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Authors: John Christopher

Tags: #Aventuras, Ciencia Ficción, Infantil y juvenil

Las Montañas Blancas (4 page)

BOOK: Las Montañas Blancas
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—¿Se las has planteado a tus mayores?

—¿De qué serviría hacerlo? Nadie habla de los Trípodes. Eso se aprende de pequeño.

—¿Quieres que te responda yo? —preguntó—. En la medida en que pueda hacerlo.

De una cosa estaba seguro y lo solté de sopetón:

—¡Tú no eres un Vagabundo!

Sonrió.

—Depende del significado que se le dé a esa palabra. Cambio constantemente de lugar, como ves. Y me comporto de manera extraña.

—Pero para engañar a la gente, no porque te sea inevitable. No te han cambiado la mente.

—No. Como a las mentes de los Vagabundos, no. Ni tampoco como a tu primo Jack.

—¡Pero a ti te han puesto la Placa!

Se tocó la mal a metálica situada bajo su espeso pelo rojo.

—De acuerdo. Pero no fueron los Trípodes. Fueron hombres, hombres libres.

Dije, perplejo:

—No entiendo.

—¿Cómo ibas a entender? Pero escucha y te lo diré. Primero los Trípodes. ¿Sabes lo que son? —Hice un gesto negativo con la cabeza y él prosiguió—: Nosotros, con certeza, tampoco. De ellos se cuentan dos historias. Una dice que eran máquinas construidas por los hombres, y que se rebelaron contra ellos y los esclavizaron.

—¿En la antigüedad? ¿En la época del barco gigante, de las grandes ciudades?

—Sí. Es una historia que me cuesta trabajo creer, porque no acierto a ver cómo dotar a las máquinas de inteligencia. La otra historia dice que no proceden originariamente de este mundo, sino de otro.

—¿Otro mundo?

De nuevo me encontraba perdido. Dijo él:

—En la escuela no te enseñan nada sobre las estrellas, ¿no es verdad? Por eso quizá sea más probable que la segunda historia sea la verdadera. A ti no te dicen que las estrellas nocturnas, —todos los cientos de miles que hay—, son soles iguales al nuestro y que tal vez haya planetas girando alrededor de algunas, del mismo modo que nuestra tierra gira alrededor del sol.

Me sentía confuso y la idea hacía que me diera vueltas la cabeza.

Dije:

—¿Es eso cierto?

—Completamente cierto. Y es posible, en primer lugar, que los Trípodes vinieran de uno de esos mundos. Es posible que los Trípodes no sean sino vehículos manejados por criaturas que viajan en su interior. Jamás hemos visto el interior de un Trípode, de modo que no lo sabemos.

—¿Y las Placas?

—Son el medio que utilizan para que los hombres les sean dóciles y obedientes.

Pensándolo de buenas a primeras resultaba increíble. Después me pareció increíble no haberme dado cuenta antes. Pero toda mi vida la inserción de la Placa me había parecido algo natural. A todos mis mayores les habían insertado la Placa y ellos se sentían satisfechos de que así fuera. Era la marca del adulto, la ceremonia en sí era algo solemne y mentalmente estaba asociada con las ideas de día festivo y celebración. Pese a los pocos que padecían dolor y se convertían en Vagabundos, era un deber que todos los niños anhelaban. Sólo recientemente, cuando se podían empezar a contar los meses que faltaban, habían surgido dudas en mi interior; las dudas no llegaron a adquirir forma concreta y era difícil sustentarlas frente al peso de la seguridad que tenían los adultos. Jack también había tenido dudas, pero después, con la inserción de la Placa, habían desaparecido. Dije:

—¿Hacen a los hombres pensar las cosas que los Trípodes quieren que piensen?

—Controlan el cerebro. Cómo o en qué medida, es algo de lo que no estamos seguros. Como tú sabes, el metal queda insertado en la carne, de modo que no es posible quitarlo. Parece que cuando se instala la placa se dan ciertas órdenes de carácter general. Más adelante pueden darse órdenes concretas a personas concretas, pero, por lo que respecta a la mayoría, no parece que les preocupe.

