida de lo posible y me alegró dejar las tierras cultivadas y pasar a un terreno abrupto y elevado en el que no se veían más que ovejas.

Había tenido tiempo para pensar en el Trípode, en el hecho asombroso de que me hubiera cogido para después soltarme, sin hacerme daño, sin insertarme la Placa, pero no me hallaba más cerca de ninguna solución. Tuve que dejarlo como uno más de los misterios que los rodeaban, a lo mejor era un capricho como cuando aquellos otros se pusieron a dar vueltas alrededor del «Orión» aullando de rabia o de júbilo o por cualquier otra emoción absolutamente distinta e insondable, para después salir despedidos por el agua, alejándose hasta perderse de vista. Eran unas criaturas inhumanas y no había que tratar de atribuirles motivos humanos. Lo único que importaba de verdad era que yo estaba en libertad, que mi mente seguía perteneciéndome y era dueña, en la medida que lo permitieran las circunstancias, de mi destino.

Comí, bebí agua de un arroyo, monté y proseguí viaje a caballo. Pensé en los que dejaba atrás, en el castillo, en el Comte y la Comtesse, en los caballeros y escuderos que había conocido, en Eloise. Ahora estaba bastante convencido de que no me encontrarían: los cascos de Arístides no dejarían huellas ni en la corta hierba ni en la tierra seca y ellos no podían abandonar el torneo mucho tiempo a cambio de una persecución. Me parecía que estaban muy lejos, no sólo en términos de espacio, sino como personas. Recordaba su amabilidad, la bondad y simpatía de la Comtesse, la risa del Comte, su mano pesada apoyada en mi hombro, pero los recuerdos tenían algo que no era real del todo. A excepción de Eloise. La veía claramente y oía su voz igual que la había visto y oído tantas veces a lo largo de las semanas anteriores. Pero la imagen que más nítida y cruelmente acudía a mi mente era la última: la expresión de su rostro cuando me dijo que se iba al servicio de los Trípodes y añadió: «Soy tan feliz… tan feliz». Espoleé a Arístides, que soltó un relincho de protesta, pero se arrancó a galopar a través de la ladera verde y soleada.

Hacia delante las colinas alcanzaban una altura cada vez mayor. El mapa indicaba un paso y si me había guiado acertadamente por el sol tendría que avistarlo pronto. Al alcanzar la cima de una loma tiré de las riendas y contemplé la pendiente que bajaba. Me pareció distinguir una abertura aproximadamente en el lugar previsto, en la línea divisoria entre el verde y el marrón, pero el halo de calor lo volvía todo borroso, dificultando la identificación. Pero más cerca había otra cosa que me llamó la atención.

Quizá a una milla de distancia había algo que se movía. Una figura… dos, que surgían de un pliegue del terreno, subiendo trabajosamente. Aún no podía identificarlos, pero en aquel paraje desolado, ¿quiénes podían ser sino ellos? Volví a poner a Arístides al galope.

Se volvieron antes de que me acercara, alarmados por el batir de los cascos, pero mucho antes de que yo supiera con certeza que se trataba de ellos. Me detuve a su altura y me bajé del caballo de un salto, orgulloso —me temo que incluso lo sigo estando ahora—, de la destreza que había adquirido como jinete.

Henry se me quedó mirando fijamente, perplejo, sin saber qué decir. Larguirucho dijo:

—Así que has venido, Will.

—Por supuesto, —dije—. ¿Por qué? ¿Pensabais que no lo haría?

CAPÍTULO 8
UNA HUIDA Y UN PERSEGUIDOR

No les dije nada de Eloise ni de lo que me había hecho cambiar de idea. No era sólo que me diera vergüenza admitir que había pensado seriamente en quedarme y permitir que me pusieran la Placa a cambio de las compensaciones que ello entrañaba; aunque me sentía profundamente avergonzado. También era que no quería hablarle de Eloise a nadie. Posteriormente Henry hizo algunos comentarios despreciativos que obviamente se referían a ella, pero no le hice caso. Aunque por entonces todavía estaba demasiado impresionado por mi aparición como para hablar mucho.

Tal como lo dije sonaba razonablemente y bien planeado; que había pensado que lo mejor era darles veinticuatro horas de ventaja, después robar un caballo y seguirles. Sí les conté mi experiencia con el Trípode. Pensé que tal vez ellos pudieran arrojar alguna luz sobre aquello, que por lo menos Larguirucho sería capaz de elaborar una teoría que lo explicara, pero estaban tan desorientados como yo. Larguirucho insistía en que procurara recordar si había llegado a estar dentro del Trípode y cómo era pero, por supuesto, no pude.

