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Authors: John Christopher

Tags: #Aventuras, Ciencia Ficción, Infantil y juvenil

Las Montañas Blancas (7 page)

BOOK: Las Montañas Blancas
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Pese a ser alto y a que su rostro indicaba cierta edad, no tenía Placa. Pero lo que resultaba más chocante en él era lo que llevaba en la cara. De detrás de las orejas le salían dos varas finas de metal que sujetaban un soporte consistente en dos cristales redondos, uno delante de cada ojo. Uno de ellos era algo mayor que el otro, lo cual le daba un aspecto de bizco muy peculiar. Incluso en medio de aquella situación tan comprometedora me hizo gracia. De hecho, tenía un aspecto lo suficientemente raro como para ser un Vagabundo, aunque eso era imposible dado que aún no le habían insertado la Placa. Caí en la cuenta de que aparentaba ser mayor debido al artilugio que llevaba puesto. Por detrás de éste, sus rasgos eran finos. Era mucho más alto que yo, si bien podría ser más joven.

Pero no tenía muchas posibilidades de dedicarme a especular. Después de unos minutos de acoso, haciéndonos preguntas en su extraño idioma, resultó evidente que los hombres llegaron a una conclusión. Se encogieron de hombros, gesticularon con las manos y nos empujaron hacia la escalera. Nos llevaron abajo y aa empellones nos hicieron pasar por una puerta situada al fondo. Me derribaron de un golpe y oí cómo, detrás de nosotros, giraba la llave en la cerradura.

Durante media hora o así oímos gente moviéndose encima de donde estábamos y un grave murmullo de voces. Después ruido de despedidas y, a través de un ventanuco que tenía barrotes horizontales y estaba muy arriba, vimos pasar piernas contra la luz de la luna; nos recordaba la forma de andar de las personas que han bebido, cuando se retiran a su casa. Nadie bajó donde estábamos. Oímos el chasquido de los cerrojos y las pisadas del último par de pies, —sería el tabernero—, y después ya nada, excepto unos arañazos lejanos, que seguramente haría una rata.

Lo más probable era que nos retuvieran a fin de que nos fuera insertada la Placa. Otra vez sentí miedo al darme cuenta de lo pronto que aquello podría suceder, —incluso podría ser mañana—, y, como si fuera por primera vez, al contemplar la perspectiva de una futura vida de loco. Ni siquiera tendría a Henry, porque los Vagabundos van por ahí solos, cada uno de ellos envuelto en sus propias fantasías y ensoñaciones estrafalarias.

Henry dijo:

—Me pregunto…

Oír su voz era un ligero alivio. Dije:

—¿Qué?

—La ventana. Si te a ayudo a subir…

Yo no creía que nos hubieran encerrado en un lugar del que pudiéramos salir tan fácilmente, pero se podía intentar. Henry se arrodilló junto a la pared y yo me subí, en calcetines, sobre sus hombros. Sentí una punzada de dolor en el tobillo, pero no hice caso. Él fue alzándose lentamente en tanto yo mantenía las manos apoyadas contra la pared tratando de alcanzar los barrotes. Por fin llegué, primero a uno, luego a otro. Tiré y empujé, pero estaban firmemente hundidos en la piedra por arriba y por abajo. Henry se movía bajo mi peso. Le dije:

—Es inútil.

—Prueba otra vez. Si tú…

Se cortó, yo oí lo mismo que él: el chasquido de una llave contra los laterales de la cerradura. Bajé de un salto y me quedé mirando hacia el rectángulo de la puerta, que era más oscuro. Se abrió con un chirrido lento. Al otro lado había luz, alguien sostenía un farol; la luz se reflejaba en unos pequeños círculos de vidrio. Era el chico que nos había observado desde las escaleras.

Entonces habló y, para mayor asombro mío, lo hizo en inglés:

—No hagáis ruido, —dijo—. Os ayudaré.

