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Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórica

Las mujeres de César (17 page)

BOOK: Las mujeres de César
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Algunos de los
boni
habían acudido corriendo, desde dondequiera que sus negocios los tuvieran ocupados, llamados por clientes que habían enviado al Foro para seguir de cerca cualquier reunión de la Asamblea, incluso la menos sospechosa. Se estaba corriendo la voz de que Aulo Gabinio había comenzado a hablar de un mando militar contra los piratas, y los
boni
—por no hablar de otras muchas facciones— sabían que aquello significaba que Gabinio iba a pedirle a a plebe que le concediera ese mando a Pompeyo. Y no estaban dispuestos a consentir que ocurriese una cosa así. ¡De ninguna manera Pompeyo podía volver a recibir otro mando especial! ¡Nunca! Ello le permitiría creer que era mejor y más grande que sus iguales.

Con la libertad de mirar a su alrededor que Gabinio no tenía, César se fijó en que Bíbulo descendía hasta el fondo del Foso con Catón, Ahenobarbo y el joven Bruto detrás de él. Un interesante cuarteto. Servilia no se sentiría complacida si se enteraba de que su hijo se asociaba con Catón. Pero era evidente que Bruto comprendía este hecho; parecía un furtivo, como si le persiguieran. Quizás debido a eso no daba la impresión de estar escuchando lo que Gabinio decía, aunque Bíbulo, Catón y Ahenobarbo reflejaban con toda claridad la ira en sus rostros.

Gabinio seguía con lo suyo.

—Ese hombre necesita tener absoluta autonomía. No debe estar sometido a ninguna restricción por parte del Senado ni del pueblo una vez que comience. Eso, naturalmente, significa que le dotaremos de un imperio ilimitado… ¡pero no sólo en el mar! Su poder debe extenderse hasta cincuenta millas tierra adentro en todas las costas, y dentro de esa franja de tierra sus poderes tienen que ser superiores al imperio de cualquier gobernador provincial afectado. Deben concedérsele por lo menos quince legados de categoría propretoriana y la libertad de elegirlos y desplegarlos él mismo, sin que nadie le ponga obstáculos. Si hace falta se le facilitará todo el contenido del Tesoro, y debe otorgársele igualmente el poder de reclutar todo lo que necesite, desde dinero hasta barcos y milicia local, en cada uno de los lugares que entren dentro del alcance de su
imperium
. Debe disponer de tantos barcos, flotas y flotillas como exija, y tantos soldados de Roma como pida.

Al llegar a dicho punto Gabinio se fijó en los recién llegados y dio un enorme y teatral respingo de sorpresa. Miró hacia abajo, a los ojos de Bíbulo, y luego sonrió con deleite. Ni Catulo ni Hortensio habían llegado, pero con Bíbulo, uno de los herederos de éstos, era suficiente.

—iSi concedemos este mando especial contra los piratas a un solo hombre, miembros de la plebe —continuó diciendo Gabinio a gritos—, entonces puede que veamos el final de la piratería! Pero si permitimos que ciertos elementos del Senado nos achanten o nos lo impidan, entonces nosotros, y no ningún otro cuerpo de hombres romanos, seremos, por nuestro fracaso a la hora de actuar, los responsables directos de los desastres que ocurran. ¡Librémonos de la piratería de una vez por todas! Ya es hora de que prescindamos de las medidas a medias y de los compromisos, y de que dejemos de dar coba a la supuesta importancia de familias e individuos que insisten en que el derecho de proteger a Roma les pertenece sólo a ellos. ¡Ha llegado el momento de acabar con esta actitud pasiva de no hacer nada! ¡Hay que empezar a hacer bien las cosas!

—¿No vas a decirlo, Gabinio? —le gritó Bíbulo desde el fondo del Foso.

Gabinio puso cara de inocente.

—¿Decir qué, Bíbulo?

—¡El nombre, el nombre, el nombre!

—No tengo ningún nombre, Bíbulo, sólo una solución.

