Las mujeres de César (95 page)

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Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórica

BOOK: Las mujeres de César
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—¡Pero ése es el lugar que le corresponde a Servilia!

—¿Acaso a Servilia le corresponde lugar alguno?

—Es una lástima que Silano no tuviera hijos.

—Yo más bien diría que es una bendición.

Volvían caminando despacio de la tumba de Junio Silano, que se encontraba al sur de la ciudad, junto a la vía Apia.

—Catulo, ¿qué vamos a hacer respecto al sacrilegio de Clodio?

—¿Qué le parece el asunto a tu esposa, Cicerón?

—Está destrozada. Nosotros, los hombres, nunca debimos meter la nariz en eso, pero ya que lo hemos hecho, creo que Publio Clodio debe ser condenado. —Cicerón hizo un alto—. Debo decirte, Quinto Lutacio, que me encuentro en una situación extraordinariamente difícil y delicada.

Catulo se detuvo.

—¿Tú, Cicerón? ¿Cómo?

—Terencia cree que tengo una aventura amorosa con Clodia.

Durante un momento Catulo no pudo hacer más que quedarse con la boca abierta; luego echó la cabeza hacia atrás y se puso a reír hasta que algunos de los demás acompañantes del duelo los miraron con curiosidad. Tenían un aspecto completamente ridículo, los dos con la toga negra de luto con la delgada raya color púrpura de caballero en el hombro derecho, vestidos de forma oficial para un entierro; pero uno de ellos aullaba de risa, y el otro estaba de pie, presa evidentemente de una furiosa indignación.

—¿Se puede saber qué te hace tanta gracia? —se arriesgó a preguntar Cicerón.

—¡Tú! ¡Y Terencia! —jadeó Catulo mientras se limpiaba las lágrimas—. Cicerón, ella no… tú… ¿Clodia? —Te hago saber que Clodia lleva ya algún tiempo mirándome con ojos de cordero —dijo Cicerón muy tieso.

—Esa señora es más difícil de penetrar que Nola —dijo Catulo echando a andar de nuevo—. ¿Por qué te crees que la aguanta Celer? ¡Él sabe cómo se las gasta esa mujer! Hace arrumacos y risitas y agita las pestañas, convierte en un completo tonto a algún pobre hombre, y luego se retira detrás de sus murallas y echa el cerrojo a las puertas. Dile a Terencia que no sea tan tonta. Lo más probable es que Clodia se esté divirtiendo a tu costa.

—¿Por qué no se lo dices tú?

—Gracias, Cicerón, pero no. Haz el trabajo sucio tú mismo. Yo ya tengo bastante con vérmelas con Hortensia, no necesito cruzar espadas con Terencia.

—Ni yo tampoco —dijo Cicerón con tristeza—. Celer me escribió, ¿sabes? Bueno, ¡me ha estado escribiendo desde que se fue a gobernar la Galia Cisalpina!

—¿Y te ha acusado de ser el amante de Clodia? —quiso saber Catulo.

—¡No, no! Quiere que yo ayude a Pompeyo a conseguir tierras para sus hombres. Es muy difícil.

—¡Será si tú te alistas en esa causa, amigo mío! —le dijo Catulo con aire funesto—. ¡Puedo decirte ahora mismo que Pompeyo tendrá que pasar por encima de mi cadáver si quiere conseguir tierras para sus hombres!

—Sabía que dirías eso.

—Entonces, ¿por qué divagas?

Cicerón extendió los brazos e hizo rechinar los dientes.

—¡Yo no tengo por costumbre divagar! Pero, ¿no sabe Celer que toda Roma está hablando de Clodia y de ese nuevo poeta, ese individuo llamado Catulo?

—Bueno —dijo Catulo en tono de consuelo—, si toda Roma está hablando de Clodia y cierto poeta, entonces no se puede tomar muy en serio lo vuestro, ¿no es cierto? Dile eso a Terencia.

—¡Grrr! —gruñó Cicerón; y entonces decidió seguir caminando en silencio.

De forma muy apropiada, Servilia dejó pasar algunos días después de la muerte de Silano antes de enviarle a César una nota en la que le decía que deseaba verse con él… en las habitaciones del Vicus Patricii.

