Alzó una mano y un joven alto entró en la habitación, como si hubiera estado esperando.
Al verlo Morgana sintió un dolor tan grande que, por un momento, no pudo respirar. Allí estaba Lanzarote redivivo: joven y esbelto como una llama oscura, con el pelo rizado sobre las mejillas, sonriente la cara estrecha y morena, Lanzarote, tal como era cuando ambos se tendieron a la sombra del círculo de piedras, como si el tiempo hubiera vuelto atrás.
De inmediato comprendió quién era. Él se adelantó para besarle la mano. También su andar era el de Lanzarote: de movimientos fluidos, casi una danza. Pero lucía la túnica del bardo; llevaba tatuada en la frente una bellota y, en las muñecas, las serpientes de Avalón.
Cualquier cosa que pudiera decir sonaría necia.
—Gwydion… No te pareces a tu padre.
—No —dijo—. Llevo la sangre de Avalón. Vi una vez a Arturo, cuando fue en peregrinación a Glastonbury. Reverencia demasiado a los curas, nuestro rey. —Su sonrisa fue fugaz, feroz.
—No tienes motivos para amar a tus padres, Gwydion —comentó Morgana. Y le estrechó la mano. Pero sorprendió en sus ojos una momentánea expresión de odio glacial. Al cabo de un momento había desaparecido. Allí estaba otra vez el joven druida sonriente.
—Mis padres me hicieron el mejor obsequio —dijo—: la sangre real de Avalón. Y os pediré una sola cosa más, señora Morgana.
—Irracionalmente, lamentó que no la hubiera llamado madre, ni siquiera una vez.
—Pide. Si está a mi alcance, es tuyo.
—No es un gran presente —dijo Gwydion—. Dentro de cinco años, no más, reina Morgana, me llevaréis ante Arturo y le haréis saber que soy su hijo. —Una rápida y perturbadora sonrisa—. Sé que no puede reconocerme como heredero. Pero deseo que me vea la cara. No pido más.
Ella inclinó la cabeza.
—No puedo negártelo, Gwydion.
Ginebra podía pensar lo que quisiera; Arturo ya había cumplido su penitencia. Nadie podía por menos que sentirse orgulloso de ese grave y sacerdotal druida. Y después de tantos años tampoco ella podía avergonzarse por lo pasado. Al ver a su hijo ya adulto sentía gran respeto por la videncia de Viviana.
—Te juro que ese día llegará —dijo—. Lo juro por el Pozo Sagrado.
Se le empañaron los ojos; parpadeó, furiosa, para alejar las lágrimas rebeldes. Ése no era su hijo. Uwaine podía serlo, pero no Gwydion. Ese joven moreno y apuesto, tan parecido al Lanzarote que ella había amado cuando joven, no era su hijo. Era sacerdote de la Gran Diosa, tal como ella era su sacerdotisa. Si entre ambos no había otro vínculo, ése, al menos, los unía.
Apoyó las manos en la cabeza inclinada ante ella, diciendo:
—Bendito seas.
Hacía ya tiempo que la reina Morgause había dejado de lamentarse por no tener el don de la videncia. No obstante, en los últimos días del otoño, cuando los alerces rojos se erguían desnudos en el viento helado que soplaba sobre Lothian, había soñado dos veces con su pupilo Gwydion. Por eso no la sorprendió que uno de sus criados le dijera que se acercaba un jinete por el camino.
Gwydion llevaba una tosca capa de color extraño, con un broche de hueso que ella no había visto nunca. Cuando quiso abrazarlo el joven se echó atrás, haciendo una mueca.
—No, madre… —Y explicó, rodeándola con el brazo libre—: Fui herido de espada en la tierra de los bretones… No, no es grave —la tranquilizó—. No se infectó y es posible que no deje siquiera cicatriz, pero me duele mucho cuando me rozan.
