Durante todo el mes de enero el duelo entablado entre César y los
boni
a causa del proyecto de la ley de tierras continuó sin tregua. En cada reunión del Senado destinada a debatir el tema, Catón se ponía a lanzar peroratas. Al sentir interés por ver si la técnica aún funcionaba en alguna medida, César finalmente hizo que sus lictores sacasen a Catón del lugar y lo llevasen a las Lautumiae; los
boni
iban detrás aplaudiendo a Catón, que llevaba la cabeza alta y la expresión de un mártir en aquel rostro caballuno suyo. No, no iba a funcionar. César llamó a sus lictores, Catón volvió a su lugar y las maniobras obstruccionistas continuaron.
No había más remedio que llevar el asunto ante el pueblo sin aquel decreto senatorial elusivo. Ahora tendría que llevar el asunto a
contio
durante todo el mes de febrero, que era cuando Bíbulo tenía las
fasces
y podía oponerse de un modo más legal al cónsul que no las tenía. Así que, ¿cuándo sería la votación, en febrero o en marzo? Nadie lo sabía en realidad.
—¡Si estás tan en contra de esta ley, Marco Bíbulo, dime por qué! —le gritó César en la primera contio que se celebró en la Asamblea Popular—. ¡No es suficiente con que te pongas ahí de pie y ladres sin parar que te opones a ella, debes decirle a esta legítima asamblea del pueblo romano qué es lo que tiene de malo! ¡Yo estoy aquí ofreciéndoles una oportunidad a las personas que no la tienen, y lo estoy haciendo sin llevar para ello el Estado a la bancarrota y sin engañar ni coaccionar a aquellos que ya poseen tierras! ¡Pero tú sólo sabes decir que te opones, que te opones, y que te opones! ¡Dinos por qué!
—¡Me opongo sólo porque eres tú quien la promulga, César, por ningún otro motivo! ¡Todo lo que tú haces está maldito, es impío, es malo!
—¡Hablas en acertijos, Marco Bíbulo! ¡Sé más específico, no seas emocional; dinos por qué te opones a esta ley que es absolutamente necesaria! ¡Expón tus críticas, por favor!
—¡No tengo ninguna crítica que hacerle, pero me opongo!
Teniendo en cuenta que había varios miles de hombres apretujados en el Foso de los Comicios, el ruido procedente de aquella multitud era mínimo. Había entre la multitud caras nuevas, no estaba compuesta sólo por caballeros, ni por hombres jóvenes pertenecientes a Clodio, ni por profesionales asiduos del Foro; Pompeyo estaba llevando a sus veteranos a Roma a modo de preparación para una votación o para una pelea, nadie sabía para cuál de las dos cosas. Eran hombres elegidos a dedo, en igual número de todas las treinta y una tribus rurales, y por lo tanto inmensamente valiosos como votantes. Pero también útiles en una pelea.
César se volvió hacia Bíbulo y tendió las manos en actitud suplicante.
—Marco Bíbulo, ¿por qué obstruyes una ley que es muy buena y hace mucha falta? ¿No puedes encontrar dentro de tu persona un motivo para ayudar al pueblo en lugar de ponerle obstáculos? ¿No puedes ver en los rostros de todos estos hombres que no se trata de una ley que el pueblo vaya a rechazar? ¡Es una ley que toda Roma quiere! ¿Vas a castigar a Roma porque tú no eres como yo, un hombre único que se llama Cayo Julio César? ¿Es eso digno de un cónsul? ¿Es eso digno de un Calpurnio Bíbulo?
