—La hubo, por cierto —dijo Morgana, sonriente—, pero he muy diferente.
Mientras todo el grupo caminaba hacia la iglesia, Gwydion aminoró el paso hasta quedar junto a Morgana. Ella levantó los ojos; no tenía la estatura de los Pendragones, pero a su lado parecía alto.
—No esperaba verte aquí, Gwydion.
—Nadie aquí me esperaba, señora.
—Supe que combatiste en la guerra entre los aliados sajones. Ignoraba que fueras guerrero.
Gwydion se encogió de hombros.
—No habéis tenido muchas oportunidades de conocerme
Abruptamente, sin pensar, Morgana preguntó:
—¿Me odias por haberte abandonado, hijo mío?
Él vaciló.
—Quizá…, durante un tiempo, cuando era muy joven —dijo al fin—. Pero soy hijo de la Diosa y, al no contar con padres terrenales, me vi obligado a serlo de verdad. Ya no os guardo rencor, Dama del Lago.
Por un momento el sendero se volvió borroso ante los ojos de Morgana; era como si el joven Lanzarote estuviera a su lado. Su hijo la sostuvo delicadamente.
—Tened cuidado. El camino no es muy llano.
—¿Cómo está todo en Avalón? —preguntó Morgana.
—Niniana está bien. Con los demás mantengo ahora pocos vínculos.
—¿Has visto allí a la hermana de Galahad, la doncella Nimue? —Frunció el entrecejo, tratando de calcular qué edad tendría la niña: catorce, al menos; era casi una mujer.
—No la conozco —dijo Gwydion—. La anciana sacerdotisa de los oráculos, Cuervo, la mantiene en silencio y reclusión. Nadie puede ver su rostro.
«¿Porqué será?» Morgana sintió un brusco escalofrío, pero se limitó a preguntar:
—¿Cómo está Cuervo? ¿Bien?
—Supongo que sí —dijo Gwydion—, aunque la última vez que la vi en los ritos parecía más anciana que los mismos robles. Sin embargo, mantiene la voz dulce y joven. Pero nunca he hablado con ella en privado.
—No lo ha hecho casi nadie, Gwydion. Yo pasé allí doce años y apenas oí su voz cinco o seis veces. —Para no pensar en Avalón, Morgana añadió, tratando de que su tono fuera normal—: ¿Así que has combatido junto a los sajones?
—Sí, en la Britania gala. Pasé un tiempo en la corte de Lionel. Me creía hijo de Lanzarote y no hice nada por desmentirlo. A Lanzarote no le vendrá mal que lo crean capaz de engendrar uno o dos bastardos. Y los sajones me dieron un apodo: Mordret; en su idioma significa algo así como «consejo mortal» o «consejo maligno»… ¡Y no creo que fuera un cumplido!
—No hace falta mucho para ser más astuto que los sajones —comentó Morgana—. Pero dime: ¿qué te impulsó a venir antes de lo que yo había decidido?
Gwydion se encogió de hombros.
—Quise ver a mi rival.
Morgana echó un vistazo temeroso alrededor.
—¡No lo digas en voz alta!
—No tengo motivos para temer a Galahad —dijo serenamente—. No creo que viva lo suficiente para ocupar el trono.
—¿Eso es videncia?
—No necesito de la videncia para saber que se requiere de alguien más fuerte para el trono del Pendragón. Pero si eso os tranquiliza, señora, os juro por el Pozo Sagrado que Galahad no morirá a mis manos. Ni a las vuestras —añadió un instante después, al ver que Morgana se estremecía—. Si la Diosa no lo quiere en el trono de la nueva Avalón, creo que podemos dejarlo por su cuenta.
Apoyó la mano sobre la de Morgana; pese a lo suave del contacto, ella volvió a estremecerse.
—Venid —dijo. A Morgana su voz le sonó tan compasiva como la de un cura al dar la absolución—. Acompañemos a mi primo. No es justo que alguien le estropee este gran momento. Tal vez no tenga muchos más.
