El hombre que habría podido suponer mayor competencia para Catilina era indüdablemente Marco Tulio Cicerón, pero el problema estribaba en que Cicerón no tenía antepasados ilustres; era un horno novus, un hombre nuevo. Brillante, gran orador y con una enorme transparencia legal en su trabajo, había subido con Firmeza en el cursus honomrn, pero gran parte de la primera clase de las Centurias lo tenían por un palurdo presuntuoso, y así lo consideraban también los
boni
. Los cónsules debían ser hombres de probados orígenes romanos procedentes de familias ilustres. Y aunque todos sabían que Cicerón era un hombre honrado dotado de gran capacidad —y sabían también que Catilina era un hombre en extremo sospechoso—, el sentimiento en Roma era que Catilina se merecía el consulado antes que Cicerón.
Cuando absolvieron a Catilina, Catón celebró una conferencia con Bíbulo y Ahenobarbo, quien había sido cuestor dos años antes; los tres estaban ahora en el Senado, lo cual significaba que estaban ya completamente atrincherados dentro del grupo más conservador, los
boni
. —¡No podemos permitir que Catilina sea elegido cónsul! —rebuznó Catón—. Ha seducido al rapaz Marco Craso para que le apoye.
—Estoy de acuerdo —dijo Bíbulo con calma—. Entre ellos dos causarán estragos en la
mos maiorum
. El Senado se llenará de galos, y Roma tendrá otra provincia por la que preocuparse.
—¿Qué podemos hacer? —preguntó Ahenobarbo, un joven más famoso por su carácter que por su inteligencia.
—Pediremos una entrevista con Catulo y Hortensio —dijo Bíbulo—, y entre todos encontraremos la manera de quitarle de la cabeza a la primera clase la idea de que Catilina se convierta en cónsul. —Se aclaró la garganta—. Y además sugiero que nombremos a Catón líder de nuestra delegación.
—¡Me niego a ser líder de ninguna clase! —gritó Catón.
—Sí, ya lo sé —dijo Bíbulo armado de paciencia—, pero el hecho sigue siendo que desde la gran guerra del Tesoro te has convenido en un símbolo para la mayor parte de Roma. Puede que seas el más joven de todos nosotros, pero también eres el más respetado. Catulo y Hortensio se dan perfectamente cuenta de ello. Por ello tú actuarás como nuestro portavoz.
—Deberías serlo tú —dijo Catón con fastidio.
—Los
boni
están en contra de los hombres que se creen mejores que sus iguales, y yo pertenezco a los
boni
, Marco. El portavoz será la persona que resulte más conveniente para cada ocasión. Y hoy esa persona eres tú.
—Lo que no acabo de comprender es por qué somos nosotros los que tenemos que pedir audiencia —intervino Ahenobarbo—. Catulo es nuestro líder, es él quien debería convocamos.
—Catulo ya no es el que era —le explicó Bíbulo—. Desde que César lo humilló en la Cámara con aquello del ariete, ha perdido empuje. —La mirada fría y plateada se trasladó ahora a Catón—. Y tú, Marco, no tuviste mucho tacto, humillándolo en público mientras Vibio estaba siendo sometido a juicio por fraude. Lo de César se veía venir, pero un hombre se desanima mucho cuando sus propios adictos acaban por censurarlo.
—¡No debió decir lo que me dijo!
Bíbulo suspiró.
—¡A veces, Catón, eres más un lastre que una ventaja!
La nota que le enviaron a Catulo para pedirle audiencia llevaba el sello de Catón y la había escrito él mismo. Catulo mandó llamar a su cuñado Hortensio —Catulo estaba casado con la hermana de Hortensio, Hortensia, y Hortensio estaba casado con la hermana de Catulo, Lutacia— con un pequeño resplandor de placer; que Catón le pidiera ayuda era un bálsamo para su orgullo herido.
