No fue hasta la quinta visita que les hizo cuando Clodio sacó a colación el tema del botín y del reparto que Lúculo había hecho del mismo.
—iMiserable tacaño! —dijo Clodio con palabras borrosas.
—¿Quién? —le preguntó Silio aguzando los oídos.
—Mi estimado cuñado Lúculo, que engatusa a los soldados como vosotros con una miseria. ¡Treinta mil sestercios a cada uno cuando había ocho mil talentos en Tigranocerta!
—¿Que nos engatusó? —preguntó Comificio, atónito—. ¡Él siempre ha dicho que prefiere repartir el botín en el campo de batalla que después de una vuelta triunfal, porque así el Tesoro no puede engañarnos!
—Eso es lo que pretende haceros creer —dijo Clodio manteniendo la copa de vino inclinada, como si estuviera borracho—. ¿Sabéis hacer cuentas?
—¿Cuentas?
—Ya sabes, sumar, restar, multiplicar y dividir.
—Oh, un poco de todo —dijo Silio, que no quería parecer poco instruido.
—Bueno, una de las ventajas de tener un pedagogo particular cuando eres joven es que tienes que hacer una cuenta tras otra una y otra vez. ¡Y te azotan si no lo haces! —dijo Clodio dejando escapar una risita tonta—. Así que me he sentado a hacer unas cuantas cuentas, como multiplicar talentos por buenos sestercios romanos, y luego los he dividido entre quince mil. ¡Y puedo decirte, Marco Silio, que los hombres de tus dos legiones deberían haber recibido diez veces treinta mil sestercios cada uno! ¡Ese arrogante y altivo
mentula
de cuñado mío salió haciéndose el generoso y procedió a meterle el puño por el culo a todos y cada uno de los fimbrianos!
—Clodio golpeó el puño derecho contra la palma de la mano izquierda—. ¿Habéis oído eso? ¡Pues eso no es nada comparado con el modo como Lúculo os ha metido el puño a vosotros por el culo!
Ellos lo creyeron no sólo porque querían creerle, sino porque además Clodio hablaba con total autoridad; luego procedió a hacer desfilar una serie de cifras una tras otra con la misma rapidez con que parpadeaba, una letanía de desfalcos de Lúculo desde que había llegado al Este seis años antes para tomar el mando de los fimbrianos. ¿Cómo iba a equivocarse alguien que sabía tanto? ¿Y qué sacaba con mentir? Silio y Cornificio le creyeron.
Lo demás resultó fácil. Mientras los fimbrianos pasaban el invierno de jarana en Tigranocerta, Publio Clodio les iba susurrando al oído a los centuriones, y los centuriones les susurraban al oído a los soldados, y los soldados les susurraban al oído a los galacianos. Algunos de los hombres habían dejado a sus mujeres en Amisus, y cuando las dos legiones cilicias, bajo el mando de Sornacio y Fabio Adriano, partieron de Amisus hacia Zela, las mujeres los siguieron como hacen siempre las mujeres de los soldados. Apenas había alguno que supiera escribir, y sin embargo se corrió la voz durante todo el camino desde Tigranocerta hasta el Ponto de que Lúculo había engañado constantemente al ejército en el reparto del botín. Tampoco nadie se molestó en comprobar la aritmética de Clodio. Era preferible creer que les habían engañado cuando la recompensa por creerlo era diez veces lo que Lúculo decía que habían de obtener. ¡Además, Clodio era tan listo! ¡Era incapaz de cometer un error aritmético o estadístico! ¡Lo que Clodio decía seguro que era cierto! Muy inteligente, Clodio. Había aprendido el secreto de la demagogia: decirle a la gente lo que más desea oír, y no decirles nunca lo que no quieren oír.