Fue Larguirucho el que dijo que teníamos que abandonar a Arístides. No había pensado en aquello, sólo había imaginado de un modo nebuloso que, si volvía a encontrar a los otros dos, podría dejarles generosamente que se turnaran para montarlo; entretanto yo seguiría siendo su propietario. Pero era cierto, como apuntó Larguirucho, que tres muchachos y un caballo, a diferencia de tres muchachos a pie o un solo muchacho a caballo, ofrecían una imagen que suscitaría preguntas a cualquiera que los viera.

Admití de mala gana el hecho de que no podía quedármelo. Le quitamos la montura, debido a que en ella estaban estampadas las armas de la Tour Rouge, y la escondimos tras una elevación rocosa, echándole suciedad con los pies y amontonando piedras encima para que quedara algo oculta. Acabarían dando con ella, pero no tan pronto como probablemente ocurriría con Arístides. Era un buen caballo y el que se lo encontrara corriendo libremente y sin enjaezar seguramente no se iría demasiado lejos a buscarle un dueño. Le quité la brida y sacudió la cabeza, libre. Después le di una palmada seca en la grupa. Alzó las patas delanteras, trotó unas cuantas yardas y se detuvo, volviendo la vista hacia donde yo estaba. Pensé que no quería dejarme e intenté dar con una excusa para quedármelo algún tiempo más, pero relinchó, volvió a sacudir la cabeza y se alejó trotando hacia el norte. Yo me di la vuelta; no quería verle marchar.

De modo que una vez más reemprendimos la marcha, los tres nuevamente juntos. Estaba muy contento de su compañía y contuve la lengua incluso cuando Henry, ya repuesto, hizo algunos comentarios despreciativos acerca de lo difícil que debía ser aquello después de la vida lujosa de que había gozado en el castillo. De hecho, intervino Larguirucho para cortarle. Me daba la impresión de que Larguirucho daba por supuesto que si es que había un líder en el grupo, ése era él. Tampoco tenía ganas de poner aquello en tela de juicio, por lo menos de momento.

Efectivamente me cansaba de andar; los músculos que se emplean son totalmente distintos a los que se utilizan para montar a caballo y no cabía duda de que estaba en baja forma como consecuencia de la enfermedad y de la convalecencia prolongada e indolente que vino después. Sin embargo, apreté los dientes y me mantuve a la altura de los otros, procurando que no se me notara el cansancio. Pero me alegré cuando Larguirucho dijo que paráramos para comer y descansar.

Aquella misma noche, cuando dormimos a la intemperie, bajo las estrellas, y en lugar del colchón de plumas al que me había acostumbrado, tuve debajo el duro suelo, no pude evitar sentir cierta lástima de mí mismo. Pero estaba tan cansado después de no haber dormido la noche anterior que no aguanté mucho despierto. Sin embargo, por la mañana tenía doloridas todas las extremidades, como si alguien se hubiera pasado la noche dándome patadas. Volvía a hacer un día luminoso, pero sin el viento que nos hizo pasar frío el día anterior. Éste sería el cuarto día, el penúltimo del torneo. Tendría lugar la lucha colectiva y en el recinto habría equitación. Eloise aún llevaría la corona y daría premios a los vencedores. Y pasado mañana…

Llegamos al paso indicado en el mapa no mucho después de salir. Seguimos un río que nacía de las colinas, de curso interrumpido por ruidosas cascadas, algunas bastante grandes. Más arriba el mapa señalizaba un lugar en el que otro río se aproximaba a éste y llegamos allí antes del atardecer.

Este segundo río, exceptuando unos cuantos puntos en los que las orillas estaban deterioradas, era extrañamente rectilíneo y de anchura uniforme. Además discurría a distintos niveles separados unos de otros por unos dispositivos evidentemente construidos por los antiguos: maderas en putrefacción, volantes de hierro oxidado y cosas así. Por supuesto, Larguirucho encontró, para satisfacción suya, una explicación. Los hombres habían construido el segundo río, excavando el lecho y quizá trayendo agua del río principal. Nos mostró que bajo la hierba y otros tipos de vegetación había ladrillos cuidadosamente dispuestos y sujetos con argamasa. En cuanto a los dispositivos, eran un medio para permitir que las barcas pasaran de un nivel del río a otro (un sistema para llenar y drenar el corto tramo que había entre las dos secciones situadas a distinta altura). Tal y como lo explicaba parecía razonable, pero a él se le daba bien hacer que resultaran plausibles cosas fantasiosas.