—¿Has estado combatiendo en la Britania gala? Te creía sano y salvo en Avalón —sermoneó Morgause, haciéndolo sentar junto al fuego—. No tengo vino del sur para servirte.
—Bastará con cerveza. O un poco de agua de fuego, si tenéis, con agua caliente y miel. Estoy rígido por la cabalgada.
Tranquilamente reclinado, dejó que una de las mujeres le quitara las botas y colgara la capa a secar—. Qué agradable es estar aquí, madre.
—¿Y has cabalgado tanto con este frío, estando herido? ¿Tienes una gran noticia que darme?
—Ninguna. Sentía nostalgia, nada más —dijo Gwydion negando con la cabeza—. Aquello es demasiado verde, fértil y húmedo, Heno de niebla y campanas de iglesia. Deseaba el aire puro de los acantilados, el grito de las gaviotas y vuestro rostro, madre.
Alargó la mano hacia la taza, dejando ver las serpientes de sus muñecas. Morgause no estaba muy versada en las tradiciones de Avalón, pero sabía que indicaban el rango más alto del sacerdocio. Él notó su mirada e hizo un gesto afirmativo, pero no dijo nada.
—¿Fue en la Britania donde conseguiste esa capa tan fea, digna sólo de un criado?
Gwydion rió entre dientes.
—Me ha protegido de la lluvia. Se la quité a un gran jefe de las tierras extranjeras que combatía por ese Lucio que se proclamaba emperador. Arturo lo liquidó muy pronto, creedme, y hubo botín para todos. Os traigo una copa de plata y un anillo de oro, madre.
—¿Combatiste con el ejército de Arturo?
Viendo la sorpresa de Morgause, rió otra vez.
—Sí, combatí a las órdenes del gran rey que me engendró —dijo, con una sonrisa despectiva—. Oh, no temáis: lo hice por orden de Avalón, entre los guerreros sajones del tratado, donde Arturo no me viera.
Gwydion sonrió; Morgause se dijo que se parecía mucho al pequeño que en otros tiempos se sentaba en su regazo.
—Deseaba darme a conocer a Gareth, sobre todo mientras yacía herido y débil. Pero es hombre de Arturo y ama a su rey; no quise imponer esa carga a mi mejor hermano. Gareth es el único…
No acabó la frase, pero Morgause comprendió: forastero en todas partes, encontraba en él a un hermano y un gran amigo. De pronto sonrió de oreja a oreja, abandonando el aire remoto que lo hacía parecer tan joven.
—En todos los ejércitos sajones, madre, me preguntaron mil veces si era hijo de Lanzarote. Yo no veo tanta similitud; claro que no estoy tan familiarizado con mi cara.
—Quien haya conocido a Lanzarote en su juventud no podría mirarte sin saber que sois parientes —dijo Morgause.
—Eso dije; a veces adoptaba el acento bretón y decía también estaba emparentado con el rey Ban. Pero supo que nuestro Lanzarote, con esa cara que lo convierte en un imán para las mujeres, tiene que haber engendrado muchos bastardos. No tendría que maravillar tanto que uno tuviera su misma cara. ¿No es así? Se dice que tuvo un hijo con la reina y que niño fue puesto secretamente bajo la tutela de esa prima con quien lo casaron… Se cuentan muchas cosas descabelladas d Lanzarote y la reina, pero todos están de acuerdo en que, para las demás mujeres, sólo tiene cortesía y palabras bonitas. Hasta hubo algunas que se arrojaron sobre mí, diciendo que, a falta de él, tendrían a su hijo.
Y se encogió cómicamente de hombros. Morgause se echó a reír.
—Así que los druidas no te han privado de eso, hijo mío.
—En absoluto. Pero las mujeres, en su mayoría, son necias. Vos me quitasteis el gusto por las necias, madre.
—Lástima que no se pueda decir lo mismo de Lanzarote —comentó Morgause—. Ginebra no parece tener mucho seso.
