Pero cuando Pompeyo se adelantó hasta el borde de la plataforma de los oradores, un enorme clamor se alzó de miles de gargantas; aparte de los senadores y unos cuantos caballeros importantes de las Dieciocho, todos habían acudido sólo para ver a Pompeyo el Grande, conquistador del Este. El cual, en el transcurso de las tres horas siguientes, logró aburrir tan concienzudamente a su audiencia que la gente acabó por irse a casa.
—Podría haberlo dicho todo en un cuarto de hora —le cuchicheó Cicerón a Catulo—. El Senado tiene razón, como siempre, y el Senado debe ser apoyado. ¡Eso es lo que ha dicho en realidad! ¡Oh, de qué interminable manera lo ha dicho!
—Es uno de los peores oradores de Roma —dijo Catulo—. ¡Me duelen los pies!
Pero la tortura no había terminado, aunque los senadores podían sentarse ahora; Mesala Níger convocó al Senado a sesión allí mismo cuando Pompeyo terminó.
—Cneo Pompeyo Magnus —dijo Mesala Níger con tonos resonantes—, ¿querrías por favor darle a esta Cámara tu sincera opinión sobre el sacrilegio de Publio Clodio y el proyecto de ley de Marco Pupio Pisón Frugi?
Tan fuerte era el miedo que inspiraba el león que nadie protestó por aquella petición. Pompeyo estaba sentado entre los consulares, al lado de Cicerón, quien tragó saliva con fuerza y se evadió soñando despierto con su nueva casa y su decoración. Esta vez el discurso duró solamente una hora; al final Pompeyo se sentó en la silla con un golpe tan sonoro que fue suficiente para que Cicerón se despertase sobresaltado.
El rostro bronceado se le había puesto de color carmesí por el esfuerzo de intentar recordar las técnicas de la retórica; el Gran Hombre hizo rechinar los dientes.
—¡Oh, creo que he dicho suficiente sobre el tema!
—Desde luego que has dicho suficiente —respondió Cicerón con una dulce sonrisa.
En el momento en que Craso se levantó para hablar, Pompeyo perdió el interés en el asunto y empezó a hacerle preguntas a Cicerón acerca de los principales acontecimientos dignos de comentarse ocurridos en Roma durante su ausencia, pero Craso no había entrado todavía bien en materia cuando Cicerón ya estaba sentado muy derecho y sin prestarle la menor atención a Pompeyo. ¡Qué maravilla! ¡Qué dicha! ¡Craso lo estaba alabando a él, lo estaba poniendo por las nubes! Qué trabajo tan bueno había hecho Cicerón cuando había sido cónsul para acercar mucho más las órdenes; caballeros y senadores debían estar felizmente unidos…
—¿Qué demonios te ha movido a hacer tal cosa? —le preguntó César a Craso mientras ambos caminaban a lo largo del camino de sirga del Tíber para evitar a los vendedores de verdura del Foro Holitorium, que estaban recogiendo después de un día agitado.
—¿Te refieres a ensalzar las virtudes de Cicerón?
—No me habría importado si no hubieras provocado que se lanzase a esa interminable respuesta acerca de la concordia entre las órdenes. Aunque, desde luego, admito que es un placer escucharle después de Pompeyo.
—Por eso es por lo que lo hice. Me repugna el modo en que todos le hacen reverencias y le dan jabón al odioso Magnus. Si los mira de reojo, se encogen como perros. Y allí estaba Cicerón, sentado al lado de nuestro héroe, completamente decaído. Así que pensé: voy a fastidiar al Gran Hombre.
—Y así lo has hecho. Deduzco que evitaste encontrarte con él en Asia.
—Continuamente. —Lo cual puede haber sido el motivo de que se haya oído decir a algunas personas que Publio y tú os mandasteis mudar a algún lugar al Este para evitar estar en Roma cuando Magnus llegase aquí.