—Estoy de acuerdo en que no se puede permitir que Catilina sea cónsul —dijo con rigidez—. Su trato con Marco Craso es ahora del dominio público, pues ese hombre no puede resistir la oportunidad de fanfarronear, y a estas alturas está convencido de que no puede perder. He estado pensando mucho en el asunto y he llegado a la conclusión de que deberíamos aprovecharnos del hecho de que Catilina fanfarronee acerca de su alianza con Marco Craso. Hay muchos caballeros que estiman a Craso, pero sólo porque tienen un poder limitado. Me atrevo a predecir que muchísimos caballeros no querrán ver aumentada la influencia de Craso mediante la afluencia de clientes procedentes del otro lado del Po, y tampoco como consecuencia de todo ese dinero egipcio. Sería diferente si creyeran que Craso iba a compartir con ellos Egipto, pero por suerte todos saben que Craso no reparte nunca nada. Aunque técnicamente Egipto pertenecería a Roma, en realidad se convertiría en el reino privado de Marco Licinio Craso, para sus propios intereses.
—El problema es que el resto de los candidatos resulta muy poco atractivo —dijo Quinto Hortensio—. Silano sí que lo sería si fuese un hombre saludable, cosa que evidentemente no es. Apañe de lo cual, rehusó una provincia después de cumplir su período como pretor alegando mala salud, y eso no impresionará a los votantes. Algunos de los candidatos, Minucio Termo, por ejemplo, son realmente casos perdidos.
—Está Antonio Híbrido —comentó Ahenobarbo.
Bíbulo hizo un gesto con los labios.
—Si aceptamos a Híbrido, un hombre malo, pero tan monumentalmente inactivo que no le hará ningún daño al Estado, también tendríamos que aceptar a ese engreído y molesto Cicerón.
Se hizo un lúgubre silencio, que rompió Catulo.
—Entonces lo que hay que decidir es: ¿cuál de esos dos hombres poco gratos nos parece la alternativa preferible? —preguntó lentamente—. ¿Queremos los
boni
a Catilina con Craso tirando triunfalmente de las cuerdas, o preferirnos a un fanfarrón de clase baja como Cicerón señoreándonos?
—A Cicerón —repuso Hortensio.
—A Cicerón —dijo Bíbulo.
—A Cicerón —indicó Ahenobarbo.
Y, de muy mala gana, Catón respondió:
—A Cicerón.
—Muy bien —dijo Catulo—, pues que sea Cicerón. ¡Oh, dioses! ¡Me resultará difícil aguantar las náuseas en la Cámara el año que viene! Un hombre nuevo arribista corno cónsul de Roma. ¡Puaf!
—Entonces sugiero que el año que viene comamos frugalmente antes de las reuniones del Senado —comentó Hortensio al tiempo que hacía una mueca.
El grupo se dispersó para ir a trabajar, y durante un mes lo estuvieron haciendo con verdadero ahínco. Se hizo evidente, muy a pesar de Catulo, que Catón, de apenas treinta años, era el que más influencia poseía. La gran guerra del Tesoro y todas aquellas recompensas ofrecidas por acusar a proscritos que se habían devuelto y estaban a salvo en los cofres del Estado habían causado una estupenda impresión en la primera clase, que eran los que más habían sufrido bajo las proscripciones de Sila; Catón era un héroe para la
ordo equester
, y si Catón decía que había que votar a Cicerón y a Híbrido, ¡pues a esos dos era a quienes todo caballero de clase inferior a los
Dieciocho
tenía que votar!
El resultado fue que los cónsules electos fueron Marco Tulio Cicerón en el puesto sertior y Cayo Antonio Híbrido como su colega
junior
. Cicerón estaba jubiloso, sin llegar a comprender realmente que debía su victoria a circunstancias que nada tenían que ver con los méritos, la integridad ni el empuje que tenía. De no haberse presentado Catilina como candidato, Cicerón nunca habría sido elegido en modo alguno. Pero como nadie se lo explicó, se iba contoneando por el Foro Romano y por el Senado embriagado de una felicidad pródigamente salpicada de engreimiento. ¡Oh, qué año! Cónsul
in suo anno
, orgulloso padre por fin de un hijo varón y con su hija Tulia, de catorce años, formalmente prometida en matrimonio con el acaudalado y augusto Cayo Calpurnio Pisón Frugi. Incluso Terencia se mostraba agradable con él!