El César que fue a reunirse con ella no era el César de siempre; si el hecho de saber que aquélla, probablemente, sería una confrontación problemática no hubiera sido suficiente para causar ese cambio, el saber que sus acreedores de pronto le estaban apremiando sí habría bastado. Se había corrido la voz por todo el Clivus Argentarius de que aquel año no habría provincias pretorianas, lo que convertía a César, de ser cierto el rumor, en una pérdida irrecuperable para los acreedores. Era cosa de Catulo, Catón, Bíbulo y el resto de los
boni
, desde luego. A fin de cuentas habían encontrado un modo de negarles las provincias a los pretores, y Fufio Caleno era un tribuno de la plebe muy bueno. Y por si aún quedara algo que pudiese agravar las cosas, la situación económica las empeoraba; cuando alguien tan conservador como Catón veía la necesidad de bajar el precio del grano hasta una miseria, es porque Roma se encontraba en verdaderos apuros económicos. La suerte, ¿qué había sido de repente de la suerte de César? ¿O era que simplemente la diosa Fortuna lo estaba poniendo a prueba?

Pero por lo visto Servilia no estaba de humor para solucionar la posición en que ella se encontraba; saludó a César completamente vestida y con bastante seriedad; luego se sentó en una silla y pidió vino.

—¿Echas de menos a Silano? —le preguntó él.

—Quizás sí. —Empezó a darle vueltas a la copa entre las manos, una y otra vez—. ¿Piensas algo acerca de la muerte, César?

—Sólo que es algo que ha de llegar. No me preocupa con tal de que sea rápida. Si yo tuviera que sufrir el destino de Silano, me atravesaría con la espada.

—Algunos griegos dicen que hay vida después. —Sí. —¿Tú crees eso? —No en un sentido consciente. La muerte es un sueño eterno, de eso estoy seguro. No nos vamos flotando desprovistos de cuerpo y seguimos siendo nosotros mismos. Pero ninguna sustancia perece, y hay mundos de fuerzas que nosotros no vemos ni comprendemos. Nuestros dioses pertenecen a uno de esos mundos, y son lo suficientemente tangibles como para llevar a cabo contratos y pactos con nosotros. Pero nosotros nunca perteneceremos a ese mundo, ni en la vida ni en la muerte. Nosotros servimos para equilibrarlo. Sin nosotros, el mundo de los dioses no existiría. Así que si los griegos ven algo, eso es lo que deben de ver. Y, ¿quién sabe si los dioses son eternos? ¿Cuánto tiempo dura una fuerza? ¿Se forman más fuerzas nuevas cuando las viejas se apagan? ¿Qué le ocurre a una fuerza cuando ya no está? La eternidad es dormir sin soñar, incluso para los dioses. Eso es lo que yo creo.

—Y sin embargo —dijo Servilia lentamente—, cuando Silano murió algo salió de la habitación. Yo no vi cómo se marchaba, ni lo oí. Pero ocurrió, César. La habitación quedó vacía.

—Supongo que lo que se marchó fue una idea.

—¿Una idea?

—¿No es eso lo que todos nosotros somos, una idea?

—¿Para nosotros mismos o para los demás? —Para todos, aunque no necesariamente la misma idea para nosotros que para los demás.

—Lo único que sé es que tuve esa sensación. Lo que hacía que Silano viviera se marchó.

—Bébete el vino.

Servilia apuró la copa.

—Me siento de una forma muy extraña, pero no del mismo modo que me sentía cuando era niña y tantas personas morían. Ni del mismo modo como me sentí cuando Pompeyo Magnus me envió las cenizas de Bruto desde Mutina.

—Tu niñez fue abominable —le dijo César; se levantó, avanzó hacia Servilia y se situó a su lado—. En cuanto a tu primer marido, tú ni lo amabas ni lo elegiste. Sólo fue el hombre que engendró a tu hijo Bruto.

