Las mujeres de César (121 page)

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Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórica

BOOK: Las mujeres de César
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Y ahora se presentaba su padre en una visita oficial, anunciado previamente por un mensajero y ataviado con las galas de pontífice máximo. ¿Habría estropeado las cosas al pedir que Julia se casase con él un año antes de lo acordado? Oh, ¿por qué presentía que todo aquello tenía que ver con Julia? ¿Y por qué no tenía él el mismo aspecto que César? No había ni un solo defecto en aquel rostro. Ni un solo defecto en aquel cuerpo. Si lo hubiera habido, mamá habría perdido el interés por César hacía mucho tiempo.

El pontífice máximo no se sentó, pero no se puso a pasear ni perdió la compostura.

—Bruto —le dijo—, no conozco ningún modo de dar una mala noticia que pueda aliviar el golpe, así que seré franco contigo. Rompo tu contrato de compromiso matrimonial con Julia. —Colocó sobre la mesa un delgado rollo de papel—. Esto es una orden de pago para mis banqueros por la cantidad de cien talentos, según lo acordado. Lo siento mucho.

La impresión hizo que Bruto cayera tambaleante sobre una silla, donde quedó sentado con la boca abierta y sin poder pronunciar palabra, con aquellos grandes ojos fijos en el rostro de César con la misma expresión que un perro viejo tiene cuando se da cuenta de que su amado amo va a hacer que lo maten porque ya no le es útil. Cerró la boca e intentó hablar, pero no salió de él palabra alguna. Luego la luz de los ojos se le apagó tan evidente y rápidamente como si se soplara una vela.

—Lo siento mucho —dijo César de nuevo, esta vez con más sentimiento.

La impresión había hecho que Servilia se pusiera en pie, y durante unos instantes ella tampoco encontró palabras. Sus ojos se posaron en Bruto a tiempo para presenciar cómo la luz de éste se apagaba, pero no tenía ni idea de qué le estaba pasando a su hijo en realidad, porque su carácter estaba tan alejado del de Bruto como Antioquía de Olisipo.

Así que fue César quien sintió el dolor de Bruto, no Servilia. Aunque nunca le había conquistado una mujer como Julia había conquistado a Bruto, sin embargo comprendía exactamente lo que Julia había significado para éste, y se preguntó si de haber sabido aquello, habría tenido el valor de matar de aquella manera. Pero sí, César, lo habrías hecho. Has matado antes y volverás a matar de nuevo. Aunque rara vez cara a cara, como ahora. ¡Pobre hombre! No se recuperará nunca. Quiere a mi hija desde que tenía catorce años, y nunca ha cambiado ni flaqueado. Yo lo he matado… o por lo menos he matado lo que su madre ha dejado de él con vida. Qué espantoso ser un pelele entre dos salvajes como Serviia y yo. Silano también sufrió, pero no de un modo tan terrible como Bruto. Sí, lo hemos matado. De ahora en adelante es uno de los
lemures
.

—¿Por qué? —le preguntó en tono áspero Servilia, que empezaba a jadear.

—Me temo que necesito a Julia para formar otra alianza.

—¿Una alianza mejor que con un Cepión Bruto? ¡Eso es imposible!

—No en términos de que sea un buen partido, eso es cierto. Tampoco en cuanto a simpatía, ternura, honor e integridad. Ha sido un privilegio tener a tu hijo en mi familia durante tantos años. Pero el hecho es que necesito a Julia para formar otra alianza.

—¿Quieres decir que tú sacrificarías a mi hijo para adornar con plumas tu propio nido político, César? —preguntó ella enseñando los dientes.