—La gente nunca deja de sorprenderme. Yo estaba en Roma cuando Magnus llegó aquí.
—La gente nunca deja de sorprenderme. ¿Sabías que yo soy el motivo del divorcio de Pompeyo?
—¿Y qué, no lo eres?
—Por una vez soy absolutamente inocente. Hace años que no he estado en Picenum, y hace años también que Mucia Tercia no ha estado en Roma.
—Yo estaba bromeando. Pompeyo te honró con la más amplia de sus sonrisas. —La garganta de Craso produjo un ruido sordo, señal de que estaba a punto de embarcarse en un tema enojoso—. No te va muy bien con esos lobos prestamistas, ¿verdad?
—Los mantengo a raya.
—En los círculos financieros se dice que los pretores de este año nunca irán a provincias gracias a Clodio.
—Sí. Pero no gracias al idiota de Clodio. Gracias a Catón, a Catulo y al resto de la facción de los
boni
.
—Tú les has agudizado el ingenio.
—No temas, conseguiré mi provincia —le dijo César con serenidad—. La diosa Fortuna no me ha abandonado todavía.
—Te creo, César. Por eso ahora te voy a decir algo que nunca le he dicho a nadie. Otros hombres tienen que pedírmelo, pero si te encuentras con que no puedes quitarte de encima a tus acreedores antes de que se te presente esa provincia, acude a mí en busca de ayuda, por favor. Si lo hicieras yo estaría apostando mi dinero a un ganador seguro.
—¿Sin cobrarme intereses? ¡Venga, venga, Marco! ¿Cómo iba yo a devolverte el favor si tú eres lo bastante poderoso para obtener tus propios favores sin ayuda?
—De modo que eres demasiado terco para pedírmelo.
—Eso es.
—Me doy cuenta de lo estirado que es el cuello de un Julio. Por eso te lo he ofrecido yo, incluso he dicho «por favor». Otros hombres se ponen de rodillas para pedírmelo a mí. Pero tú antes te atravesarías con la espada, y eso sería una lástima. No volveré a hablarte de ello, pero recuérdalo. No me lo estarás pidiendo, porque yo me he ofrecido y te he pedido por favor que me lo aceptes. Hay una diferencia.
A finales de febrero, Pisón Frugi convocó la Asamblea Popular y puso a votación su proyecto de ley que serviría para procesar a Clodio. Con desastrosas consecuencias. El joven Curión habló desde el suelo del Foso de los Comicios con tal eficacia que toda la concurrencia lo aclamó. Luego se erigieron los puentes de la votación y las pasarelas, pero sólo para que arremetieran contra ellos varias docenas de ardientes jóvenes miembros del club de Clodio guiados por Marco Antonio. Se apoderaron de los puentes y desafiaron a los lictores y a los funcionarios de la Asamblea con tanto valor que aquello amenazaba con convenirse en una batalla campal en toda regla. Fue Catón quien tomó las cosas en sus propias manos: subió a la tribuna e insultó a Pisón Frugi por celebrar una reunión con tal desorden. Hortensio habló en apoyo de Catón; en vista de lo cual el cónsul
senior
disolvió la Asamblea y, en su lugar, convocó al Senado a sesión.
En el interior de la abarrotada Curia Hostilia —todos los senadores se habían presentado para votar—, Quinto Hortensio propuso una medida de solución intermedia.
