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Authors: Marion Zimmer Bradley

Tags: #Fantasia

Las nieblas de Avalón (94 page)

BOOK: Las nieblas de Avalón
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La lanzadera se deslizaba por la trama: verde, pardo, verde, pardo… Cada diez hileras, coger la otra lanzadera para cambiar de color. El verde de las hojas recién brotadas en la primavera, el pardo de la tierra y de las hojas caídas donde el cerdo salvaje hoza en busca de bellotas… La lanzadera deslizándose por el paño, el peine para afirmar cada hilera, las manos moviéndose automáticamente, adentro, afuera, cruzando, deslizar la barra hacia abajo, retirar la lanzadera por el otro lado… «Ojalá el caballo de Avalloch resbalara y le rompiera el cuello, ahorrándome lo que tengo que hacer.» Se estremeció de frío, pero se obligó a no pensar, concentrándose en la lanzadera, adentro y afuera, adentro y afuera, mientras las imágenes surgían a voluntad. Accolon en la alcoba de Uriens, jugando a los dados con su padre. Uwaine profundamente dormido, pero agitado por el dolor de la herida, aunque ahora cicatrizaría bien… «Ojalá algún cerdo salvaje se defendiera y el cazador de Avalloch fuera demasiado lento en acudir en su ayuda.»

«Le dije a Niniana que no mataría. Nunca digas de esta agua no beberé…» En su mente surgió el Pozo Sagrado de Avalón, el agua del manantial, cayendo a la fuente. La lanzadera entraba y salía, verde y pardo, verde y pardo, como el sol filtrándose entre las hojas verdes hacia la tierra oscura, donde las mareas de primavera corrían llenas de vida… La lanzadera corno un destello, más y más veloz, el mundo empezando a hacerse borroso ante sus ojos… «¡Diosa! Donde tú corres por el bosque con la vida del ciervo… Todos los hombres están en tu manos, y todas las bestias…»

Años atrás había sido la Virgen cazadora ante el Astado con todo su poder. Después, la Madre, con el poder de la fertilidad, pero aquello había terminado al nacer Gwydion. Ahora lanzadera en mano, tejía muerte, como la sombra de la vieja Parca. «Todos los hombres están en tus manos para vivir o morir, Madre…»

La lanzadera aparecía y desaparecía, verde, pardo, verde con las hojas del bosque donde corrían las bestias… El cerdo salvaje hozando, gruñendo, escarbando con sus largos colmillos, la hembra con los lechones brincando tras ella, apareciendo y desapareciendo en el matorral… La lanzadera volaba en sus manos y Morgana sólo veía el hocico de los cerdos salvajes.

«Ceridwen, Diosa, Madre, Parca, Gran Cuervo… Señora de la vida y de la muerte… Gran Cerda, devoradora de tu cría… Te invoco, te llamo… Si esto es en verdad lo que has decretado, eres tú quien tiene que cumplirlo…» El tiempo corría y cambiaba en torno a ella. Estaba tendida en el claro, con el sol calentándole el lomo mientras corría con el Macho rey cruzando el bosque, hozando… Percibió la vida, las pisadas de los cazadores, sus gritos… «¡Madre! ¡Gran Cerda!»

En un rincón de la mente, Morgana sabía que sus manos seguían moviéndose sin cesar, verde y pardo, verde y pardo, pero bajo sus párpados cerrados no veía el salón ni las hebras, sino sólo los brotes verdes bajo los árboles, el barro y las hojas marchitas del invierno. Pisoteaba, como si hozara a cuatro patas entre el cieno fragante… «vida de la Madre allí, bajo los árboles…» detrás de ella, los pequeños gruñidos y gritos de los lechones, colmillos abriendo el suelo en busca de bellotas y raíces… Verde y pardo, verde y pardo…

Sintió el ruido de las pisadas en el bosque como una descarga en sus nervios, los gritos lejanos… Su cuerpo, inmóvil frente al telar, tejía hebras pardas y las cambiaba a verde, una lanzadera y otra, sólo sus dedos con vida, pero con el sobresalto del terror y el arrebato de la cólera se lanzó a la carga, dejando que la vida de la cerda corriera por ella.

