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Authors: Michel Houellebecq

Las partículas elementales (31 page)

BOOK: Las partículas elementales
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Se separaron en el andén de la estación de Niza. Todavía no lo sabían, pero no iban a volver a verse.

—¿Te va bien en la clínica? — preguntó Michel.

—Sí, sí, tranquilo, tengo el litio. — Bruno sonrió con astucia-. No voy a volver ahora mismo a la clínica, tengo una noche de plazo. Voy a ir a un bar de putas, Niza está lleno. — Frunció el ceño y se ensombreció-. Con el litio ya no se me pone dura, pero no importa, me gusta igual.

Michel asintió distraído y subió al vagón: había reservado una litera.

Tercera parte

Infinito emocional

1

Al volver a París, encontró una carta de Desplechin. Según el artículo 66 del reglamento interno del Centro Nacional de Investigaciones Científicas, tenía que solicitar la reintegración o la ampliación de la excedencia dos meses antes de que expirase el plazo. La carta era educada y llena de humor, Desplechin ironizaba sobre las normas administrativas; aun así, el plazo había cumplido hacía tres semanas. Dejó la carta en su mesa de trabajo, en un estado de profunda incertidumbre. Hacía un año que tenía toda la libertad del mundo para definir su campo de investigación, ¿y qué había conseguido? Casi nada, en realidad. Al encender el ordenador, vio con disgusto que tenía veinticuatro páginas nuevas de correo electrónico; y sin embargo sólo había estado fuera dos días. Uno de los mensajes venía del Instituto de Biología Molecular de Palaiseau. El colega que le sustituía había puesto en marcha un programa de investigación sobre el ADN de las mitocondrias; al contrario que el ADN del núcleo, parecía desprovisto de mecanismos para reparar el código dañado por los ataques radicales; la verdad es que no era una sorpresa. La Universidad de Ohio enviaba un mensaje más interesante: mientras estudiaban las
Saccharomyces
, habían comprobado que las variedades que se reproducían por vía sexual evolucionaban más despacio que las variedades que se reproducían por clonación; por lo tanto, las mutaciones aleatorias parecían ser, en ese caso, más eficaces que la selección natural. El aparato experimental era interesante, y contradecía claramente la hipótesis clásica de la reproducción sexual como motor de la evolución; pero de todos modos aquello sólo tenía un interés anecdótico. Cuando se descifrara del todo el código genético (y eso sólo era cuestión de meses), la humanidad estaría en condiciones de controlar su propia evolución biológica; la sexualidad aparecería entonces como lo que realmente es: una función inútil, peligrosa y regresiva. Pero incluso si se conseguía detectar la aparición de las mutaciones y calcular su posible efecto mortal, no había nada por el momento que aportase la menor luz sobre su posible determinismo; por lo tanto, nada permitía otorgarles un sentido definido y eficaz: estaba claro que había que encauzar las investigaciones en esa dirección.

Sin los informes y los libros que atestaban las estanterías, el despacho de Desplechin parecía enorme. «Sí…», dijo con una discreta sonrisa. «Me jubilo a finales de mes.» Djerzinski se quedó con la boca abierta. Uno ve a la gente durante años, a veces décadas, y poco a poco se acostumbra a evitar las cuestiones personales y los temas realmente importantes; pero tiene la esperanza de que en algún momento, en circunstancias más favorables, tendrá ocasión de abordar esos temas, esas cuestiones; nunca desaparece la perspectiva, aplazada una y otra vez, de un modo de relación más humano y más completo, porque ninguna relación humana encaja bien en un marco preestablecido y definitivamente estrecho. Así pues, sobrevive la idea de una relación «auténtica y profunda»; sobrevive durante años, a veces décadas, hasta que un acontecimiento brutal y definitivo (normalmente la muerte) le dice a uno que es demasiado tarde, que esa relación «auténtica y profunda» con la que había soñado nunca se hará realidad, igual que todas las demás. En quince años de vida profesional, Desplechin era la única persona con la que había deseado establecer un contacto que fuera más allá de la simple relación casual, puramente utilitaria, indefinidamente aburrida, que constituye el clima natural de la vida laboral. Pues bien, se había acabado. Miró anonadado las cajas de libros que se amontonaban en el suelo del despacho. — Creo que sería mejor que tomáramos algo por ahí… —propuso Desplechin, resumiendo acertadamente el ambiente.

Caminaron a lo largo del museo de Orsay y se sentaron en la terraza del
XIX
e
siècle
. En la mesa de al lado, media docena de turistas italianos parloteaban con vivacidad, como inocentes volátiles. Djerzinski pidió una cerveza, Desplechin un whisky seco.

—¿Qué va a hacer ahora?

