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Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórica

Las mujeres de César (113 page)

BOOK: Las mujeres de César
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«¡lnfiel! —chilló Servilia al tiempo que se tiraba de los cabellos, con el rostro y la parte del pecho que le quedaba fuera de la túnica arañados y hechos trizas por aquellas horribles uñas—. ¡Infiel! Con él, sólo con él! ¡Pero eso no es lo bastante bueno para un Julio César, cuya esposa debe estar por encima de toda sospecha! ¿Puedes creértelo? ¡Yo no soy lo bastante buena!»

Aquel estallido había sido un error, y Servilia no tardó mucho en descubrirlo. Por una parte sirvió para afirmar más el compromiso de Bruto con Julia, pues ahora ya no había peligro de que la sociedad viera con malos ojos la unión de los padres de la pareja prometida en matrimonio, lo cual técnicamente era incesto aunque no hubiera de por medio lazos de sangre. Las leyes de Roma eran imprecisas acerca del grado de consanguinidad permisible en un matrimonio, y la mayoría de las veces era más una cuestión de la
mos maiorum
que una ley especificada en las tablillas. Por ello una hermana no podía casarse con un hermano. Pero cuando se trataba de que un niño o una niña se casase con su tía o con su tío, sólo la costumbre, la tradición y la aprobación social lo impedían. Los primos carnales se casaban con mucha frecuencia. Así pues, nadie habría podido condenar legal ni religiosamente el matrimonio de César con Servilia por una parte y de Bruto con Julia por la otra. ¡Pero sin duda alguna no habría estado bien visto! Y Bruto era hijo de su madre. Le gustaba que la sociedad aprobase lo que él hiciera. La unión no oficial de su madre con el padre de Julia no llevaba consigo al mismo grado de oprobio; los romanos eran pragmáticos acerca de cosas como aquélla porque, sencillamente, ocurrían con frecuencia.

El estallido de Servilia también había hecho que Bruto mirase a su madre como a una mujer corriente en vez de como la personificación del poder. Y había implantado un diminuto núcleo de desprecio hacia ella. No se había visto libre del miedo que le tenía a su madre, pero podía soportarlo con más ecuanimidad.

De modo que ahora Servilia le sonrió a su hijo, se sentó y se dispuso a tener una charla con él. ¡Oh, ojalá a Bruto se le limpiase un poco aquel cutis! Las cicatrices que había debajo de aquella impresentable barba sin afeitar debían de ser espantosas, y nunca desaparecerían aunque las pústulas sí que llegasen a eliminarse alguna vez.

—¿Qué ócurre, Bruto? —le preguntó en un tono amable.

—¿Tendrías algo que objetar a que yo le pidiese a César que Julia y yo nos casásemos el mes que viene?

Servilia parpadeó.

—¿A qué viene esto?

—No es que pase nada, sólo que llevamos prometidos muchos años y Julia ya ha cumplido los diecisiete. Muchas muchachas se casan a los diecisiete.

—Eso es cierto. Cicerón permitió que Tulia se casase a los diecisiete… aunque no es que sea ése un gran ejemplo. Sin embargo, los diecisiete años es una edad aceptable para verdaderos miembros de la nobleza. Ninguno de vosotros ha flaqueado. —Sonrió y le mandó un beso con la mano—. ¿Por qué no?

La antigua dominación se afirmó.

—¿Preferirías pedírselo tú, mamá, o debería hacerlo yo?

—Desde luego, debes pedírselo tú —dijo Servilia—. ¡Qué maravilla! Una boda el mes que viene. ¿Quién sabe? Puede que César y yo seamos abuelos pronto.

Y Bruto se fue a ver a su Julia.

—Le he preguntado a mi madre si tenía alguna objeción a que nos casásemos el mes que viene —le dijo después de haber besado a Julia con ternura y de haberla acompañado hasta un canapé donde podían sentarse uno al lado del otro—. A ella le parece maravilloso. Así que se lo voy a pedir a tu padre a la primera oportunidad.

Julia tragó saliva. ¡oh, había contado tanto con otro año de libertad! Pero no había de ser así. Y, pensándolo bien, ¿no era mejor como Bruto sugería? Cuanto más tiempo pasase, más odiosa se le iría haciendo a ella la idea. ¡Mejor acabar de una vez! Así que dijo con voz suave:

—Me parece estupendo, Bruto.