—Sí. Exactamente igual que tú sacrificarías a mi hija si ello sirviera a tus fines, Servilia. Tenemos hijos para que hereden la fama y el realce que nosotros traigamos a la familia, y el precio que han de pagar es estar ahí para servir a nuestras necesidades y a las necesidades de nuestras familias. Nuestros hijos nunca conocen las necesidades, nunca tienen dificultades, nunca les falta cultura y matemáticas. Pero es un padre tonto el que no educa a sus hijos de manera que comprendan el precio que han de pagar por su elevada cuna, su bienestar, su riqueza y su educación. El proletariado puede amar y malcriar a sus hijos con entera libertad. Pero nuestros hijos son los sirvientes de la familia, y a su vez ellos esperarán de sus hijos lo que nosotros esperamos de ellos. La familia es perpetua. Nosotros y nuestros hijos no somos más que una pequeña parte de ella. Los romanos crean a sus propios dioses, Servilia. Y todos los dioses verdaderamente romanos son dioses de la familia. El hogar, alacenas, los miembros de la casa, los antepasados, los padres y los hijos. Mi hija comprende su función como parte de la familia de un Julio. Exactamente como lo comprendí yo.

—¡Me niego a creer que haya alguien en Roma capaz de ofrecerte más, políticamente, de lo que te ofrece Bruto!

—Eso quizás sea cierto dentro de diez años. Y, desde luego, lo será dentro de veinte. Pero ahora, en este preciso momento, necesito influencia política adicional. Si el padre de Bruto estuviera vivo, las cosas serían diferentes. Pero el cabeza de tu familia tiene veinticuatro años, y eso se puede decir tanto en lo que se refiere a Servilio Cepión como a Junio Bruto. Necesito la ayuda de un hombre de mi misma edad.

Bruto no se había movido, ni había cerrado los ojos, ni había llorado. Incluso oyó todas las palabras que cruzaron César y su madre, aunque en realidad no las asimiló. Estaban allí y significaban cosas que él comprendía. Y las recordaría. Pero, ¿por qué no estaba más enfadada su madre?

De hecho Servilia estaba furiosa, pero el tiempo le había enseñado que César podía vencerla en todos los enfrentamientos si ella se lanzaba directamente contra él. Al fin y al cabo, nada de lo que él pudiera decir podía hacerla enfadar más de lo que ya lo estaba. Contrólate, estáte preparada para encontrarle un punto débil, estáte preparada para meterte dentro y golpear.

—¿Qué hombre? —preguntó con la barbilla erguida y los ojos vigilantes.

César, a ti te pasa algo malo. Realmente estás disfrutando con esto. O estarías disfrutando si no fuera por ese joven destrozado de ahí. En el tiempo que tardarás en pronunciar el nombre de Pompeyo verás una escena mejor que la del día en que le dijiste que no te casarías con ella. El amor destruido no puede matar a Servilia. Pero el insulto que voy a infligirle podría…

—Cneo Pompeyo Magnus —dijo.

—¿Quién?

—Ya me has oído. —¡No serás capaz! —Movió la cabeza en ambos sentidos—. ¡No lo harás! —Se le salían los ojos—. ¡No lo harás! —Las piernas se le doblaron, se acercó vacilante a una silla lo más lejos de Bruto que pudo—. ¡No lo harás!

—¿Por qué no? —le preguntó César tranquilamente—. Dime un aliado político mejor que Magnus y romperé el compromiso entre Julia y él con la misma rapidez que he roto éste.

—¡El es un… un… advenedizo! ¡Un ignorante! ¡No es nadie!

—En lo primero, estoy de acuerdo contigo. Pero en lo segundo y lo tercero que has dicho no puedo estarlo. Magnus no es ni mucho menos un don nadie. El es el Primer Hombre de Roma. Y tampoco es un ignorante. Te guste o no, Servilia, el muchacho carnicero de Picenum ha excavado un camino más amplio a través del bosque de Roma de lo que logró Sila. Sus riquezas son astronómicas, y su poder aún mayor. Deberíamos agradecer la suerte que tenemos de que nunca llegará tan lejos como llegó Sila porque no se atreve. Lo único que quiere es ser aceptado como uno más de nosotros.

—¡El nunca será uno de nosotros! —dijo Servilia apretando los puños.

—Casarse con una Julia es dar un buen paso en la dirección adecuada.