—No lo sé… —Desplechin tenía todo el aspecto de no saberlo—. Viajar… Un poco de turismo sexual, a lo mejor… —Sonrió; cuando sonreía, su cara seguía teniendo mucho encanto; un encanto desencantado, estaba claro que era un hombre acabado; pero un verdadero encanto a pesar de todo—. No, es broma… La verdad es que eso ya no me interesa en absoluto. El conocimiento sí… Queda un deseo de conocimiento. El deseo de conocimiento es curioso… Muy poca gente lo siente, ¿sabe?, incluso entre los investigadores; la mayoría se conforman con hacer carrera, se desvían rápidamente hacia la administración; sin embargo, en la historia de la humanidad tiene una tremenda importancia. Podríamos imaginar una fábula en la que un pequeño grupo de hombres (como máximo unos centenares de personas en todo el planeta) trabaja encarnizadamente en algo muy difícil, muy abstracto, absolutamente incomprensible para los no iniciados. Estos hombres siempre serán unos desconocidos para el resto de la población; no tienen poder, fortuna u honores; ni siquiera hay alguien que entienda el placer que les procura su pequeña actividad. Sin embargo son la potencia más importante del mundo, y lo son por un motivo muy simple, un motivo muy pequeño: detentan las claves de la certeza racional. Todo lo que declaran verdadero, el resto de la población lo reconoce tarde o temprano como tal. Ningún poder económico, político, social o religioso es capaz de enfrentarse a la evidencia de la certeza racional. Podemos decir que Occidente se ha interesado más allá de toda medida por la filosofía y la política, que ha luchado del modo más irracional por asuntos filosóficos o políticos; también podemos decir que Occidente ha amado apasionadamente la literatura y las artes; pero en realidad nada va a pesar tanto en su historia como la necesidad de certeza racional. A fin de cuentas, Occidente ha terminado sacrificándolo todo (su religión, su felicidad, sus esperanzas y, en definitiva, su vida) a esa necesidad de certeza racional. Es algo que habrá que recordar a la hora de juzgar al conjunto de la civilización occidental. Se calló, pensativo. Su mirada flotó un instante entre las mesas y luego volvió a su vaso.

—Recuerdo a un chico que conocí en primero, cuando tenía dieciséis años. Muy complejo, muy atormentado. Venía de una familia rica, más bien tradicionalista, y además compartía los valores de su medio. Un día, en mitad de una discusión, me dijo: «Lo que decide el valor de una religión es la calidad de la moral que permite fundar.» Me quedé mudo de sorpresa y de admiración. Nunca supe si llegó a esa conclusión personalmente o si encontró la tesis en un libro; en cualquier caso, la frase me impresionó muchísimo. Hace cuarenta años que pienso en ella; ahora creo que se equivocaba. En materia de religión, me parece imposible hablar desde un punto de vista exclusivamente moral; sin embargo, Kant tiene razón cuando afirma que hay que juzgar al propio Salvador de la humanidad según los criterios universales de la ética. Pero he llegado a pensar que las religiones son, ante todo, tentativas de explicar el mundo; y ninguna tentativa de explicar el mundo se sostiene si choca con nuestra necesidad de certeza racional. La prueba matemática y el modo experimental son experiencias definitivas de la conciencia humana. Sé muy bien que los hechos parecen contradecirme, sé que el islam (la más estúpida, la más falsa y la más oscurantista de todas las religiones) parece estar ganando terreno; pero sólo se trata de un fenómeno superficial y transitorio: a largo plazo el islam está condenado, más aún que el cristianismo.

Djerzinski levantó la cabeza; había escuchado con mucha atención. Nunca habría sospechado que Desplechin fuera sensible a esos temas; éste vaciló y luego continuó hablando.

—Perdí de vista a Philippe después del bachillerato, pero me enteré de que se suicidó unos años más tarde. No creo que se pueda ser a la vez homosexual, católico integrista y monárquico, no es una mezcla sencilla.

Djerzinski se dio cuenta en ese momento de que en el fondo nunca había tenido dudas religiosas. Sin embargo, sabía desde mucho tiempo atrás que la metafísica materialista, después de acabar con las creencias religiosas de los siglos precedentes, había sido destruida por los últimos descubrimientos de la física. Era curioso que ni él ni ninguno de los físicos que conocía hubiera tenido al menos una duda, una inquietud espiritual.

—Supongo que, personalmente —dijo a la vez que se le ocurría—, me he guiado por ese positivismo pragmático, de base, que suele ser propio de los investigadores. Los hechos existen, las leyes los encadenan, la noción de causa no es científica. El mundo es igual a la suma de conocimientos que tenemos sobre él.

—Yo ya no soy un investigador… —contestó Desplechin con una desarmante sencillez—. Seguro que por eso me dejo arrastrar a última hora por las cuestiones metafísicas. Pero está claro que usted tiene razón.

Hay que seguir buscando, experimentando, descubriendo nuevas leyes, y el resto no tiene ninguna importancia. Acuérdese de Pascal:
«Hay que decir: esto se hace por figura y movimiento, pues es verdad. Pero decir cuáles y componer la máquina es ridículo; pues resulta inútil, incierto y penoso.»
Una vez más, claro, es él quien tiene razón, y no Descartes. Por cierto… ¿Ha decidido lo que va a hacer? Es por —se disculpó con un gesto—… el asunto de los plazos.

