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Authors: Michel Houellebecq

Las partículas elementales (32 page)

BOOK: Las partículas elementales
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Michel encendió un cigarrillo para reflexionar. — Es una idea rara… -dijo entre dientes-. Reproducirse cuando uno no ama la vida. Annabelle se levantó y se quitó la ropa. — De todos modos, vamos a hacer el amor… -dijo-. Hace por lo menos un mes que no hemos hecho el amor. Hace dos semanas que dejé de tomar la píldora; hoy estoy en un período de fecundidad. Se puso las manos sobre el vientre, las hizo subir hasta los senos, abrió ligeramente las piernas. Era hermosa, deseable y cariñosa; ¿por qué él no sentía nada? Era inexplicable. Encendió otro cigarrillo y de pronto se dio cuenta de que pensar no iba a servirle de nada. Un hijo se tiene o no se tiene; no es una decisión racional, no forma parte de las decisiones que un ser humano puede tomar racionalmente. Aplastó el cigarrillo en el cenicero y murmuró: -Acepto.

Annabelle le ayudó a quitarse la ropa y lo masturbó con suavidad para que pudiera correrse dentro de ella. Él no sentía gran cosa, salvo la suavidad y la calidez de su vagina. Dejó de moverse enseguida, sorprendido por la evidencia geométrica del acoplamiento, maravillado también por la flexibilidad y la riqueza de las mucosas. Annabelle acercó su boca a la de él y le abrazó. El cerró los ojos, sintió más claramente la existencia de su propio sexo, empezó a moverse otra vez. Poco antes de eyacular tuvo una visión -increíblemente nítida- de la fusión de los gametos, e inmediatamente después de las primeras divisiones celulares. Era como una huida hacia adelante, un pequeño suicidio. Una oleada de consciencia subió a lo largo de su sexo, sintió el esperma surgir de su cuerpo. Annabelle también lo sintió y dejó escapar un largo suspiro; luego ambos se quedaron quietos.

—Tenía que haber pedido cita para un frotis hace un mes… -dijo el ginecólogo con voz cansada-. Y en lugar de eso deja de tomar la píldora sin decírmelo y se queda embarazada. ¡Ya no es usted una chiquilla!… -En la consulta hacía frío y había un ambiente un poco pegajoso; cuando salió, a Annabelle le sorprendió el sol de junio.

Llamó por teléfono al día siguiente. El examen celular revelaba anomalías «bastante serias»; había que hacer una biopsia y un raspado de la mucosa uterina. «En cuanto al embarazo, es evidente que más vale renunciar por el momento. Mejor hacer las cosas sobre una buena base, ¿no?…» No parecía preocupado, sólo un poco molesto.

Annabelle conoció entonces su tercer aborto -el feto sólo tenía dos semanas, bastó una rápida aspiración. El equipo había mejorado mucho desde su última intervención, y para su sorpresa todo terminó en menos de diez minutos. Los resultados del análisis llegaron tres días después. El médico parecía tremendamente viejo, competente y triste. «Bueno…, por desgracia creo que no hay ninguna duda: tiene un cáncer de útero en estado de preinvasión.» Se sujetó las gafas sobre la nariz, examinó otra vez las hojas; la impresión general de competencia aumentó bastante. No estaba sorprendido: el cáncer de útero se manifiesta con frecuencia en las mujeres en los años que preceden la menopausia, y el hecho de no haber tenido hijos constituye un factor que agrava el riesgo. Las modalidades de tratamiento eran más que conocidas, sobre eso no tenía ninguna duda. «Hay que practicar una histerectomía abdominal y una salpingo-ovariectomía bilateral. Es una operación frecuente, los riesgos de complicación son casi nulos.» Miró a Annabelle; era molesto que no reaccionara, seguía con la boca abierta; probablemente era el preludio de una crisis. Por lo general se recomendaba a los médicos que le aconsejaran a la paciente una psicoterapia de apoyo -había preparado una breve lista de direcciones- y, sobre todo, que insistieran en una idea fuerte, el final de la fertilidad no significaba en absoluto el final de la vida sexual; al contrario, algunas pacientes notaban que su deseo aumentaba.

