Las pinturas desaparecidas (19 page)

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Authors: Andriesse Gauke

Tags: #Policíaco

BOOK: Las pinturas desaparecidas
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—¡Está usted loco si piensa acusarme de asesinato! ¡Tengo una coartada! ¡Esa noche estuve en casa con mi esposa! —sonó estridente.

Meneé la cabeza como signo de incredulidad y dije:

—¿Realmente es usted tan ingenuo? Usted no tiene ni idea de en qué situación se encuentra. Van Berkhout era un personaje importante y urge atrapar al culpable. Hay un montón de personas trabajando en este caso y el único indicio concreto que tenemos le señala a usted. No rompieron nada para entrar en casa de Van Berkhout, sino que dejó pasar a un conocido que después le asesinó. ¿No eran ustedes buenos amigos? ¿Comprende ahora lo serio que es este caso para usted? ¿Se da usted cuenta? Y ahora nos viene con que la noche del asesinato estaba en casa con su esposa. ¡Su esposa! ¿Cree usted que su testimonio tendrá mucho peso? ¿Por qué discutió con Van Berkhout? ¿Por dinero? Tarde o temprano lo averiguaremos.

Cuando terminé de hablar, me eché para atrás en la silla. Jaap había guardado silencio durante todo el rato, pero yo sabía que confiaba en que Terborgh tuviera algo nuevo para él. Si no era así, sabiendo que de todas formas no era el asesino, tendría que dejarle marchar sin obtener siquiera un indicio que le pusiera sobre la pista correcta. Entonces toda esta comedia habría sido en vano. Aunque para Jaap había tanto en juego como para Terborgh, en su rostro eso no podía leerse. Si de nosotros dependía, Terborgh tendría que hacerse a la idea de que se encontraba ante dos policías que ya le habían colgado el sambenito de asesino.

A pesar de la clase que intentaba irradiar de nuevo tras el arrebato, ya no nos mantuvo en vilo por mucho tiempo, sólo el que le dejamos solo para ir por café. Cuando regresamos, ya había tomado una decisión. Se curó en salud y, a partir de ese momento, lo único que le movía era minimizar los daños en la medida de lo posible.

—Se equivocan por completo, pero tal vez pueda ayudarles a encontrar al verdadero asesino.

Jaap reaccionó sin mostrar mucho interés con un indiferente: «¿Ah, sí?».

Era como si Terborgh estuviera desinflándose y se esforzara por convencernos de su propia historia. En lo referente a la venta de la colección Lisetsky, teníamos razón. Van Berkhout estaba interesado y por eso le había llevado personalmente un catálogo. Por lo demás, y eso era algo que le gustaría recalcar, no había nada ilegal en esta venta. Tenía pruebas convincentes de que el vendedor era el propietario legítimo de la colección. Ese propietario era alguien que respondía al nombre de Johan Vis, un neerlandés que se había nacionalizado belga, una persona ya anciana que había encargado la venta a su hijo Paul. Le comunicaron que preferían que fuera encubierta y, aunque no era lo habitual, Terborgh & Terborgh también tenía experiencia en esta clase de transacciones que, por otra parte, eran completamente legales.

Hasta aquí no había nada que se saliera de lo normal, al menos eso nos quería hacer creer Terborgh, pero después había ocurrido algo engorroso, pues Van Berkhout había puesto reparos a las obras ofertadas y le había dicho a Terborgh que debía detener la operación. Si no lo hacía, el propio Van Berkhout tomaría las medidas pertinentes. En su opinión, debía darse a conocer públicamente que esta colección había reaparecido después de tantos años. Terborgh había intentado hacerle cambiar de opinión, pero Van Berkhout se mantuvo inflexible: este asunto debía salir a la luz pública con el fin de que se hiciera todo lo posible para que la colección no se disgregara.

Echando la vista atrás, Terborgh argumentaba que la actitud de Van Berkhout quizá se viera inspirada por el hecho de que ya era un hombre de avanzada edad y debía de haber estado reflexionando sobre lo que sucedería con su propia colección cuando muriera. Como no tenía herederos directos, tal vez confiaba en poder transferirla a un museo de los Países Bajos o de alguna otra parte y, probablemente, ya hubiera llegado incluso a alcanzar un acuerdo. Quizá ésa fuera la razón que le hacía mirar con otros ojos la colección ofertada.

Sin embargo, todo esto no eran más que especulaciones. Lo importante es que cuando Terborgh informó a Paul Vis de la postura de Van Berkhout, aquél montó en cólera y le reprochó haber abordado a las personas equivocadas. Quería ir él mismo a hablar con Van Berkhout para hacerle cambiar de idea. Eso había sido todo. Luego se enteró de que habían asesinado a Van Berkhout y hasta esta noche lo único que sabía era que se trataba de un robo, o al menos es lo que aparecía publicado en los periódicos. Cuando habló del asunto con Paul Vis, éste le hizo la burda observación de que en lo que a él respecta no había mal que por bien no viniera. Terborgh concluyó con la disculpa de su propio comportamiento: ahora que sabía que no había sido un robo y que había desaparecido el catálogo de la colección Lisetsky, todo lo veía de repente con ojos bien distintos, naturalmente.