«¡Que no sufran los inocentes, Diosa! Los cazadores no te interesan.» No podía hacer nada; observó con miedo, temblando, estremecida por el olor de la sangre, el olor de la sangre de su compañero. Sangre vertida del gran cerdo salvaje, pero eso no importaba: como el Macho rey, llegada su hora tenía que morir… Detrás de ella oyó el chillido de los lechones frenéticos y, de pronto, la vida de la Gran Diosa corrió por ella. Sin saber si era Morgana o la Gran Cerda, oyó su gruñido, agudo y frenético, y echó la cabeza atrás, estremecida, gruñendo, oyendo el terror de sus lechones, corriendo en círculos… Verde y pardo bajo sus ojos, una lanzadera irrelevante en dedos automáticos, desapercibida… Luego, enloquecida por los olores extraños, sangre, hierro, el enemigo erguido en dos patas, acero y sangre y muerte supo que se lanzaba a la carga, oyó gritos, sintió la punzada abrasadora del metal y una bruma roja en los ojos, a través del verde y el pardo del bosque, sus colmillos que desgarraban, sangre caliente a borbotones en tanto la vida se le escapaba en un dolor ardiente, y cayó y no supo más… Y la lanzadera continuaba, plomiza, tejiendo verde y pardo, verde y pardo, sobre el tormento del vientre, el estallido carmesí ante los ojos y el corazón acelerado, los gritos todavía en sus oídos en el salón silencioso, donde sólo se oía el susurro de la lanzadera y el huso… Giró en su trance, exhausta… Cayó hacia delante contra el telar y allí permaneció, inmóvil. Al cabo de un rato oyó la voz de Maline, pero no respondió.

—¡ Ah! Gwyneth, Morag… Madre, ¿os encontráis mal? Ah, cielos, por qué se sienta al telar, si le vienen estos ataques… ¡Uwaine! ¡Accolon! Venid, que madre ha caído…

Sintió que la mujer le frotaba incansablemente las manos, llamándola; oyó la voz de Accolon, que la alzaba en brazos. No podía moverse ni hablar. Se dejó acostar en la cama. Llevaron vino para reanimarla; lo sintió gotear por el cuello y quiso decirles: «Estoy bien, dejadme», pero sólo emitió un gruñido asustado y quedó inmóvil, desgarrada por la agonía, sabiendo que, al morir, la Gran Cerda la liberaría, pero antes tenía que sufrir los últimos estertores… Y mientras estaba allí, en trance, ciega y agónica, oyó el cuerno de caza y supo que llevaban el cadáver de Avalloch sobre su caballo, atacado por la cerda momentos después de que él matara al macho, la cerda que él había logrado matar… Muerte, sangre, renacimiento y el fluir de la vida en el bosque, como el ir y venir de la lanzadera…

Habían pasado varias horas. Aún no podía mover un solo músculo sin sufrir un dolor terrorífico; lo recibía casi de buen grado. «No podía salir sin pena de esta muerte, pero Accolon tiene las manos limpias.» Alzó la vista hacia él, que la observaba con miedo y preocupación. Por el momento estaban solos.

—¿Ya puedes hablar, amor mío? —susurró Accolon— ¿Qué ha pasado?

Negó con la cabeza. No podía hablar. Se inclinó para besarla. Jamás sabría lo cerca que habían estado de verse delatados y vencidos.

—Tengo que acompañar a mi padre. Llora y dice que mi hermano no habría muerto de estar yo con él. Me lo reprochará eternamente. —La miraba con una sombra de inquietud en los ojos—. Fuiste tú quien me ordenó no ir. ¿Previste esto con tu magia, amada mía?

Ella encontró un hilo de voz entre el dolor de su garganta.

—Fue voluntad de la Diosa que Avalloch no destruyera lo que hemos hecho aquí. —Con gran dolor pudo mover un dedo a lo largo de la serpiente tatuada.

Accolon cambió de expresión, súbitamente asustado.

—¡Morgana! ¿Tuviste algo que ver con esto?

«Ah, debí prever cómo me miraría cuando supiera…»

—¿Cómo puedes preguntarlo? —susurró—. Pasé toda la tarde tejiendo en el salón, a la vista de todos. No fue obra mía, sino de la Diosa.

