¿Derrotó aquello a Catón? No, en absoluto. Cuando Vibio apareció en el Tesoro se encontró con que Catón le bloqueaba el paso. Y Catón no consintió en devolverle su empleo. Al final incluso Catulo, a quien habían llamado para que presidiera la desagradable escena pública que se había montado a la puerta del Tesoro, tuvo que darse por vencido. Vibio había perdido su puesto, y así se iba a quedar. Luego Catón se negó a pagarle a Vibio el salario que se le debía.
—¡Tienes que pagarle! —le gritó Catulo.
—¡No tengo por qüé hacerlo! —gritó a su vez Catón—. Ha estafado al Estado, le debe al Estado mucho más que su sueldo. Deja que eso ayude a compensar a Roma.
—¿Por qué, por qué, por qué? —le exigió Catulo—. ¡Vibio ha sido absuelto!
—¡Yo no estoy dispuesto a aceptar el voto de un hombre enfermo! —voceó Catón—. Lolio no se hallaba en sus cabales a causa de la fiebre.
Y así hubo que dejarlo. Absolutamente seguros de que Catón perdería, los supervivientes del Tesoro habían estado planeando toda clase de celebraciones. Pero cuando Catulo tuvo que llevarse de allí a Vibio sumido en llanto, los supervivientes del Tesoro captaron finalmente la indirecta. Como por arte de magia todas las cuentas y todos los libros cuadraron perfectamente; a los deudores se les obligó a rectificar años de pagos no efectuados, y a los acreedores de repente se les reembolsaron sumas acumuladas durante años. Marcelo, Lolio, Catulo y el resto del Senado también captaron la indirecta. La gran guerra del Tesoro había terminado, y sólo un hombre quedaba en pie: Marco Porcio Catón, a quien toda Roma alababa, asombrada de que el gobierno de Roma hubiera sacado a la luz por fin a un hombre tan incorruptible que no se le podía comprar. Catón se había hecho famoso.
—¡Lo que no comprendo es lo que Catón se propone hacer con su vida! —le dijo un conmocionado Catulo a su muy amado cuñado Hortensio—. ¿Cree realmente que puede conseguir votos siendo completamente incorruptible? Eso quizás de resultado en las elecciones tribales, pero si continúa como ha empezado nunca ganará una elección en las Centurias. Nadie de la primera clase lo votará.
Hortensio se inclinó por contemporizar.
—Comprendo que te ha puesto en una situación comprometida, Quinto, pero debo decir que más bienio admiro. Aunque tienes razón. Nunca ganará las elecciones a cónsul en las Centurias. ¡Imagínate la clase de pasión que hace falta para producir la integridad que posee Catón!
no eres más que un diletante caprichoso con más dinero que sentido común! —gruñó Catulo, que había acabado por perder los estribos.
Después de haber ganado la gran guerra del Tesoro, Marco Porcio Catón emprendió la búsqueda de nuevos campos a los que dedicar sus esfuerzos, y los encontró cuando se puso a examinar con detenimiento los archivos financieros que estaban almacenados en el Tabulario de Sila. Quizás fueran antiguos, pero una serie de cuentas, muy bien llevadas, le sugirieron cuál iba a ser el tema de su siguiente guerra. Los archivos especificaban detalladamente a todos aquellos a quienes durante la dictadura de Sila se les había pagado la cantidad de dos talentos por proscribir hombres como traidores al Estado. Por sí mismos no decían nada más de lo que podían expresar las cifras, pero Catón empezó a investigar a cada uná de las personas a las cuales se les habían pagado dos talentos —y a veces varios lotes de dos talentos— con vistas a procesar a todos aquellos que resultase que los habían obtenido mediante la violencia. En aquella época era legal matar a un hombre una vez que estaba proscrito, pero los tiempos de Sila habían pasado, y a Catón le gustaban poquísimo las oportunidades legales que aquellos odiados y vilipendiados hombres tendrían ante los tribunales actuales… aun cuando los tribunales actuales fueran retoños de Sila.