Jaap y yo estuvimos escuchando su historia en silencio mientras Terborgh hablaba como si su comportamiento hubiera sido irreprochable. En la venta no había nada ilegal y hasta esta noche no tenía noticia de que Paul Vis hubiera estado implicado en un asesinato. Sin embargo, me preguntaba si no había acariciado ni por un momento la idea de que Van Berkhout había sido asesinado por ese Paul Vis. Ahora se parapetaba tras la historia de un ladrón que podría haber sido sorprendido por Van Berkhout, justo lo que ponía en los periódicos.

Durante su largo monólogo, Terborgh intentó recuperar la compostura buscando el anterior dominio de sí mismo. El hecho de que fingiera que hasta ahora no se había dado cuenta de que estaba haciendo negocios con un posible asesino no pareció afectarle mucho. Ya había empezado a minimizar los daños para sí mismo en la medida de lo posible.

Detener a Terborgh no era una posibilidad real. Jaap sabía que no podía acusarle de nada. Terborgh no era el asesino de Van Berkhout, y el que estuviera involucrado en la presunta venta ilegal de una colección de arte no es que le importara mucho. Trabajaba en el Departamento de Homicidios y le pagaban por ello. Aquí empezaban a divergir nuestros intereses, pues a mí tampoco me importaba mucho quién podría haber asesinado a Van Berkhout. Sólo me habían contratado para devolver la colección Lisetsky a sus legítimos propietarios.

Pero los dos estábamos de acuerdo en que Terborgh podía irse a casa siempre que no se convirtiera en un estorbo. Debía continuar con lo que estaba haciendo para que su mandante no sospechara nada. ¿Podíamos contar con la colaboración de Terborgh? No había una certeza del cien por cien, pero mi opinión era que por puro instinto de supervivencia, para salvar el propio pellejo, no haría nada que pudiera dificultar a Jaap la detención de Paul Vis por asesinato.

Dejar que Terborgh se marchara era un riesgo calculado que no me quitaba el sueño.

Estaba acercándome a mi meta, pero había oído decir a Terborgh algo que me preocupaba. Antes de que le dejáramos marchar, le seguí interrogando un poco más. Había insistido en que la venta de la colección Lisetsky no era ilegal, y mientras lo afirmaba sonaba bastante convincente. Había empleado literalmente esa misma palabra: poseía pruebas convincentes de que el vendedor era el propietario legítimo de la colección.

Cuando le pregunté a qué se refería, respondió que ante sus ojos le habían presentado un contrato de venta a simple vista legal, redactado por un notario y firmado por el comprador Johan Vis y el vendedor. El vendedor no era una persona, sino una empresa. Un negocio de obras de arte, para ser más precisos, con sede en Suiza, en Berna, que llevaba por nombre Kunsthandel M. L. Wildenstein. Ya no recordaba la fecha exacta de la firma, pero seguro que había sido en 1944.

Después de todo lo que me había contado Peter Kurth sobre los problemas de los judíos para recuperar sus bienes robados, comprendí que si la información de Terborgh era cierta, complicaría aún más las cosas. Aunque no estuviera nada claro que la procedencia fuera intachable, que seguro que no lo era, esto no significaba que los Lisetsky pudieran reclamar sin más su colección, mucho menos si desde el punto de vista jurídico era propiedad de ese Johan Vis. Le pregunté a Terborgh dónde se encontraba en este momento la colección.

—En casa de Johan Vis, en Overijse, una pequeña aldea cerca de Bruselas —respondió.

En otras circunstancias esa noticia me habría puesto de muy buen humor, pero ahora era insuficiente para poder cambiar mi sombrío estado de ánimo. Durante todo este tiempo había estado convencido de que la restitución sería sencilla, pero ahora me daba cuenta de que esas pinturas seguían estando fuera de mi alcance. Si ese Vis no renunciaba a la colección de manera voluntaria, ¿a cuántos procedimientos judiciales habrían de enfrentarse entonces los Lisetsky? Los Vis, padre e hijo, podían dilatar el proceso sabiendo que el tiempo jugaba a su favor. Los Lisetsky acabarían al final llevando la razón, pero ¿pasarían ellos también a formar parte de esos judíos que ya no pudieron disfrutar de la devolución de sus pertenencias?

