Las mujeres de César (116 page)

Read Las mujeres de César Online

Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórica

BOOK: Las mujeres de César
11.09Mb size Format: txt, pdf, ePub

—¿Estás dispuesto a liberar a Publio Clodio de tu autoridad paterna y te afeitarás esa cosa? —le preguntó César.

—¡Cualquier cosa, César, lo que sea!

—¡Excelente! —dijo César de corazón, y dio la vuelta al escritorio para ir a darle la bienvenida a Pompeyo.

—¿Qué ocurre? —preguntó Pompeyo con una pizca de ansiedad; luego miró a los otros dos hombres que se encontraban presentes—. ¿Qué es lo que ocurre?

—Nada en absoluto, Magnus, te lo aseguro —dijo César volviendo a tomar asiento—. Necesito los servicios de un augur, eso es todo, y pensé que querrías hacerme el favor.

—Siempre que quieras, César. Pero, ¿para qué?

—Pues, como estoy seguro de que ya sabes, Publio Clodio lleva algún tiempo deseoso de abrogar su condición de patricio. Este es su padre adoptivo, Publio Fonteyo. Me gustaría tener el asunto resuelto esta tarde si tú actúas como augur.

No, Pompeyo no era tonto. César no lo había sacado antes de comprender que hacerlo tenía un objeto. El también había estado en el Foro escuchando a Cicerón, y a él le había dolido todavía más que a César, porque cualquier insulto que se echase sobre la cabeza de César se reflejaba en él. Durante años había soportado las vacilaciones de Cicerón; y no le había gustado el modo en que éste se había escaqueado cada vez que él le había pedido ayuda desde su regreso del Este. ¡Vaya un salvador de la patria! ¡Que sufriera un poco para variar, aquel engreído bobo! ¡oh, cómo se iba a aterrorizar cuando supiera que Clodio iba pisándole el rabo!

—Me alegro de poder complacerte —dijo Pompeyo.

—Entonces reunámonos todos en el Foso de los Comicios dentro de una hora —dijo César—. Haré que estén presentes los treinta lictores de las
curiae
. Y procederemos. Desprovistos de las barbas.

Clodio se entretuvo a la puerta.

—¿Entra en vigor inmediatamente, César, o tengo que esperarme diecisiete días?

—Como todavía faltan meses para que se celebren las elecciones tribunicias, Clodio, ¿qué más da? —le preguntó César riéndose—. Pero para estar completamente seguros, celebraremos otra pequeña ceremonia cuando hayan transcurrido tres
nundinae
. —Hizo una pausa—. Supongo que estás
sui iuris
, no estarás todavía bajo la mano de Apio Claudio, ¿verdad?

—No, él dejó de ser mi
paterfamilias
cuando me casé.

—Entonces no hay ningún impedimento.

Y no lo hubo. Pocos de los hombres que tenían importancia en Roma estuvieron allí para presenciar los procedimientos de
adrogatio
, con sus plegarias, cánticos, sacrificios y rituales arcaicos. Publio Clodio, anteriormente miembro de la patricia
gens Claudia
, se convirtió en miembro de la plebeya
gens Fonteya
durante muy pocos momentos antes de volver a asumir su propio nombre y continuar siendo miembro de la
gens Claudia
… pero ahora de una nueva rama plebeya, distinta de la de los Claudios Marcelos. Estaba, en efecto, fundando una nueva Familia Famosa. Como no le estaba permitido entrar en el círculo religioso, Fulvia estuvo mirando desde el lugar más cercano que pudo, y luego fue a reunirse con Clodio para ir dando alaridos por todo el Foro inferior y diciéndole a todo el mundo que Clodio iba a ser tribuno de la plebe el año siguiente… y que Cicerón tenía los días contados como ciudadano romano.