—Pero tú lo sabías, ¿lo sabías?

Lentamente, con los ojos llenos de lágrimas, asintió. El joven se inclinó para besarla en los labios.

—Sea. Fue voluntad de la Diosa —dijo.

Y salió.

3

E
n el bosque había un lugar donde el arroyo se ensanchaba entre las rocas, formando un estanque profundo. Allí se sentó Morgana, en una piedra plana, con Accolon a su lado. Allí no los vería nadie; sólo la gente pequeña, que nunca traicionaría a su reina.

—Querido, todos estos años que hemos pasado trabajando juntos… Dime, Accolon, ¿qué supones que estamos haciendo?

—Me he conformado con saber que tenías un objetivo, señora. Si hubieras buscado sólo un amante… —Le buscó la mano—. Había otros más adecuados que yo para ese juego. Se me ha ocurrido que no querías solamente restaurar aquí los ritos antiguos. —Tocó las serpientes enroscadas en sus muñecas—. Ahora pienso, sin saber por qué, que éstas me atan a esta tierra, para sufrir y quizá para morir, si fuera necesario.

«Lo he usado tan implacablemente como Viviana a mí», pensó Morgana

Accolon continuó:

—Cuando me las tatuaron pensé que tal vez la Diosa me reclamara para ese antiguo sacrificio ya nunca practicado. Con el correr de los años me convencí de que era una fantasía juvenil. Pero si tengo que morir…

Su voz se esfumó como las ondas del estanque. Sólo se oía el chirriar de un insecto en la hierba. Morgana no pronunció ni una palabra, aunque percibía el temor de Accolon. Tendría que pasar las barreras del miedo sin ayuda, como todos los que se enfrentaban a la prueba definitiva. Y para afrontarla tenía que estar de acuerdo en hacerlo.

Por fin preguntó:

—¿Se me exige que entregue la vida, señora? Pensé que se requería un sacrificio de sangre, cuando Avalloch cayó presa de ella…

Morgana lo vio apretar los dientes y tragar saliva con dificultad. No dijo nada: aunque el corazón le estallaba de piedad lo endureció. Avalloch había sido un sacrificio de sangre era cierto, pero su muerte no libraba a su hermano de la obligación de enfrentarse a la propia.

Accolon dejó escapar el aliento en un suspiro.

—Así sea. No faltaré a mi juramento. Dime la voluntad de la Diosa, señora.

Entonces, por fin, Morgana le estrechó la mano.

—No creo que sea morir lo que se te exige, y mucho menos en el altar del sacrificio. Pero es necesaria una prueba que nunca está muy lejos de la muerte. ¿Te tranquilizaría saber que yo también me enfrenté a ella? Y aquí estoy. Dime: ¿has prestado juramento de fidelidad a Arturo?

—No formo parte de sus caballeros —respondió Accolon—, aunque he combatido voluntariamente entre sus hombres.

Morgana se alegró de saberlo.

—Escucha, querido: Arturo ha traicionado dos veces a Avalón, y sólo desde Avalón puede un hombre reinar sobre este país. He tratado, una y otra vez, de recordar a Arturo su juramento. Pero se niega a escucharme. Y en su orgullo retiene la espada de la Regalía Sagrada, con la vaina mágica que confeccioné para él.

Vio que Accolon palidecía.

—¿De verdad tienes la intención de derrocar a Arturo?

—No, a menos que siga negándose a cumplir con su juramento. Le daré todas las oportunidades de hacerlo. Y su hijo aún no está maduro para el desafío. No eres un niño, Accolon, y no has aprendido el oficio de druida, sino el de rey, a pesar de esto. —Apoyó un dedo en las serpientes que le rodeaban las muñecas—. Dime, Accolon de Gales: si todos los recursos fallan, ¿serás el campeón de Avalón y desafiarás al traidor para exigirle la espada que retiene indignamente?

El joven aspiró hondo.

—¿Desafiar a Arturo? Con razón me preguntabas, Morgana, si estaba dispuesto a morir. Pero hablas en acertijos; ignoraba que Arturo tuviera un hijo.

