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Authors: John Christopher

Tags: #Aventuras, Ciencia Ficción, Infantil y juvenil

Las Montañas Blancas (3 page)

BOOK: Las Montañas Blancas
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De vez en cuando veía a Jack e intercambiábamos palabras carentes de significado. Su actitud hacia mí era afable y distante: en ella había indicios de una amistad que había quedado interrumpida, daba a entender que él aguardaba en la otra orilla de un abismo; a su debido tiempo yo lo cruzaría y entonces todo volvería a ser como antes. Sin embargo esto no me reconfortaba, pues a quien yo echaba de menos era al antiguo Jack, y éste había desaparecido para siempre. ¿Igual que me sucedería a mí? La idea me aterraba y yo procuraba desdeñarla, pero siempre volvía a mí.

Por alguna razón, en medio de mis dudas, temores y reflexiones, me di cuenta de que me estaba interesando por los Vagabundos. Recordé la observación de Jack y me pregunté qué habría sido de él si hubiera fallado la inserción de la Placa. A estas alturas lo más seguro es que se hubiera ido del pueblo. Miraba a los Vagabundos que vivían entre nosotros y pensaba que ellos, en sus pueblos, habrían sido un día como Jack y yo: cuerdos, felices, y con proyectos de futuro. Yo era el único hijo que tenía mi padre y de mí se esperaba que algún día me ocupara del molino. Pero si cuando me pusieran la Placa no resultaba bien…

Había tres, dos recién llegados y un tercero que llevaba varias semanas entre nosotros. Era un hombre de la edad de mi padre, pero llevaba la barba descuidada, tenía el pelo ralo y gris, y a través del mismo se apreciaba la mal a de la placa. Se pasaba el tiempo recogiendo piedras en los campos cercanos al pueblo y con ellas estaba erigiendo una señal, junto a la Casa de los Vagabundos. Puede que recogiera unas veinte piedras al día, cada una aproximadamente del tamaño de medio ladrillo. Era imposible entender por qué prefería una piedra y no otra, o cuál era el objeto de aquella señal. Hablaba muy poco y empleaba las palabras como lo hacen los niños que están aprendiendo a hablar.

Los otros dos eran mucho más jóvenes, a uno de ellos seguramente no haría más de un año que le habían puesto la Placa. Hablaba mucho y lo que decía parecía casi tener sentido, pero nunca lo tenía del todo. El tercero, unos años mayor, era capaz de hablar de modo inteligible, pero no lo hacía con frecuencia. Parecía hallarse sumido en una gran tristeza, y se pasaba todo el día tumbado junto a la Casa, mirando fijamente el cielo.

Se quedó cuando los otros se fueron; el joven lo hizo por la mañana y el que erigió la señal de piedras por la tarde del mismo día. Allí quedó el montón de piedras, inacabado y carente de significado. Aquella tarde lo contemplé y me pregunté qué estaría haciendo yo dentro de veinticinco años. ¿Moler grano en el molino? Puede. O puede que errar por el campo, viviendo de limosnas y haciendo cosas inútiles. Ignoro por qué razón la alternativa no consistía, como yo había supuesto, en algo tan sencillo como escoger entre el blanco y el negro. No sabía por qué, pero me parecía vislumbrar el significado de lo que Jack dijo aquella mañana en la guarida.

El nuevo Vagabundo llegó al día siguiente; cuando me dirigía a la guarida le vi venir por la carretera del oeste. Me pareció que tendría treinta y tantos años, y era un hombre de complexión fuerte, pelirrojo y barbudo. Llevaba una vara de fresno y el acostumbrado hatillo a la espalda, y al tiempo que caminaba iba entonando, bastante armoniosamente, una canción.

—Chico, —dijo—, ¿cómo se llama este lugar?

—Se llama Wherton, —le dije.

—Wherton, —repitió—. Ah, es el pueblo más bonito de la llanura; aquí no hay angustia, aquí no hay dolor. ¿Me conoces, muchacho?