—¡Tonterías! —resonó la voz ronca y estrepitosa de Catón—. ¡Eso es una absoluta tontería, Gabinio! ¡Claro que tienes un nombre, vaya si lo tienes! ¡El nombre de tu jefe, ese advenedizo picentino cuyo principal placer es destruir todas las tradiciones y costumbres de Roma! ¡Tú no estás ahí arriba diciendo todo eso por puro patriotismo, sino que estás sirviendo los intereses de tu jefe, Cneo Pompeyo Magnus!

—¡Un nombre! ¡Catón ha pronunciado un nombre! —gritó Gabinio con aspecto de estar rebosante de júbilo—. ¡Marco Porcio Catón ha propuesto un nombre! —Gabinio se inclinó hacia adelante, dobló las rodillas, bajó la cabeza todo lo que pudo acercándola a Catón y añadió con mucha suavidad—: ¿No te han elegido tribuno militar por este año, Catón? ¿No te ha tocado en el sorteo ir a prestar servicio con Marco Rubrio en Macedonia? ¿Y no ha partido ya Marco Rubrio hacia su provincia? ¿No crees que deberías estar fastidiando en compañía de Rubrio en Macedonia en lugar de ser un fastidio aquí, en Roma? ¡Pero gracias por habemos propuesto un nombre! Yo no tenía ni idea de qué hombre podía ser el más adecuado hasta que tú has sugerido a Cneo Pompeyo Magnus.

Dicho lo cual levantó la sesión antes de que pudiera llegar ninguno de los tribunos de la plebe de los
boni
.

Bíbulo dio media vuelta con un breve tirón de cabeza en dirección a los otros tres; tenía los labios apretados y los ojos glaciales. Cuando llegó a la superficie de la parte inferior del Foro sacó una mano y agarró a Bruto por el antebrazo.

—Tú vas a llevar un mensaje de mi parte, joven —le dijo—, y luego vete a tu casa. Busca a Quinto Lutacio Catulo, a Quinto Hortensio y a Cayo Pisón el cónsul. Diles que se dirijan a mi casa cuanto antes.

Poco después los tres importantes líderes de los
boni
estaban sentados en el despacho de Bíbulo. Catón se encontraba allí todavía, pero Ahenobarbo se había marchado; Bíbulo consideraba que era demasiada carga intelectual para una reunión en la que también estuviera Cayo Pisón, que ya era bastante espeso de por sí sin necesidad de refuerzos.

—Todo ha sido demasiado discreto, y Pompeyo Magnus ha estado muy callado —dijo Quinto Lutacio Catulo, un hombre delgado de color arenoso cuya estirpe César se hacía menos evidente en él que la parte Domicio Ahenobarbo de su madre. Catulo César, el padre de Catulo, había sido un hombre más importante que éste; se había opuesto a un enemigo de mayor envergadura, Cayo Mario, y había perecido durante la espantosa matanza que Mario había infligido a Roma al comienzo de su infame séptimo consulado. El hijo había quedado atrapado en una posición delicada al preferir quedarse en Roma durante los años del exilio de Sila, porque él nunca había confiado en que realmente Sila venciera a Cinna y a Carbón. Así que cuando Sila se convirtió en dictador, Catulo tuvo que moverse con gran cautela hasta que logró convencer al dictador de su lealtad. Fue Sila quien le había nombrado cónsul junto con Lépido, que se rebeló contra aquél, otra oportunidad desgraciada para Catulo. Aunque él, Catulo, había sido el vencedor de Lépido, fue Pompeyo quien consiguió el trabajo luchando contra Sertorio en Hispania, una empresa mucho más importante. En cierto modo ese tipo de cosas se habían convertido en la pauta de la vida de Catulo: no estar nunca en primera fila a fin de no sobresalir del modo en que lo había hecho su padre.

Amargado y ya bien entrado en la cincuentena, escuchó el relato de Bíbulo sin tener la menor idea de cómo enfrentarse a lo que Gabinio proponía, aparte de la técnica tradicional de unir al Senado para oponerse a cualquier mando especial.

