Por entonces nada de aquello tenía sentido, aparte de que se infería la idea de que los
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estaban lo bastante hartos de Pompeyo como para conspirar para asesinarlo. No obstante, ni siquiera el más perceptivo análisis de la vida pública podía desenredar la confusión de los hilos que Vetio había… ¿tejido? No, atado en forma de complicados nudos.
El propio Pompeyo creía ahora en la existencia de una conspiración, pero no se convencía de que los
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fueran los responsables. ¿No le había advertido Bíbulo? Pero si los
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no eran los culpables, ¿quién lo era? Así que acabó como Cicerón, convencido de que una vez que Vatinio pusiera en marcha su investigación sobre el caso Vetio, la verdad saldría a la luz.
Había otra cosa que corroía a César, cuyo pulgar izquierdo le daba pinchazos. Si no sabía otra cosa, por lo menos sí era consciente de que Vetio lo odiaba. Así que, ¿adónde conduciría exactamente el caso Vetio? ¿Estaría dirigido a él de alguna manera tortuosa? ¿O a clavar una caña entre Pompeyo y él? Por ello César decidió no esperar el mes o más que había de transcurrir antes de que empezase la investigación oficial. Volvería a hacer subir a la tribuna a Vetio para otro interrogatorio público. El instinto le decía que era vital hacerlo cuanto antes. Puede que así el nombre de Cayo Julio César no saliera en aquel asunto.
Pero no había de ser así. Cuando los lictores de César se presentaron procedentes de las Lautumiae, venían solos, de prisa y con las caras lívidas. A Lucio Vetio lo habían encadenado a la pared de su celda, pero estaba muerto. Alrededor del cuello se le veían las marcas de unas manos grandes y fuertes, y alrededor de los pies las marcas de una desesperada lucha por aferrarse a la vida. Como estaba encadenado, a nadie se le ocurrió ponerle un centinela; quienquiera que fuera el que había ido por la noche para silenciar a Lucio Vetio, había entrado y salido sin ser visto.
Catón, que se encontraba en un estado de ánimo de agradable expectación, sintió que la sangre le desaparecía del rostro y se alegró profundamente de que la atención de la muchedumbre se centrase en el enojado César, que daba bruscas instrucciones a sus lictores para que investigaran a aquellos que se hubieran encontrado en las cercanías de la prisión. Cuando los que se encontraban a su alrededor habrían deseado volverse hacia él para pedirle opinión sobre lo que estaba sucediendo, se encontraron con que Catón había desaparecido. Y corría demasiado como para que Favonio pudiera mantenerse a su paso.
Entró violentamente en casa de Bíbulo y se encontró a aquel personaje sentado en el peristilo, con un ojo en el cielo sin nubes y el otro en sus visitantes, Metelo Escipión, Lucio Ahenobarbo y Cayo Pisón.
—¿Cómo te atreves, Bíbulo? —rugió Catón.
Los cuatro hombres se dieron la vuelta como uno solo, con la boca abierta.
—¿Cómo me atrevo a qué? —le preguntó Bíbulo, evidentemente atónito.
—¡A asesinar a Vetio!
—¿Qué?
—César acaba de mandar a buscarlo a las Lautumiae para llevarlo a la tribuna, y lo han encontrado muerto. ¡Estrangulado, Bíbulol Oh, ¿por qué lo has hecho? íYo nunca habría dado mi consentimiento, y tú lo sabías! ¡Los trucos políticos son una cosa, especialmente cuando van dirigidos en contra de un perro como César, pero el asesinato es despreciable!
Bíbulo había escuchado aquello como si estuviera a punto de desmayarse; cuando Catón terminó, él se puso en pie con poca firmeza y le tendió una mano.
—¡Catón, Catón! ¿Me conoces tan poco? ¿Por qué iba yo a asesinar a un desgraciado como Vetio? Si no he asesinado a César, ¿por qué iba a asesinar a nadie?
La rabia murió en los ojos grises de Catón, que parecía inseguro; luego tendió una mano a su vez.