Subimos las escaleras en silencio detrás de él; las viejas maderas crujían bajo nuestros pies; atravesamos la estancia de la taberna. Descorrió los cerrojos con mucho cuidado, pero hicieron un ruido espantoso. Por fin la puerta quedó abierta. Yo susurré:

—Gracias, nosotros…

Estiró la cabeza hacia delante, el artilugio que llevaba en la nariz adquirió un aspecto aún más ridículo, y dijo:

—¿Queréis ir al barco? Aún puedo ayudaros.

—A un barco no. Al sur.

—¿Al sur? ¿Desde la ciudad a en el interior? ¿No al mar?

—Sí —dije yo—, hacia el interior.

—También puedo ayudaros en eso, —apagó el farol y lo metió por la puerta—. Os enseñaré.

La luna aún brillaba sobre el muelle y los mástiles de los barcos, que se mecían suavemente en el puerto, pero había zonas en las que las nubes ocultaban las estrellas, y se estaba levantando brisa en el mar. Él inició el camino indicado por el capitán Curtis, pero antes de que pasara mucho tiempo nos condujo a un callejón. Subimos unos peldaños y el callejón se hizo sinuoso. Era tan estrecho que no llegaba la luz de la luna; apenas veíamos por dónde íbamos.

Después llegamos a una calzada, luego a otro callejón y de nuevo a una calzada. La calzada se ensanchó y empezó a haber cada vez menos casas a ambos lados, hasta que por fin llegamos a un lugar en el que había un prado iluminado en el que se veían dispersas las formas oscuras de las vacas. Se detuvo junto a una pendiente cubierta de hierba.

—Por aquí se va al sur, —dijo.

Yo dije:

—¿Vas a tener problemas? ¿Se van a enterar de que fuiste tú quien nos dejó escapar?

Se encogió de hombros, meneando la cabeza.

—No importa, —lo pronunció de un modo extraño—. ¿Me vais a decir por qué queréis ir a en el interior? —esta vez se corrigió el solo—. ¿Al interior?

Dudé un momento.

—Hemos oído hablar de un lugar, al sur, donde no hay Placas ni Trípodes.

—¿Placas? —repitió—. ¿Trípodes? —se tocó la cabeza y dijo una palabra en su idioma—. Esas cosas grandes que tienen tres patas… ¿son los Trípodes? ¿Un lugar donde no hay? ¿Es posible? Todo el mundo tiene… ¿Placa…? y los Trípodes llegan a todas partes.

—Puede que a las montañas no.

Asintió con la cabeza.

—Y al sur hay montañas. Donde poder esconderse, aunque sólo sea eso. ¿Es allí donde vais? ¿Es posible que vaya yo?

Miré a Henry, pero apenas si hacía falta una confirmación. Alguien que ya nos había demostrado ser espabilado, que conocía el país y el idioma. Casi costaba trabajo creérselo.

—¿Puedes venir tal como estás? —le pregunté—. Regresar sería arriesgado.

—Ahora estoy dispuesto, —nos dio la mano, primero a mí, después a Henry—. Me llamo… Yo soy Shan-Pol.

Tenía un aspecto solemne y extraño, tan alto y delgado, con aquel chisme de metal y vidrio en la cara. Henry se echó a reír.

—¡Te pega más Larguirucho! Se quedó mirando a Henry inquisitivamente durante un momento. Después también se echó a reír.

CAPÍTULO 5
LA CIUDAD DE LOS ANTIGUOS

Anduvimos durante toda la noche y tras recorrer diez o doce millas, cuando la aurora veraniega apuntaba por el horizonte, hicimos un alto para descansar y comer. Mientras descansábamos, Larguirucho nos dijo la razón por la cual los hombres habían salido precipitadamente de la taberna a por nosotros la noche anterior: algunos chicos de la localidad se habían dedicado a causar desperfectos en los barcos del muelle carenero y los marineros nos tomaron por los culpables. Un golpe de mala suerte, aunque había resultado bien. También nos contó algo sobre sí mismo. Sus padres murieron cuando él era un bebé; la taberna era propiedad de sus tíos. Al parecer habían cuidado bien de él, aunque de un modo distanciado, sin demasiado afecto o, en todo caso, sin dar muchas muestras de cariño. Saqué la impresión de que incluso tal vez les asustara un poco. Aunque parezca una tontería no lo era porque en él había algo notorio: era tremendamente inteligente.