P
or mucho que Morgause visitara Camelot, nunca se cansaba de todo aquel boato. En la iglesia se sentó junto a Morgana. Galahad estaba arrodillado junto a Arturo y Ginebra, pálido, serio y radiante de entusiasmo.
El obispo Patricio había llegado de Glastonbury para celebrar personalmente la misa de Pentecostés y allí estaba, con sus vestiduras blancas, entonando: «A vos ofrecemos este pan, el cuerpo de…» Morgause sofocó un bostezo. Las ceremonias cristianas no eran tan interesantes como los ritos de Avalón, pero desde los catorce años pensaba que todos los dioses y todas las religiones eran el juego de cada ser humano con su mente, sin relación alguna con la vida real. Aun así, cuando iba a Camelot asistía a misa para complacer a Ginebra; después de todo, era su anfitriona, gran reina y pariente cercana. Como todos los de la familia real, se adelantó para recibir la comunión. Morgana fue la única que no lo hizo, la muy necia. Así no sólo se distanciaba de la gente común, sino que los más devotos de la casa real la tildaban de bruja, hechicera y cosas peores. Y después de todo, ¿qué importaba? Cualquier religión daba igual. El rey Uriens, en cambio, tenía más sentido de lo conveniente, aunque no fuera más religioso que el gato de Ginebra.
Pero cuando llegó el momento de la oración final, que incluía una plegaria por los muertos, se descubrió lagrimeando. Echaba de menos a Lot, con su cínica alegría y su lealtad; después de todo, le había dado cuatro hermosos hijos varones. Dos de ellos estaban allí. Gawaine, cerca de Arturo, como siempre; Gareth, junto a su joven amigo Uwaine, el hijastro de Morgana. Nunca habría creído a su sobrina capaz de tan sincero amor maternal.
Con un susurro de telas y repiquetear de espadas envainadas, la gente se levantó para salir al atrio. Ginebra, aunque algo ojerosa, estaba muy bella con las largas trenzas doradas sobre los hombros. Arturo también estaba espléndido;
Escalibur
pendía de su costado con la vieja vaina de terciopelo rojo. Ginebra habría podido bordarle una más bonita.
Galahad se arrodilló ante el rey. Arturo cogió una buena espada de manos de Gawaine y le dijo:
—Esto es para ti, mi querido sobrino e hijo adoptivo.
Gawaine la sujetó a la fina cintura del muchacho, que levantó la cara con una sonrisa juvenil, diciendo con claridad:
—Os doy las gracias, mi rey. Quiera Dios que sólo la utilice para serviros.
Arturo le puso las manos en la cabeza.
—Te recibo de buen grado entre mis caballeros, Galahad, y en la orden de la caballería. Sé siempre justo y fiel; sirve al trono y a la causa del bien.
Y levantó al muchacho con un abrazo y un beso. Ginebra también lo besó. Luego el grupo real salió hacia el enorme patio, seguido por los demás.
Morgause se descubrió caminando entre Morgana y Gwydion; los seguían Uriens, Accolon y Uwaine. El patio había sido decorado con estacas verdes adornadas con cintas y estandartes. Lanzarote abrazó a Galahad y le entregó un sencillo escudo blanco.
—¿Lanzarote va a combatir? —preguntó Morgause.
—Creo que no —respondió Accolon—. Ha ganado tantas veces que hoy será el arbitro de las justas. Entre nosotros, ya no es tan joven y no conviene a su dignidad que algún joven lo desmonte. Dicen que Gareth y Lamorak lo han derrotado más de una vez.
Morgause sonrió:
—Admiro a Lamorak por no haberse jactado de esa victoria. ¡Son pocos los que no se ufanarían de haber vencido a Lanzarote, aunque sólo fuera en un juego!
—No —corrigió Morgana en voz baja—. Creo que la mayoría de los jóvenes lamentaría que su héroe ya no fuera el rey de las justas.
Gwydion rió entre dientes.
—¿Pensáis que los ciervos jóvenes se abstendrían de desafiar al Macho rey?