—¿No has sido tú?
—No he sido yo. Estoy de acuerdo contigo, siempre lo he estado y siempre lo estaré. El asesinato es despreciable.
Los otros tres se estaban recuperando de la impresión; Metelo Escipión y Ahenobarbo se reunieron con Catón y Bíbulo, mientras Cayo Pisón se recostaba en la silla y cerraba los ojos.
—¿Vetio está muerto de verdad? —preguntó Metelo Escipión.
—Eso dijeron los lictores de César. Y yo les creí.
—¿Quién habrá sido? —preguntó Ahenobarbo—. ¿Y por qué?
Catón se acercó a una mesa en la que se hallaban un jarro de vino y unas copas y se sirvió un trago.
—Realmente creí que habías sido tú, Marco Calpurnio —dijo; y vació la copa—. Lo siento. Debí haberme dado cuenta de que no podía ser así.
—Bueno, sabemos que no hemos sido nosotros —dijo Ahenobarbo—, así que, ¿quién ha sido?
—Tiene que ser César —dijo Bíbulo mientras se servía vino.
—¿Y qué gana con ello? —preguntó Metelo Escipión frunciendo el entrecejo.
—Ni siquiera yo puedo decirte eso, Escipión —le respondió Bíbulo. En aquel momento su mirada se posó en Cayo Pisón, el único que seguía sentado. Un horrible miedo lo invadió; respiró tan hondo que se hizo audible—. ¡Pisón! —exclamó de pronto—. ¡Pisón, tú no!
Los ojos inyectados en sangre, hundidos en el carnoso rostro de Cayo Pisón, lanzaban llamaradas de desprecio.
—¡Oh, no seas ingenuo, Bíbulo! —dijo con hastío—. ¿De qué otro modo iba a tener éxito esta idiotez? ¿Creíais de verdad Catón y tú que Vetio tendría la desfachatez y las agallas de cumplir sin fallar nuestro plan? Odiaba a César, sí, pero también le tenía terror. ¡Sois unos aficionados! Llenos de nobleza y de elevados ideales, tejéis conspiraciones que no tenéis ni la astucia ni el talento necesarios para llevar a cabo… ¡A veces me dais asco!
—¡El sentimiento es recíproco! —dijo Catón con los puños doblados.
Bíbulo le puso la mano en el brazo a Catón.
—No lo empeores, Catón —dijo; la piel del rostro se le había vuelto gris—. Nuestro honor ha muerto junto con Vetio, y todo gracias a este ingrato. —Se puso en pie con trabajo—. Sal de mi casa, Pisón, y no vuelvas nunca.
Al levantarse bruscamente volcó la silla; Cayo Pisón paseó la mirada de un rostro a otro y luego escupió deliberadamente sobre las losas a los pies de Catón.
—¡Vetio era mi cliente —dijo—, y me considerasteis lo bastante bueno para que lo entrenase en su papel! Pero no lo bastante bueno para daros consejo. ¡Bueno, pues de ahora en adelante lucharéis vosotros solos vuestras propias peleas! Y no tratéis de incriminarme tampoco, ¿me oís? ¡Si soltáis aunque sea en voz baja una sola palabra, yo declararé contra todos vosotros!
Catón se dejó caer sentado sobre la albardilla de la fuente que jugaba al sol, cuyos chorros de agua reflejaban una miríada de arco iris; se cubrió la cara con las manos y se balanceó adelante y atrás, llorando.
—¡La próxima vez que vea a Pisón, lo aplastaré! —dijo Ahenobarbo con fiereza—. ¡El muy canalla!
—La próxima vez que veas a Pisón te mostrarás muy educado con él —le dijo Bíbulo mientras se limpiaba las lágrimas—. ¡Oh, nos hemos quedado sin honor! Ni siquiera podemos hacérselo pagar a Pisón. Si lo hacemos, nos veremos en el exilio.
