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Authors: John Christopher

Tags: #Aventuras, Ciencia Ficción, Infantil y juvenil

Las Montañas Blancas (11 page)

BOOK: Las Montañas Blancas
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—Por eso lo mejor es quedarse de momento, —dijo Larguirucho—. He estado hablando con algunos chicos. El torneo es dentro de unas semanas.

—¿El torneo? —pregunté.

—Se celebra dos veces al año, —dijo Larguirucho—, en primavera y en verano. Hay fiestas, juegos, concursos y justas entre los caballeros. Dura cinco días y al final tiene lugar el Día de la Placa.

—Y si aún estamos aquí, entonces… —dijo Henry.

—Seremos ofrecidos para que nos inserten la Placa. Cierto. Pero no estaremos aquí. Para entonces estarás fuerte, Will. Y mientras dura el torneo, siempre hay mucha confusión. Podemos huir y no nos echarán de menos durante un día entero, puede que dos o tres. Además, habiendo muchas cosas emocionantes que hacer aquí en el castillo, creo que de todos modos no se tomarán la molestia de perseguirnos.

Henry dijo:

—¿Quieres decir que no vamos a hacer nada entonces?

—Es lo razonable.

Comprendí que así era. También me libró de la idea, tanto más terrible cuanto más la tomaba en cuenta, de verme abandonado. Dije, procurando que mi voz sonara indiferente:

—Debéis decidirlo vosotros dos.

Henry dijo, con desgana:

—Supongo que es lo mejor.

Los chicos subían a verme de vez en cuando, pero veía más a la Comtesse y a Eloise. De vez en cuando hacía su aparición el Conde. Era un hombre grande y feo que gozaba, me dijeron, de una gran reputación por su valor en los torneos y en la caza. (Una vez, desmontado, se enfrentó cara a cara con un enorme jabalí salvaje y lo mató con su daga). Conmigo era torpe pero amistoso, contaba chistes malos que le hacían reír mucho. También hablaba un poco de inglés, pero mal, de modo que muchas veces no podía entenderle: el dominio de otras lenguas se consideraba una habilidad más bien propia de damas.

Antes de esto yo sabía muy poco de la nobleza. En Wherton los criados de la Casa Solariega se mantenían apartados, mezclándose poco con la gente del pueblo. Ahora los veía de cerca y, como guardaba cama, tenía tiempo de pensar en ellos y en especial en su actitud hacia los Trípodes. Como apuntó Larguirucho, en esencia no era distinta de la que tenía la gente más humilde. Por ejemplo, su tolerancia con los chicos que se escapan de casa. Esto no habría ocurrido con los campesinos, ni de aquí ni de Wherton, pero ello obedecía a que sus vidas se regían por un patrón distinto: los capitanes de barco de Rumney acogían bastante bien la idea. Para la nobleza lo adecuado era que las damas fueran graciosas y hábiles en ciertas cosas y que los hombres fueran valientes. No había guerras, como ocurría antaño, pero había varios modos de demostrar la valentía. Y un chico que huía de su vida monótona, aun cuando no fuera noble, bajo su punto de vista era valeroso.

Lo triste era que todo el valor y toda la galantería se desperdiciaban. Pues, incluso más que sus inferiores, aceptaban y deseaban que se les insertara la Placa. Formaba parte del acceso a la condición de caballero y, en las niñas, de su conversión en damas. Al pensar esto comprendí que las cosas buenas podían carecer de significado si quedaban aisladas. ¿De qué servía el valor si no lo gobernaba un entendimiento libre e inquisitivo?

Eloise me enseñó a hablar su idioma. Era más fácil de lo que yo pensaba; disponíamos de mucho tiempo y ella era una profesora paciente. Lo que me resultaba más difícil era la pronunciación; tuve que aprender a hacer sonidos que se formaban en la nariz y a veces desesperaba de conseguir hacerlo bien. El verdadero nombre de Larguirucho no era Shan-Pol, sino Jean Paul, e incluso estas sílabas sencillas me costaron cierto trabajo.

Después de unos cuantos días me dejaron levantarme. Mis ropas viejas habían desaparecido y me dieron otras nuevas: unas sandalias, ropa interior, unos pantalones cortos y una camisa, pero de un material mucho más fino que el que yo estaba acostumbrado a usar, y con mucho más colorido; los pantalones eran de color crema y la camisa del primer día rojo oscuro. Me sorprendió comprobar que por la noche se llevaban la ropa para lavarla y dejaban otra.

Eloise y yo deambulábamos contentos por las habitaciones y los terrenos del castillo. En casa yo no había tratado demasiado con chicas y me sentía incómodo si no podía eludir su compañía, pero con ella no me sentía torpe ni en tensión. Su inglés, como el de su madre, era muy bueno, pero pronto insistió en hablarme en su propia lengua. De este modo yo capté las cosas rápidamente. Ella señalaba la ventana y yo decía «
la fenêtre
», o más lejos, y yo decía «
le ciel
».