Servilia levantó el rostro para recibir el beso de él, y nunca antes había sido tan consciente de cómo era el beso de César porque siempre lo había deseado con demasiada avidez como para saborearlo y analizarlo. Una perfecta fusión de los sentidos y el espíritu, pensó ella; y le rodeó el cuello con los brazos. César tenía la piel curtida, un poco tosca, y olía débilmente a cierto fuego de los sacrificios, a cenizas en un hogar oscurecido por el fuego. Ouizá, continuó divagando la mente de Servilia entre caricias y sabor, lo que yo intento es retener conmigo para siempre algo de la fuerza de él, y la única manera como puedo lograrlo es así, con mi cuerpo apretado contra el suyo, con él dentro de mí, los dos apartados durante unos momentos de todo conocimiento de otras cosas, existiendo sólo el uno en el otro…

Ninguno de ellos habló hasta que ambos se hubieron sumido en un pequeño sueño y hubieron despertado de él; y allí estaba de nuevo el mundo, con niños de pecho llorando, las mujeres gritando, los hombres carraspeando y escupiendo, el estruendo de los carros sobre el empedrado de la calle, la fábrica cercana, el débil temblor que era Vulcano en las profundidades subterráneas.

—Nada dura eternamente —dijo Servilia.

—Incluidos nosotros, como yo te decía.

—Pero tenemos nuestros nombres, César. Si nuestros nombres no se olvidan, es una especie de inmortalidad.

—La única que yo aspiro a alcanzar.

Un súbito rencor se apoderó de Servilia; se dio la vuelta y le dio la espalda a César.

—Tú eres un hombre, tienes oportunidad de conseguir eso. Pero, ¿y yo?

—¿Tú? —le preguntó César tirando de ella para que se pusiera de frente a él.

—Esa no era una pregunta filosófica —dijo ella.

—No, no lo era. Servilia se sentó y se abrazó las rodillas; la cresta de vello que le bajaba por la columna vertebral quedaba oculta por una gran cascada de espeso cabello negro.

—¿Cuántos años tienes, Servilia?

—Pronto cumpliré cuarenta y tres.

Era ahora o nunca; César también se sentó.

—¿Quieres volver a casarte? —le preguntó él.

—Oh, sí.

—¿Con quién?

Servilia se volvió hacia César y lo miró fijamente con los ojos muy abiertos.

—¿Con quién va a ser, César?

—Yo no puedo casarme contigo, Servilia.

La impresión que ella sufrió fue perceptible; Servilia se encogió.

—¿Por qué?

—Por una parte, están nuestros hijos. No va contra la ley que nosotros nos casemos y que tu hijo se case con mi hija. El grado de parentesco es permisible. Pero sería demasiado embarazoso, y yo no quiero hacerles eso.

—Eso no es más que una evasiva —dijo ella tensamente.

—No, no lo es. Para mí es una razón válida.

—¿Y qué más?

—¿No has oído lo que dije cuando repudié a Pompeya? —le preguntó César—. «La esposa de César, como toda la familia de César, debe estar por encima de toda sospecha.»

—Yo estoy por encima de toda sospecha.

—No, Servilia, no lo estás.

—¡César, eso no es así! Se dice de mí que soy demasiado orgullosa hasta para aliarme con Júpiter Óptimo Máximo.

—Pero no fuiste demasiado orgullosa para aliarte conmigo.

—¡Claro que no!

César se encogió de hombros.

—Pues ahí tienes.

—¿Ahí tengo, ¿qué?

—Que no estás por encima de toda sospecha. Eres una esposa infiel.

—¡No lo soy!

—¡Bobadas! Llevas siendo infiel años.

—¡Pero contigo, César, contigo! ¡Nunca antes lo había sido con nadie, y no he vuelto a serlo con nadie más desde que te conozco, ni siquiera con Silano!

—No importa que fuera conmigo —dijo César con indiferencia—. Eres una esposa infiel.

—¡No para ti!

—¿Cómo sé yo que eso es verdad? Le fuiste infiel a Silano. ¿Por qué no vas a serme infiel a mí más adelante? Aquello era una pesadilla; Servilia respiró profundamente y se esforzó por concentrarse en aquellas cosas increíbles que César le estaba diciendo.

—Antes de ti todo hombre era
insulsus
—dijo ella—. Y después de ti, todo hombre es
insulsus
.

—No me casaré contigo, Servilia. No estás por encima de toda sospecha, y tampoco libre de reproche.

