—Está muy ocupada con los decoradores en este momento —le transformarán mi casa de las Carinae. —Soltó un explosivo suspiro—. ¡Qué buen gusto tiene, César! Todo luminoso y bien ventilado, dice, nada de vulgar púrpura de Tiro y mucho menos adornos dorados. Pájaros, flores y mariposas. ¡No puedo creer que no se me ocurriera a mí! Aunque insisto en que la decoración de nuestro dormitorio sea un bosque iluminado por la luna.
¿Cómo mantener la cara seria? César lo logró, pero con considerable esfuerzo.
—¿Cuándo os marcháis? —preguntó.
—Mañana.
—Entonces necesitamos celebrar un consejo de guerra hoy.
—Para eso estoy aquí.
—Con Marco Craso.
Pompeyo puso mala cara.
—Oh, ¿tiene que ser con él?
—Sí. Vuelve después de cenar.
Para entonces César había logrado convencer a Craso de que abandonase una serie de importantes reuniones y las dejase en manos de sus inferiores.
Se sentaron al aire libre en el peristilo principal, porque era un día cálido y aquel lugar impedía que nadie pudiera oír lo que decían.
—El segundo proyecto de ley de tierras se aprobará, a pesar de la táctica de Catón y de que Bíbulo se dedique a contemplar el cielo —anunció César.
—Siendo tú el patrono de Capua, según observo —dijo Pornpeyo, con la dicha nupcial evaporada ahora que había que hablar de asuntos duros.
—Sólo en el hecho de que el proyecto de ley es una
lex Iulia
, y en que, como autor, les otorgo a los habitantes de Capua la condición plena de ciudadanos romanos. Sin embargo, Magnus, eres tú quien estará allí entregándoles las escrituras a los afortunados receptores, y serás tú quien desfile por la ciudad. Capua se considerará parte de tu clientela, no de la mía.
—Y yo estaré en la parte oriental del Ager Campanus, que me considerará como su patrono —dijo Craso con satisfacción.
—De lo que tenemos que hablar hoy no es del segundo proyecto de la ley de tierras —dijo César—. Hemos de dedicarle algo de tiempo al tema de mi provincia para el año que viene, pues no tengo intención de convertirme en un proconsular agrimensor. Además conviene que tengamos nuestros propios magistrados
seniors
el año que viene. Si no los tenemos, gran parte de lo que hemos promulgado como leyes este año será invalidado el año que viene.
—Aulo Gabinio —dijo Pompeyo al instante.
—De acuerdo. Los votantes lo quieren porque durante su año como tribuno de la plebe impuso medidas importantes, por no hablar de que te permitió a ti limpiar el Mare Nostrum. Si nosotros tres trabajamos a tal fin, deberíamos ser capaces de que fuera elegido cónsul
senior
. Pero, ¿y el
junior
?
—¿Qué te parece tu primo, Lucio Pisón, César? —dijo Craso.
—Tendríamos que comprarlo —comentó Pompeyo—. Es un negociante.
—Pues les ofrecemos buenas provincias a los dos —dijo César—. Siria y Macedonia.
—Pero para más de un año —aconsejó Pompeyo—. Gabinio sería feliz con eso, yo lo sé.
—Yo no estoy muy seguro acerca de Lucio Pisón —dijo Craso frunciendo el entrecejo.
—Por qué salen tan caros los epicúreos? —preguntó Pompeyo en tono exigente.
—Porque cenan en platos y vasos de oro —dijo Craso.
César sonrió.
—¿Qué os parece un matrimonio? Mi primo Lucio tiene una hija de casi dieciocho años, pero no está muy solicitada que digamos. No tiene dote.
—Una chica guapa, por lo que yo recuerdo —dijo Pompeyo—. Ni señal de las cejas ni de los dientes de Pisón. Lo que no comprendo es lo de la falta de dote.