—Desde los censores hasta el cónsul
junior
, para mí está claro que hay un significativo segmento en esta Cámara que está decidido a llevar a toda prisa a Publio Clodio ante un tribunal para que responda por lo que hizo en la celebración de la Bona Dea —dijo Hortensio en el tono más razonable y suave que fue capaz—. Por ello todos aquellos padres conscriptos que no estén a favor de un juicio para Publio Clodio deberían pensarlo de nuevo. Estamos a punto de acabar el segundo mes sin que seamos capaces de llevar adelante los asuntos con normalidad, lo cual es la mejor manera de que el gobierno se nos venga abajo de una forma estrepitosa. Y todo a causa de un simple cuestor y su banda de jóvenes gamberros! ¡No podemos permitir que esto continúe! No hay nada en la ley de nuestro instruido cónsul
senior
que no pueda adaptarse para que convenga a todos los gustos. De manera que, si esta Cámara me lo permite, me tomaré los próximos días para volver a redactarla en compañía de los dos hombres que más se oponen a la forma que tiene actualmente: nuestro cónsul
junior
Marco Valerio Mesala Níger y el tribuno de la plebe Quinto Fufio Caleno. La próxima sesión de comicios es el cuarto día antes de las nonas de marzo. Sugiero que Quinto Fufio presente el nuevo proyecto de ley al pueblo como una
lex Fufia
. Y que esta Cámara acompañe el proyecto de ley con una severa orden para el pueblo: ¡Que se ponga a votación, y sin tonterías!
—¡Yo me opongo! —gritó Pisón Frugi, con el rostro blanco a causa de la ira.
—¡Oh, oh, oh, yo también! —se oyó en forma de agudo alarido procedente de la grada del fondo; y hacia abajo fue rodando Clodio para ir a caer de rodillas en mitad del suelo de la Curia Hostilia, con las manos juntas delante en actitud de súplica, servil y aullante. Tan extraordinaria fue aquella actuación que el Senado entero, que estaba lleno hasta los topes, quedó estupefacto de asombro. ¿Lo estaría haciendo en serio? ¿Estaría actuando? ¿Eran aquellas lágrimas de risa o de pena? Nadie lo sabía.
Mesala Níger, que tenía las
fasces
durante el mes de febrero, hizo señas a sus lictores.
—Sacad de aquí a esta criatura —dijo tajante.
Sacaron a Publio Clodio en volandas y pataleante y lo depositaron en el pórtico del Senado; lo que le pasó después fue un misterio, pues los lictores le cerraron la puerta en las narices y lo dejaron allí chillando.
—Quinto Hortensio —dijo Mesala Níger—, yo añadiría una cosa a tu propuesta. Que cuando el pueblo se reúna el cuarto día antes de las nonas de marzo para votar, llamemos a la milicia. Ahora quiero celebrar una votación para que se pronuncien los senadores.
Había cuatrocientos quince senadores en la Cámara. Cuatrocientos votaron a favor de la propuesta de Hortensio; entre los quince que votaron en contra se encontraban Pisón Frugi y César.
La Asamblea Popular captó bien la indirecta, y aprobó el proyecto de la
lex Fuf¡a
, lo que lo convertía en ley, durante una reunión que se distinguió por la calma… y por el número de soldados de la milicia distribuida alrededor del Foro inferior.
—Bien —dijo Cayo Pisón cuando la reunión se disolvía—, entre Hortensio, Fufio Caleno y Mesala Níger, Clodio no habría de tener muchos problemas para salir absuelto.
—Ciertamente, le han quitado todo el hierro al proyecto de ley original —dijo Catulo, no sin satisfacción.
—¿Te fijaste en lo agobiado por la preocupación que parecía estar César? —preguntó Bíbulo.
—Los acreedores lo están apremiando sin compasión —apuntó Catón con júbilo—. Me he enterado por un corredor de bolsa en la basílica Porcia de que los alguaciles aporrean cada día la puerta de la
domus publica
, y que nuestro pontífice máximo no puede ir a ninguna parte sin que ellos le vayan detrás. ¡Ya lo tenemos!
—De momento sigue siendo un hombre libre —dijo Cayo Pisón, menos optimista.
—Sí, pero ahora tenemos unos censores peor dispuestos hacia César que su tío Lucio Cotta —recordó Bíbulo—. Ellos se dan cuenta de lo que está pasando, pero no pueden actuar hasta que no tengan pruebas ante la ley. Y eso no ocurrirá hasta que los acreedores de César desfilen hasta el tribunal del pretor urbano y exijan el pago de las deudas. Y eso no puede tardar mucho.