La sensación que causó la muerte de Lucio Vetio fue mala porque fue misteriosa; el brutal asesinato le prestaba una aureola de verdad a lo que quizás de otro modo hubiera podido ser considerado una patraña y no se le habría concedido mayor importancia. Alguien se había confabulado para asesinar a Pompeyo el Grande, Lucio Vetio sabía quién era ese alguien, y ahora a Lucio Vetio lo habían silenciado para siempre. Aterrorizado porque Vetio había pronunciado su nombre —y también el nombre de su leal y cariñoso yerno—, Cicerón le echaba la culpa a César, y muchos de los
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de poca importancia siguieron su ejemplo. Bíbulo y Catón rehusaron hacer comentarios, y Pompeyo iba de consternación en consternación. La lógica decía en voz muy alta que el caso Vetio en realidad no tenía significado ni base, pero aquellos que se veían implicados no estaban nada predispuestos a pensar con lógica.
La opinión pública cambió una vez más y se puso en contra del triunvirato, y parecía probable que así permaneciera. Los rumores sobre César proliferaban. A su pretor Fufio Caleno lo abuchearon en el teatro durante los
ludi Apollinares
; las habladurías decían que César, por medio de Fufio Caleno, tenía intención de anular el derecho que tenían las Dieciocho a ocupar los asientos reservados justo detrás de los senadores. Los juegos de gladiadores organizados por Aulo Gabinio fueron escenario de más cosas desagradables.
Convencido ahora de que sus tácticas religiosas eran el mejor camino, Bíbulo atacó. Pospuso las elecciones curules y populares hasta el decimoctavo día de octubre, y lo publicó en un edicto sobre la tribuna, la plataforma del templo de Cástor y el tablón de anuncios para los avisos públicos. No sólo se estaba levantando un hedor en el Foro inferior por causa del cadáver de Lucio Vetio, dijo Bíbulo, sino que además él había visto una enorme estrella fugaz en la parte no idónea del cielo.
A Pompeyo lo invadió el pánico. Ordenó a su tribuno de la plebe domesticado que convocase una reunión de la plebe, y allí el Gran Hombre estuvo hablando largo y tendido acerca de la irresponsabilidad que Bíbulo estaba demostrando de un modo más descarado del que se muestran las estrellas en los cielos nocturnos. Como él era augur, informó a la pesimista muchedumbre, les juraría que no había nada malo en los auspicios. Bíbulo se lo estaba inventando todo para hacer caer a Roma. Luego, el Gran Hombre convenció a César para que convocase al pueblo y hablase en contra de Bíbulo, pero César no fue capaz de encontrar el entusiasmo necesario para poner el fuego acostumbrado en sus palabras y no logró situar de su parte a la multitud. Lo que hubiera debido ser una petición exaltada para que el pueblo lo siguiera hasta la casa de Bíbulo y allí suplicar que éste pusiera fin a aquella tontería, salió de la boca de César sin pasión alguna. El pueblo prefirió marcharse a su propia casa.
—Lo cual sencillamente manifiesta su buen juicio —le dijo César a Pompeyo durante la cena en la
domus publica
—. Estamos abordando esto de un modo equivocado, Magnus.
Muy deprimido, Pompeyo estaba reclinado con el mentón apoyado en la mano izquierda; se encogió de hombros.
—¿Equivocado? —preguntó con aire lúgubre—. Lo que pasa es que no hay modo alguno de abordarlo, ése es el problema.
—Lo hay, para que lo sepas.
Uno de aquellos ojos azules se volvió hacia César, aunque la mirada que lo acompañó fue escéptica.
—Dímelo ahora mismo, César.
—Estamos en
quintilis
y es época de elecciones, ¿correcto? Los juegos se están celebrando ahora, y media Italia ha venido para divertirse. Casi ninguno de esos que forman la multitud del Foro en el momento oportuno es de los asiduos. ¿Cómo saben lo que ha pasado? Oyen hablar de auspicios, de cónsules juniors que contemplan el cielo, de hombres asesinados en prisión y de unas estupendas trifulcas entre las facciones que ocupan los cargos de las magistraturas de Roma. Te miran a ti y me miran a mí y ven una parte. Luego miran a Catón y oyen hablar de Bíbulo, y ven otra parte. Debe de parecer más raro que un ritual pisidio.