Era triste que un pequeño cáncer royera la justa virtud de los motivos de Catón, porque en aquel nuevo proyecto veía una buena ocasión de hacerle la vida difícil a Cayo Julio César. Una vez que había terminado su período anual como edil curul, a César se le había encomendado otro trabajo; se le había nombrado
iudex
del Tribunal de Asesinatos.
A Catón nunca se le ocurrió que César estaría dispuesto a cooperar con un miembro de los
boni
para juzgar a aquellos que habían recibido dos talentos tras cometer un asesinato para conseguirlos; y aunque se esperaba la acostumbrada táctica obstructiva que los presidentes de los tribunales utilizaban para quitarse de encima el compromiso de tener que juzgar a personas que estimaban que no habían de ser sometidas a juicio, Catón descubrió, muy a su pesar, que César no sólo estaba de acuerdo, sino que además estaba dispuesto incluso a ayudarle.
«Tú mándamelos, que yo los juzgo», le dijo César a Catón alegremente.
Pese a que toda Roma había sido un hervidero de rumores cuando Catón se divorció de Atilia y la devolvió a la familia de ésta sin dote, citando para ello a César como amante de la mujer, no formaba parte del carácter de César sentirse en desventaja en aquellos tratos con Catón. Y tampoco formaba parte del carácter de César tener escrúpulos de conciencia ni sentir lástima por la mala fortuna de Atilia; ella había corrido el riesgo, siempre habría podido negarse a los requerimientos que él le había hecho. De modo que el presidente del Tribunal de Asesinatos y el incorruptible cuestor hicieron bien el trabajo juntos.
Luego Catón abandonó los peces pequeños, los esclavos, los esclavos libertos y los centuriones que habían empleado aquellos dos talentos como base para hacer fortuna, y decidió acusar a Catilina del asesinato de Marco Mario Gratidiano. Esto había ocurrido después de que Sila ganó la batalla de la puerta de las Colinas de Roma, y en aquella época Mario Gratidiano era cuñado de Catilina. Más tarde Catilina heredó sus propiedades.
—Es un mal hombre y voy a cogerlo —le dijo Catón a César—. Si no lo hagQ, el año que viene será cónsul.
—¿Qué crees que haría si llegara a ser cónsul? —le preguntó César lleno de curiosidad—. Estoy de acuerdo en que es un mal hombre, pero…
—Si fuera cónsul se erigiría como otro Sila.
—¿Como dictador? No podría hacerlo.
Aquellos días los ojos de Catón estaban llenos de dolor, pero miraron con seriedad a las órbitas frías y pálidas de César.
—Es un Sergio; lleva en las venas la sangre más antigua de Roma, incluida la tuya, César. Si Sila no hubiera tenido la sangre adecuada, no habría podido tener éxito. Por eso no confío en ninguno de vosotros, los aristócratas. Descendéis de reyes y todos queréis ser reyes.
—Te equivocas, Catón. Por lo menos en lo que a mí respecta. En cuanto a Catilina… Bueno, las actividades que llevó a cabo bajo el dominio de Sila fueron en verdad aberrantes, así que, ¿por qué no intentarlo? Pero creo que no tendrás éxito.
—¡Oh, sí que tendré éxito! —le dijo Catón en un tono de voz muy alto—. Tengo docenas de testigos que jurarán que Catilina le cortó la cabeza a Gratidiano.
—Sería mejor que pospusieras el juicio hasta justo antes de las elecciones —le recomendó César con firmeza—. Mi tribunal es rápido, yo no pierdo el tiempo. Si lo procesas ahora, el juicio acabará antes de que se cierre el plazo de las solicitudes para presentar— se como candidato a las elecciones curules. Eso significa que Catilina podrá presentarse si sale absuelto. Mientras que si lo procesas más tarde, mi primo Lucio César, que es supervisor, no permitirá nunca que se presente la candidatura de un hombre que se enfrenta a una acusación de asesinato.
—Eso sólo sirve para posponer el día aciago —repuso Catón con testarudez—. Quiero que a Catilina se le destierre de Roma y se le acabe cualquier sueño que tenga de llegar a ser cónsul.