—¿Cómo surgen los Vagabundos?

—Una vez más eso es algo sobre lo que no podemos sino hacer conjeturas. Es posible que algunas mentes sean débiles inicialmente, y se desmoronen con el esfuerzo. O quizá sea al contrario: son demasiado fuertes, de modo que se rebelan contra la dominación, hasta que estallan.

Lo pensé y me estremecí. Tener una voz dentro de la cabeza, inevitable e irresistible. Ardía de cólera en mi interior, no sólo por causa de los Vagabundos, sino por todos los demás: mis padres, mis mayores, Jack…

—Tú has hablado de hombres libres, —dije—. ¿Entonces los Trípodes no dominan toda la tierra?

—Prácticamente toda. No hay ningún territorio en el que no estén presentes, si te refieres a eso. Escucha, cuando los Trípodes llegaron por primera vez, —o cuando se rebelaron—, ocurrieron cosas terribles. Se destruyeron las ciudades como si fueran hormigueros, y millones y millones de personas fueron asesinadas o murieron de hambre.

Millones… Traté de imaginármelo, pero no pude. Nuestro pueblo, que no estaba considerado como un lugar pequeño, tendría unas cuatrocientas almas. En la ciudad de Winchester y sus alrededores vivían unas treinta mil. Sacudí la cabeza.

Él prosiguió:

—A los que quedaban, los Trípodes les ponían la Placa, y una vez tenían la Placa se ponían al servicio de los Trípodes y ayudaban a matar o capturar a otros hombres. Así, al cabo de una generación, las cosas eran muy parecidas a como son ahora. Pero en un lugar, por lo menos, escaparon unos cuantos hombres. Lejos, hacia el sur, al otro lado del mar, hay altas montañas, tan altas que están todo el año cubiertas de nieve. Los Trípodes no salen de las llanuras, quizá porque les resulta más fácil viajar por ellas, o porque no les guste el aire enrarecido de las alturas, y éstos son lugares que los hombres libres que se mantienen alerta pueden defender frente a los que tienen Placa y viven en los valles circundantes. De hecho, nosotros hacemos incursiones en sus granjas para procurarnos alimentos.

—¿Nosotros? ¿Entonces vienes de allí? —él asintió—. ¿Y la Placa que llevas?

—Se la cogí a un muerto. Me afeité la cabeza y la moldearon para que encajara en mi cráneo. Cuando volvió a crecerme el pelo, resultaba difícil distinguirla de una Placa auténtica. Pero no transmite órdenes.

—Así que puedes viajar como un Vagabundo, —dije—, sin que nadie sospeche de ti. ¿Pero por qué? ¿Con qué fin?

—En parte para ver cosas e informar de lo que veo. Pero hay algo más importante. Vine a por ti.

Me quedé sorprendido.

—¿A por mí?

—A por ti y a por otros como tú. Aquellos a los que todavía no se les ha insertado la Placa pero tienen edad suficiente para hacer preguntas y entender las respuestas. Y para hacer un viaje largo, difícil y tal vez peligroso.

—¿Al sur?

—Al sur. A las Montañas Blancas. Al final del viaje hay una vida dura. Pero libre. ¿Y bien?

—¿Me vas a llevar allí?

—No. Todavía no estoy preparado para regresar. Y sería más peligroso. Un chico que viaja solo puede ser uno de tantos que se escapan, pero uno que viaja con un Vagabundo… has de ir solo. Si decides ir.

—El mar, —dije—, ¿cómo lo voy a cruzar?

Me miró fijamente y sonrió.

—Es la parte más fácil. Y para lo demás también puedo proporcionarte alguna ayuda, —sacó algo del bolsillo y me lo enseñó—. ¿Sabes lo que es esto?

Asentí.

—He visto una. Una brújula. La aguja siempre señala el Norte.