Cicerón se enteró de ello en el pequeño poblado situado en un cruce de caminos llamado Tres Tabernae, cuando iba de camino hacia Ancio; allí se encontró con el joven Curión. —Mi querido amigo —dijo afablemente Cicerón, que condujo a Curión a su salón privado en la mejor de las tres posadas—, lo único que me entristece de encontrarme contigo es que ello significa que no has reanudado aún tus brillantes ataques contra César. ¿Qué ha pasado? El año pasado tan ruidoso, y este año tan silencioso.

—Me aburrí —dijo Curión con tirantez.

Uno de los castigos que había que sufrir por coquetear con los
boni
era que se tenía que aguantar a personas como Cicerón, que también coqueteaban con los
boni
. Desde luego, él no estaba dispuesto a decirle a Cicerón ahora que había dejado de atacar a César porque Clodio lo había ayudado a salir de un apuro económico, y que el precio había sido guardar silencio sobre el tema de César. Así que, como también estaba resentido, se sentó en compañía de Cicerón y dejó que la conversación fluyera por donde Cicerón quería durante un rato. Luego le preguntó:

—¿Qué te parece la nueva condición de plebeyo de Clodio?

El efecto fue más de lo que se esperaba. Cicerón se puso blanco y se agarró al borde de la mesa con tal de no desmayarse.

—¿Qué has dicho? —susurró el salvador de la patria.

—Clodio es plebeyo.

—¿Desde cuándo?

—No hace muchos días… ya se nota que viajas en litera, Cicerón; te mueves a paso de caracol. Yo no lo vi por mí mismo, pero me enteré de todo por el propio Clodio, que estaba muy contento. Se va a presentar a tribuno de la plebe, según me dijo, aunque no sé bien por qué, aparte de para ajustar cuentas contigo. Tan pronto estaba alabando a César como a un dios porque le había conseguido su
lex Curiata
, como decía que en cuanto entrase en posesión de su cargo invalidaría todas las leyes de César. ¡Pero así es Clodio!

Ahora el color inundó el rostro de Cicerón, que enrojeció hasta tal punto que Curión se preguntó si no iría a darle un ataque de apoplejía.

—¿César lo ha convertido en plebeyo?

—El mismo día en que tú soltaste la lengua en el juicio de Híbrido. A mediodía todo era paz y tranquilidad, pero tres horas después allí estaba Clodio chillando y pregonando su nueva condición de plebeyo desde lo alto de los tejados. Y anunciando que te procesaría.

—¡La libertad de expresión está muerta! —gimió Cicerón sonriendo.

—¿Y ahora te das cuenta? —dijo Curión con socarronería.

—Pero si César lo ha convertido en plebeyo, ¿por qué amenaza con invalidar las leyes de César?

—Oh, no porque esté enfadado con César —dijo Curión—. Es a Pompeyo a quien odia. Las leyes de César están diseñadas para beneficiar a Magnus, así de simple. Clodio considera a Magnus como un tumor en las entrañas de Roma.

—A veces estoy de acuerdo con Clodio —murmuró Cicerón.

Cosa que no le impidió saludar con júbilo a Pompeyo cuando llegó a Ancio y encontró al Gran Hombre, que estaba alojado allí y se hallaba de regreso a Roma después de un viaje rápido a Campania como uno de los hombres del comité para la distribución de las tierras.

—¿Te has enterado de que Clodio es ahora plebeyo? —le preguntó Cicerón a Magnus en cuanto consideró educado acabar con las cortesías de los saludos.

—No es que me haya enterado, Cicerón, es que yo tuve que ver en ello —repuso Pompeyo, cuyos brillantes ojos azules chispeaban—. Yo interpreté los auspicios, y además fueron óptimos. ¡El hígado más limpio que puedas imaginar! Clásico.

—Oh, ¿qué va a pasarme a mí ahora? —gimió Cicerón, que empezó a retorcer las manos.

—¡Nada, Cicerón, nada! —le dijo Pompeyo con franqueza—. A Clodio se le va toda la fuerza por la boca, créeme. Ni César ni yo permitiremos que le haga daño ni siquiera a un pelo de tu venerable cabeza.

—¿Venerable? —graznó Cicerón—. ¡Tú y yo, Pompeyo, tenemos la misma edad!