—Entonces me van a quitar el útero… -dijo ella con incredulidad.

—El útero, los ovarios y las trompas de Falopio; es mejor evitar cualquier riesgo de proliferación. Le voy a recetar un tratamiento hormonal de sustitución; de todos modos cada vez lo recetamos más, incluso en los casos de simple menopausia.

Ella volvió a casa de sus padres en Crécy-en-Brie; la operación estaba fijada para el 17 de julio. Michel y su madre la acompañaron al hospital de Meaux. Ella no tenía miedo. La intervención duró un poco más de dos horas; Annabelle se despertó al día siguiente. Por la ventana veía el cielo azul, el leve movimiento de los árboles mecidos por el viento. No sentía casi nada. Tenía ganas de ver la cicatriz de su bajo vientre, pero no se atrevió a pedírselo a la enfermera. Era extraño pensar que era la misma mujer, pero que le habían quitado los órganos de reproducción. La palabra «ablación» flotó un rato en su cabeza antes de que la sustituyera una imagen más brutal. «Me han vaciado», se dijo. «Me han vaciado como a un pollo.»

Ella salió del hospital una semana más tarde. Michel le había escrito a Walcott para avisarle de que retrasaba su llegada; después de algunas dudas accedió a instalarse en casa de los padres de Annabelle, en la antigua habitación de su hermano. Annabelle se dio cuenta de que había simpatizado con su madre durante el período de hospitalización. También su hermano mayor iba a verlos más a gusto desde que Michel estaba allí. En el fondo no tenían mucho que decirse: Michel no sabía nada de los problemas de la pequeña empresa, y Jean-Pierre era absolutamente ajeno a las cuestiones que planteaba el desarrollo de la investigación en biología molecular; sin embargo, terminó creándose una complicidad masculina completamente falsa en torno al aperitivo de la tarde. Ella tenía que descansar, y sobre todo no debía levantar objetos pesados; pero ya podía lavarse sola y comer con normalidad. Por las tardes se sentaba en el jardín; Michel y su madre recogían fresas o mirabeles. Era como un curioso período de vacaciones, o de regreso a la infancia. Ella sentía la caricia del sol en la cara y los brazos. Lo más normal es que se quedara allí sin hacer nada; a veces bordaba, o hacía juguetes de peluche para sus sobrinos. Un psiquiatra de Meaux le había recetado somníferos, y dosis bastante fuertes de tranquilizantes. De todos modos dormía mucho, y siempre tenía sueños felices y tranquilos; el poder del espíritu es enorme dentro de su propio reino. Michel se acostaba a su lado; le ponía una mano en la cintura y sentía cómo las costillas subían y bajaban con regularidad. El psiquiatra iba a verla con frecuencia, se preocupaba, murmuraba, hablaba de «pérdida de apego a la realidad». Annabelle se había vuelto muy dulce, un poco rara, y a menudo se reía sin motivo; a veces, también de repente, se le llenaban los ojos de lágrimas. Entonces se tomaba una pastilla más.

A partir de la tercera semana pudo salir y dar breves paseos por la orilla del río o por los bosques cercanos. Era un mes de agosto excepcionalmente hermoso; los días se sucedían idénticos, radiantes, sin la menor amenaza de tormenta, sin que nada hiciera presagiar ningún final. Michel la cogía de la mano; solían sentarse en un banco al borde del Grand Morin. La hierba de la ribera estaba calcinada, casi blanca; bajo la sombra de las hayas, el río desplegaba indefinidamente sus líquidas ondulaciones, de un verde oscuro. El mundo exterior tenía sus propias leyes, y esas leyes no eran humanas.

3

El 25 de agosto, un examen de control reveló metástasis en la región abdominal; lo normal era que siguiera extendiéndose y que el cáncer se generalizara. Se podía intentar la radioterapia, de hecho no se podía hacer ninguna otra cosa; pero no había que ocultarle que era un tratamiento pesado, y el porcentaje de curación no sobrepasaba el 50%.