Hice un gesto negativo con la cabeza.

—No.

—Yo soy el rey de esta tierra. Mi esposa era la reina de un país lluvioso, pero la dejé llorando. Me llamo Ozymandias. Contemplad mis obras, poderoso, y desesperad.

Decía tonterías, pero por lo menos hablaba y las palabras eran comprensibles. Sonaban un poco a poesía y recordé que el nombre de Ozymandias aparecía en un poema que leí en un libro, uno de los doce que había en el estante del salón. Cuando prosiguió en dirección al pueblo, fui tras él. Volvió la vista atrás y dijo:

—¿Me seguís, muchacho? ¿Queréis ser mi paje? Ay, ay. El zorro tiene su madriguera y el pájaro se refugia en el roble grande y frondoso, pero el hijo del hombre no tiene donde reposar su cabeza. Así pues, ¿no tienes ningún asunto propio?

—Nada importante.

—Nada es importante, cierto, pero ¿qué ha de hacer un hombre para encontrar Nada? ¿Dónde habrá de buscar? Te digo que si yo pudiera encontrar Nada, no sería rey, sino emperador. ¿Quién vive en la Casa este día y a esta hora?

Supuse que hablaba de la Casa de los Vagabundos.

—Sólo hay uno, —dije—. No sé cómo se llama.

—Su nombre será Estrella. ¿Y el tuyo?

—Will Parker.

—Will es un buen nombre. ¿A qué se dedica tu padre, Will? Vas muy bien vestido para ser hijo de un trabajador.

—Lleva el molino.

—Y el eterno estribillo de su canción parece ser: No me importa nadie, no, a mí no, y a nadie le importo yo. ¿Tienes muchos amigos, Will?

—No. No muchos.

—Buena respuesta. Pues aquel que proclama tener muchos amigos revela no tener ninguno.

Dije, obedeciendo a un impulso que me sorprendió cuando reflexioné sobre ello:

—En realidad no tengo ninguno. Tenía uno, pero le pusieron la Placa hace un mes.

Se paró en la carretera y así lo hice yo también. Estábamos en las afueras del pueblo, frente a la casa de la viuda Ingold. El Vagabundo me miró atentamente.

—Ningún asunto, al menos de importancia y ningún amigo. Alguien que habla con los Vagabundos y va con ellos. ¿Cuántos años tienes, Will?

—Trece.

—Eres pequeño para eso. ¿Entonces el verano que viene te pondrán la Placa?

—Sí.

Vi que la viuda Ingold nos observaba a través de las cortinas. El Vagabundo también dejó escapar una ojeada en aquella dirección y súbitamente inició en la carretera un bailoteo breve y estrafalario. Cantó con voz cascada:

—¿Quién en el bosque bajo el árbol frondoso

Conmigo quiere echarse y cantar armonioso

Entonando alegres notas, como canta

Aquel pajarillo de dulce garganta?

Todo lo que quedaba de camino hasta la Casa de los Vagabundos se lo pasó diciendo tonterías y yo me alegré cuando nos separamos.

Mi preocupación por los Vagabundos no había pasado desapercibida y aquella tarde mi padre me regañó por ello. En algunas ocasiones era severo, pero las más de las veces era bondadoso; esto estaba en relación con su forma de entender las cosas, pero él veía el mundo compuesto de matices muy simples, todo era blanco o negro, y le costaba mucho aceptar cosas que le parecían estupideces. Él no era capaz de ver ningún sentido en el hecho de que un muchacho anduviera merodeando por la Casa de los Vagabundos: se les tenía lástima y era un deber humanitario darles comida y techo, pero ahí debiera terminar la cosa. Aquel día me habían visto con el último que llegó, el cual parecía estar aún más loco que la mayoría. Era algo estúpido y servía de pretexto para las habladurías. Él esperaba no volver a oír más rumores así y yo no debía ir a la Casa de los Vagabundos bajo ningún concepto. ¿Lo entendía?