—¿Y quién ha dicho que yo no sea venerable también?

—¡Oh, estoy perdido!

—¡Tonterías! —dijo Pompeyo al tiempo que alargaba una mano para darle a Cicerón unas palmaditas en la espalda, entre los hundidos hombros—. ¡Te doy mi palabra de que no te hará daño, de verdad!

Promesa a la que Cicerón quería agarrarse desesperadamente; pero, ¿habría alguien que pudiera mantener a raya a Clodio una vez que tuviera el blanco a la vista?

—¿Cómo sabes tú que no me hará daño? —preguntó.

—Porque le dije que no lo hiciera en la ceremonia de adopción. ¡Ya era hora de que alguien se lo dijera! Me recuerda a un tribuno militar de categoría
junior
, realmente presuntuoso y engreído que confunde un poco de talento con un talento auténtico. ¡Bueno, yo estoy acostumbrado a tratar con esos tipos! Lo único que necesitaba era una reprimenda por parte del hombre que tiene el talento auténtico: el general.

Eso era. El rompecabezas de Curión estaba resuelto. ¿Es que Pompeyo no empezaba siquiera a comprenderlo? Un hombre de respetable cuna procedente del medio rural no osa decirle a un patricio romano cómo debe comportarse. Si Clodio no había decidido ya antes que odiaba a Pompeyo, el hecho de ser tratado como un tribuno militar de rango inferior por alguien como Pompeyo Magnus en el preciso momento de su victoria seguramente habría hecho que lo odiase.

Roma era un hervidero durante el mes de marzo, en parte por causa de la política y en parte por la muerte sensacionalista de Metelo Celer. Todavía se demoraba en Roma, y había dejado su provincia de la Galia Transalpina al cuidado de su legado Cayo Pontino; Celer no parecía saber qué era lo que más le convenía hacer. Ya había sido bastante malo que Clodia trazase una pincelada en el cielo de la sociedad romana en medio de la agonía de su apasionado romance con Catulo, pero aquello ya había terminado. El poeta de Verona había enloquecido de dolor; sus alaridos y sollozos podían oírse desde las Carinae hasta el Palatino, y sus maravillosos poemas siempre trataban de lo mismo. Eróticos, apasionados, sinceros, luminosos… si Catulo había buscado eternamente el objeto apropiado para un gran amor, no podía haber hallado nada mejor que su adorada Lesbia, Clodia. Su perfidia, astucia, dureza de corazón y rapacidad le inspiraban palabras que nunca se habría imaginado que él mismo fuera capaz de producir.

Clodia había licenciado a Catulo cuando descubrió a Celio, que estaba a punto de empezar su actuación como acusador en el juicio de Híbrido. Lo que la había atraído hacia Catulo estaba presente hasta cierto punto en Celio, pero dentro de un molde más romano; el poeta era demasiado intenso, demasiado volátil, demasiado dado a la melancolía y a la depresión. Mientras que Celio era sofisticado, ingenioso, alegre por naturaleza. Procedía de buen linaje y tenía un padre rico que estaba ansioso porque su brillante hijo aportase nobleza a la familia Celio alcanzando el consulado. Celio era un Hombre Nuevo, sí, pero no de la clase más odiosa. La sorprendente y turbulenta buena presencia de Catulo la había extasiado, pero los poderosos músculos y el rostro igualmente bello que tenía Celio complacían más a Clodia; ser la amante de un poeta podía convertirse en un duro sufrimiento.

En resumen, Catulo empezó a aburrir a Clodia en el preciso momento en que ésta descubrió a Celio. Así que fue dejar al viejo y empezar con el nuevo. ¿Y cómo encajaba un marido en aquella frenética actividad? La respuesta era que no muy bien. La pasión de Clodia por Celer había durado hasta que ella se acercó a los treinta años, pero allí acabó. El tiempo y la creciente seguridad en sí misma la habían ido alejando de su primo hermano y compañero de la infancia, y habían ido predisponiéndola a buscar lo que fuera que buscase en Catulo, su segundo ensayo en amor ilícito, por lo menos en cuanto se refería a un amor ilícito de descarado conocimiento público. El escándalo por incesto que ella, Clodio y Clodilla habían provocado había despertado un apetito que con el tiempo se hizo demasiado grande como para no sucumbir al mismo. Clodia se encontró con que adoraba ser despreciada por todas las personas a las que ella a su vez apreciaba. El pobre Celer se vio reducido al papel de importante observador.