La cena fue muy silenciosa. «Vamos a curarte, pequeña mía…» dijo la madre de Annabelle con voz un poco temblorosa. Ella cogió a su madre del cuello y apretó la frente contra la suya; se quedaron así cerca de un minuto. Cuando su madre fue a acostarse ella se quedó en el salón, hojeó algunos libros. Sentado en un sillón, Michel la seguía con la mirada. «Podríamos consultar a alguien más…», dijo al cabo de un largo silencio. «Sí, podríamos», contestó ella con ligereza.

No podía hacer el amor, la cicatriz era demasiado reciente y le dolía demasiado; pero estrechó a Michel con fuerza entre sus brazos. Oyó rechinar sus dientes en aquel silencio. En un momento dado, al pasarle a Michel la mano por la cara, se dio cuenta de que la tenía mojada de lágrimas. Le acarició dulcemente el sexo; era excitante y calmante a la vez. Él se tomó dos sedantes y al final consiguió dormirse.

A eso de las tres de la madrugada Annabelle se levantó, se puso una bata y bajó a la cocina. Buscó en los armarios y encontró un tazón que llevaba su nombre, un regalo de su madrina cuando cumplió diez años. Echó con cuidado en el tazón el contenido de su frasco de somníferos, añadió un poco de agua y azúcar. Lo único que sentía era una tristeza muy general, casi metafísica. La vida era así, pensaba. Se había producido un cortocircuito imprevisible e injustificado en su cuerpo; y ahora su cuerpo ya no podía ser una fuente de felicidad y alegría. Al contrario, poco a poco pero con bastante rapidez iba a convertirse para sí misma y para los demás en una fuente de molestias y aflicción. Así que había que destruirlo. Un reloj de pared de madera maciza desgranaba ruidosamente los segundos; su madre lo había heredado de su abuela, ya lo tenía cuando se casó, era el mueble más antiguo de la casa. Añadió más azúcar al tazón. Su actitud estaba muy lejos de la aceptación, la vida le parecía una broma pesada, una broma inadmisible; pero así eran las cosas. En unas pocas semanas de enfermedad, con una rapidez sorprendente, había llegado a esa conclusión tan frecuente en los viejos: no quería seguir siendo una carga para los demás. Al final de la adolescencia, su vida había empezado a ir muy deprisa; luego hubo una larga época de aburrimiento; ahora todo empezaba a ir deprisa otra vez.

Poco antes de amanecer, al darse la vuelta en la cama, Michel se dio cuenta de la ausencia de Annabelle. Se vistió y bajó: su cuerpo inanimado yacía en el sofá del salón. Cerca, sobre la mesa, había dejado una carta. La primera frase decía: «Prefiero morir entre los seres que amo.»

El jefe del servicio de urgencias del hospital de Meaux era un hombre de unos treinta años, con el pelo negro y rizado y una expresión abierta; enseguida les causó una excelente impresión. Había pocas posibilidades de que despertara, dijo; podían quedarse a su lado; él no veía ningún inconveniente. El coma era un estado extraño y poco conocido. Estaba casi seguro de que Annabelle no se daba cuenta de su presencia; sin embargo, en el cerebro persistía una débil actividad eléctrica; debía corresponder a alguna actividad mental cuya naturaleza seguía siendo absolutamente misteriosa. Ni siquiera el pronóstico médico podía asegurar nada: se habían visto casos de enfermos en coma profundo durante semanas, incluso meses, que volvían de repente a la vida; lo más normal, por desgracia, era que el coma desembocara en la muerte del mismo modo repentino. Sólo tenía cuarenta años, así que podían estar seguros de que el corazón aguantaría; y por el momento eso era todo lo que podía decirles.