Mientras tanto Lúculo no había estado ocioso, a pesar de las incursiones entre manuscritos y chicas menores. Había hecho rápidos viajes a Siria y había enviado de regreso a sus hogares a todos los griegos desplazados. El imperio meridional de Tigranes se estaba desintegrando, y Lúculo tenía intención de asegurar que Roma heredase. Porque había un tercer rey en el Este que representaba una amenaza para Roma, el rey Fraates de los partos. Sila había llevado a cabo un tratado con el padre de Fraates por el que se concedía a Roma todo lo que quedaba al oeste del Éufrates, y todo lo que quedaba al este del Éufrates pertenecía al reino de los partos.
Cuando Lúculo les vendió a los partos los treinta millones de medimni de trigo que había encontrado en Tigranocerta, lo había hecho para impedir que con ese trigo se llenasen las barrigas de los armenios. Pero al tiempo que barcaza tras barcaza bajaba veloz por el Tigris hacia Mesopotamia y el reino de los partos, el rey Fraates le envió un mensaje en que solicitaba un nuevo tratado con Roma que delimitara las mismas fronteras: todo lo que quedaba al oeste del Éufrates que fuera de Roma, y todo lo que quedaba al este que perteneciera al rey Fraates. Luego Lúculo se enteró de que Fraates estaba negociando también con el refugiado Tigranes, el cual le prometía devolverle aquellos setenta valles situados en Atropatena, en Media, a cambio de que le proporcionase ayuda parta contra Roma. Aquellos reyes orientales eran enrevesados, y no había que fiarse de ellos; eran poseedores de valores orientales, y los valores orientales fluctuaban como la arena.
Y en este punto unas visiones de riqueza que sobrepasaban cualquier sueño romano asaltaron de pronto la mente de Lúculo. ¡
Imagina
qué se encontrara en Seleucia, sobre el Tigris, en Ctesifón, en Babilonia, en Susa! ¡Si dos legiones romanas y menos de tres mil soldados de caballería galacios prácticamente podían eliminar a un enorme ejército armenio, ¡cuatro legiones romanas y la caballería galacia podrían conquistar todo el territorio de Mesopotamia hasta el mar Eritreo! ¿Qué resistencia podían ofrecer los partos que Tigranes no hubiera utilizado ya? Desde los
cataphracti
hasta el fuego de Zoroastro, el ejército de Lúculo había sabido vérselas con todo. Lo único que necesitaba hacer él era traer a las dos legiones cilicias desde el Ponto.
Lúculo tomó la decisión en cuestión de momentos. En primavera invadiría Mesopotamia y aplastaría el reino de los partos. ¡Qué susto se llevarían los caballeros de la
ordo equester
y sus partidarios del Senado! Lucio Licinio Lúculo les daría una lección. Y se la daría al mundo entero.
Envió mensajeros a Somacio, que se encontraba en Zela: «Trae a las legiones cilicias a Tigranocerta inmediatamente. Marchamos hacia Babilonia y Elymais. Seremos inmortales. Haremos que todo el Este quede bajo el dominio de Roma y eliminaremos al último de sus enemigos.»
Naturalmente, Publio Clodio tuvo noticia de todos aquellos planes cuando visitó el ala del palacio principal donde Lúculo había establecido su residencia. En realidad Lúculo últimamente estaba mejor dispuesto hacia su joven cuñado, porque Clodio se había quitado de su camino y no había intentado hacer maldades entre los tribunos militares jóvenes, una costumbre que había adquirido durante la marcha desde el Ponto el año anterior.
—Yo haré más rica a Roma de lo que lo haya sido nunca —dijo contento Lúculo, cuya larga cara por fin se había suavizado—. Marco Craso parlotea continuamente sobre la riqueza que se conseguiría por la toma de Egipto, pero el reino de los partos hace que Egipto parezca un país pobre. Desde el Indo hasta el Éufrates, el rey Fraates exige tributos. Pero cuando yo haya terminado de una vez para siempre con Fraates, todos esos tributos fluirán hacia nuestra querida Roma. ¡Tendremos que construir un edificio del Tesoro nuevo para poder guardarlos!
Clodio se apresuró a ver a Silio y a Cornificio.