—Yo no lo haría —confirmó Uwaine—. Todos los caballeros de esta corte aman a Lanzarote y no lo avergonzarían en Pentecostés. No sé si sería capaz de vencerlo, pero por lo que a mí concierne puede seguir siendo el campeón mientras viva.
—Desafiadlo, algún día —propuso Accolon, riendo—. Yo lo hice y me quitó la vanidad en un momento. A pesar de sus años conserva toda la habilidad y la fuerza. —Después de instalar a Morgana y a su padre en los asientos que les estaban resé vados, dijo—: Con vuestra licencia, quiero ir a inscribirme antes de que sea demasiado tarde.
—Y yo. —Uwaine se volvió hacia Morgana—. No tengo señora, madre. ¿Me daríais una para llevar a las justas?
Con una sonrisa indulgente, Morgana le dio una cinta de su manga, que él se ató al brazo, diciendo:
—Voy a desafiar a Gawaine.
Gwydion esbozó su encantadora sonrisa:
—Caramba, señora, haríais bien en retirarle vuestro favor antes de que os deshonre.
Morgana rió, radiante. Morgause, que la observaba, se dijo: «Uwaine es mucho más hijo suyo que Gwydion: pero Accolon es mucho más que eso, está a la vista. ¿Lo sabe el anciano rey y no le importa?»
Lamorak se acercaba; aunque había muchas señoras hermosas, se inclinó ante Morgause frente a toda Camelot.
—¿Me daríais una prenda para llevar al combate, mi señora?
—Con gusto, querido. —Le dio la rosa del ramillete que le adornaba el seno, consciente de que su joven caballero era uno de los más apuestos entre los presentes.
—Parece que tenéis encantado a Lamorak —comentó Morgana.
Morgause se ruborizó un poco.
—¿Creéis que necesito de encantamientos, sobrina?
—Tendría que haber usado otra palabra —rió Morgana—. En general, los jóvenes sólo buscan una cara hermosa.
—También vos tenéis a Accolon tan cautivado que no busca mujeres más jóvenes ni más hermosas. No os lo reprocho, querida. Os casaron contra vuestra voluntad con alguien que podía ser vuestro abuelo.
Su sobrina se encogió de hombros.
—A veces creo que Uriens lo sabe. Tal vez se alegra de que haya escogido a un amante que no me induzca a abandonarlo.
Algo vacilante, pues nunca le había preguntado nada personal desde el nacimiento de Gwydion. Morgause dijo:
—¿Qué opináis de Gwydion?
—Me asusta. Pero sería difícil resistirse a su encanto.
—¿Qué esperabais? Tiene la belleza de Lanzarote y vuestro poder mental. Además, es ambicioso.
—Es extraño, pero conocéis a mi hijo mejor que yo.
Había mucha amargura en esas palabras. Morgause contuvo su impulso de replicar con aspereza y le dio una palmadita en la mano.
—Oh, querida, en cuanto un hijo varón abandona el regazo, cualquiera lo conoce mejor que su madre. ¡Yo misma, lo confieso francamente, no entiendo a Gwydion!
La única respuesta de Morgana fue una sonrisa intranquila. Luego se volvió hacia el espectáculo, que ya estaba comenzando con las ridículas cabriolas de los bufones.
Uno de los heraldos anunció que la primera justa sería entre el señor Lanzarote del Lago, campeón de la reina, y el señor Gawaine de Lothian y las Islas, por el rey. Hubo aplausos tumultuosos al aparecer el primero, aún tan apuesto.
«Sí —pensó Morgause, que observaba la cara de su sobrina—, todavía lo ama, aunque ella misma no lo sepa.»
El combate parecía una danza compleja, sin que ninguno de los dos tuviera la menor ventaja. Por fin ambos bajaron sus espadas y, después de hacer una reverencia al rey, se abrazaron. Los aplausos y los vítores fueron imparciales, sin el menor favoritismo por nadie.