Y pensó: «Tienes la cara de Lanzarote, hijo mío, pero has heredado el ingenio de tu madre.»
Como si adivinara sus pensamientos, Gwydion dejó la copa vacía y despidió a la criada que iba a llenarla otra vez.
—Basta. Estoy tan cansado que no toleraría ni un sorbo más. Pero me gustaría cenar. Ansío una buena comida casera: gachas y tortas de cebada. Madre, en Avalón conocí a la señora Morgana.
—¿Cómo está mi sobrina?
—Me pareció mayor que vos, madre.
—No —corrigió Morgause—. Morgana es diez años menor.
—Aun así, parece anciana y fatigada, mientras que vos…
Le sonrió. Ella sintió una súbita felicidad. «A ninguno de mis hijos he amado como a éste —pensó—. Morgana hizo bien en dejarlo a mi cuidado.»
—Oh, yo también envejezco, muchacho —dijo—. Cuando naciste ya tenía un hijo adulto.
—Entonces sois mucho mejor hechicera que ella —aseguró Gwydion—. Os veo tal como el día en que partí hacia Avalón, madre mía.
Le cogió una mano para besársela. Ella se acercó para acariciarle el pelo oscuro, poniendo cuidado en no tocar la herida.
—Ahora Morgana es la reina de Gales.
—Cierto —confirmó Gwydion—, y tiene el favor del rey. Arturo ha incluido a su hijastro, Uwaine, en su guardia personal» junto con Gawaine. Ambos son recios y leales; lo adoran corno si el sol dependiera de él. —Morgause percibió lo irónico —de su sonrisa—. Pero es un defecto de muchos hombres… Y de eso he venido a hablaros, madre. ¿Sabéis algo de lo que planea Avalón?
—Sólo sé lo que dijeron Niniana y Merlín cuando vinieron a buscarte. Que tú serás el heredero de Arturo, el ciervo joven que derriba al Macho rey.
Lo había dicho en el idioma antiguo. Gwydion enarcó las cejas.
—Entonces lo sabéis todo —dijo—. Pero tal vez ignoréis que no es posible hacerlo ahora. Desde que Arturo derribó a ese Lucio, su estrella brilla como nunca. Quien levantara una mano contra él sería hecho pedazos por sus caballeros o por el populacho; nunca he visto hombre tan amado. Hasta yo, que no tengo motivos para apreciarlo, sentí el hechizo que crea a su alrededor. No imagináis cómo se le adora.
—Qué extraño —comentó Morgause—. A mí nunca me pareció tan notable.
—No, seamos justos —dijo Gwydion—. No hay otro en este país que haya unido a todas las facciones como lo hizo él. Incluso los sajones, que en otros tiempos combatieron a muerte contra Uther, le juran lealtad. En la batalla no se destaca, pero es un gran general. Y hay algo en su persona. Amarlo es fácil. Y mientras todos le adoren de ese modo me será imposible cumplir con mi tarea.
—Entonces será preciso disminuir ese amor —sugirió Morgause—. Hay que desacreditarlo. No es mejor que cualquier otro; te tuvo con su hermana y es bien sabido que no desempeña un papel muy lucido con su reina.
—No dudo que con todo eso se pueda hacer algo. Pero estos últimos años Lanzarote se ha mantenido lejos de la corte y cuida de no encontrarse a solas con la reina, para evitar cualquier sombra de escándalo. Dicen que lloró como una criatura al despedirse de ella para seguir a Arturo contra Lucio, a pesar de que combate como nadie. Parece que busca arrojarse de cabeza a la muerte. Sin embargo, nunca resulta herido. No sé… Su madre era la suma sacerdotisa de Avalón. Tal vez tenga algún tipo de protección sobrenatural.
—Morgana debe de saberlo —observó ella, secamente—, Pero no te aconsejo que se lo preguntes.