—¡Sí, es digno de un Calpurnio Bíbulo! —gritó el cónsul
junior
desde la tribuna—. ¡Soy augur, reconozco el mal cuando lo veo! ¡Tú eres malo, y todo lo que haces es malo! ¡Ningún bien puede venir de cualquier ley que tú promulgues! ¡Por ese motivo declaro aquí que todo día comicial de lo que queda de este año es
feriae
, festivo, y que por lo tanto no se puede celebrar ninguna reunión del pueblo ni de la plebe en lo que queda de año! —Se puso de puntillas y apretó los puños junto a los costados; los enormes pliegues de la toga que tenía sobre el brazo izquierdo empezaron a deshacerse porque no tenía el codo doblado—. ¡Hago esto porque sé que tengo derecho a recurrir a las prohibiciones religiosas! ¡Porque ahora te digo, Cayo Julio César, que no me importa que hasta la última alma ignorante de toda Italia quiera esta ley! ¡No la obtendrán en el año en que yo soy cónsul!
El odio era tan palpable que aquellos que no estaban adheridos políticamente a ninguno de los dos cónsules se estremecieron, y furtivamente escondieron el pulgar debajo de los dedos corazón y anular para dejar que el dedo índice y el dedo meñique sobresalieran en forma de cuernos: el signo para alejar el mal de ojo.
—¡Frotaos alrededor de él como animales serviles! —le chilló Bíbulo a la multitud—. ¡Besadlo, contaminadlo, ofreceos en ofrenda a él! ¡Si tanto deseáis esta ley, adelante, hacedlo! ¡Pero no la conseguiréis en el año en que yo soy cónsul! ¡Nunca, nunca, nunca!
Empezaron los abucheos, los insultos, los gritos, las maldiciones, los silbidos, una oleada cada vez más fuerte de violencia vocal, tan enorme y aterradora que Bíbulo recogió lo que pudo de la toga sobre el brazo izquierdo, dio media vuelta y se marchó de la tribuna. Pero sólo se alejó lo suficiente como para estar a salvo; él y sus lictores se quedaron de pie en la escalera de la Curia Hostilia para escuchar.
Luego, como por arte de magia, los insultos se cambiaron por vítores que podían oírse hasta incluso un lugar tan distante como el Forum Holitorium; César sacó del sombrero a Pompeyo el Grande y lo condujo a la parte delantera de la tribuna.
El Gran Hombre estaba enfadado, y la ira le proporcionó palabras, así como poder para poner en ellas. Lo que dijo no le gustó a Bíbulo, y tampoco a Catón, que ahora estaba de pie detrás de él.
—Cneo Pompeyo Magno, ¿me darás tu apoyo contra los que se oponen a esta ley? —le gritó César.
—¡Que cualquier hombre se atreva a desenvainar la espada en contra de tu ley, Cayo Julio César, y yo levantaré mi escudo! —bramó Pompeyo. Sobre la tribuna también estaba Craso. —¡Yo, Marco Licinio Craso, declaro que ésta es la mejor ley de tierras que Roma haya visto nunca! —gritó—. A todos aquellos que estáis aquí reunidos y que pudierais veros afectados en lo referente a vuestras propiedades, os doy mi palabra de que ninguna propiedad de ningún hombre corre peligro, y de que todos aquellos hombres que estén interesados pueden esperar sacar provecho!
Conmocionado, Catón se dirigió a Bíbulo.
—Oh, dioses, Marco Bíbulo, ¿tú ves lo que yo veo? —dijo en voz baja. —¡Los tres juntos! —¡No se trata de César, es Pompeyo! ¡Nos hemos equivocado de hombre!
—No, Catón, no es eso. César es la personificación del mal. Pero ya veo lo que tú ves. Pompeyo es el principal autor. ¡Claro que lo es! ¿Qué otra cosa tiene César que ganar excepto dinero? Trabaja para Pompeyo, lo ha estado haciendo todo el tiempo. Y Craso también está metido. Los tres, con Pompeyo como autor principal. Bueno, son sus veteranos los que salen ganando, eso ya lo sabemos. Pero César nos echó tierra a los ojos con esos pobres hombres urbanos… ¡sombras de los Graco y de Sulpicio!
El clamor resultaba ensordecedor; Bíbulo se llevó de allí a Catón, bajaron por la escalera de la Curia Hostilia y entraron en el Argileto.
—Vamos a cambiar nuestra táctica un poco, Catón —dijo cuando la distancia permitió que se oyeran mejor—. De ahora en adelante nuestro primer objetivo será Pompeyo.