—¡Huh! —murmuró Pompeyo mientras apoyaba otra vez la barbilla en una mano—. Gabinio y Lucio Pisón van a perder, eso es lo único que yo sé.
—Sin duda tienes razón, pero sólo si fueran a celebrarse ahora las elecciones —le dijo César, vivo y enérgico otra vez—. Bíbulo ha cometido un error, Magnus. Debería haber dejado en paz las elecciones. Si se hubiesen celebrado ahora, ambos cónsules, con toda seguridad, habrían sido de los
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. Al posponerlas nos ha concedido tiempo y la oportunidad de recuperar nuestra posición. —No podremos recuperar nuestra posición.
—Si producimos agitación acerca del último edicto, estoy de acuerdo. Pero dejemos de alborotar al respecto. Aceptemos la proposición como legítima, como si de todo corazón aprobásemos el edicto de Bíbulo. Luego nos ponemos a trabajar para recuperar nuestra influencia entre el electorado. En octubre volveremos a gozar de su favor, Magnus, espera y verás. Y en octubre tendremos los cónsules de nuestra facción, Gabinio y Lucio Pisón.
—¿Realmente lo crees así?
—Estoy absolutamente seguro de ello. ¡Vuelve a tu villa de Albana con Julia, Magnus, por favor! Deja de preocuparte por la política de Roma. Yo estaré atento hasta que le entregue a la Cámara mi legislación para impedir que los gobernadores de las provincias esquilen a sus rebaños, lo cual no sucederá hasta dentro de dos meses. Ahora intentaremos pasar inadvertidos, no diremos nada y no haremos nada. Eso hará que Bíbulo y Catón no puedan despotricar contra nosotros. También haré callar al joven Curión. El interés se apaga cuando no ocurre nada.
Pompeyo se echó a reír con disimulo.
—He oído que el joven Curión realmente te metió el puño por el culo el otro día.
—¿Al referirse a los acontecimientos del consulado de Julio y César en lugar del consulado de César y Bibulo? —preguntó César sonriendo.
—Lo del consulado de Julio y César es verdaderamente bueno.
—¡Oh, sí, muy ocurrente! Yo también me reí mucho cuando lo oí. Pero hasta eso puede que funcione en nuestro favor, Magnus. Dice algo que el joven Curión hubiera debido detenerse a pensar antes de decir: que Bíbulo no es un cónsul y que yo he tenido que hacer de ambos cónsules a la vez. En octubre eso se hará muy evidente para los electores.
—Me animas enormemente, César —dijo Pompeyo suspirando. Luego pensó en otra cosa—. Por cierto, parece que Catón ha tenido una grave desavenencia con Cayo Pisón. Metelo Escipión y Lucio Ahenobarbo se han puesto de parte de Catón. Me lo ha dicho Cicerón.
—Tenía que suceder en cuanto Catón descubriera que Cayo Pisón hizo matar a Vetio —dijo César con seriedad—. Bíbulo y Catón son tontos, pero son unos tontos honorables en lo que se refiere al asesinato.
Pompeyo estaba boquiabierto.
—¿Cayo Pisón fue quien lo hizo?
—Claro. Y tuvo razón al hacerlo. Vetio no era amenaza para nosotros si estaba vivo. Pero con Vetio muerto, se me puede echar a mí la culpa. ¿No intentó Cicerón convencerte de eso, Magnus?
—Pues… —murmuró Pompeyo, que se puso colorado. —¡Precisamente! El caso Vetio ocurrió para hacer que tú desconfiases de mí. Luego, cuando interrogué públicamente a Vetio, Cayo Pisón vio que la estratagema iba a fracasar. De ahí la muerte de Vetio, que evitaba cualquier conclusión excepto las que se basasen en la pura especulación.