Mucho más joven y movido por una mayor reserva de odio hacia los tipos guapos que sobresaldrían por encima de todos los demás, Bíbulo comprendía que demasiados senadores se inclinarían en favor del nombramiento de Pompeyo si la tarea que se le iba a encomendar era tan vital para Roma como lo era la erradicación de los piratas.

—No funcionará —le dijo a Catulo.

—¡Tiene que funcionar! —gritó Catulo al tiempo que daba una palmada—. ¡No podemos permitir que ese patán picentino que es Pompeyo y todos sus secuaces dirijan Roma como si fuera una dependencia de Picenum! ¿Acaso Picenum es algo más que un estado periférico italiano lleno de presuntos romanos que en realidad descienden de galos? Mirad a Pompeyo Magnus… ¡es un galo! Mirad a Gabinio… ¡es un galo! Y sin embargo, ¿se espera que nosotros, los auténticos romanos, nos rebajemos ante Pompeyo Magnus? ¿Que lo elevemos a una posición aún más prestigiosa de lo que los auténticos romanos podemos tolerar?
¡Magnus!
¿Cómo es posible que un patricio romano como Sila permitiese que Pompeyo tomara un nombre que significa grande?

—¡Estoy de acuerdo! —dijo con fiereza Cayo Pisón—. ¡Es intolerable!

Hortensio suspiró.

—Sila lo necesitaba, y se habría prostituido a Mitrídates o a Tigranes si ésa hubiera sido la única manera de volver del exilio para gobernar en Roma —dijo encogiéndose de hombros. —De nada sirve despotricar contra Sila —dijo Bíbulo—. Tenemos que conservar la cabeza sobre los hombros, de lo contrario perderemos esta batalla. Gabinio tiene las circunstancias de su parte. Y la realidad sigue siendo, Quinto Catulo, que el Senado no ha solucionado lo de los piratas, y no creo que el buen Metelo tenga éxito en Creta. El saqueo de Ostia era sólo la excusa que Gabinio necesitaba para proponer esta solución.

—¿Estás diciendo que no lograremos impedir que Pompeyo consiga el mando que Gabinio sugiere? —le preguntó Catón.

—Sí, eso es.

—Pompeyo no puede vencer contra los piratas —dijo Cayo Pisón esbozando una agria sonrisa.

—Exactamente —dijo Bíbulo—. Puede ser que tengamos que contemplar cómo la plebe le otorga ese mando especial; pero luego nos quedaremos tranquilamente recostados en el asiento y haremos caer a Pompeyo de una vez por todas en cuanto fracase.

—No —intervino Hortensio—. Hay un modo de impedir que Pompeyo consiga el encargo. Proponer otro nombre que la plebe preferirá al de Pompeyo.

Se hizo un breve silencio que fue roto por el brusco sonido de la mano de Bíbulo al aporrear el escritorio.

—¡Marco Licinio Craso! —dijo a gritos—. ¡Brillante, Hortensio, muy brillante! Es tan bueno como Pompeyo y tiene un apoyo colosal entre los caballeros de la plebe. A ellos lo único que les importa es no perder dinero, y los piratas les hacen perder millones y millones cada año. Nadie en Roma olvidará nunca cómo manejó Craso la campaña contra Espartaco. Ese hombre es un genio para la organización, tan imparable como una avalancha y tan despiadado como el viejo rey Mitrídates.

—No me gusta ese hombre ni lo que representa, pero es cierto que tiene la sangre que hace falta —dijo Cayo Pisón complacido—. Y sus posibilidades no son menores que las de Pompeyo.

—Muy bien, pues. Pidámosle a Craso que se ofrezca voluntario para el mando especial contra los piratas —indicó Hortensio con satisfacción—. ¿Quién irá a proponérselo?

—Lo haré yo —dijo Catulo. Miró seriamente a Pisón—. Mientras tanto, cónsul, te sugiero que tus funcionarios convoquen una sesión del Senado mañana al amanecer. Gabinio no ha convocado otra reunión de la plebe, así que nosotros sacaremos a colación el asunto en la Cámara y aseguraremos un
consultum
que le indique a la plebe que nombre a Craso.