Indiqué que sí. Me di cuenta de que no se trataba sólo de que le preocupara que la gente hablara de mí. Puede que estuviera dispuesto a prestar oídos, de un modo distanciado, a las noticias procedentes de otros pueblos y de la ciudad, pero el chismorreo y los comentarios malintencionados sólo merecían su desprecio.

Yo me preguntaba si lo que temía no sería algo totalmente distinto y mucho peor. De niño, un hermano suyo, mayor que él, se había convertido en Vagabundo. En nuestra casa jamás se habló de aquello, pero Jack me lo había contado hacía mucho. Había quienes decían que esta especie de debilidad reaparecía en las familias; y acaso él pensara que mi interés por los Vagabundos era un mal presagio con respecto a la Ceremonia de la Placa que tendría lugar dentro de un año. Esto no era lógico, pero yo sabía que una persona incapaz de soportar la necedad ajena podía sin embargo tener fallos propios.

Por lo que, teniendo en cuenta esto y la vergüenza que sentí por la forma de comportarse del nuevo Vagabundo en presencia de los demás, tomé una especie de resolución en el sentido de obrar como se me había ordenado, y estuve un par de días bien alejado de los Vagabundos. Dos veces vi al hombre que se llamaba a sí mismo Ozymandias payaseando y hablando solo en la calle, y me escabullí. Pero al tercer día fui al colegio no por el camino de atrás, siguiendo el sendero que va a lo largo de la orilla del río, sino que salí por la puerta principal y pasé por delante de la puerta de la iglesia. Y por delante de la Casa de los Vagabundos. No había ni rastro de ninguno, pero cuando regresaba a mediodía, vi a Ozymandias, que venía en dirección contraria. Aceleré el paso y nos encontramos en el cruce.

Dijo:

—¡Bienvenido, Will! No os he visto todos estos muchos días. ¿Habéis tenido enfermedad alguna, muchacho? ¿Una plaga? ¿O por casualidad un vulgar resfriado?

En él había algo que me había interesado, incluso fascinado, y aquello fue lo que me llevó hasta allí, con la esperanza de volver a encontrármelo. Admití aquello pero, en el momento de admitirlo, reparé una vez más en las cosas que me habían mantenido alejado. Inmediatamente junto a nosotros no había nadie, sólo otros niños que venían del colegio y no estaban mucho más atrás; algunas personas que me conocían estaban al otro lado del cruce.

Dije yo:

—He estado ocupado, haciendo cosas, —y me dispuse a continuar.

Me puso la mano en el brazo:

—¿Queréis pararos, Will? Aquel que carece de amigos puede viajar a su paso y detenerse, cuando así lo quiera, para conversar unos minutos.

—Tengo que volver, —dije—. La comida ya estará.

Había apartado la vista de él. Tras una breve pausa, dejó caer la mano.

—Entonces no dejes que te retenga, Will, pues aunque no sólo de pan vive el hombre, el pan es lo primero que precisa.

Su tono era desenfadado, pero a mí me pareció detectar algo más. ¿Decepción? Eché a andar, pero después de dar unos pasos me detuve y volví la vista. Aún seguía mirándome. Dije en voz baja, atropelladamente:

—¿Sales al campo alguna vez?

—Cuando hace sol.

—Siguiendo la carretera donde te encontré… hay unas ruinas a la derecha… allí tengo una guarida, en el lado de más allá, el que está cerca del bosquecillo… la entrada es un arco derruido y fuera hay una piedra antigua de color rojo que parece un asiento.

Él dijo suavemente:

—Entiendo, Will. ¿Pasas mucho tiempo allí?

—Normalmente voy allí después del colegio.

Asintió.

—Hazlo.