—En este momento Pisón lo está pasando mal —explicó Craso—. No hay guerras dignas de mención, y tiene todo su dinero invertido en armamento. Tuvo que utilizar la dote de Calpurnia para mantenerse a flote. Sin embargo, César, me niego a entregar a ninguno de mis dos hijos.
—¡Y si Bruto va a casarse con mi hija, no puedo permitirme entregar a ninguno de mis dos hijos yo tampoco! —dijo a gritos Pompeyo.
César contuvo la respiración, y casi se ahoga al hacerlo. ¡Oh, dioses, había estado tan trastornado que no se había acordado de hablarle a Bruto de aquella alianza!
—¿Que Bruto va a casarse con tu hija? —preguntó Craso sin acabar de creerse lo que oía.
—Probablemente no —intervino César con calma—. Bruto no se encontraba en condiciones de que yo le hiciera preguntas ni ofertas, así que no cuentes con ello, Magnus.
—Muy bien, no contaré con ello. Pero, ¿quién puede casarse con Calpurnia?
—¿Por qué no yo? —preguntó César levantando las cejas.
Los otros dos hombres se lo quedaron mirando, y unas sonrisas de deleite les florecieron en los labios.
—Eso sería una respuesta perfecta —dijo Craso.
—Pues muy bien, entonces… Lucio Pisón es nuestro otro cónsul. —César dio un suspiro—. Pero, ay, no nos irá tan bien en cuanto a los pretores.
—Si tenemos a los dos cónsules, no nos harán falta los pretores —dijo Pompeyo—. Lo mejor de Lucio Pisón y Gabinio es que son hombres fuertes. Los
boni
no los intimidarán… ni podrán tirarse faroles con ellos.
—Queda el asunto de conseguirme a mí la provincia que quiero. La Galia Cisalpina e Iliria —dijo César pensativamente.
—Harás que Vatinio lo legisle en la Asamblea Plebeya —dijo Pompeyo—. Los
boni
ni soñaban con que tendrían que oponerse a nosotros tres cuando te asignaron las rutas de ganado trashumante de Italia, ¿no es cierto? —Sonrió—. Tienes razón, César. Con nosotros tres unidos, podemos conseguir lo que queramos en las Asambleas!
—No olvides que Bíbulo está contemplando el cielo —dijo Craso con un gruñido—. Cualquier ley que consigas aprobar seguramente será desafiada, aunque sea dentro de años. Además, Magnus, a tu hombre, Afranio, le ha sido prorrogada la estancia en la Galia Cisalpina. A tus clientes no les parecerá bien que des tu visto bueno para quitársela y dársela a César.
Con el rostro de un rojo apagado, Pompeyo miró enojado a Craso.
—¡Muy bien expresado, Craso! —dijo con brusquedad—. Afranio hará lo que yo diga, se apartará a un lado para dejarle paso a César voluntariamente. ¡Me costó varios millones comprar para él el cargo de cónsul
junior
, y él sabe que no se ha ganado el dinero que me cóstó! ¡No te preocupes por lo de Afranio, que podría darte un ataque de apoplejía!
—Eso quisieras tú —dijo Craso al tiempo que esbozaba una amplia sonrisa.
—Voy a pedirte más que eso, Magnus —intervino César—. Quiero la Galia Cisalpina desde el momento en que Vatinio consiga que su ley sea ratificada, no desde el día de año nuevo. Hay cosas que tengo que hacer allí, cuanto antes mejor.
El león no experimentó escalofríos en el pellejo, pues lo tenía demasiado caliente a causa de las atenciones que le prodigaba la hija de César; Pompeyo se limitó a asentir con la cabeza y a sonreír, y ni siquiera se le ocurrió preguntar cuáles eran las cosas que quería hacer César.
—Ansioso por empezar, ¿verdad? No veo por qué no, César.
—Empezó a removerse en el asiento—. ¿Es todo? ¡Verdaderamente debo irme a casa con Julia, no quiero que piense que tengo una amiguita!
Y allá se fue, riéndose de su propio chiste.
—No hay nada más tonto que un viejo tonto —dijo Craso.
—¡Sé bueno, Marco! Está enamorado.