En teoría aún no me encontraba suficientemente bien como para unirme a los demás chicos. Si me hubiera empeñado supongo que me lo hubieran permitido, pero yo aceptaba la situación de buen grado. Si éramos dóciles entonces aumentaban nuestras posibilidades de huir más adelante. Y parecía poco generoso rechazar la amabilidad de Eloise. De los hijos del Comte y la Comtesse era la única que quedaba en el castillo, pues sus dos hermanos estaban de escuderos en la casa de un Gran Duque, al sur, y no parecía que ella tuviera amigas entre las demás chicas. Me pareció que se sentía sola.

Además había otra razón. Aún estaba resentido por el hecho de que Henry me hubiera desplazado en la relación con Larguirucho y cuando me los encontré me dieron una impresión de camaradería, de complicidad, que yo no compartía. Su vida, por supuesto, era totalmente distinta a la que llevaba yo. Incluso es posible que se sintieran un poco celosos del trato favorecido que yo recibía. Lo cierto es que teníamos poco de que hablar en lo tocante a la existencia que llevábamos entonces y, por motivos de seguridad, no podíamos hablar de la empresa más importante que teníamos en común.

Así que de buena gana los dejé por Eloise. Tenía la dulzura y suavidad de su madre. Al igual que a ella le importaban mucho todas las criaturas vivas, desde las personas que la rodeaban hasta las gallinas que escarbaban la tierra junto a las dependencias de la servidumbre. Tenía la sonrisa de su madre, pero aquél era el único parecido físico. Porque, Eloise era guapa no sólo cuando reía, sino también en la quietud del reposo. Tenía el rostro pequeño y ovalado, de cutis marfileño que adquiría al sonrojarse un color extraño y delicado, y los ojos marrón oscuro.

Yo me preguntaba de qué color tendría el pelo. Siempre llevaba el mismo gorro en forma de turbante que le cubría toda la cabeza. Un día se lo pregunté. Formulé la pregunta en mi francés vacilante y, o no me entendió o fingió que no me entendía; así que se lo pregunté en inglés, sin rodeos. Entonces ella dijo algo, pero en su propia lengua y demasiado deprisa como para que yo captara el significado.

Nos encontrábamos en el pequeño jardín triangular que formaba el saliente del castillo en un punto que se acerca al río. No se veía a ninguna otra persona ni se oía más que a los pájaros y algunos escuderos que daban voces mientras se dirigían a caballo hacia la palestra situada detrás de nosotros. Me sentía irritado por sus evasivas y, medio en broma, medio molesto, agarré el turbante. Al tocarlo se cayó. Y Eloise quedó frente a mí, con la cabeza cubierta por una masa de pelo corto y por la malla plateada de la Placa.

Era una posibilidad que no se me había ocurrido. Como yo no era alto estaba acostumbrado a dar por hecho que cualquier persona mayor que yo lo fuera más, y ella era un par de pulgadas más baja. Además tenía rasgos menudos y delicados. Me quedé mirándola, había enmudecido de asombro y se había ruborizado, pero su rubor, más que tener la delicadeza de una rosa, era de un rojo fuego.

Por su reacción me di cuenta de que había hecho algo ultrajante, pero no sabía hasta dónde llegaba el ultraje. Para las chicas, como he dicho, la inserción de la Placa formaba parte del proceso de transformarse en mujer. Cuando se hubo recuperado y vuelto a poner el turbante, Eloise explicó un poco aquello, hablando en inglés para que yo tuviera la certeza de que la entendía plenamente. Aquí las chicas llevaban turbante durante la ceremonia y cuando los Trípodes las devolvían seguían llevándolo. Durante los seis meses siguientes a aquello nadie, ni siquiera la Comtesse, podía verle la cabeza desnuda. Al concluir aquel período se celebraría un baile especial y allí se presentaría por primera vez tras la Ceremonia de la Placa. ¡Y yo le había arrebatado el turbante como si le hubiera quitado la gorra a un chico, bromeando en el colegio!

No habló enfadada ni resentida, sino con paciencia. Le daba muchísima vergüenza que yo le hubiera visto la cabeza, pero lo que de verdad le preocupaba era lo que hubiera podido sucederme si otros hubieran presenciado el incidente. Mi primer castigo habría consistido en recibir unos severos azotes, pero no sería el último. Se decía que una vez mataron a un hombre por un delito similar.

Escuché con sentimientos encontrados. Me sentía agradecido porque ella quisiera protegerme, pero también resentido porque se me juzgara, aunque fuera con suavidad, según un código de conducta que carecía de significado para mí. En Wherton las chicas, al igual que los chicos, regresaban con la cabeza rapada después de que se les hubiera insertado la Placa. Mis sentimientos respecto de la propia Eloise también eran confusos y vacilantes. Desde mi salida del pueblo había recorrido un camino muy largo, no sólo en el sentido literal, sino también en cuanto a mi actitud hacia la gente. Poco a poco acabé por pensar que los que llevaban la Placa carecían de lo que a mí me parecía la esencia de lo humano: la chispa vital que induce a desafiar a los que gobiernan el mundo. Y los despreciaba por ello; incluso despreciaba, a pesar de toda su amabilidad y bondad para conmigo, al Comte y a la Comtesse.