—Que es más fácil de vencer que César —apuntó Catón entre dientes.
—Cualquiera es más fácil de vencer que César. Pero no te preocupes, Catón. Si vencemos a Pompeyo, romperemos la coalición. Cuando César tenga que pelear solo, también lo tendremos atrapado.
—Lo de declarar
feriae
el resto de los días comiciales del año ha sido un truco muy inteligente, Marco Bíbulo.
—Se lo he copiado a Sila. Pero pienso llegar mucho más lejos que él, te lo aseguro. Si no puedo impedir que aprueben leyes, sí puedo hacer que esas leyes sean ilegales —dijo Bíbulo.
—Empiezo a creer que Bíbulo está un poco mal de la cabeza —le dijo César a Servilia más tarde aquel mismo día—. Eso que le ha dado de repente de hablar sobre el mal es para poner los pelos de punta. El odio es una cosa, pero esto es algo más. No hay motivo para ello, no es lógico. —Los ojos pálidos de César parecían deslavazados: como los ojos de Sila—. El pueblo también lo notó y no le gustó. Las calumnias políticas son una cosa, Servilia, todos tenemos que enfrentarnos a ellas. Pero las cosas con las que salió Bíbulo hoy ponían las diferencias que hay entre él y yo en un plano inhumano. Como si fuéramos dos fuerzas: yo la del mal, él la del bien. Exactamente cómo salió con aquello es algo que me tiene perplejo, a no ser que Bíbulo piense que la falta total de raciocinio y de lógica debe parecerle al observador una manifestación del bien. Los hombres asumimos que las necesidades malas son razonables, lógicas. Así que sin darse cuenta de lo que hacía, creo que Bíbulo me ha puesto en desventaja. El fanático debe ser una fuerza del bien; el hombre que piensa, al ser objetivo, parece malo en comparación. ¿Es esto que estoy diciendo demasiado absurdo?
—No —dijo Servilia, que estaba de pie dándole un masaje en la espalda a César mientras estaba tumbado en la cama—. Comprendo lo que quieres decir, César. La emoción es algo muy poderoso que carece de toda lógica. Como si existiera en un compartimiento separado de la razón. Bíbulo no se doblegó cuando, según todas las reglas de conducta, debería haberse sentido avergonzado, en desventaja, humillado. No podía decirle a ninguno de los allí presentes por qué se oponía a tu proyecto de ley. Pero persistió en hacerlo. ¡Y además con qué empeño, con qué fuerza! Creo que las cosas van a empeorar para ti.
—Gracias por decirme eso —le dijo César, que volvió la cabeza para mirarla y sonreírle.
—No obtendrás consuelo en mí si se pone por medió la verdad; yo no puedo engañarte. —Dejó el masaje y se sentó en el borde de la cama hasta que César se movió y le dejó sitio para que se tumbase a su lado. Entonces Servilia continuó hablando—: César, comprendo que este proyecto de ley es en parte para gratificar a nuestro querido Pompeyo, hasta un ciego podría darse cuenta. Pero hoy, cuando estabais allí los tres juntos de pie, todo parecía mucho más que un desinteresado intento por resolver uno de los dilemas más persistentes de Roma: qué hacer con los soldados licenciados.
César levantó la cabeza.
—¿Tú estabas allí? —le preguntó.
—Sí. Tengo un escondite entre la Curia Hostilia y la basílica Porcia, así que no tengo que consultar a Fulvia.
—¿Qué te pareció a ti que ocurría, entonces? Quiero decir, ¿qué te parecía que había entre nosotros tres?
Servilia se tocó el mentón y lo notó una pizca velludo; tenía que empezar a depilárselo. Tomada tal decisión, devolvió su atención a la pregunta de César.