—¿Crees que tu padre nos recibirá ahora? —le preguntó Bruto con ansiedad.

—Bueno, ya es de noche, pero de todos modos él nunca duerme. La ley de la distribución de tierras ya está terminada, pero ahora está trabajando en otro asunto enorme. Los cien escribas siguen instalados aquí. ¿Qué diría Pompeya si supiera que sus antiguas habitaciones se han convertido en oficinas?

—¿Tu padre nunca va a casarse otra vez? —Me parece que no. Fíjate, no creo que quisiera casarse con Pompeya cuando lo hizo. El amaba a mi madre.

Bruto frunció aquel pobre entrecejo suyo, todo mancillado de granos.

—Pues a mí me parece un estado muy feliz, el de casado, aunque me alegro de que tu padre no se casase con mamá. ¿Era tan encantadora, tu madre?

—Me acuerdo algo de ella, pero no con mucha claridad. No era terriblemente bonita, y
tata
pasaba mucho tiempo ausente. Pero yo no creo que
tata
la considerase como la mayoría de los hombres consideran a sus esposas. Quizás él nunca estimará a una esposa por el hecho de que sea una esposa. Mi mamá era más como su hermana, creo yo. Crecieron juntos, y ello estableció ciertos lazos. —Julia se puso en pie—. Ven, vamos a buscar a
avia
. Yo siempre la mando a ella primero, ella no tiene miedo de enfrentarse a mi padre.

—¿Y tú sí?

—Oh, él nunca me ha tratado con rudeza, ni siquiera con despego. ¡Pero está tan desesperadamente atareado, y yo lo quiero tanto, Bruto! Mis pequeños problemas deben parecerle un fastidio, siempre me da esa impresión.

Bueno, aquella sensibilidad prudente y gentil hacia los sentimientos de los demás era uno de los motivos por los que él la amaba con tanta fuerza. Ahora Bruto estaba empezando a saber entendérselas con su madre, y cuando estuviera casado con Julia, estaba seguro de que cada vez le resultaría más fácil llevarse bien con Servilia.

Pero Aurelia estaba resfriada y se había acostado ya; Julia llamó a la puerta del despacho de su padre.


Tata
, ¿puedes recibimos? —preguntó a través de la puerta.

Abrió la puerta él mismo, muy sonriente; le dio un beso en la mejilla a Julia y tendió la mano para estrecharle la suya a Bruto. Entraron en la habitación iluminada por la luz de las lámparas; estaba llena de muchísimas llamitas, aunque César utilizaba el mejor aceite y mechas buenas de lino, lo cual significaba que no había humo ni excesivo olor a estopa ardiendo.

—Esto es una sorpresa —dijo—. ¿Un poco de vino?

Bruto dijo que no con la cabeza; Julia se echó a reír.


Tata
—dijo ella—. Sé lo ocupado que estás, así que no te entretendremos mucho tiempo. Pero queríamos decirte que nos gustaría casarnos el mes que viene.

¿Cómo lograba César comportarse así? Su rostro no experimentó ni el más mínimo cambio, aunque sí se había producido un cambio. Los ojos que los miraban permanecieron exactamente igual.

—¿Qué ha provocado esto? —le preguntó a Bruto.

Este se encontró tartamudeando. —Pues… César, llevamos comprometidos casi nueve años, y Julia tiene diecisiete. No hemos cambiado de idea y nos queremos mucho. Muchas muchachas se casan a los diecisiete años. Mamá dice que Junia lo hará. Y Junilla. Igual que Julia, están prometidas a hombres, no a chiquillos.

—¿Habéis sido indiscretos? —le preguntó César sin alterarse.

Aun a la rojiza luz de las lámparas el sonrojo de Julia fue evidente. —Oh,
tata
, no, claro que no! —exclamó. —¿Entonces lo que me estáis diciendo es que, a menos que os caséis, sucumbiréis a la indiscreción? —presionó el abogado.

—¡No,
tata
, no! —Julia retorció las manos y los ojos se le llenaron de lágrimas—. ¡No es eso!

—No, no es eso —dijo Bruto un poco enojado—. He venido con toda la honra, César. ¿Por qué nos imputas deshonra?