—Y esto.

Introdujo la mano en el chaquetón. Tenía un agujero en la costura; metió los dedos por allí, cogió algo y lo sacó. Era un largo cilindro de pergamino; lo desenrolló y lo desplegó sobre el suelo, colocando una piedra en un extremo y sujetando el otro. Vi algo dibujado, pero no tenía sentido.

—Esto se llama mapa, —dijo—. Los que tienen Placa no los necesitan, por eso nunca los has visto. Indica el modo de llegar a las Montañas Blancas. Mira esto. Señaliza el mar. Y aquí, al fondo, las montañas.

Explicó cuanto aparecía en el mapa, describió las señales que yo debería buscar y me dijo cómo tenía que usar la brújula para orientarme. Y con respecto a la última parte del viaje, más allá del Gran Lago, me dio instrucciones que debía memorizar. Era por si descubrían el mapa. Dijo:

—Pero en todo caso, guárdalo bien. ¿Puedes hacerte un agujero en el forro del chaquetón, como yo?

—Sí. Lo guardaré bien.

—Ahora sólo queda la travesía del mar. Vete a esta ciudad, —la señaló—. En el puerto verás barcos de pesca. El «Orión» pertenece a uno de los nuestros. Un hombre alto, muy moreno, de nariz larga y labios finos. Se llama Curtis, capitán Curtis. Dirígete a él. Él te llevará al otro lado del mar. Allí empieza lo difícil. Habla otro idioma. Tienes que evitar que te vean, o que te hablen, y has de robar los alimentos durante el trayecto.

—Eso lo puedo hacer. ¿Tú hablas su idioma?

—El suyo y otros. Como el tuyo. Por esa razón se me encomendó esta misión, —sonrió—. Sé hacer el loco en cuatro idiomas.

Dije:

—Yo me dirigí a ti. Si no lo hubiera hecho…

—Habría dado contigo. Tengo cierta habilidad para detectar a los muchachos adecuados. Pero ahora tú puedes ayudarme. ¿Hay por aquí algún otro a quien tú creas que vale la pena abordar?

Negué con la cabeza:

—No, nadie.

Se puso en pie, estiró las piernas y se frotó la rodilla.

—Entonces mañana reemprenderé el camino. Antes de irte deja que pase una semana para que nadie sospeche que existe relación entre nosotros dos.

—Antes de irte…

—¿Sí?

—¿Por qué no destruyeron totalmente a los hombres, en lugar de insertarles Placas?

Se encogió de hombros.

—No podemos leer su mente. Hay muchas razones posibles. Parte de la comida que se cultiva aquí está destinada a los hombres que trabajan en el subsuelo, extrayendo de las minas metales para los Trípodes. Y en algunos lugares se celebran cacerías.

—¿Cacerías?

—Los Trípodes cazan hombres, del mismo modo que los hombres cazan zorros, —me estremecí—. Y se llevan a sus ciudades hombres y mujeres por razones sobre las que sólo podemos formarnos conjeturas.

—¿Entonces tienen ciudades?

—A este lado del mar, no. Yo no he visto ninguna, pero conozco a gente que sí. Torres y agujas de metal, según cuentan, rodeadas por una gran muralla. Sitios feos y refulgentes.

Yo dije:

—¿Sabes desde cuándo es así?

—¿Que los Trípodes llevan gobernando? Más de cien años. Pero para los que tienen la Placa, es lo mismo que si fueran diez mil. —Me dio la mano—. Hazlo como mejor sepas, Will.

—Sí —dije yo. Su apretón era firme.

—Espero volver a verte, en las Montañas Blancas.

Al día siguiente, tal como dijo, se había ido. Empecé a hacer los preparativos. En la pared trasera de la guarida había una piedra floja y detrás un escondrijo. Sólo lo conocía Jack, y Jack no iba a volver por allí. Allí puse las cosas, —comida, una camisa de muda, un par de zapatos—, que me llevaría de viaje. Cogía un poco de comida cada vez, escogiendo lo que aguantaría mejor, —carne de vaca en salazón, jamón, un queso pequeño, avena, y cosas por el estilo—. Creo que mi madre se dio cuenta de que faltaban cosas y estaba intrigada.