Clodia era doce años mayor que Marco Celio Rufo, que tenía veintitrés años cuando ella le echó la vista encima, pero no era que él acabase de llegar a Roma entonces; Celio había estado yendo y viniendo desde que fuera a estudiar con Cicerón tres años antes de que éste fuera cónsul. Había coqueteado con Catilina, había sido enviado con deshonor para ayudar al gobernador de la provincia de Africa hasta que el escándalo se apaciguase porque casualmente Celio Senior era el dueño de una gran cantidad de las tierras que producían trigo junto al río Bagradas en aquella provincia. Hacía poco que Celio había vuelto a Roma para iniciar en serio su carrera en el Foro, y tan a lo grande como fuera posible. Así pues, eligió encargarse de la acusación del hombre a quien ni siquiera Cayo César había sido capaz de hacer que fuera declarado culpable, Cayo Antonio Híbrido.

Para Celer la tristeza no hacía más que aumentar al mismo ritmo que el interés de Clodia por él disminuía. Y luego, además de tener que aceptar que no tenía más remedio que jurar fidelidad y apoyo a la ley de tierras de César, se enteró de que Clodia tenía un nuevo amante: Marco Celio Rufo. Los habitantes de las casas de alrededor de la residencia de Celer oían sin ningún problema las terribles disputas procedentes del peristilo de éste a todas horas del día y de la noche. Marido y mujer se especializaron en proferir a voces amenazas de que se iban a asesinar el uno al otro, y se oían ruidos de bofetadas, proyectiles que aterrizaban, cerámica o cristal que se rompía, voces de sirvientes asustados, chillidos que helaban la sangre. Aquello no podía durar, todos lo vecinos lo sabían, y especulaban acerca de cómo acabaría.

Pero, ¿quién habría podido predecir un final así? Inconsciente, con los sesos saliéndose de las astilladas profundidades de una espantosa herida en la cabeza, Celer fue sacado desnudo de la bañera por los sirvientes mientras Clodia, de pie, chillaba con la túnica empapada porque se había metido en el baño en un intento por sacarlo ella misma, y cubierta de sangre porque le había sostenido la cabeza fuera del agua. Cuando al horrorizado Metelo Nepote se unieron Apio Claudio y Publio Clodio, ella fue capaz de decirles lo que había ocurrido. Celer estaba muy borracho, les explicó, pero insistió en tomar un baño después de haber vomitado… ¿quién podía razonar con un borracho o convencerle de que no hiciera lo que estaba decidido a hacer? Repitiéndole una y otra vez que estaba demasiado borracho para bañarse, Clodia lo acompañó al cuarto de baño y continuó suplicándole mientras él se desnudaba. Luego, dispuesto en el escalón más alto y a punto de meterse en el agua tibia, su marido cayó y se golpeó la cabeza en el borde trasero del baño: un borde afilado, saliente, letal.

Desde luego, cuando los tres hombres entraron en el cuarto de baño para inspeccionar el escenario del accidente, allí, sobre el parapeto trasero, había restos de sangre, de hueso, de sesos. Los médicos y cirujanos introdujeron tiernamente al comatoso Metelo Celer en su cama, y Clodia, llorosa, se negó a moverse de su lado por ningún motivo.

Other books

Starbook by Ben Okri
Even the Score by Belle Payton
The Begonia Bribe by Alyse Carlson
The Battle Sylph by L. J. McDonald
A Battle of Brains by Barbara Cartland
An Expert in Murder by Nicola Upson
The Whisper by Carla Neggers