—¿Qué os parece la idea? —les preguntó Clodio elegantemente. A los dos centuriones les gustaba muy poco, como dejó claro Silio en nombre de los dos.
—Tú no conoces las llanuras —le dijo a Clodio—, ¡pero nosotros sí! Hemos estado en todas partes. ¿Una campaña en verano bajando por todo el Tigris hasta Elymais? ¿Con el calor y la humedad que hace en esas fechas? Los partos están acostumbrados a esas condiciones climatológicas, pero nosotros moriremos.
Hasta entonces Clodio había tenido la mente puesta en el saqueo y ni siquiera había pensado en el clima. Sin embargo, ahora no tuvo más remedio que hacerlo. ¿Una marcha bajo el azote del sol, el estorbo del sudor y con Lúculo al mando? ¡Peor que todo lo que había soportado antes!
—Muy bien —dijo con viveza—. Entonces será mejor que nos aseguremos de que esa campaña nunca se lleve a cabo.
—¡Las legiones cilicias! —apuntó Silio al instante—. Sin ellas no podemos marchar para adentramos en un país tan llano como una tabla. Y Lúculo lo sabe. Cuatro legiones para formar un cuadrado defensivo perfecto.
—Ya ha mandado llamar a Sornacio —intervino Clodio frunciendo el entrecejo.
—El mensajero viajará raudo como el viento, pero Sornacio no tendrá el ejército reunido y en disposición de marcha antes de un mes —dijo Cornificio confiado—. Está solo en Zela, Fabio Adriano salió hacia Pérgamo.
—¿Cómo sabes tú eso? —le preguntó Clodio con curiosidad.
—Tenemos nuestras fuentes —dijo Silio sonriendo—. Lo que tenemos que hacer es enviar a Zela a alguno de los nuestros.
—¿Para hacer qué?
—Para decirles a los cilicios que se queden donde están. Cuando se enteren de adónde se dirige el ejército, se declararán en huelga y se negarán a moverse. Si estuviera allí Lúculo lograría hacer que se moviesen, pero Sornacio no tiene el empuje ni el sentido común necesarios para manejar un motín.
Clodio fingió estar horrorizado.
—¿Motín? —graznó.
—En realidad no se trata de un motín en toda regla —dijo Silio en tono tranquilizador—. Esos tipos estarán contentos de luchar por Roma… siempre que sea en el Ponto. Así que, ¿cómo podría clasificarse eso de motín en toda regla?
—Cierto —dijo Clodio aparentando alivio. Y preguntó—: ¿A quién podéis enviar a Zela?
—A mi propio ordenanza —dijo Cornificio al tiempo que se ponía en pie—. No hay tiempo que perder, haré que se ponga en camino ahora mismo.
Lo cual dejó solos a Clodio y a Silio.
—Nos has sido de grandísima ayuda —dijo Silio con gratitud—. Nos alegramos de veras de conocerte, Publio Clodio.
—No tanto como yo me alegro de conocerte a ti, Marco Siio.
—Conocí a otro joven patricio muy bien en cierta ocasión —dijo Silio mientras con aire pensativo le daba vueltas entre las manos al vaso dorado.
—¿Sí? —preguntó Clodio realmente interesado; uno nunca sabía adónde conducían aquellas conversaciones, qué podría surgir que le resultara provechoso a Clodio—. ¿Quién? ¿Cuándo?
—En Mitilene, hace unos once o doce años. —Silio escupió en el suelo de mármol—. ¡Otra campaña de Lúculo! Parece que nunca puedo yerme libre de él. Nos reunieron a los dos en la misma cohorte, a todos los tipos que Lúculo decidió que resultábamos demasiado peligrosos para ser de fiar… todavía nos acordábamos mucho de Fimbria por entonces. Así que Lúculo decidió ponernos de arqueros bajo el mando de ese niño bonito. Se llamaba Cayo Julio César y creo que sólo tenía veinte años.
—¿César? —Clodio se incorporó, alerta—. Lo conozco; bueno, he oído hablar de él. De todos modos, Lúculo lo odia.