—¡Habría que azotarte, César! Se llevan treinta años… ¡él ya es un viejo, y ella apenas una mujer todavía!

—¡Oh, cierra la boca! —le ordenó César con hastío—. Puedo aguantarte en la mayoría de tus estados de ánimo,
domina
, pero no tu justa indignación. Toma.

Le arrojó en el regazo un objeto pequeño y luego se acercó a Bruto.

—Lo siento de verdad, muchacho —dijo tocándole suavemente el hombro, aún encorvado. Bruto no intentó evitar el contacto; levantó los ojos hacia el rostro de César, pero de ellos había desaparecido cualquier rastro de luz.

¿Debería decir César lo que había tenido plena intención de decir, que Julia estaba enamorada de Pompeyo? No. Eso sería demasiado cruel. No había en él lo bastante del carácter de Servilia para pensar que valiera la pena hacer tanto daño. Luego pensó decir que Bruto ya encontraría a otra. Pero no.

Se produjo un remolino escarlata y púrpura; la puerta se cerró detrás del pontífice máximo.

El objeto que había en el regazo de Servilia era un gran guijarro de color fresa. Cuando iba a tirarlo por la ventana abierta, vio cómo se reflejaba en él la luz, de un modo fascinante, y se detuvo. No, no era un guijarro. Aquella forma de corazón regordete no era diferente de una fresa, igual que su color, pero era luminoso, brillante y tan sutilmente lustroso como una perla. ¿Una perla? ¡Sí, una perla! El objeto que César le había echado a Servilia en el regazo era una perla tan grande como la mayor de las fresas de cualquier campo de Campania, una maravilla del mundo.

A Servilia le encantaban las joyas, y las que más le gustaban eran las perlas del océano. La rabia se le fue disipando, como si aquella perla de rico color rojo y rosado la absorbiese y se alimentase de ella. ¡Qué tacto tan sensacional tenía! Suave, fresco y voluptuoso.

Un sonido vino a interrumpirla. Bruto había caído al suelo inconsciente.

Después de que a Bruto, semiinconsciente y delirante, lo metieran en la cama y le administraran una activa dosis de poción de hierbas soporíferas, Servilia se puso una capa y se fue a visitar a Fabricio, el mercader de perlas del Porticus Margaritaria. El cual recordaba bien aquella perla, sabía exactamente de dónde había salido y, en secreto, se maravilló de que un hombre pudiera regalarle aquella belleza a una mujer que no era llamativa, ni encantadora, ni siquiera joven. La valoró en seis millones de sestercios, y accedió a montarla en un engarce de alambre de oro fino unida a una cadena gruesa de oro. Ni Fabricio ni Servilia querían perforar el hoyuelo que tenía en la parte superior; una maravilla del mundo como aquélla debía permanecer intacta.

Desde el Porticus Margaritaria sólo había un par de pasos hasta la
domus publica
, donde Servilia pidió ver a Aurelia.

—¡Naturalmente, tú estás de parte de él! —le dijo con agresividad a la madre de César.

Las negras cejas finamente trazadas de Aurelia se alzaron, lo cual hizo que se pareciera mucho a su hijo.

—Naturalmente —repuso con calma.

—Pero, ¿Pompeyo Magnus? ¡César es un traidor para su propia clase!

—¡Venga ya, Servilia, tú conoces a César mejor que eso! César reducirá sus pérdidas, no se cortará la nariz para hacerse daño en la cara. Él hace lo que quiere hacer porque lo que quiere hacer es lo que debe hacer. Si la costumbre y la tradición sufren, pues es una lástima. El necesita a Pompeyo, tú eres bastante aguda, políticamente hablando, como para comprender eso y para ver lo peligroso que sería depender de Pompeyo si no lo tuviera bien sujeto por un anda tan firme que ninguna tormenta pueda soltarlo. —Aurelia esbozó una mueca parecida a una sonrisa—. Cuando ha regresado a casa después de decírselo a Bruto, César me ha dicho que le ha costado mucho romper el compromiso. La aflicción de tu hijo lo ha conmovido profundamente.