Y no tardó; a menos que las provincias pretorianas salieran a sorteo yse asignasen en los próximos días, César, en las nonas de marzo, vería su carrera arruinada. No le dijo ni una palabra de esto a su madre, y asumía una expresión tan severa siempre que ella se encontraba cerca de él que la pobre Aurelia no se atrevía a decirle nada que no tuviera que ver con las vírgenes vestales, con Julia o con la
domus publica
. ¡Qué delgado se estaba quedando su hijo! Perdía cada vez más peso, aquellos pómulos angulosos sobresalían afilados como cuchillos y la piel del cuello le colgaba cómo la de un viejo. Día tras día la madre de César iba al recinto de Bona Dea para darle leche de verdad a cualquier serpiente insomne que hubiera por allí, quitaba las malas hierbas del jardín, dejaba ofrendas de huevos en la escalera que llevaba a la puerta del templo cerrado de Bona Dea. ¡Mi hijo no! ¡Por favor, Diosa Buena, mi hijo no! ¡Yo soy tuya, llévame a mí! ¡Bona Dea, Bona Dea, sé buena con mi hijo! ¡Sé buena con mi hijo!
El sorteo se llevó a cabo.
A Publio Clodio le cayó en suerte el destino de cuestor en Lilibeo, al oeste de Sicilia, pero no podía abandonar Roma para hacerse cargo de sus obligaciones en aquel puesto hasta que hubiera sido sometido a juicio.
Al principio parecía que, al fin y al cabo, la suerte de César no le había abandonado. Le tocó como provincia la Hispania Ulterior, lo cual significaba que se le otorgaba
imperium proconsular
y que no tenía que rendir cuentas ante nadie, excepto ante los cónsules del año.
Con el nuevo gobernador iba su estipendio, la cantidad de dinero que el Tesoro apartaba para los desembolsos que el Estado tuviera que hacer durante aquel año a fin de mantener la provincia: para pagar a las legiones y a los funcionarios civiles, para mantener en buen estado las carreteras, los puentes, los acueductos, el alcantarillado, los edificios y las instalaciones públicas. La suma destinada a Hispania Ulterior ascendía a cinco millones de sestercios, y se le entregaba al gobernador de una sola vez; dicha suma pasaba a ser de su propiedad personal en cuanto le era pagada. Algunos hombres preferían invertir ese dinero en Roma antes de marcharse a las correspondientes provincias, confiando en poder exprimirle el jugo a la provincia lo suficiente como para que se sostuviera por sí sola mientras el estipendio rendía unas bonitas ganancias en Roma.
En la reunión del Senado en cuyo transcurso se celebró el sorteo, Pisón Frugi, que volvía a tener las
fasces
, le preguntó a César si pensaba hacer una declaración a la Cámara en relación con los acontecimientos sucedidos la noche de la primera celebración de la Bona Dea.
—Con mucho gusto te complacería, cónsul
senior
, si tuviera algo que decir. Pero no es así —respondió César con firmeza.
—¡Oh, vamos, Cayo César! —dijo con brusquedad Mesala Níger—. Te están pidiendo muy correctamente que hagas una declaración porque estarás en tu provincia para cuando se juzgue a Publio Clodio. Si algún hombre de los que nos hallamos aquí presentes sabe qué ocurrió, ése eres tú. —Mi querido cónsul
senior
, acabas de pronunciar la palabra clave: ¡hombre! Yo no me encontraba presente en la celebración de la Bona Dea. Una declaración es una testificación solemne hecha bajo juramento. Por lo tanto, debe contener la verdad. Y la verdad es que yo no sé absolutamente nada.
—Si no sabes nada, ¿por qué repudiaste a tu esposa?
Esta vez toda la Cámara le respondió a Mesala Níger.