—Entonces también lo odiaba. Por eso lo puso con los arqueros. Pero no resultó lo que él pensaba. ¡Dicen que era frío! Era como el hielo. ¿Y luchar? ¡Por Júpiter, vaya si sabía luchar! Nunca paraba de pensar, eso es lo que lo hacía tan bueno. Me salvó la vida en aquélla batalla, por no mencionar la de todos los demás. Pero lo mío fue personal. Todavía no sé cómo logró hacerlo. Pensé que yo iba a ser pasto de las llamas, Publio Clodio.
—Ganó una corona cívica —apuntó Clodio—. Por eso lo recuerdo tan bien. No hay demasiados abogados que aparezcan ante un tribunal llevando una corona de hojas de roble en la cabeza. Y es sobrino de Sila.
—Y sobrino de Cayo Mario —dijo Silio—. Nos lo dijo al comienzo de la batalla.
—Eso es, una de sus tías se casó con Mario y la otra se casó con Sila. —Clodio parecía complacido—. Bueno, en cierto modo es primo mío, así que eso lo explica todo.
—¿Explica qué?
—¡Su valentía y que te cayera bien!
—Ya lo creo que me caía bien. Sentí mucho que regresara a Roma con Termo y los soldados asiáticos.
—Y los pobres fimbrianos tuvieron que quedarse atrás, como siempre —dijo suavemente Clodio—. ¡Bueno, alégrate! ¡Yo voy a escribir a todo el mundo que conozco en Roma para hacer que levanten ese decreto senatorial!
—Tú, Publio Clodio —le dijo Silio con los ojos llenos de lágrimas— eres el Amigo de los Soldados. No lo olvidaremos.
Clodio pareció emocionado.
—¿El Amigo de los Soldados? ¿Es así como me llamáis?
—Así es como te llamamos.
—Yo tampoco lo olvidaré, Marco Silio.
A mediados de marzo un mensajero aterido y exhausto llegó del Ponto para informar a Lúculo de que las legiones cilicias se habían negado a moverse de Zela. Sornacio y Fabio Adriano habían hecho todo lo que se les había ocurrido, pero los cilicios no quisieron moverse, ni siquiera cuando el gobernador Dolabela les envió una seria advertencia. Y ésa no era la única noticia inquietante de Zela. De algún modo, escribía Sornacio, la tropa de las dos legiones cilicias había sido inducida a creer que Lúculo les había engañado con respecto a la justa parte que les correspondía de todo el botín que se había repartido desde el momento en que Lúculo regresara al Este hacía seis años. Sin duda, la perspectiva del calor a lo largo del Tigris era la verdadera causa del motín, pero el mito de que Lúculo era un tramposo y un mentiroso no había servido precisamente de ayuda.
La ventana ante la cual se hallaba sentado Lúculo daba a una panorámica de la ciudad, en dirección a Mesopotamia; Lúculo miraba fijamente, aunque sin ver, hacia el lejano horizonte de montañas bajas y trató de hacerse a la idea de que lo que había llegado a ser un sueño posible y tangible se hubiera disuelto. ¡Qué tontos, qué idiotas! ¿Él, un Licinio Lúculo, iba a escamotear dinero en aquellas cuentas de poca monta a los hombres que estaban bajo su mando? ¿Él, un Licinio Lúculo, iba a rebajarse al nivel de aquellos avariciosos
publicani
que se enriquecían rápidamente en Roma? ¿Quién había hecho tal cosa? ¿Y por qué no habían sido capaces de ver por sí mismos que no era cierto? Unos cuantos cálculos sencillos, eso era lo único que habría hecho falta.
Su sueño de conquistar el reino de los partos había terminado. Llevar a menos de cuatro legiones por un terreno completamente llano sería un suicidio, y Lúculo no era un suicida. Suspiró, se puso en pie y fue a buscar a Sextilio y a Fanio, los legados de más categoría que se hallaban con él en Tigranocerta.
—Y entonces, ¿qué vas a hacer? —le preguntó Sextilio atónito.