—¡Muy bien entonces! Pero que la responsabilidad caiga sobre tu cabeza —dijo César.
La verdad era que Catón tenía la cabeza un poco revuelta e hinchada a causa de las victorias que había obtenido hasta la fecha. Sumas de dos talentos iban cayendo a chorros en el Tesoro, pues Catón insistía en hacer cumplir la ley que el cónsul y censor Lentulo Clodiano había decretado unos años antes, la cual requería que ese dinero fuera devuelto aunque se hubiera recaudado pacíficamente. Catón no tenía previsto ningún obstáculo en el caso de Lucio Sergio Catilina. Como cuestor no podía ejercer de acusador él mismo, pero dedicó mucho tiempo en pensar a quién eligiría: a Lucio Luceyo, amigo íntimo de Pompeyo y orador de gran distinción. Aquélla, como bien sabía Catón, era una astuta jugada; proclamaba a los cuatro vientos que el juicio de Catilina no estaba sometido al capricho de los
boni
, sino que era un asunto que los romanos debían tomarse en serio, ya que uno de los amigos de Pompeyo estaba colaborando con los
boni
. ¡César también!
Cuando Catilina se enteró de lo que se le avecinaba, apretó los dientes y soltó una maldición. Durante dos elecciones consulares seguidas había visto cómo se le denegaba la oportunidad de presentarse como candidato a causa de un proceso judicial; y de nuevo tenía que someterse a juicio. Ya era hora de ponerle fin a aquello, a aquellas enrevesadas persecuciones que tenían como blanco el corazón del patriciado y que se llevaban a cabo por setas como Catón, aquel descendiente deun esclavo. Durante generaciones los Sergios habían sido excluidos de los cargos más importantes de Roma debido a su pobreza, hecho que había sido igual de cierto con respecto a los Julios Césares hasta que Cayo Mario les permitió ascender de nuevo. Bien, Sila había permitido que los Sergios también ascendieran. ¡Y Lucio Sergio Catilina iba a volver a poner a su clan en la silla de marfil de los cónsules aunque tuviera que echar abajo a toda Roma para conseguirlo! Además tenía como esposa a la bella Aurelia Orestila, mujer muy ambiciosa; la amaba con locura y deseaba complacerla. Y eso significaba convertirse en cónsul.
Cuando comprendió que el juicio se celebraría mucho antes de las elecciones decidió emprender un modo de actuación: esta vez conseguiría que le absolvieran a tiempo de presentarse a cónsul… si es que lograba asegurarse la absolución. Así que fue a ver a Marco Craso e hizo un trato con el plutócrata senatorial. A cambio de que Craso le apoyase durante el juicio, Catilina se comprometía a dar impulso, cuando fuera cónsul, a los dos proyectos para cuya aprobación Craso ansiaba convencer al Senado y a la Asamblea Popular. Los galos del otro lado del Po obtendrían el derecho al voto, y Egipto sería formalmente anexionado al imperio de Roma como feudo particular de Craso.
Aunque su nombre nunca se barajó como uno de los abogados de Roma sobresalientes por su técnica, brillantez o habilidades oratorias, Craso, no obstante, poseía una formidable reputación en los tribunales a causa de su tesón y su inmensa voluntad para defender incluso al más humilde de sus clientes con el máximo empeño. También se le respetaba y consideraba en los círculos de los caballeros porque gran parte del capital de Craso estaba depositado en toda clase de aventuras mercantiles. Y en aquel tiempo todos los jurados eran tripartitos, su composición constaba de un tercio de senadores, un tercio de caballeros pertenecientes a los Dieciocho y un tercio de caballeros pertenecientes a las Centurias de
tribuni aerarii
de rango inferior. Por ello podía afirmarse con toda seguridad que Craso tenía una tremenda influencia con, por lo men6s, dos tercios de cualquier jurado, y que aquella influencia se extendía además a aquellos senadores que le debían dinero. Todo lo cual significaba que Craso no necesitaba sobornar a un jurado para asegurarse el veredicto que deseaba; el jurado estaba dispuesto a creer que fuera cual fuese el veredicto que Craso quisiera, ése era el veredicto que había que emitir.