—No lo hago —dijo César en tono objetivo—. Un padre tiene que preguntar esas cosas, Bruto. Hace mucho tiempo que soy un hombre y ésa es la razón por la que la mayoría de los hombres se muestran a la vez protectores y defensivos con respecto a sus hijas. Siento haber erizado tus plumas, no era mi intención insultarte. Pero sólo un padre tonto no hace preguntas.

—Sí, lo comprendo —murmuró Bruto.

—Entonces, ¿podemos casarnos? —insistió Julia, ansiosa por acabar con el asunto y porque se decidiera su destino.

—No —dijo César.

Se hizo un largo silencio durante el cual empezó a parecer que a Julia se le quitaba un gran peso de los hombros; César no había perdido el tiempo en mirar a Bruto, sino que observó a su hija con mucha atención.

—¿Por qué no? —preguntó Bruto.

—Dije que a los dieciocho, Bruto, y lo dije en serio. Mi pobre primera esposa se casó a los siete años. No importa que ella y yo fuéramos felices cuando de hecho nos convertimos en marido y mujer. Yo hice la promesa de que cualquier hija mía tendría el lujo de vivir su infancia como una niña. A los dieciocho, Bruto. A los dieciocho, Julia.

—Lo hemos intentado —dijo ella cuando hubieron salido y la puerta estuvo cerrada de nuevo—. Procura que no te importe demasiado, querido Bruto.

—¡Sí que me importa! —dijo él; a continuación se vino abajo y se echó a llorar.

Después de acompañar al desconsolado Bruto a la puerta para que regresase todo el camino hasta su casa envuelto en llanto, Julia volvió a subir a sus habitaciones. Una vez allí se metió en su dormitorio —demasiado espacioso para llamarlo cubículo— y cogió el busto de Pompeyo el Grande del estante que estaba junto a su cama. Se lo puso junto a la mejilla y se lo llevó bailando hasta su cuarto de estar, casi sin poder soportar la felicidad. Ella seguía siendo suya, de Pompeyo.

Cuando llegó a la casa de Décimo Silano, en el Palatino, Bruto ya había recuperado la compostura.

—Pensándolo bien, prefiero que te cases este año a que lo hagas el año que viene —le anunció Servilia desde el cuarto de estar cuando él intentaba pasar de puntillas por delante del mismo.

Bruto se volvió hacia allí.

—¿Por qué?

—Pues porque si tu boda es el año que viene, le quitaría algo de lustre a la de Junia con Vatia Isáurico —dijo Servilia.

—Entonces prepárate para llevarte una decepción, mamá. César ha dicho que no. Tiene que ser a los dieciocho.

Servilia lo miró fijamente, paralizada.

—¿Qué?

—Que César ha dicho que no.

Servilia frunció el entrecejo y arrugó los labios.

—iQué raro! ¿Y por qué?

—Por algo que tiene que ver con su primera esposa. Dice que ella sólo tenía siete años. Por ello Julia debe tener cumplidos los dieciocho cuando se case.

—¡Eso es una absoluta tontería!

—César es el
paterfarnilias
de Julia, mamá, puede hacer lo que guste.

—Ah, sí, pero este
paterfamilias
no hace nada por capricho. ¿Qué se propondrá?

—Yo me he creído lo que me ha dicho, mamá. Aunque al principio estuvo bastante desagradable. Quería saber si Julia y yo habíamos… habíamos…

—¿Ah, sí? —Los ojos negros de Servilia comenzaron a echar chispas—. ¿Y habéis…?

—¡No!

—Si me hubieras dicho que sí, me habrías hecho caer de la silla de la impresión, lo admito. Te falta seso, Bruto. Tenías que haberle dicho que sí. Entonces él no habría tenido más remedio que permitir que os casaseis ahora.

—¡Un matrimonio deshonroso está por debajo de nosotros! —dijo Bruto con brusquedad.

Servilia le dio la espalda.

—A veces, hijo mío, me recuerdas a Catón. ¡Márchate!

En un aspecto la declaración de Bíbulo que establecía como festivo todos los días comiciales durante el resto del año —las festividades, sin embargo, no prohibían el desarrollo de los negocios normales, desde los días de mercado hasta los juicios— resultó útil. Dos años antes el entonces cónsul Pupio Pisón Frugi había promulgado una ley, una
lex Pupia
, que prohibía que el Senado se reuniera en los días comiciales. Esto se había hecho para reducir el poder del cónsul
senior
, reforzado por la ley de Aulo Gabinio que prohibía los asuntos senatoriales normales durante el mes de febrero, que era el mes del cónsul
junior
; la mayor parte de los días de enero eran comiciales, lo cual significaba que ahora el Senado no podía reunirse en esos días gracias a la ley de Pisón Frugi.