Me entristecía la idea de dejarla, dejar a mi padre, pensar en lo desgraciados que se sentirían al ver que me había ido. Las Placas no servían para aliviar el dolor humano. Pero no podía quedarme, exactamente igual que una oveja no podría atravesar la puerta del matadero después de saber lo que le aguardaba dentro. Y yo sabía que preferiría morir antes que llevar una Placa.

CAPÍTULO 3
LA CARRETERA DEL MAR

Hubo dos cosas que me obligaron a esperar una semana antes de salir. La primera fue que había luna nueva, apenas una pizca de luz, y yo pensaba viajar de noche. Para ello precisaba como mínimo media luna. Lo otro fue algo que yo no me esperaba: se murió la madre de Henry.

Ella y mi madre eran hermanas. Estaba enferma desde hacía mucho tiempo, pero su muerte ocurrió de modo repentino. Mi madre se ocupó de todo y lo primero que hizo fue traer a Henry a casa e instalarle una cama en mi habitación. Esto no me hacía gracia desde ningún punto de vista, pero naturalmente no podía oponerme. Le di el pésame con frialdad y con frialdad lo recibió él, y después cada uno fue por su lado, en la medida en que eso les resultaba posible a dos chicos que compartían una habitación no demasiado grande.

Pensé que era una molestia, aunque no tenía verdadera importancia. Por la noche aún no había suficiente luz como para que yo viajara y suponía que él volvería a su casa tras el funeral. Pero cuando la mañana del funeral le dije a mi madre algo al respecto, supe, horrorizado, que me equivocaba.

Me dijo:

—Henry se queda con nosotros.

—¿Cuánto tiempo?

—Para siempre. Hasta que os hayan puesto la Placa, en cualquier caso. Tu tío Ralph tiene demasiado trabajo en la granja como para ocuparse de un chico, y no quiere dejarlo todo el día al cuidado de la servidumbre.

No dije nada, pero mi expresión debió ser reveladora. Me dijo con severidad inusitada:

—¡Y no quiero ver que refunfuñas! Ha perdido a su madre y lo menos que puedes hacer es mostrar algo de compasión.

Dije yo:

—¿No puedo, por lo menos, quedarme con mi habitación? La habitación de las manzanas está libre.

—Te habría devuelto tu habitación si no fuera por como te has portado. Dentro de menos de un año serás un hombre. Debes aprender a comportarte como un hombre y no como un niño enfurruñado.

—Pero…

—No quiero discutirlo contigo, —dijo, enfadada—. Si dices una palabra más, hablaré con tu padre.

Tras lo cual se fue de la habitación; su falda rozó airadamente la puerta y desapareció tras ella. Lo pensé y llegué a la conclusión de que daba casi igual. Si ocultaba la ropa en la habitación de la molienda, podría, escabullirme después de que él se quedara dormido y cambiarme allí. Estaba decidido a irme, tal como había planeado, cuando hubiera media luna.

Los dos días siguientes llovió mucho, pero después aclaró y una tarde de calor abrasador secó casi todo el barro. Todo iba bien. Antes de acostarme, escondí las ropas y la bolsa junto con un par de barras de pan grandes. Después de eso sólo era cuestión de quedarse despierto y, con lo excitado que estaba, no resultó difícil. Finalmente la respiración de Henry, que estaba al otro lado de la habitación, se hizo profunda y pausada en medio del sueño. Tumbado, pensaba en el viaje: el mar, las extrañas tierras que hay al otro lado, el Gran Lago y las montañas, cubiertas de nieve durante todo el verano. Aun sin contar con lo que había aprendido acerca de los Trípodes y las Placas, la idea resultaba emocionante.

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