Pero otra cosa se interpuso antes, como había de descubrir Catulo cuando localizó a Craso en su casa unas horas más tarde.

César había abandonado apresuradamente las gradas del Senado y se había ido directamente desde el Foro a las oficinas de Craso, que estaban situadas en una ínsula detrás del Macellum Cuppedenis, un mercado de flores y especias que el Estado se había visto obligado a subastar unos años antes, por lo que habían pasado a ser propiedad privada; había sido la única manera de poder sostener las campañas de Sila en el Este contra Mitrídates. Craso, que en aquella época era un hombre joven, no disponía de dinero para comprarlo; durante las proscripciones de Sila tuvo lugar otra subasta, y entonces Craso ya se hallaba en posición de pujar fuertemente. Así que ahora poseía una gran cantidad de selectas propiedades detrás del borde oriental del Foro, entre las que se contaban una docena de almacenes donde los mercaderes almacenaban sus preciosos granos de pimienta, nardo, incienso, canela, bálsamos, perfumes y demás productos aromáticos.

Craso era un hombre corpulento, más alto de lo que aparentaba a causa de su anchura, y no tenía ni un gramo de grasa. El cuello, los hombros y el tronco eran de constitución robusta, y eso, combinado con cierta placidez que emanaba de su rostro, había hecho que todos cuantos le conocían le vieran un cierto parecido con un buey; un buey que daba cornadas. Se había casado con la viuda de sus dos hermanos mayores, una señora sabina de muy buena familia llamada Axia a la que todo el mundo conocía como Tertula, porque se había casado con tres hermanos; Craso tenía dos prometedores hijos, aunque el mayor, Publio, era en realidad hijo de su hermano Publio y de Tertula. Al joven Publio le faltaban diez años para llegar al Senado, mientras que el hijo de Craso, Marco, era algunos años más joven. Nadie podía ponerle peros a Craso como hombre de familia; hacía ostentación de su amor, y su devoción familiar era famosa. Pero la familia no era su verdadera pasión. Marco Licinio Craso tenía una sola pasión: el dinero. Algunos decían de él que era el hombre más rico de Roma, aunque César pensó, mientras subía las lúgubres y estrechas escaleras que llevaban a su guarida, situada en el quinto piso de la ínsula, que no era para tanto. La fortuna de los Servilios Cepiones era infinitamente mayor, así como también lo era la fortuna del hombre que motivaba la visita que iba a hacerle a Craso, Pompeyo el Grande.

Que hubiera preferido subir cinco tramos de escaleras en lugar de ocupar un local más cómodo en una planta más baja era típico de Craso, quien conocía las rentas muy bien. Cuanto más alto fuera el piso más bajo era el alquiler. ¿Por qué desperdiciar unos cuantos miles de sestercios utilizando él mismo uno de los rentables pisos inferiores que podía alquilar? Además, subir escaleras era un buen ejercicio. Y a Craso tampoco le importaban las apariencias; se sentaba ante un escritorio situado en un rincón de aquella habitación, que era un continuo torbellino, para tener a todos sus empleados de mayor categoría ante sus ojos, y no le importaba en absoluto que le empujasen con el codo o que hablasen a voz en grito.

—¡Es hora de tomar un poco de aire fresco! —gritó César al tiempo que hacía un movimiento con la cabeza para indicar la puerta que quedaba detrás de él.

Craso se levantó inmediatamente para seguir a César escaleras abajo y salir a otra clase diferente de torbellino, el del Macellum Cuppedenis.

César y Craso eran buenos amigos, lo habían sido desde que César sirviera con Craso en la guerra contra Espartaco. A muchos les resultaba extraña aquella peculiar amistad, porque las diferencias que había entre ellos cegaban a los observadores con respecto a las similitudes existentes, mucho mayores. Bajo aquellas dós contrastadas fachadas existía la misma clase de acero, cosa que ellos comprendían muy bien, aunque el mundo no.

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