De un modo brusco, apartó la vista de mí y la elevó al cielo, extendió los brazos por encima de la cabeza y gritó:

—Y aquel año llegó Jim, el Profeta de los Hallazgos Inesperados, y con él una cohorte de ángeles a lomos de caballos blancos que surcaban el cielo, levantando una polvareda de nubes, sus pezuñas despedían chispas que incendiaban el trigo de los campos y el mal de los corazones humanos. Así habló Ozymandias. ¡Selah! ¡Selah! ¡Selah!

Los demás subían por el camino que sale del colegio. Yo le dejé y me fui deprisa a casa… Le estuve oyendo gritar hasta que dejé atrás la iglesia.

Después del colegio me fui a la guarida con sentimientos entremezclados de expectación y malestar. Mi padre me había dicho que esperaba no volver a oír más rumores acerca de que yo me mezclaba con Vagabundos, y me había prohibido expresamente acudir a la Casa de los Vagabundos. Yo había obedecido la segunda parte y tomaba medidas para evitar la primera, pero no me llamaba a engaño: a él esto no le parecería sino una desobediencia deliberada. ¿Y con qué objeto? Para tener la oportunidad de hablar con un hombre cuya conversación era una mezcolanza de sensatez e insensatez, con gran predominio de la segunda. No valía la pena.

Y sin embargo, al recordar aquellos ojos azules bajo la masa de pelo rojo, no podía evitar tener la sensación de que aquel hombre tenía algo que hacía que el riesgo y la desobediencia valieran la pena. Camino de las ruinas me mantuve ojo avizor y cuando estuve cerca de la guarida di una voz. Pero allí no había nadie; ni tampoco durante un buen rato después. Empezaba a pensar que no vendría, que tenía el juicio tan deteriorado que no había entendido lo que quise decir, o hasta que se le había olvidado por completo, cuando oí crujir una rama y, echando una ojeada hacia fuera, vi a Ozymandias. Estaba a menos de diez yardas de la entrada. Ni cantaba ni hablaba, sino que se movía silenciosamente, casi con sigilo.

Entonces me entró miedo de otra cosa. Corrían historias sobre un Vagabundo que, hacía años, asesinó niños en una docena de pueblos antes de que lo cogieran y lo colgaran. ¿Serían ciertas? ¿Sería éste otro tipo así? Yo le había invitado a venir, sin decírselo a nadie, y nadie oiría un grito de socorro, estando tan lejos el pueblo. Me quedé rígido, apoyado en la pared de la guarida, poniéndome en tensión para salir disparado por delante de él y salir al aire libre, donde estaría relativamente seguro.

Pero me bastó echarle una sola ojeada, mientras él se asomaba, para tranquilizarme. Loco o no, tenía la seguridad de que se podía confiar en aquel hombre. Sus rasgos faciales revelaban buen humor. Dijo:

—Así que te he encontrado, Will, —miró en torno a sí, de modo aprobatorio—. Este sitio está muy bien.

—Lo hizo casi todo mi primo Jack. Es más habilidoso con las manos que yo.

—¿Al que le insertaron la Placa este verano?

—Sí.

—¿Presenciaste la ceremonia de la Placa? —Asentí—. ¿Qué tal está después de eso?

—Bien, —dije—, pero ha cambiado.

—Al convertirse en un hombre.

—No es sólo eso.

—Explícate.

Dudé un momento, pero su voz y ademanes, además del rostro, me inspiraban confianza. También reparé en que hablaba con naturalidad y sensatez, sin emplear nada las extrañas palabras ni las expresiones arcaicas que había utilizado anteriormente. Empecé a hablar, al principio de manera inconexa y después con más facilidad, de lo que había dicho Jack y de mi propia perplejidad posterior. Él escuchó, asintiendo a veces, pero sin interrumpir. Cuando hube terminado, dijo:

—Dime, Will, ¿qué piensas de los Trípodes?

Dije sinceramente:

—No lo sé. Antes los aceptaba como algo con lo que hay que contar, y me daban miedo, digo yo… pero ahora… Surgen preguntas en mi cabeza.

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