—De sí mismo. —Craso se quitó de la cabeza a Pompeyo y fijó su atención en César—. ¿Qué te propones, Cayo? ¿Por qué necesitas la Galia Cisalpina de inmediato?
—Necesito reclutar más legiones, entre otras cosas.
—Sabe Magnus que estás decidido a suplantarlo como el mayor conquistador de Roma?
—No, he logrado ocultárselo muy bien.
—Bien, verdaderamente tienes suerte, lo admito. La hija de otro hombre habría tenido el aspecto de Terencia y habría hablado como Terencia, pero la tuya es tan encantadora por dentro como por fuera. Lo tendrá embelesado durante años. Y un día Pompeyo se despertará y se encontrará con que tú lo has eclipsado.
—Así será —dijo César sin la menor vacilación en la voz.
—Con Julia o sin ella, entonces se convertirá en tu enemigo.
—Ya me ocuparé de eso cuando ocurra, Marco.
Craso emitió un bufido.
—¡Eso dices! Pero te conozco, Cayo. Es cierto, tú no intentas saltar los obstáculos antes de que aparezcan. No obstante, no hay ninguna contingencia en la que tú no hayas pensado con años de anticipación antes de que ocurra. Eres astuto, habilidoso, creativo y valeroso.
—¡Muy bien expresado! —dijo César, cuyos ojos se habían puesto chispeantes.
—Comprendo lo que planeas para cuando seas procónsul —le dijo Craso—. Quieres conquistar todas las tribus y tierras del norte y del este de Italia recorriendo el curso del Danubio hasta el mar Euxino. ¡Sin embargo, el Senado controla las finanzas públicas! Vatinio puede hacer que la Asamblea Plebeya te conceda la Galia Cisalpina juntamente con Iliria, pero aun así tienes que recurrir al Senado en busca de fondos. Aunque los
boni
no chillasen ultrajados, el Senado tradicionalmente se niega a pagar guerras agresivas. Ahí es donde Magnus estuvo impecable. Todas sus guerras las ha librado contra enemigos oficiales de Roma: Carbón, Bruto, Sertorio, los piratas, los dos reyes. Mientras que tú te propones atacar primero, ser el agresor. El Senado no dará su visto bueno, y muchos de tus propios partidarios tampoco. Las guerras cuestan dinero. El Senado posee el dinero. Y tú no lo conseguirás.
—No me estás diciendo nada que yo no sepa ya, Marco. No tengo pensado acudir al Senado en busca de dinero. Lo encontraré por mi cuenta.
—De tus campañas. ¡Eso es muy arriesgado!
La respuesta de César fue extraña.
—¿Sigues determinado a anexionar Egipto? —preguntó—. Tengo curiosidad.
Craso parpadeó ante aquel cambio de tema.
—Me encantaría, pero no puedo. Todos los
boni
morirían, antes de permitírmelo. —¡Bien! Entonces seguro que conseguiré esos fondos —dijo César sonriendo.
—Estoy completamente sorprendido.
—Todo se revelará a su debido tiempo.
Cuando César fue a ver a Bruto a la mañana siguiente sólo encontró a Servilia, quien le puso mala cara, advirtió él en seguida, más porque le parecía que debía ponérsela que porque le hubiera herido los sentimientos para siempre. Servilia llevaba alrededor del cuello una gruesa cadena de oro, y colgando de la misma, en una jaula de oro, estaba la enorme perla con forma de fresa. El vestido que llevaba puesto era un poco más claro, pero del mismo color.
—¿Dónde está Bruto? —le preguntó César después de besarla.
—Ha ido a casa de su tío Catón —respondió Servilia—. Me has jugado una mala pasada, César.
—Según Julia, la atracción entre Catón y Bruto ha existido siempre —le explicó César mientras se sentaba—. Tu perla tiene un aspecto magnífico.
—Soy la envidia de toda mujer de Roma. ¿Cómo está Julia?
—le preguntó con dulzura.