—Quizás el hecho de hacer salir a Pompeyo no fuera más que una astuta jugada política. Pero Craso hizo que me pusiera muy rígida, te lo aseguro. Me recordó cuando Pompeyo y él fueron cónsules juntos, sólo que se habían colocado uno a cada lado de ti. Sin mirarse con odio, sin sentirse incómodos en absoluto. Los tres parecíais tres pedazos de la misma montaña. ¡Resultó muy impresionante! La multitud se olvidó en seguida de Bíbulo, y eso estuvo muy bien. Te confieso que me extrañó. César, no habrás hecho un pacto con Pompeyo Magnus, ¿verdad? ¿O sí?
—Claro que no —repuso César con firmeza—. Mi pacto es con Craso y con una cohorte de banqueros. Pero Magnus no es ningún tonto, hasta tú admites eso. Me necesita para conseguir tierras para sus veteranos y ratificar sus convenios en el Este. Por otra parte, mi principal preocupación es solucionar la ruina económica que su conquista del Este ha traído consigo. En muchos aspectos Magnus ha sido un estorbo para Roma, no una ayuda. Todo el mundo está gastando demasiado y otorgando demasiadas concesiones a los votantes. Mi política para este año, Servilia, es sacar a suficientes pobres fuera de Roma y de la cola del subsidio de grano para aliviarle esa carga al Tesoro y poner fin al punto muerto en que se encuentra el asunto de los contratos de recaudación de impuestos. Ambas cosas puramente físicas, te lo aseguro. También tengo intención de llegar mucho más lejos que Sila en lo que se refiere a hacerles difícil a los gobernadores el hecho de que gobiernen las provincias como si fuesen sus dominios privados en lugar de pertenecer a Roma. Todo lo cual me convertiría en un héroe ante los caballeros.
Servilia quedó un tanto apaciguada, porque aquella respuesta tenía sentido. Pero cuando volvía caminando a su casa todavía te ní cierta conciencia de intranquilidad. César era habilidoso y despiadado. Si pensaba como un político, era muy capaz de mentirle a ella. Probablemente era el hombre más inteligente que Roma hubiera dado nunca; ella lo había observado durante los meses en que había estado redactando su lex agraria, y no podía creer aquella claridad de percepción de César. Había instalado a cien escribas en el piso superior de la
domus publica
, que garabateaban sin cesar en tablillas de cera haciendo copias de todo lo que él dictaba sin titubear. Una ley que pesaba un talento, no media libra. Tan organizada, tan decisiva.
Bueno, ella lo amaba. Ni siquiera el espantoso insulto de haberla rechazado en matrimonio había logrado alejarla de él. ¿Habría algo que pudiera alejarla? Por eso era necesario que Servilia creyese que él era más brillante, más dotado, más capaz que cualquier otro hombre que Roma hubiera producido; pensar así era salvaguardar su propio orgullo. ¿Ella, una Servilia Cepión, iba a ir arrastrándose ante un hombre que no fuera el mejor que Roma hubiera producido nunca? ¡Imposible! ¡No, un César no se aliaría con el advenedizo Pompeyo, un hombre de Picenum! En particular cuando la hija de César estaba comprometida en matrimonio con el hijo de un hombre a quien el mismo Pompeyo había asesinado.
Bruto la estaba esperando.
Servilia no se encontraba de humor para ocuparse de su hijo —en otro tiempo le habría dicho sin contemplaciones que se fuera—, pero últimamente lo soportaba con más paciencia, no porque César le hubiera dicho que era demasiado dura con él, sino porque el rechazo de César hacia ella había cambiado la situación en algunos aspectos muy sutiles. Por una vez la razón de Servilia —¿el mal?— no había sido capaz de dominar sus emociones —¿el bien?—, y cuando regresó a su casa después de aquella espantosa entrevista con César, ella había dado rienda suelta al dolor, a la rabia y a la pena que había en su interior. Toda la casa se había removido hasta las entrañas, los sirvientes habían salido huyendo, Bruto se había encerrado en sus habitaciones para escuchar desde allí. Luego ella había entrado como una tromba en el despacho de Bruto y le había contado lo que pensaba de Cayo Julio César, que no quería casarse con ella porque había sido una esposa infiel.