César necesitaba las Asambleas. Ni Vatinio ni él podían legislar desde el Senado, el cual recomendaba las leyes, pero no podía aprobarlas. ¿Cómo saltarse, pues, aquel frustrante edicto de Bíbulo que convertía en festivos todos los días comiciales?

Convocó a sesión al Colegio de los Pontífices y mandó al
quindecimviri sacris
faciundis
que buscase en los sagrados libros proféticos alguna evidencia que justificase que aquel año tuviera todos sus días comiciales convertidos en festivos. Al mismo tiempo el augur jefe, Mesala Rufo, llamó a sesión al Colegio de los Augures. El resultado de todo aquello fue que se consideró que Bíbulo se había excedido en su autoridad como augur; los días comiciales no podían ser abolidos porque lo dijera un solo hombre.

Mientras se iban celebrando las
contiones
sobre el proyecto de ley de tierras, César decidió abordar el asunto de los convenios de Pompeyo en el Este. Con una limpia maniobra convocó a sesión al Senado en un día comicial hacia finales de enero, lo cual era perfectamente legal a no ser que se reuniese la Asamblea. Cuando los cuatro tribunos de la plebe pertenecientes a los
boni
se apresuraron a convocar a la Asamblea Plebeya para estropearle a César la estratagema, se vieron detenidos por miembros del club de Clodio; éste se alegró de complacer al hombre que tenía el poder de convertirlo en plebeyo.

—Es imperioso que ratifiquemos los convenios y acuerdos establecidos por Cneo Pompeyo Magnus en el Este —dijo César—. Si han de fluir los tributos, tienen que ser sancionados por el Senado Romano o por una de las Asambleas Romanas. Los asuntos extranjeros nunca han sido competencia de las Asambleas, que ni entienden de eso ni de cómo se lleva a cabo. El Tesoro ha sufrido graves inconveniencias a causa de los dos años de inercia del Senado a la que yo ahora estoy dispuesto a ponerle fin. Los
publicani
fijaron los tributos provinciales en cantidades demasiado elevadas, y nadie protestó porque creyeron que se podrían pagar. Eso ahora ya es un asunto resuelto y acabado, pero esas contribuciones no son ni mucho menos las únicas en cuestión. Hay reyes y potentados en todos los nuevos territorios de Roma o en los estados que son clientes de Roma que han accedido a pagar grandes cantidades a cambio de su protección. Por ejemplo, el tetrarca Deiotaro de Galacia, que concluyó un tratado con Cneo Pompeyo que, cuando sea ratificado, supondrá unos ingresos de quinientos talentos al año para el Tesoro. En otras palabras, al ser negligente en ratificar este acuerdo, Roma hasta el momento ha perdido mil talentos de dinero solamente de los tributos de Galacia. Y tenemos otros: Sampsiceramus, Abgaro, Hircano, Farnaces, Tigranes, Ariobárzenes, Filopator, además de una multitud de principillos menores arriba y abajo de las tierras del Éufrates. Todos comprometidos a pagar grandes tributos que todavía no se han cobrado porque los tratados establecidos con ellos no han sido ratificados. ¡Roma es muy rica, pero debería serlo mucho más! Sólo para pacificar y colonizar Italia, Roma necesita más de lo que Roma tiene. Os he convocado aquí para pediros que pongamos a debate este tema hasta que todos los tratados se hayan examinado y las objeciones se hayan discutido largamente. —Respiró hondo y miró directamente a Catón—. Una palabra de aviso. Si esta Cámara se niega a tratar sobre la ratificación del Este, me encargaré de que la plebe lo haga inmediatamente. ¡Y yo, un patricio, no interferiré ni ofreceré consejos a la plebe! Esta es vuestra única oportunidad, padres conscriptos. O hacemos el trabajo ahora o miramos cómo la plebe lo reduce a la ruina. ¡A mí me da lo mismo, porque por uno de estos dos caminos se llevará a cabo!

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