—Bueno, yo no la he visto, pero si hay que creer lo que dice Pompeyo, está muy satisfecha consigo misma. Puedes considerar que tu hijo y tú habéis sido muy afortunados quedando fuera de ello, Servilia. Mi hija ha encontrado la horma conveniente, lo cual significa que su matrimonio con Bruto no habría durado mucho.
—Eso es lo que me dijo Aurelia. Oh, me dan ganas de matarte, César, pero Julia siempre fue idea de Bruto, no mía. Cuando tú y yo nos hicimos amantes, yo veía ese compromiso como un medio para retenerte, pero también se me hacía muy incómodo después de que la noticia salió a la luz. El incesto técnico no es algo que yo ambicione. —Hizo una mueca—. Es algo que rebaja.
—Las cosas suelen suceder para bien.
—Las perogrulladas no te favorecen, César.
—No le favorecen a nadie.
—¿Qué te trae por aquí tan pronto? Un hombre prudente se habría mantenido alejado durante algún tiempo.
—Se me olvidó transmitir un mensaje de parte de Pompeyo —dijo César con los ojos chispeantes de malicia.
—¿Qué mensaje?
—Que si Bruto quería, Pompeyo estaría contento de entregarle a su hija a cambio de la mía. Lo dijo con toda sinceridad.
Servilia se encabritó como un áspid egipcio.
—¡Sinceridad! —siseó ella—. ¿Sinceridad? ¡Puedes decirle que antes de aceptar a su hija Bruto se abriría las venas! ¿Crees que iba a consentir que mi hijo se casase con la hija del hombre que ejecutó a su padre? —Le transmitiré tu respuesta, pero con algo más de tacto, pues es mi yerno.
Extendió el brazo hacia Servilia, con una expresión en la mirada que le decía a ella que César estaba de humor para coqueteos.
Servilia se puso en pie.
—Hay mucha humedad para esta época del año —dijo.
—Sí. Algo menos de ropa serviría para aliviarlo.
—Por lo menos con Bruto ausente tenemos la casa para nosotros solos —dijo mientras yacía con él en la cama que no había compartido con Silano.
—Tienes la más bonita de las flores —comenzó a decir César lentamente.
—¿Ah, sí? Nunca me la he visto —dijo ella—. Además, una necesitaría un modelo para establecer comparación. Pero me siento halagada. Tú debes haber olido la mayoría de las flores de Roma en tus tiempos.
—He reunido muchos ramilletes —confesó César con solemnidad, muy atareado con los dedos—. Pero la tuya es la mejor, por no decir la más olorosa. Es tan oscura que podría decirse que parece de color púrpura de Tiro, y tiene la misma capacidad para cambiar de color según la luz. Y el vello de tu espalda es muy suave. No me gustas como persona, pero adoro esa flor tuya.
Ella separó más las piernas y le empujó la cabeza hacia abajo.
—¡Pues venérala, César, venérala! —exclamó—. ¡
Ecastor
, eres maravilloso!
Ptolomeo XI Theos Filopator Filadelfo, conocido por el apodo de Auletes el Flautista, había ascendido al trono de Egipto durante la dictadura de Sila, no mucho después de que los airados ciudadanos de Alejandría destrozaron literalmente al anterior rey de diecinueve días arrancándole los miembros uno a uno; aquélla fue la venganza de los ciudadanos por el asesinato que él cometiera en la persona de su esposa, la amada reina, que había sido su esposa durante diecinueve días.
Con la muerte de este rey, Ptolomeo Alejandro II, había acabado la estirpe legítima de los Ptolomeos. Complicado por el hecho de que Sila había tenido como rehén a Ptolomeo Alejandro II durante algunos años, se lo había llevado a Roma y le había obligado a hacer testamento, en el que le dejaba Egipto a Roma en el caso de que muriera sin descendencia. Un testamento irónico, pues Sila sabía bien que Ptolomeo Alejandro II era tan afeminado que nunca engendraría hijos. Roma heredaría Egipto, el país más rico del mundo.