Siguieron los números ecuestres: exhibiciones y domas. Luego, justas a caballo; aunque las espadas estaban embotadas, podían desmontar a un jinete y causarle una grave caída. Un joven caballero se fracturó una pierna y fue retirado. Fue la única lesión grave. Al terminar, Ginebra repartió premios y Arturo llamó a Morgana para que hiciera lo propio.
Accolon había ganado uno de equitación; cuando se arrodilló ante Morgana para recibirlo, Morgause quedó atónita al oír, en algún punto de las gradas, un murmullo de desaprobación leve, pero perceptible:
—¡Bruja! ¡Ramera!
Morgana enrojeció, pero sus manos no vacilaron al en fregar la copa. Arturo ordenó en voz baja a uno de sus mayordomos:
—¡Averigua quién fue!
Pero Morgause comprendió que, entre semejante multitud, «voz jamás sería reconocida.
Al empezar la segunda mitad de los juegos, su sobrina volvió al asiento, pálida y furiosa.
—No os preocupéis —dijo Morgause—. ¿Qué creéis que dicen de mí cuando las cosechas son pobres o cuando alguien recibe su castigo?
—¿Pensáis que me importa lo que esa chusma piense de mí? —replicó Morgana, desdeñosa, fingiendo indiferencia—. En mi país soy muy apreciada.
La segunda parte comenzó con una exhibición de lucha entre sajones. Eran hombres grandes y velludos, que gruñían y forcejeaban entre gritos roncos. Morgause se inclinó hacia delante, disfrutando desvergonzadamente la exhibición de fuerza masculina; Morgana, en cambio, apartó los ojos con remilgado disgusto.
—|Oh, vamos, sobrina! Os estáis volviendo tan pacata como la reina. Creo que van a iniciar el torneo. ¡Mirad! ¿Ese no es Gwydion? ¿Qué está haciendo?
Gwydion había saltado al campo. Apartando al heraldo que corría hacia él, clamó con voz potente y clara:
—¡Rey Arturo!
Morgana se echó atrás, pálida como la muerte, aferrada a la barandilla con ambas manos. ¿Qué pretendía el muchacho? ¿Iba a hacer una escena ante toda la corte, exigiendo ser reconocido por su padre?
Arturo se levantó. También parecía intranquilo, pero su voz resonó con claridad.
—¿Sí, sobrino?
—Me han dicho que, en estos juegos, es costumbre permitir un desafío, si el rey está dispuesto. ¡Pido que el señor Lanzarote se enfrente conmigo en combate singular!
Morgause recordó haber oído decir a Lanzarote que esos desafíos eran la cruz de su existencia. Todos los caballeros jóvenes querían vencer al campeón de la reina. La voz de Arturo sonó grave.
—Es la costumbre, pero no puedo responder por Lanzarote. Tienes que desafiarlo directamente y atenerte a su respuesta.
—¡Oh, maldito muchacho! —exclamó Morgause—. No tenía idea de que planeara esto.
Pero Morgana tuvo la sensación de que no le disgustaba mucho, después de todo.
Se había levantado viento; el polvo del campo atenuaba el resplandor de la arcilla blanca y seca. Gwydion cruzo hacia el banco que ocupaba el caballero del lago. Morgause no oyó lo que se decían, pero Gwydion se volvió para gritar, enfadado:
—¡Señores! ¡Siempre se dijo que el deber de un campeón es enfrentarse a todos los desafíos! Exijo, señor, que Lanzarote se mida conmigo o que me ceda su alto puesto. ¿Lo retiene por su habilidad con las armas o por algún otro motivo, mi señor Arturo?
Morgause exclamó:
—¡Lástima que vuestro hijo ya no esté en edad de recibir un buen rapapolvo, Morgana!
—¿Por qué culparlo a él? —replicó su sobrina—. ¿Por qué no a Ginebra por poner a su esposo en situación tan vulnerable? Todo el reino sabe que se inclina por Lanzarote, pero nadie grita «bruja» ni «ramera» cuando se presenta ante su pueblo.