A Servilia no se le había ocurrido pensar en la aflicción de Bruto porque ella lo consideraba como una posesión suya que había sido mortalmente insultada, no como una persona. Amaba a Bruto tanto como amaba a César, pero a su hijo lo veía como formando parte de ella, daba por hecho que Bruto sentía lo mismo que sentía ella, aunque no podía comprender por qué la conducta de su hijo era tan diferente de la suya. ¡Mira que caerse de bruces desmayado!

—¡Pobre Julia! —dijo Servilia, que ahora estaba pensando en su perla.

Aquello provocó una carcajada en la abuela de Julia.

—¡Nada de pobre Julia! Está absolutamente extasiada.

A Servilia se le retiró la sangre de la cara; la perla se desvaneció.

—¿No querrás decir…?

—¿Cómo, no te lo ha dicho César? ¡Debió de darle pena por Bruto! Es un matrimonio por amor, Servilia.

—¡No puede ser!

—Te aseguro que lo es. Julia y Pompeyo están enamorados.

—¡Pero ella ama a Bruto!

—No. Ella nunca ha amado a Bruto; ésa es la tragedia para él. Julia iba a casarse con él porque se lo decía su padre. Porque todos lo deseábamos y ella es una hija buena y obediente.

—Lo que busca en Pompeyo es a su propio padre —dijo llanamente Servilia.

—Quizás sea así.

—Pero Pompeyo no se parece a César en nada. Julia se arrepentirá de ello.

—Yo creo que será muy feliz. Comprende que Pompeyo es muy diferente de César, pero también existen ciertos parecidos entre ambos. Los dos son soldados, los dos son valientes, los dos son heroicos. Julia nunca ha sido especialmente consciente de su condición social, no venera el patriciado. Lo que tú encontrarías completamente repugnante en Pompeyo no consternaría a Julia lo más mínimo. Supongo que ella lo refinaría un poco, pero en realidad está muy satisfecha con él tal como es.

—Eso me decepciona en ella —murmuró Servilia.

—Entonces alégrate por Bruto, alégrate de que ahora esté libre.

—Aurelia se levantó porque el mismo Eutico trajo el vino dulce con pastas-El líquido siempre encuentra su propio nivel, ¿no te parece? —preguntó mientras servía vino y agua en preciosos vasos—. Si a Julia le gusta Pompeyo, ¡y así es!, entonces Bruto no le habría gustado. Y eso no es ninguna deshonra para Bruto. Mira el asunto positivamente, Servilia, y convence a Bruto para que haga lo mismo. El encontrará a otra.

El matrimonio entre Pompeyo el Grande y la hija de César se celebró al día siguiente en el atrio del templo de la
domus publica
. Como era una época de mala suerte para las bodas, César ofreció por su hija todo lo que se le ocurrió que podría ayudarla, mientras que Aurelia había ido a ver a todas las deidades femeninas y les había hecho ofrendas también. Aunque hacía mucho tiempo que había pasado de moda casarse
confarreatio
, incluso entre los patricios, cuando César le sugirió a Pompeyo que aquella unión fuera
confarreatio
, a Pompeyo le faltó tiempo para decir que sí.

—No insisto, Magnus, pero me gustaría.

—¡Oh, a mí también! Esta es la última vez para mí, César.

—Eso espero. El divorcio de un matrimonio
confarreatio
es prácticamente imposible.

—No habrá ningún divorcio —dijo Pompeyo confiado.

Julia llevó la ropa nupcial que su abuela había tejido personalmente para su propia boda cuarenta y seis años antes, y la encontró más fina y más suave que nada de lo que se pudiera comprar en la calle de los Tejedores. El pelo de Julia —espeso, fino, liso y tan largo que podía sentarse sobre él— se dividió en seis trenzas y lo prendieron en alto debajo de una tiara idéntica a las que llevaban las vírgenes vestales, de siete salchichas de lana enrolladas. El vestido era color azafrán, los zapatos y el fino velo de un color llama vivo.

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