—Su hijo es vástago de Avalón y de las fogatas primaverales —aclaró Morgana—. Escucha y te lo contaré todo.

En silencio, Accolon la escuchó relatar la consagración de Arturo en la isla del Dragón y lo que había sucedido después.

—Gwydion ha pasado sus pruebas —dijo Morgana—, pero es joven e inexperto. Nadie pensó que Arturo faltaría a su juramento. Él también era muy joven cuando se consagró, pero entonces Uther estaba moribundo y todos buscaban un rey de la estirpe de Avalón. Ahora Arturo está en su momento de mayor renombre; Gwydion no podría desafiar su derecho al trono, ni aun respaldado por todos los poderes de Avalón.

—¿Y por qué piensas que yo podría desafiarlo y quitarle la
Escalibur
sin que sus hombres me mataran inmediatamente? _preguntó Accolon—. No va a ninguna parte sin custodia.

—Es cierto, pero no es necesario que lo desafíes en este mundo. Existen otros, y en uno de ellos puedes quitarle la espada y la vaina mágica. Una vez desarmado, no es más que un hombre cualquiera. Sus caballeros suelen hacerlo en sus juegos de guerra. Sin su espada, Arturo es presa fácil. Y una vez que haya muerto…

Tuvo que interrumpirse para afirmar la voz, sabiendo que incurría en la maldición de quienes matan a alguno de su misma sangre.

—Una vez que Arturo haya muerto —repitió al fin, con firmeza—, yo soy la más próxima al trono. Gobernaré como Dama de Avalón y tú, como mi consorte y duque de guerra. Es cierto que, llegado el momento, también serás desafiado y derribado como Macho rey…, pero hasta que llegue ese día reinarás a mi lado.

Accolon suspiró.

—Nunca soñé con ser rey. Pero si tú me lo ordenas, señora… Debo hacer la voluntad de la Diosa… y la tuya. Aun así, desafiar a Arturo por su espada…

—Te ayudaré. ¿Para qué si no se me adiestró durante tantos años en el arte de la magia? ¿Para qué si no he hecho de ti mi sacerdote? Y existe alguien más poderoso que nos ayudará a ambos en tu prueba.

—¿Hablas de los reinos mágicos? —preguntó él, casi en un susurro—. No te comprendo.

«No me sorprende. Yo misma no sé lo que voy a hacer ni lo que estoy diciendo», pensó Morgana. Pero reconoció la extraña niebla que surgía en su mente: era el estado en que se hacía patente el poder de la magia.

«Ahora tengo que confiar en la Diosa y dejarme guiar por ella.»

—Confía en mí y obedece.

Se levantó para caminar por el bosque, a paso silencioso, buscando… ¿qué buscaba? Preguntó y su voz le sonó distante y extraña:

—¿Crecen avellanos en este bosque, Accolon?

Él respondió afirmativamente y la guió hasta un bosquecillo; en esa época del año los árboles empezaban a echar hojas llores, pero había vástagos nuevos que se alzaban hacia la luz.

«Flores, frutos y semillas. Y todo vuelve, crece, surge a la luz y finalmente entrega su cuerpo a la custodia de la Dama. Pero ella, la que trabaja sola y en silencio en el corazón de la naturaleza, no puede obrar su magia sin la fuerza del que corre con el ciervo y, con el sol estival, activa la riqueza de su vientre.» Al pie de un avellano, contempló a Accolon, su amante, su sacerdote, sabiendo que había accedido a una prueba superior a lo que ella, por sí sola, podía otorgar.

Antes de la llegada de los romanos, el bosque de avellanos había sido un lugar sagrado. En su margen había un estanque bajo tres de los árboles sagrados: un avellano, un sauce y un aliso: magia más antigua que la del roble. La superficie estaba algo oscurecida por hojas y palillos secos, pero el agua era límpida, teñida con el pardo claro del bosque. Morgana se inclinó para hundir la mano y se llevó un poco de agua a la frente y a los labios. La cara reflejada cambió ante sus ojos; entonces vio las hondas y extrañas pupilas de la mujer de aquel otro mundo; algo en ellas le causó un escalofrío de terror.

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