Pero no a Eloise. Creía que ella era libre, como yo. Podría incluso haber concebido la idea, —creo que mi mente ya la albergaba en embrión—, de que cuando reemprendiéramos el camino hacia las Montañas Blancas no fuéramos tres, sino cuatro. Llegué a pensar en ella como amiga mía: tal vez como algo más. Pero ahora sabía que pertenecía en cuerpo y alma, de modo irrecuperable, al Enemigo.

El incidente nos conturbó mucho a ambos. Para Eloise había supuesto un golpe por partida doble: para su modestia y para el concepto que tenía de mí. Que yo le quitara el turbante la había sorprendido. Aunque sabía que lo había hecho por ignorancia, para ella era un síntoma de barbarie; y si alguien es capaz de actuar como un bárbaro una vez, es probable que vuelva a hacerlo. No estaba segura de mí.

En mí lo que había brotado no era incertidumbre, sino todo lo contrario. De mi amistad con ella no podía salir nada: un grueso trazo negro la había tachado. Lo único que podía hacerse era olvidar y concentrarse en lo importante, que era llegar a las Montañas Blancas. Aquel día, más tarde, vi a Henry y a Larguirucho y sugerí que nos fuéramos enseguida: estaba seguro de tener suficiente fuerza para viajar. Pero Larguirucho insistía en esperar al torneo y en esta ocasión Henry le apoyaba incondicionalmente. Me sentía irritado y desilusionado; había albergado esperanzas de que me respaldara. Se trataba una vez más de la alianza, y una vez más yo quedaba excluido. Los dejé bruscamente.

En las escaleras me encontré al Comte, que me sonrió, me dio una palmada fuerte en la espalda y dijo que tenía mejor aspecto pero que me hacía falta engordar más. Tenía que comer mucho venado. No había nada como el venado para robustecer a los delgaduchos. Subí al salón y allí me encontré a Eloise; su rostro adquiría un tono dorado bajo la luz de las lámparas. Me dio la bienvenida con una sonrisa. Su incertidumbre no podía cambiar su constancia y lealtad, tan hondamente arraigadas estaban en su naturaleza.

De modo que nuestra camaradería siguió adelante, aunque entre nosotros se daba una cautela que era nueva. Ahora que yo me encontraba más fuerte podíamos salir más lejos. Nos ensillaban los caballos y nosotros salíamos por las puertas del castillo y bajábamos la pendiente que nos llevaba a prados plagados de flores veraniegas. Yo sabía montar, más o menos, y pronto adquirí destreza, al igual que me sucedía con el idioma de aquel país.

Hubo algunos días nublados o lluviosos, pero la mayoría hizo sol y entonces íbamos a caballo por la tierra cálida y perfumada, o desmontábamos y nos sentábamos a contemplar cómo saltaban las truchas en el río, plata que surgía de la plata. Visitábamos las casas de los caballeros y sus mujeres nos daban zumos de fruta y pastelillos de crema. Por la tarde acudíamos al salón de la Comtesse y hablábamos con ella o la oíamos cantar, acompañándose de un instrumento redondo, de cuello largo, cuyas cuerdas pulsaba. Muchas veces entraba el Conde cuando estábamos allí y se quedaba con nosotros, guardando silencio por una vez.

El Comte y la Comtesse dejaron ver claramente que yo les gustaba. Creo que en parte se debía a que sus hijos se habían ido lejos. Era la costumbre y no se les hubiera ocurrido ir en contra de ella, pero la ausencia les apenaba. En el castillo había otros muchachos de ascendencia noble pero vivían en las dependencias de los caballeros y sólo se reunían con la familia durante la cena, que se servía en la sala, en una mesa donde cenaban treinta o cuarenta personas a la vez. Como estaba enfermo y me llevaron a la torre conviví con la familia como ellos no lo habían hecho jamás.

Pero aun sabiendo que me tenían afecto me sorprendió la conversación que tuve un día con la Comtesse. Estábamos solos, pues a Eloise le estaban probando un vestido. El a bordaba una tela y yo contemplaba fascinado el movimiento diestro y veloz de sus dedos, que daban puntadas diminutas. Al tiempo que trabajaba hablaba con su voz grave y cálida, levemente áspera, al igual que la de Eloise. Me preguntó por mi salud, —le dije que me sentía muy bien—, y si me encontraba a gusto en el castillo. Le aseguré que así era. Entonces ella dijo:

—Me alegro. Si estás a gusto, tal vez no quieras dejarnos.

Dábamos por hecho que el día siguiente al torneo nos presentarían a los tres en la Ceremonia de la Placa. Después de aquello creían que, una vez desaparecida nuestra inquietud juvenil, regresaríamos a nuestras casas para llevar la vida que se esperaba llevásemos como adultos. Me desconcertaba oírle decir a la Condesa que acaso yo no quisiera irme.

Prosiguió:

—Creo que tus amigos querrían irse. Se les podría acomodar como criados, pero me da la impresión de que serían más felices en sus pueblos. Aunque por lo que a ti se refiere es distinto.

La miré a las manos y después a la cara.

—¿Por qué, señora?

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