Que hablara inglés, por ejemplo: se había encontrado un libro viejo que daba instrucciones sobre el idioma, y aprendió solo. Y el artilugio que llevaba en la cara. No veía bien y había llegado a la conclusión de que, puesto que los telescopios de los marineros les servían para ver desde lejos, un cristal colocado delante de cada ojo podría permitirle ver con más claridad. Se dedicó a probar lentes hasta que dio con unas que servían. También había intentado otras cosas, con menos éxito, pero se veía que podrían haber funcionado. Observó que el aire caliente se elevaba y llenó una vejiga de cerdo con el vapor que despedía una cacerola; el resultado fue que se elevó hasta el techo. De modo que intentó construir un gran globo de hule que estuviera fijado a una plataforma, situando un brasero debajo de la abertura, con la esperanza de que se elevara por los aires; pero no pasó nada. Otra idea que no había dado resultado consistía en colocar muelles en el extremo de unos zancos: intentándolo se rompió una pierna el año pasado.

Últimamente se había sentido cada vez más incómodo ante la perspectiva de que le pusieran la Placa, suponiendo acertadamente que aquello pondría fin a sus invenciones. Me di cuenta de que no éramos sólo Jack, yo mismo y Henry los que teníamos dudas por la inserción de la Placa. Seguramente todos o casi todos los chicos las tenían, pero no hablaban de ello porque era algo de lo que no se hablaba. Larguirucho dijo que la idea del globo se le había ocurrido de la siguiente manera: se había imaginado que se desplazaba por el aire y llegaba a tierras extrañas, tal vez un lugar donde no hubiera Trípodes. Le habíamos interesado porque había supuesto que veníamos de más al norte del mar, y se decía que allí había menos Trípodes.

No mucho después de reemprender viaje llegamos a un cruce y nuevamente recapacité en la suerte que habíamos tenido al encontrarle. Yo hubiera tomado la carretera del sur, pero él escogió el oeste.

—Es por el… —dijo una palabra que sonó algo así como Shemand-Fer
[1]
—. No sé cómo se dice en vuestro idioma.

—¿Qué es? —preguntó Henry.

—Es bastante difícil de explicar, creo. Ya lo veréis.

El Shemand-Fer salía del interior de una ciudad, pero nosotros la evitamos y llegamos a una colina en cuya cima había unas ruinas, situada hacia el extremo sur. Al mirar hacia abajo vimos una pista sobre la que discurrían dos líneas paralelas que brillaban al sol; salían de la ciudad y se perdían en la lejanía. Al final de la ciudad había un espacio abierto en el cual se veían media docena de objetos con aspecto de enormes cajas provistas de ruedas. Estaban enganchadas unas de otras. Mientras observábamos enjaezaron por parejas a una docena de caballos y los uncieron a la caja más cercana. Un hombre iba montado en la pareja delantera y otro en la segunda pareja, contando a partir de la caja. A una señal, los caballos tiraron hacia delante y las cajas empezaron a moverse, primero lentamente y después a mayor velocidad. Cuando alcanzaron un buen ritmo los ocho caballos delanteros se soltaron y se alejaron al galope siguiendo una dirección oblicua. Los otros cuatro siguieron tirando de las cajas hasta dejar atrás nuestro puesto de observación. Había cinco cajas en total. Las dos que iban delante tenían aberturas laterales, y pudimos ver que había gente sentada en el interior; las demás iban cerradas.

