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Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórica

Las mujeres de César (15 page)

BOOK: Las mujeres de César
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—No necesariamente —le dijo ella esbozando una sonrisa—. Hoy veré a Silano cuando él regrese a casa del Foro. Es posible que consiga convencerle para que guarde el secreto.

—Sí, eso sería lo mejor, sobre todo si tenemos en cuenta el compromiso matrimonial de nuestros hijos. No me importa cargar con la responsabilidad de mis propios actos, pero no me siento nada cómodo con la idea de hacerles daño a Julia o a Bruto. Eso suponiendo que el resultado de nuestra aventura se convierta en un cotilleo general. —Se inclinó hacia adelante para cogerle la mano a Servilia, se la besó y sonrió mirando a la mujer a los ojos—. Lo nuestro no es una aventura corriente, ¿verdad?

—No —repuso Servilia—, cualquier cosa menos corriente. —Volvió a humedecerse los labios—. Mi estado todavía no es muy avanzado, así que podemos continuar hasta mayo o junio. Si quieres, claro.

—Oh, sí —dijo César—. Claro que quiero, Servilia.

—Me temo que después no podremos volver a vernos durante siete u ocho meses.

—Lo echaré de menos. Y a ti también. Esta vez fue ella quien le cogió la mano, aunque no se la besó, sino que se limitó a sostenérsela y a sonreír.

—Querría que me hicieras un favor durante ese tiempo, César.

—¿Cuál?

—Seducir a Atilia, la esposa de Catón.

César estalló en carcajadas.

—Quieres que me mantenga ocupado con una mujer que no tiene ninguna oportunidad de suplantarte, ¿no es así? Muy inteligente de tu parte

—Es cierto, soy inteligente. ¡Compláceme, por favor! ¡Seduce a Atilia!

Con el entrecejo fruncido, César le estuvo dando vueltas mentalmente a aquella idea.

—Catón no es un blanco que merezca la pena, Servilia. ¿Cuántos años tiene, veintiséis? Estoy de acuerdo en que en el futuro podría convertirse en una espina que se me clavara en un costado, pero prefiero esperar a que lo sea.

—¡Hazlo por mí, César, por mí! ¡Por favor!

—¿Tanto lo odias?

—Lo suficiente como para desear verlo hecho pedacitos —le confesó Servilia hablando entre dientes—. Catón no se merece una carrera política.

—El hecho de que yo seduzca a Atilia no impedirá que eso suceda, como tú bien sabes. Sin embargo… si tanto significa para ti… ¡de acuerdo!

—¡Oh, maravilloso! ¡Muchas gracias! —dijo ella resollando de contento; luego pensó en otra cosa—. ¿Por qué no has seducido nunca a Domicia, la esposa de Bíbulo? Ella le debe, desde luego, el placer de ponerle los cuemos, y él ya es un enemigo peligroso. Además Domicia es prima del marido de mi hermanastra Porcia, y eso también le haría daño a Catón.

—Supongo que en parte se debe al pájaro de presa que hay en mí. Sólo el hecho de pensar en seducir a Domicia me excita tanto que siempre estoy posponiendo el hecho en sí.

—Catón es mucho más importante para mí —dijo Servilia.

De pájaro de presa, nada, pensó ella para sus adentros mientras regresaba al Palatino. Aunque quizás él se vea como un águila, concluyó Servilia, pero la conducta que mantiene con la esposa de Bíbulo es, sencillamente, felina. El embarazo y los hijos formaban parte de la vida; y, con la excepción de Bruto, todo ello no era más que algo que había que soportar con un mínimo de incomodidad. Bruto había sido sólo de ella; era ella quien lo había alimentado, quien le había cambiado los pañales, quien lo había bañado, quien había jugado con él y quien lo había entretenido. Pero la actitud hacia sus dos hijas había sido muy diferente. Una vez que las hubo parido, las había puesto en manos de nodrizas y más o menos se había olvidado de ellas hasta que crecieron lo suficiente para necesitar una vigilancia más de acuerdo con las costumbres romanas. A esto se aplicó con mucho interés y ningún amor. Cuando cada una de ellas cumplió los seis años, las envió a la escuela de Marco Antonio Gnifón porque Aurelia se la había recomendado como muy apropiada para niñas, y no había tenido motivos para lamentar aquella decisión.

Ahora, siete años después, iba a tener un hijo fruto del amor, fruto de una pasión que gobernaba su vida. Lo que ella sentía por Cayo Julio César no era ajeno a su naturaleza, que, al ser intensa y poderosa, resultaba muy apropiada para un gran amor; no, su principal desventaja procedía de César y de la naturaleza de éste, que ella interpretaba correctamente como un carácter muy poco dispuesto a dejarse dominar por las emociones que pudieran surgir de cualquier tipo de relaciones personales. Aquella temprana e instintiva premonición la había salvado de incurrir en los errores que era corriente que las mujeres cometieran, desde poner a prueba los sentimientos de César, hasta esperar fidelidad y demostraciones abiertas de interés por otra cosa que no fuera lo que sucedía entre ellos en aquel discreto apartamento suburano.