—Lo que yo siento por ti no puede medirse en términos de si es correcto o incorrecto lo que se hace —dijo ella luchando aún—. Tú eres único. Por ningún otro hombre, ¡ni por ningún dios!, habría yo humillado mi orgullo ni mi buen nombre. ¿Cómo puedes utilizar lo que yo siento por ti en mi contra?

—No estoy utilizando nada en tu contra, Servilia, simplemente te estoy diciendo la verdad. La esposa de César debe estar por encima de toda sospecha.

—¡Yo estoy por encima de toda sospecha!

—No, no lo estás.

—¡Oh, no puedo creerlo! —exclamó ella al tiempo que empezaba a mover la cabeza adelante y atrás, con las manos entrelazadas—. ¡Eres injusto! ¡Injusto!

Estaba claro que la entrevista había terminado; César se levantó de la cama.

—Tú debes verlo de ese modo, naturalmente, pero eso no cambia las cosas, Servilia. La esposa de César debe estar por encima de toda sospecha.

Pasó un rato; Servilia oía a César en el baño, aparentemente en paz con el mundo. Y por fin ella se levantó con esfuerzo de la cama y se vistió.

—¿No te bañas? —preguntó César, sonriéndole de verdad cuando ella entró en la habitación que hacía de baño en la galería.

—Hoy me iré a bañar a mi casa.

—¿Estoy perdonado?

—¿Quieres estarlo?

—Me honra tenerte por amante.

—¡Creo que eso lo dices en serio!

—Así es —le aseguró él con sinceridad.

Servilia irguió los hombros y apretó los labios.

—Lo pensaré, César.

—¡Estupendo!

Con lo cual interpretó Servilia que César daba a entender que sabía que ella volvería.

Gracias a todos los dioses había una larga caminata hasta la casa de Servilia. «¿Cómo se ha atrevido a hacerme esto? ¡Con tanta habilidad, de un modo tan terriblemente civilizado! Como si mis sentimientos no tuvieran ninguna importancia… como si yo, una patricia Servilia Cepión, no importase nada. Ha hecho que yo le pidiera el matrimonio, y luego me lo ha tirado a la cara como el contenido de un orinal. Me ha rechazado como si yo fuera la hija de cualquier rico palurdo de la Galia o de Sicilia. ¡He razonado con él! ¡Le he suplicado! ¡Me he tendido en el suelo y he dejado que se limpiase los pies en mí! ¡Yo, una patricia Servilia Cepión! Todos estos años lo he tenido esclavizado, cuando ninguna otra mujer había conseguido hacerlo nunca… ¿Cómo iba yo a suponer que iba a rechazarme? Sinceramente, creí que se casaría conmigo. Y él sabía que yo pensaba que se casaría conmigo. ¡Oh, qué placer debe de haber experimentado mientras representábamos esa pequeña farsa! Creí que sabía ser fría, pero no lo soy del modo en que lo es él. ¿Por qué, entonces, lo amo tanto? ¿Por qué en este mismo momento continúo amándole?
Insulsus
. Eso es lo que me ha hecho. Después de él, todos los demás hombres son completamente insípidos. El ha ganado. Pero yo nunca se lo perdonaré. ¡Nunca!»

Tener a Pompeyo el Grande viviendo en una mansión alquilada por encima del Campo de Marte era un poco como saber que la única barrera entre el león y el Senado era una hoja de papel. Antes o después alguien se cortaría un dedo y el olor de la sangre provocaría que asomara una garra exploratoria. Por ese motivo y no otro se decidió celebrar una
contio
de la Asamblea Popular en el Circus Flaminius para discutir el formato de Pisón Frugi para el procesamiento de Publio Clodio. Con el propósito de poner en evidencia a Pompeyo, pues Pompeyo no quería tener nada que ver con el escándalo de Clodio, Fufio Caleno, muy decidido, le preguntó qué le parecía la cláusula que indicaba que el propio juez nombrase a dedo a los miembros del jurado. Los
boni
estaban radiantes. ¡Cualquier cosa que pusiera en apuros a Pompeyo serviría para el propósito de empequeñecer al Gran Hombre!

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