Cuando Lucio Decumio oyó decir que los actuales cónsules, Lucio César y Marcio Fígulo, habían propuesto que se legislase la desaparición de los colegios de encrucijada, se vio sumido en la rabia y el horror, presa del pánico, y corrió inmediatamente a ver a su patrón, César.
—¡Esto no es justo! — le dijo lleno de ira—. ¿Acaso hemos hecho algo malo alguna vez? ¡Nosotros sólo nos ocupamos de nuestros asuntos!
Declaración que colocó a César ante un dilema, porque, como era natural, conocía las circunstancias que habían llevado a la nueva propuesta de ley.
Todo se remontaba al consulado de Cayo Pisón, tres años antes, cuando era tribuno de la plebe Cayo Manilio, un hombre de Pompeyo. Había sido tarea de Aulo Gabinio asegurar que la erradicación de los piratas recayese en Pompeyo; y después Cayo Manilio se había encargado de que Pompeyo consiguiera que se le encomendase el mando para luchar contra los dos reyes. En un aspecto esto último resultaba una tarea más fácil, gracias a la brillante manera en que Pompeyo había manejado a los piratas, pero en otro aspecto era una tarea más difícil, pues aquellos que se oponían a los mandos especiales podían darse cuenta con absoluta claridad de que Pompeyo era un hombre de enorme capacidad que quizás aprovechase aquella nueva misión para erigirse en dictador cuando regresara victorioso del Este. Y con Cayo Pisón como cónsul único, Manilio se enfrentaba a un testarudo e irascible enemigo en el Senado.
A primera vista el proyecto de ley inicial de Manilio parecía inofensivo e irrelevante para los intereses de Pompeyo: simplemente le pidió a la Asamblea Plebeya que distribuyese esclavos manumitidos por las treinta y cinco tribus, en lugar de tenerlos confinados en dos tribus urbanas, la Suburana y la Esquilina. Pero no engañó a nadie. El proyecto de ley de Manilio afectaba directamente a senadores y caballeros importantes, puesto que ellos eran los principales propietarios de esclavos y los que contaban con gran número de manumitidos entre sus clientelas.
A alguien que no estuviera familiarizado con el modo en que Roma trabajaba podría perdonársele por asumir quela ley de números aseguraría que cualquier medida que alterase la situación de los manumitidos de Roma no supondría en realidad diferencia alguna, porque la definición de pobreza extrema en Roma era la incapacidad de un hombre para poseer un único esclavo… y, desde luego, había pocos que no poseyeran un esclavo. De ahí que, aparentemente, cualquier plebiscito que distribuyera a los esclavos manumitidos por las treinta y cinco tribus debería de tener poco efecto en la cumbre de la sociedad. Pero no era ése el caso.
La inmensa mayoría de los propietarios de esclavos en Roma no tenía más que un esclavo, puede que dos. Pero no eran esclavos varones; eran hembras. Por dos razones: la primera, que el amo podía disfrutar de los favores sexuales de una esclava, y la segunda, que un esclavo era siempre una tentación para la esposa del amo, y la paternidad de los hijos resultaba sospechosa. Al fin y al cabo, ¿qué necesidad tenía un hombre pobre de un esclavo varón? Los trabajos serviles eran domésticos: lavar, acarrear agua, preparar las comidas, ayudar con los hijos, vaciar orinales; y los hombres no los hacían bien. La actitud mental no cambiaba sólo por el hecho de que una persona fuera lo bastante desafortunada como para ser esclava en lugar de libre; a los hombres les gustaba hacer cosas de hombres y despreciaban a las mujeres, a las que les tocaba hacer los trabajos más penosos.