Así que aquella tarde no había ido a verle llena de emoción y dispuesta a contarle la noticia con la esperanza de provocar en él gozo alguno o de añadir algún sentimiento de posesión de él; y había hecho bien predisponiéndose para no tener esperanzas. César no estaba ni complacido ni contrariado; como le había dicho, aquello era asunto de ella, no tenía nada que ver con él. ¿Había acariciado ella la esperanza, aunque fuese en el fondo, de que César quisiera reclamar aquel hijo? Creía que no, no se dirigía a su casa consciente de estar decepcionada o deprimida. Como César no tenía esposa, sólo una unión habría necesitado el trámite legal del divorcio: la de Silano y ella. Pero había que ver cómo Roma había condenado a Sila por divorciarse de Elia. No es que a Sila le hubiera importado, una vez que la joven esposa de Escauro había quedado libre —tras la muerte de su marido— para casarse con él. Y a César tampoco le habrían importado los rumores. Pero César tenía un sentido del honor del que Sila carecía. Oh, no era un sentido del honor particularmente estricto, estaba demasiado rodeado de lo que él pensaba de sí mismo y de lo que quería ser. César se había establecido su propio modelo de conducta que abarcaba todos los aspectos de la vida. No sobornaba a los jurados, no practicaba la extorsión en su provincia, no era un hipócrita.

Y todo ello era, ni más ni menos, la evidencia de que lo haría todo del modo más difícil; no recurriría a las técnicas diseñadas para hacer más fácil el progreso político. La confianza que César tenía en sí mismo era indestructible, y nunca dudaba ni por un momento de su capacidad para llegar hasta donde se proponía. Pero, ¿reclamar este hijo como suyo y pedirle a ella que se divorciase de Silano para poder casarse antes de que naciera el niño? No, eso ni siquiera se le pasaría por la cabeza a César. Y Servilia sabía exactamente por qué. Por la única razón de que ello demostraría a sus iguales en el Foro que estaba a merced de un inferior: una mujer. Servilia deseaba desesperadamente casarse con él, desde luego, aunque no para que César reconociera la paternidad del hijo que estaba en camino. Quería casarse con él porque lo amaba con el alma tanto como con el cuerpo, porque Servilia reconocía en César a uno de los grandes romanos, a un marido digno que nunca defraudaría las esperanzas sobre actuaciones militares y políticas puestas en él, a un marido cuyo linaje y
dignitas
no podían hacer otra cosa que reforzar los de ella. El era un Publio Cornelio Escipión el Africano, un Cayo Servilio Ahala, un Quinto Fabio Máximo el Contemporizador, un Lucio Emilio Paulo. Perteneciente a la auténtica aristocracia patricia —la quintaesencia de un romano—, César poseía un intelecto, una energía, una decisión y una fuerza inmensos. Un marido ideal para una mujer de la familia de los Servilios Cepiones. Un padrastro ideal para su amado Bruto.

Cuando Servilia llegó a casa no faltaba mucho para la hora de la cena, y Décimo Julio Silano, según le informó el mayordomo, se encontraba en el despacho. Se preguntó qué le ocurriría a su marido al tiempo que entraba en la habitación, donde lo encontró escribiendo una carta. A pesar de tener cuarenta años de edad, Silano parecía más cerca de los cincuenta; arrugas causadas por el sufrimiento físico le bajaban a ambos lados de la nariz, y el cabello, prematuramente gris, entonaba con la piel grisácea. Aunque se esforzaba por quedar bien como pretor urbano, las exigencias del cargo estaban minando su ya frágil vitalidad. La dolencia que padecía era lo bastante misteriosa como para haber derrotado la capacidad de diagnóstico de todos los médicos de Roma, aunque la opinión médica general era que el avance del mal resultaba demasiado lento para sugerir que existiera un peligro inminente; nadie había hallado ningún tumor palpable, ni el hígado se le había agrandado. Al cabo de dos años podría presentarse como candidato al consulado, pero Servilia ya sabía que su marido no tendría la vitalidad suficiente como para montar una campaña que lo condujese al éxito.

—¿Cómo te encuentras hoy? —le preguntó ella al tiempo que se sentaba en la silla que había delante del escritorio.

Silano había levantado la vista y le había sonreído al verla entrar, y ahora dejó la pluma sobre la mesa con cierto placer. Su amor hacia Servilia había ido en aumento a lo largo de casi diez años de matrimonio, pero su incapacidad para ser un verdadero marido para su esposa, en todos los aspectos, lo corroía más que la enfermedad. Consciente de sus innatos defectos de carácter, creyó que Servilia se volvería contra él y le llenaría de reproches y críticas después del nacimiento de Junilla, cuando la enfermedad empezó a agravarse; pero ella nunca había actuado así, ni siquiera después de que el dolor y el ardor de estómago que le invadían durante la noche le obligaron a trasladarse a otro cubículo para dormir. Cuando, en medio de la vergüenza de la impotencia, todo intento de hacer el amor concluía en fracaso, a Silano le pareció más amable y menos mortificante evitarle a su esposa su presencia fisica; aunque él se habría contentado con abrazos y besos, Servilia no era acogedora en el acto del amor, y tampoco era propensa al juego amoroso. Así que respondió a la pregunta de Servilia con toda sinceridad y dijo:

—Ni peor ni mejor que lo que es normal.