Larguirucho explicó que hacían falta doce caballos para que las ruedas echaran a andar sobre las líneas, pero una vez en movimiento con cuatro era suficiente. El Shemand-Fer transportaba mercancías y personas hasta muy al sur, —más de cien millas, decían—. Nos ahorraríamos andar bastante. Yo estaba de acuerdo, pero pregunté cómo íbamos a subirnos, ya que cuando pasaron por delante de nosotros los caballos iban a toda velocidad. También tenía respuesta para eso. Aunque el terreno por el que discurrían las líneas parecía llano había tramos cuesta arriba y cuesta bajo. En las cuestas abajo el jinete podía frenar las ruedas de las cajas. Cuando había que subir una pendiente los caballos tenían que tirar hacia arriba con gran fuerza, con lo cual a veces iban avanzando casi al paso, hasta que alcanzaban la cima.

Fuimos siguiendo las líneas, ahora vacías, alejándonos del pueblo. Eran de hierro y por arriba brillaban debido al roce de las ruedas; iban sujetas a unos tablones gruesos que asomaban a veces a la superficie, medio cubiertos de tierra. Era un modo de viajar inteligente, pero a Larguirucho no le convencía.

—Vapor, —dijo, pensativo—. Se eleva. También empuja. ¿Te has fijado en cómo se levantan las tapas de las cacerolas? ¿Y si se formara una gran cantidad de vapor, —como si fuera una enorme cacerola—, y se empujara a los coches desde atrás? Pero no, es imposible.

Nos reímos, dándole la razón. Henry dijo:

—Sería lo mismo que levantarse tirando de los cordones de los zapatos.

Larguirucho negó con la cabeza.

—Hay algún modo, estoy seguro.

Encontrar un buen sitio para subirse al Shemand-Fer resultó más fácil de lo que yo creía. La pendiente apenas se notaba, pero el final de la cuesta estaba señalizado con un poste de madera provisto de sendos salientes a ambos lados, apuntando hacia abajo. En las inmediaciones había arbustos que permitían ocultarse. Tuvimos que esperar media hora antes de avistar el siguiente, pero iba en dirección contraria. (Yo estaba intrigado por el hecho de que hubiera una sola pista, y después vi que en determinados lugares la pista se desdoblaba, para que pudieran pasar dos). Por fin apareció el que iba en la dirección adecuada; vimos cómo menguaba el galope de los caballos, hasta quedar reducido a un paso trabajoso y jadeante. Cuando hubieron pasado los carruajes que transportaban gente salimos disparados y nos subimos al del final. Larguirucho saltó primero, gateó por un lateral y subió al techo liso. Apenas habíamos hecho lo mismo Henry y yo cuando el Shemand-Fer se paró.

Pensé que tal vez nuestro peso extra lo hubiera detenido, pero Larguirucho hizo un gesto negativo con la cabeza. Se volvió susurrando:

—Han llegado a lo alto. Los caballos descansan y se les da agua.

Después continúan.

Y tras un descanso de cinco minutos así lo hicieron, ganando enseguida velocidad. A lo largo del techo había una barra a la que se podía uno sujetar y el movimiento no resultaba incómodo (mejor que viajar en carruaje por una carretera normal, tropezando constantemente con piedras y baches). Henry y yo contemplábamos el paisaje que desfilaba velozmente ante nosotros. Larguirucho miraba al cielo, ensimismado. Yo tenía la sospecha de que aún seguía dándole vueltas a su idea de emplear vapor en lugar de caballos. Pensé que era una pena que con tantas ideas en la cabeza no fuera capaz de distinguir las sensatas de las ridículas.

De vez en cuando parábamos en un pueblo, subía y bajaba gente, se cargaban y descargaban mercancías. Nosotros nos apretábamos tumbados contra el techo y guardábamos silencio con la esperanza de que nadie se subiera allí. Una vez descargaron una piedra de molino entre numerosos jadeos y maldiciones, justamente debajo de donde estábamos, y yo me acordé del trabajo que le había costado a mi padre conseguir que le llevaran a Wherton una piedra de molino nueva. No lejos del pueblo había un terraplén elevado que tenía muchas millas de extensión y se me ocurrió que allí se podría construir un Shemand-Fer. ¿O quizá lo habrían construido hace mucho, antes de la llegada de los Trípodes? La idea, al igual que tantas otras que se me ocurrían últimamente, era sorprendente.

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