Teóricamente a cada esclavo se le pagaba un peculium además de la manutención; esa pequeña cantidad de dinero se iba guardando para comprar la libertad. Pero en la práctica, la libertad era algo que sólo el amo pudiente podía permitirse otorgar, sobre todo por el hecho de que la manumisión llevaba consigo un impuesto del cinco por ciento. Con el resultado de que a la mayor parte de las esclavas de Roma nunca se las manumitía mientras eran útiles —y, temiendo la destitución más que el trabajo duro y no remunerado, se esforzaban por seguir siendo útiles incluso después de hacerse viejas—. Y tampoco podían permitirse pertenecer a una asociación funeraria que les permitiera pagar un funeral y un entierro decente después de su muerte. Acababan en los fosos de cal y ni siquiera había una señal en la tumba que dijera que alguna vez habían existido.
Sólo aquellos romanos con ingresos relativamente elevados y varias casas que mantener poseían muchos esclavos. Cuanto más elevada era la posición económica y social de un romano, más sirvientes utilizaba… y más probable era que contase con varones entre esos sirvientes esclavos. En estas esferas la manumisión era cosa corriente, y el período de servicio de un esclavo oscilaba entre diez y quince años, después de los cuales él —porque realmente se trataba de varones— se convertía en esclavo liberto y entraba a formar parte de la clientela de su antiguo amo. Llevaba puesto el gorro de la libertad y se convertía en ciudadano romano; si tenía esposa e hijos adultos, a éstos también se les manumitía.
El voto de los esclavos manumitidos era, no obstante, inútil a menos que —como ocurría de vez en cuando— consiguiera una gran cantidad de dinero y pudiera comprarse la calidad de miembro de una de las treinta y una tribus rurales o lograra estar económicamente cualificado para pertenecer a una clase dentro de las Centurias. Pero la gran mayoría permanecía en las tribus urbanas de Suburana y Esquilina, que eran las dos tribus mayores de Roma, aunque sólo podían emitir dos votos en las Asambleas tribales. Eso significaba que el voto de un esclavo liberto no podía afectar al resultado de la votación en una Asamblea tribal.
El proyecto de ley propuesto por Cayo Manilio, por tanto, tenía una enorme importancia. Si a los libertos de Roma se les distribuía entre las treinta y cinco tribus, podían alterar el resultado de las elecciones tribales y también la legislación, y ello a pesar de que no constituyeran mayoría entre los ciudadanos de Roma. El posible peligro radicaba en el hecho de que los esclavos manumitidos vivían dentro de la ciudad; si pertenecieran a tribus rurales, al votar en dichas tribus podrían superar en número a los auténticos miembros de la tribu rural que se encontrasen presentes en Roma en el momento de la votación. Este problema no existía para las elecciones, que se celebraban en verano, cuando muchas personas del campo se encontraban dentro de Roma, pero sí era un grave peligro en lo referente a la legislación. Se legislaba.en cualquier época del año, pero particularmente se hacía en diciembre, enero y febrero, ya que durante esos meses se producía la cima legisladora de los nuevos tribunos de la plebe, y coincidía con que los ciudadanos del campo no solían acudir a Roma.
El proyecto de]ey de Manilio acabó en una derrota fulminante. Los esclavos manumitidos permanecieron en aquellas dos gigantescas tribus urbanas. Pero el hecho de que supusiera problemas para hombres como Lucio Decumio radicaba en que Manilio había buscado un apoyo contundente para su proyecto de ley en los esclavos manumitidos de Roma. ¿Y dónde se congregaban los esclavos manumitidos de Roma? En los colegios de encrucijada, pues éstos eran lugares de convivencia tan repletos de esclavos y de esclavos manumitidos como de romanos corrientes de clase humilde. Manilio había ido de un colegio de encrucijada a otro, hablando con los hombres a quienes aquella ley podría beneficiar, convenciéndolos para que fueran al Foro y le apoyasen. Conscientes de que se hallaban en posesión de un voto que carecía de valor, muchos esclavos manumitidos le habían complacido. Pero cuando el Senado y los caballeros importantes pertenecientes a las Dieciocho vieron bajar al Foro aquellas masas de esclavos manumitidos, lo único que se les ocurrió fue que allí podía haber peligro. Cualquier lugar donde los manumitidos se reuniesen había de ser declarado ilegal. Los colegios de encrucijada tenían que desaparecer.