—Sé que la vida de Arturo está protegida por la sagrada
Escalibur
y su vaina mágica, que le impide desangrarse. Morgana tiene como primera misión recuperar esa espada, a menos que él renueve su juramento de lealtad a Avalón. Y no dudo que ella sea capaz de conseguirlo. Creo que mi madre no se detendría ante nada. De los dos, el que más me gusta es mi padre. No sabe el mal que hizo al engendrarme.
—Tampoco tu madre lo sabía —observó Morgause. con aspereza.
—Desconfío de Morgana. Incluso Niniana ha caído bajo su hechizo. ¿Vos también vais a defenderla, madre?
«Así era Viviana —pensó Morgause—. Hacía que todos obraran según su voluntad. Y ahora Niniana ha hecho lo que Morgana deseaba.» Gwydion también parecía tener algo de ese poder. Súbitamente, con inesperado dolor, se sintió desgarrada entre los dos: Morgana, que había sido como la hija que jamás tuvo, y Gwydion, más precioso para ella que sus hijos.
—¿Tanto la odias, Gwydion?
—No sé lo que siento. —El joven la miró con los ojos oscuros y luctuosos de Lanzarote—. Ojalá me hubiera criado en la corte, como hijo de mi padre y fiel seguidor suyo, no como su más enconado enemigo. —Apoyó la cabeza entre los brazos—. Estoy fatigado, madre. Estoy harto de luchar. No me gusta pensar que este gran rey es mi enemigo, que por el bien de Avalón tengo que llevarlo a la muerte o al deshonor. Preferiría amarlo, como todos los hombres. Preferiría que la señora Morgana fuera mi madre, no la gran sacerdotisa a quien he jurado obedecer. Y que Niniana, cuando yace en mis brazos, no fuera la Diosa, sino sólo mi gran amor. Estoy harto de dioses y diosas, y tan cansado de mi destino…
Durante un largo instante guardó silencio, con la cara escondida y los hombros temblorosos. Morgause le acarició el pelo, vacilante. Por fin levantó la cabeza para decir, con una sonrisa amarga:
—Voy a beber otra taza del fuerte licor que destiláis en estas colinas, esta vez sin agua ni miel.
Y cuando se lo llevaron lo bebió hasta apurarlo, sin mirar siquiera las gachas humeantes y las tortas que la muchacha le había llevado.
—Como decía el antiguo romano de los viejos libros de Lot: «No consideres feliz a nadie hasta que haya muerto.» Mi tarea es, pues, dar a mi padre la mayor felicidad. ¿Para qué rebelarme contra ese destino?
Pidió por señas más licor; al ver que Morgause vacilaba. cogió la botella para llenarse la taza él mismo.
—Vas a emborracharte, querido. ¿Por qué no cenas primero?
—Me emborracharé, sea —replicó con amargura—. Brindo por la muerte y el deshonor…, ¡el de Arturo y el mío! —Vació nuevamente la taza y la arrojó a un rincón, donde rebotó con un sonido metálico—. Que sea tal como los hados han decretado: el Macho rey imperará en el bosque hasta el día que la Dama señale… «pues todas las bestias nacieron y se unieron con otras de su especie, para vivir y hacer la voluntad de las fuerzas vitales, y por fin entregaron sus espíritus nuevamente a la custodia de la Dama…».
Pronunció las palabras con un extraño énfasis. Morgause se estremeció, comprendiendo que eran frases rituales.
Gwydion aspiró hondo.
—Pero esta noche voy a dormir en casa de mi madre y me olvidaré de Avalón, de los reyes, los ciervos y el destino. ¿Verdad, verdad?
Finalmente vencido por el fuerte licor, cayó hacia delante, en los brazos de Morgause. Ella lo retuvo allí, acariciándole el pelo oscuro, tan parecido al de Morgana. Pero incluso en sus sueños se retorcía y murmuraba, como si tuviera pesadillas. Y Morgause comprendió que no era sólo por el dolor de su reciente herida.
El prisionero en el roble