La defensa de Catilina era muy simple. Sí, de hecho era cierto que le había cortado la cabeza a su cuñado, Marco Mario Gratidiano; no podía negar tal acción. Pero en aquella época él había sido uno de los delegados de Sila, y había actuado siguiendo órdenes del mismo. Sila había querido la cabeza de Mario Gratidiano para lanzarla al interior de Preneste con la intención de convencer al joven Mario de que no lograría desafiar con éxito a Sila por más tiempo.
César presidió un tribunal que escuchó pacientemente al fiscal Lucio Luceyo y a su equipo de letrados ayudantes, y en seguida comprendió que aquél era un tribunal que no tenía intención alguna de declarar culpable a Catilina. Y así fue. El veredicto fue ABSOLVO por una gran mayoría, e incluso después Catón fue incapaz de encontrar pruebas contundentes de que Craso hubiera necesitado recurrir al soborno.
—Ya te lo dije —le comentó César a Catón.
—¡Todavía no ha terminado! —ladró Catón; y salió a grandes zancadas.
Había varios candidatos al consulado cuando se cerraron las propuestas, y el asunto estaba interesante. El perdón de Catilina significaba que se había afirmado en su posición, y había que considerarlo prácticamente como el seguro ganador de uno de los dos puestos. Como había dicho Catón, tenía el linaje. Y además era el mismo hombre encantador y persuasivo que había sido en la época en que cortejaba a la virgen vestal Fabia, de manera que tenía muchos seguidores. Aunque era cierto que entre tales seguidores se encontraban algunos hombres que estaban peligrosamente próximos a la ruina, eso no menguaba su poder. Además, ahora era del dominio público que Marco Craso lo apoyaba, y Marco Craso dominaba a muchísimos de los votantes de la primera clase.
Silano, el marido de Servilia, era otro de los candidatos, aunque su salud no era muy buena; de haberse encontrado sano y fuerte, le habría costado poco reunir los votos suficientes para salir elegido. Pero el sino de Quinto Marcio Rex, condenado a ser cónsul único a causa de las muertes de su colega
junior
y del sustituto de éste, estaba presente en la mente de todos como un obstáculo. Silano no daba la impresión de durar el año completo, y a nadie le parecía prudente permitir que Catilina llevase las riendas de Roma sin un colega, a pesar de Craso.
Otro candidato con probabilidades era el infame Cayo Antonio Híbrido, a quien César había intentado procesar infructuosamente por la tortura, mutilación y asesinato de muchos ciudadanos griegos durante las guerras griegas de Sila. Híbrido había eludido la justicia, pero la opinión pública de Roma le había obligado a exiliarse voluntariamente en la isla de Cefalonia; el descubrimiento de algunos túmulos funerarios le había producido fabulosas riquezas, así que a su regreso a Roma, al ver que había sido expulsado del Senado, lo que hizo Híbrido fue sencillamente empezar de nuevo. Primero se hizo tribuno de la plebe a fin de poder entrar de nuevo en el Senado; luego, al año siguiente, logró abrirse camino mediante sobornos hasta obtener el cargo de pretor, apoyado ardientemente por aquel ambicioso y hábil hombre nuevo que era Cicerón, cuyo agradecimiento se había ganado Híbrido. El pobre Cicerón se encontraba en un grave apuro económico ocasionado por su afición a coleccionar estatuas griegas e instalarlas en una plétora de villas campestres; fue Híbrido quien le prestó el dinero para que saliera del apuro. Desde entonces Cicerón siempre habló a su favor, y en el momento que nos ocupa lo estaba haciendo con tanto empeño que cualquiera bien habría podido deducir que Híbrido y él tenían pensado presentarse al consulado formando equipo; Cicerón era quien prestaba respetabilidad a la campaña e Híbrido quien ponía el dinero.