Amanecía sobre la ciudad. Sentado junto a Michel, el hermano de Annabelle sacudía la cabeza y murmuraba. «No es posible…, no es posible…», repetía sin parar, como si esas palabras tuvieran algún poder. Pero sí que era posible. Todo es posible. Una enfermera pasó delante de ellos empujando un carrito metálico sobre el que entrechocaban las botellas de suero.

Un poco más tarde el sol desgarró las nubes y el cielo se tornó azul.

El día iba a ser muy hermoso, tanto como los anteriores. La madre de Annabelle se levantó con esfuerzo. «Mejor descansar un poco…», dijo, controlando el temblor de la voz. Su hijo también se levantó y la siguió como un autómata. Michel hizo un signo con la cabeza para indicar que él se quedaba. No sentía ningún cansancio. En los minutos siguientes, sintió sobre todo la extraña presencia del mundo observable. Estaba sentado, solo, en un soleado pasillo, en una silla de plástico trenzado. Esta ala del hospital era demasiado tranquila. De vez en cuando se abría una puerta a lo lejos, salía una enfermera que se dirigía a otro pasillo. Los ruidos de la ciudad, unos pisos más abajo, llegaban muy amortiguados. En un estado de absoluto desapego mental, pasó revista al encadenamiento de circunstancias, las etapas del mecanismo que había destrozado sus vidas. Todo era definitivo, límpido e irrecusable. Todo aparecía en la evidencia inmóvil de un pasado limitado. En la actualidad resultaba poco verosímil que una chica de diecisiete años pudiera ser tan ingenua; pero sobre todo que le diera tanta importancia al amor. Habían pasado veinticinco años desde la adolescencia de Annabelle, y si había que creer las encuestas y las revistas, las cosas habían cambiado mucho. Actualmente, las chicas eran más espabiladas y más racionales. Se preocupaban, ante todo, de terminar sus estudios, para asegurarse un futuro profesional decente. Para ellas, salir con chicos sólo era una actividad de tiempo libre, un entretenimiento en el que intervenían a partes iguales el placer sexual y la satisfacción narcisista. Más tarde su objetivo era un matrimonio bien calculado, en el que ambas situaciones socioprofesionales se adecuaran y hubiera una cierta comunidad de gustos. Claro que así se negaban cualquier posibilidad de ser felices —la felicidad era indisociable de estados fusionales y regresivos incompatibles con la práctica de la razón—, pero de esa manera esperaban no tener que sufrir los tormentos sentimentales y morales que habían torturado a sus predecesoras. Esta esperanza se desvanecía con rapidez; la desaparición de los tormentos pasionales dejaba el campo libre al aburrimiento, la sensación de vacío, la angustiada espera de la vejez y de la muerte. De hecho, la segunda mitad de la vida de Annabelle había sido mucho más triste y sombría que la primera; y al final de su vida no guardaba de ella ningún recuerdo.

A mediodía, Michel abrió la puerta de su habitación. Su respiración era extremadamente débil, la sábana que cubría el pecho casi no se movía; según el médico, sin embargo, era suficiente para permitir la oxigenación de los tejidos; si disminuía, podían instalar un dispositivo de respiración asistida. De momento, la aguja de la sonda entraba en su brazo, un poco por encima del codo; tenía un electrodo sujeto a la sien; y eso era todo. Un rayo de sol cruzaba la sábana inmaculada e iluminaba una mecha de su maravilloso pelo rubio. Con los ojos cerrados, un poco más pálido que de costumbre, su rostro parecía infinitamente sereno. Todos los temores parecían haber desaparecido; a Michel nunca le había parecido tan feliz. Cierto que él siempre había tenido tendencia a confundir el coma y la felicidad; pero ella parecía infinitamente feliz. Le pasó la mano por el pelo, le besó la frente y los labios tibios. Desde luego, era demasiado tarde; pero de todos modos estaba bien. Se quedó en la habitación hasta la caída de la noche. De vuelta al pasillo, abrió un libro de meditaciones búdicas recogidas por el doctor EvansWentz (llevaba el libro en el bolsillo desde hacía varias semanas; era un libro muy pequeño, con la cubierta rojo oscuro).

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