—Esposo, quiero hablar contigo —le dijo ella.

—Claro, Servilia.

—Estoy embarazada y tú tienes buenas razones para saber que la criatura no es tuya.

El color de Silano cambió del gris al blanco, y luego se tambaleó. Servilia se levantó de un salto de la silla y se acercó a la consola donde siempre había dos jarros y unas copas, sirvió vino sin aguar en una de ellas y sujetó a su marido mientras éste bebía presa de ligeras náuseas.

—¡Oh, Servilia! —exclamó cuando el estimulante le hizo efecto.

—Si te sirve de consuelo —le dijo Servilia que había vuelto a sentarse en la silla—, este hecho no tiene nada que ver con tu enfermedad o tus discapacidades. Aunque fueras tan viril como Príapo, yo habría caído igualmente en los brazos de ese hombre.

Silano notó cómo las lágrimas se le agolpaban en los ojos y le rodaban cada vez con más rapidez por las mejillas.

—¡Usa el pañuelo, Silano! —le indicó bruscamente Servilia.

Sacó el pañuelo y se enjugó las lágrimas.

—¿Quién es? —consiguió preguntar Silano.

—Todo a su debido tiempo. Primero hecesito saber qué piensas hacer con respecto a mi situación. El padre de la criatura no se casará conmigo. Hacerlo iría en menoscabo de su
dignitas
, y eso para él es más importante de lo que yo podría serlo nunca. No lo culpo por ello, lo comprendo.

—¿Cómo puedes ser tan racional? —le preguntó él maravillado.

—No le veo ninguna utilidad a ser de otra manera! ¿Preferirías que hubiera entrado aquí gritando, llorando y convirtiendo en comidilla de todos lo que sólo es asunto nuestro?

—Supongo que no —respondió Silano cansado. Suspiró y se guardó el pañuelo—. No, claro que no. Pero eso habría demostrado que eras humana. Si hay algo en ti que me preocupa, Servilia, es tu falta de humanidad, tu incapacidad para comprender la fragilidad. Perforas como un taladro aplicado al armazón de tu vida con la habilidad y el empuje de un artesano profesional.

—Esa es una metáfora muy confusa —dijo Servilia.

—Bueno, eso es lo que siempre he notado en ti… y quizás lo que envidiaba de ti, porque yo no lo tengo. Lo admiro enormemente. Pero no es cómodo y obstaculiza la piedad.

—No malgastes conmigo tu piedad, Silano. Todavía no has respondido a mi pregunta. ¿Qué piensas hacer sobre mi situación?

Silano se puso en pie y se sostuvo agarrándose al respaldo de la silla hasta que estuvo seguro de que las piernas lo mantendrían en pie. Luego se puso a pasear arriba y abajo por la habitación durante unos instantes antes de mirar a Servilia. ¡Tan tranquila, tan compuesta, tan poco afectada por el desastre!

—Puesto que no piensas casarte con ese hombre, creo que lo mejor que puedo hacer es volver a trasladarme a nuestro dormitorio durante el tiempo suficiente para hacer que el origen del niño parezca obra mía —dijo al tiempo que regresaba a la silla. Oh, ¿por qué no podía Servilia darle al menos la satisfacción de verla relajada, aliviada o contenta? ¡No, Servilia, no! Se limitó a mantener exactamente el mismo aspecto, incluso la mirada.

—Eso es bastante sensato, Silano —comentó ella—. Es lo que yo habría hecho en tu situación, pero una nunca sabe cómo va a ver un hombre aquello que le afecta al orgullo.

—Es evidente que me afecta, Servilia, pero prefiero que mi orgullo permanezca intacto, por lo menos a los ojos de nuestro mundo. ¿Nadie lo sabe?

—Lo sabe él, pero no aireará la verdad.

—¿Tu estado es muy avanzado?

—No. Si tú y yo volvemos a dormir juntos, dudo que nadie sea capaz de adivinar por la fecha del nacimiento de la criatura que es de otra persona.

—Bueno, debes de haberte comportado con bastante discreción, porque no he oído ningún comentario, y siempre hay gente de sobra para echar a rodar ese tipo de rumores y hacerlos llegar hasta el cornudo del marido.

—No habrá ningún rumor.

—¿Quién es él? —volvió a preguntar Silano.

—Cayo Julio César, naturalmente. Yo no habría puesto en peligro mi reputación con nadie inferior a él.

—No, claro, eso no lo habrías hecho. El origen de ese hombre es tan grandioso como, según se dice, lo son sus atributos procreadores —dijo amargamente Silano—. ¿Estás enamorada de él?

—Oh, sí.

—Puedo comprender por qué, a pesar de que ese hombre me desagrada mucho. Las mujeres tienden a ponerse en ridículo por él.

—Yo no me he puesto en ridículo —le aseguró llanamente Servilia.

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