Se fue entusiasmando bastante con la idea a medida que avanzábamos paralelamente al río. Aquello podía ser, —estaba seguro de que lo había sido—, un Shemand-Fer acuático, con barcas que tiraban de carruajes a lo largo de las aguas niveladas y gente que se subía y se bajaba en los lugares donde estaban los volantes y demás.

—¿Empujados por tu cacerola de vapor? —dijo Henry.

—¿Por qué no?

—De todos modos es mucha agua.

Dije yo:

—Parece que algunas paradas estaban muy cercanas entre sí y otras a millas de distancia. Y no hay indicios de que haya habido poblaciones allí. Sólo los restos de una casa, a veces ni siquiera eso.

Dijo, con impaciencia:

—No se pueden entender todas las cosas que hicieron los antiguos. Pero construyeron este río, eso seguro, y por tanto deben de haberlo usado. Se podría arreglar y hacer que vuelva a funcionar.

En un punto donde el río rectilíneo giraba bruscamente sobre sí mismo en dirección norte, lo dejamos. El terreno que había a continuación era mucho más accidentado, y había aún menos indicios de cultivos o de que allí habitara el hombre. La comida empezaba nuevamente a convertirse en un problema. Se nos había acabado lo que trajimos del castillo y aquí había pocas cosas que coger. Cuando más hambre teníamos nos encontramos un nido de gallina silvestre. Ésta se encontraba sentada encima de una nidada de catorce huevos, de los cuales fuimos capaces de comernos diez, con la ayuda de un condimento estimulante: el hambre; los demás estaban malos. Nos hubiéramos comido, aún con más ganas, a la gallina, de haber sido capaces de atraparla.

Por fin divisamos desde las colinas un extenso valle verde atravesado por un río. A lo lejos se veían más colinas. Aún más lejos, según el mapa, estaban las montañas, que eran la meta de nuestro viaje. Habíamos recorrido mucho y aún estábamos lejos. Pero el valle era un mosaico de campos y se veían casas, granjas y pueblos. Al á abajo había comida.

No obstante, conseguirla resultó menos sencillo de lo que habíamos creído. Nuestras primeras tentativas de incursión se vieron frustradas, dos por unos perros que ladraron furiosamente, la tercera por el propio granjero, que se despertó y nos siguió dando voces mientras nosotros salíamos del patio en distintas direcciones. Encontramos campos de patatas que nos permitieron aplacar el hambre en sus peores momentos, pero las patatas crudas constituían una dieta escasa para proseguir el viaje y llevar aquella vida tan dura. Pensé con tristeza en toda la comida que se desperdiciaba en el castillo; calculé que hoy se celebraría la Ceremonia de la Placa, día en que las fiestas alcanzaban una magnificencia aún mayor que durante el torneo. Pero al pensar en ello me acordé de Eloise, que ya no estaría en aquella fiesta. Había cosas peores que el hambre, males peores que la incomodidad física.

A la mañana siguiente cambió nuestra suerte. Ya habíamos recorrido más de medio valle (después de atravesar el río a nado y secarnos al sol, tumbados en la orilla, agotados) y de nuevo nos dirigíamos a terreno más elevado. Evitamos un pueblo, pero incluso de lejos vimos que había una gran actividad allí; habían desplegado banderas y estandartes con motivo de alguna celebración local. Pensé en la Ceremonia de la Placa, pero Larguirucho dijo que lo más probable era que se tratara de las muchas fiestas eclesiásticas que tenían lugar a lo largo del año; en este país eran más frecuentes que en Inglaterra.

Estuvimos observando un tiempo y mientras lo hacíamos vimos salir mucha gente de una granja situada a unos centenares de yardas de los arbustos entre los que estábamos echados cuerpo a tierra. Llevaron dos carromatos a la puerta principal, con los caballos engalanados, y la gente se amontonó en ellos, vestidos con ropa de domingo. Tenían aspecto de ser prósperos y, aún más importante, de estar bien alimentados. Yo dije, hambriento:

—¿Creéis que se habrán ido todos?

Esperamos a que los carromatos se perdieran de vista para hacer un reconocimiento. Larguirucho se acercó a la casa, y Henry y yo aguardamos cerca. Si hubiera alguien dentro, se inventaría una excusa y se iría. Si no…

No había ni siquiera un perro, —tal vez se los hubieran llevado a la fiesta—, y no tuvimos que forzar nada para entrar. Había una ventana suficientemente abierta como para que yo me colase y les abriese a los otros los cerrojos de la puerta. No perdimos tiempo y nos dirigimos a la despensa. Nos zampamos medio ganso que había y un poco de cerdo asado. Después de comer tanto como nos fue posible, llenamos las bolsas y continuamos nuestro camino atiborrados y un tanto lentos.

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