—Sí. Me gustaría que me destinaran al Centro de Investigaciones Genéticas de Galway, en Irlanda. Necesito organizar rápidamente experimentos simples, en condiciones de presión y temperatura lo bastante precisas, con una buena gama de contadores de radiactividad. Sobre todo necesito una gran potencia de cálculo; creo recordar que allí tienen dos Cray en paralelo.

—¿Está pensando en una nueva dirección de investigaciones? — La voz de Desplechin traicionaba cierta excitación; él se dio cuenta y volvió a enarbolar su discreta sonrisa, que parecía burlarse de sí mismo—. El deseo de conocimiento… —dijo en voz baja.

—En mi opinión, el error es querer trabajar sólo a partir del ADN natural. El ADN es una molécula compleja, que ha evolucionado un poco al azar: hay redundancias injustificadas, largas secuencias sin relación con el código; bueno, hay de todo. Si queremos comprobar las condiciones generales de mutación, tenemos que partir de moléculas autorreproductoras más simples, con un máximo de algunos centenares de enlaces.

Desplechin sacudía la cabeza con los ojos brillantes; ya no intentaba disimular su excitación. Los turistas italianos se habían ido; aparte de ellos, el café estaba desierto.

—Llevará mucho tiempo, claro —siguió Michel—. A priori no hay nada que distinga las configuraciones mutables. Pero tiene que haber condiciones de estabilidad estructural a nivel subatómico. Si conseguimos calcular una configuración estable, incluso con unos centenares de átomos, ya sólo será una cuestión de potencia de tratamiento… En fin, creo que voy demasiado deprisa.

—No estoy seguro… —Desplechin hablaba ahora con la voz lenta y soñadora del hombre que entrevé perspectivas infinitamente lejanas, configuraciones mentales fantasmagóricas y desconocidas.

—Necesito trabajar con total independencia, fuera de la jerarquía del centro. Hay cosas que pertenecen al ámbito de la pura hipótesis: explicarlas sería demasiado largo y difícil.

—Desde luego. Voy a escribirle a Walcott, que dirige el centro. Es un buen tipo, le dejará en paz. Pero ya trabajó con ellos una vez, ¿no? Algo sobre vacas…

—Una cosilla, sí.

—No se preocupe. Estoy a punto de jubilarme —esta vez había un poco de amargura en su sonrisa—, pero todavía puedo hacer eso. A nivel administrativo, será un destino provisional, que podrá confirmar cada año durante el tiempo que usted desee. Sea quien sea mi sucesor, no hay la menor posibilidad de que revoque la medida.

Se separaron poco después, a la altura del Pont Royal. Desplechin le tendió la mano. No había tenido hijos; sus preferencias sexuales se lo habían impedido, la idea de un matrimonio de conveniencia siempre le había parecido ridícula. Durante unos segundos, mientras se estrechaban la mano, se dijo que estaba viviendo un momento importante; luego se dijo que estaba terriblemente cansado; y al final se dio la vuelta y empezó a andar a lo largo del muelle, junto a las casetas de los bouquinistes. Djerzinski se quedó mirando durante uno o dos minutos a aquel hombre que se alejaba bajo una luz cada vez más débil.

2

La noche siguiente cenó en casa de Annabelle y le explicó con mucha claridad, de una manera sintética y precisa, por qué tenía que irse a Irlanda. Para él estaba escrito el camino a seguir, todo se encadenaba con nitidez. Lo esencial era no pensar sólo en el ADN, considerar en conjunto al ser vivo como sistema autorreproducible.

Al principio Annabelle no dijo nada, aunque no pudo evitar una ligera mueca. Luego volvió a servir vino; esa noche había preparado pescado, y el pequeño estudio recordaba más que nunca a una cabina de barco.

—No vas a llevarme… -Sus palabras resonaron en el silencio, y el silencio se prolongó-. Ni siquiera se te ha ocurrido… -dijo con una mezcla de despecho infantil y de sorpresa; luego se echó a llorar. Él no hizo ningún gesto; de haberlo hecho, seguro que ella lo habría rechazado; la gente necesita llorar, no puede hacer otra cosa-. Sin embargo, a los doce años nos entendíamos bien… -exclamó ella en mitad de sus lágrimas.

Luego alzó los ojos y le miró. Había pureza en su rostro, tan bello. Habló sin pensarlo:

—Quiero tener un hijo tuyo. Necesito a alguien a mi lado. No tendrás que educarlo, ni cuidarlo, ni tampoco tendrás que reconocerlo. Ni siquiera te pido que le quieras, ni que me quieras; pero déjame tener un hijo tuyo. Sé que tengo cuarenta años: peor para mí, voy a correr el riesgo. Es mi última oportunidad. A veces me arrepiento de haber abortado. Pero el primer hombre que me dejó embarazada era una basura, y el segundo un irresponsable; a los diecisiete años no podía imaginar que la vida fuera tan limitada, que hubiera tan pocas posibilidades.

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