Me desperté en mitad de la noche con la intensa sensación de que se había dicho algo que no encajaba. Mi pensamiento giraba en torno a Van Berkhout y lo que Terborgh había contado sobre él. Según los periódicos, Van Berkhout era un hombre de negocios implacable, alguien que había sido acusado incluso de colaborar con los alemanes y un fanático coleccionista con una enorme colección que apenas le cabía en casa. Además, había seguido adquiriendo obras de arte sin cesar hasta los últimos días de su vejez.

Sin embargo, a este hombre le habían surgido unos escrúpulos totalmente inesperados cuando le ofrecieron la colección Lisetsky. Terborgh se había equivocado en sus reflexiones pese a lo bien que conocía a Van Berkhout. Además, después de todas las conversaciones que había escuchado, me daba la impresión de que Terborgh era alguien muy capaz de predecir la conducta de sus clientes. El hecho de que Van Berkhout considerara que la venta encubierta no podía continuar y que el asunto debía sacarse a la luz pública era una reacción que a Terborgh debió de caerle como una bomba.

Con la ventana abierta, me encontraba sentado a la mesa en calzoncillos y camiseta, era noche cerrada y en la calle reinaba una tranquilidad absoluta. ¿Me había despertado porque algo en mi interior me decía que me encontraba cerca de la solución, que estaba al alcance de la mano y que sólo tenía que fijarme bien? Volví a leerme todos los artículos que se habían escrito en la prensa tras el fallecimiento de Van Berkhout, pero no saqué nada en limpio. Regresé a la cama con una fuerte sensación de disgusto y pasó mucho tiempo antes de que consiguiese quedarme dormido de nuevo.

XIV

Al día siguiente me puse en contacto con Peter Kurth y con Simon Ferares para contarles lo que había logrado averiguar. En vista de que carecía de experiencia en lo referente a los aspectos jurídicos de la restitución, los dos me prometieron ayuda. No parecían muy impresionados. Sobre lo único que Simon Ferares expresó su inquietud fue sobre el hecho de que, visto el enorme valor de la colección Lisetsky, era preciso arrebatársela a Johan Vis de las manos lo antes posible. Sea como fuere, ya procuraría él que este asunto gozara de plena prioridad. Se concertó una cita en la oficina del ALR en Colonia. Simon Ferares no acudiría, porque ya no viajaba debido a su delicado estado de salud.

La mujer que me presentó Peter Kurth dos días después me sorprendió, pues habría esperado a alguien mayor y no echaba más de treinta años a la persona que tenía delante. Hasta el momento sólo me había relacionado con gente anciana o longeva, algunos parecían incluso estar ya con un pie en la tumba. En ese grupo yo era uno de los más jóvenes, pero ahora me encontraba de improviso frente a alguien que era mucho más joven que yo.

También pensé que sería alemana, pero Ella Foskett era una norteamericana que, según Peter Kurth, se había desplazado desde Estados Unidos para encargarse de este trabajo. Iba muy bien vestida, con un traje de chaqueta azul oscuro de raya diplomática cuya falda le llegaba justo por encima de la rodilla. Me llamó la atención que llevara también medias a pesar de las elevadas temperaturas. Como única concesión al calor, se había quitado los zapatos, que había dejado muy bien colocados debajo de la mesa el uno junto al otro. La blusa de color crema se abría formando una amplia uve con el cuello cayéndole sobre la chaqueta, mientras que del suyo propio colgaba una cadena de plata. No tenía una belleza que saltara a la vista de inmediato, pero poseía un cierto atractivo derivado más de su actitud que de su aspecto exterior.

Cuando se puso en pie para presentarse, alzó las gafas con un gesto rutinario y las dejó descansar sobre su cabello oscuro. La sonrisa era tan usual que no tuve la sensación de que realmente fuera dirigida a mí. Pronunció su nombre, segura de sí misma, y me estrechó la mano. Me invitó a sentarme como si estuviera de invitado en su casa y no nos encontráramos en la oficina de Peter Kurth.

Junto a su asiento había una gruesa cartera de piel repleta de papeles que, sin duda, también contendría un portátil. Aeropuertos, despachos, habitaciones de hotel... seguro que aprovechaba cualquier sitio para ponerse a trabajar. Todo en ella irradiaba profesionalidad y confianza en sí misma. Resultó que Peter Kurth y ella ya se conocían y no era la primera vez que había estado en Colonia. Trabajaba para un bufete de abogados en Nueva York y visitaba con regularidad las oficinas del ALR en Europa. Por lo que me contó Peter Kurth, entendí que a pesar de su juventud ya había adquirido la suficiente experiencia para manejar esta clase de reclamaciones de víctimas judías del holocausto.

Cuando le pregunté con qué fines trabajaba para el ALR, me respondió con la misma sonrisa superficial: «Pro bono».

En su voz se podía percibir algo desafiante, como si me retara a que intentase ubicarla, pero no tuve tiempo de hacerlo, porque Peter Kurth intervino en seguida:

—Trabaja para una empresa judía que, en efecto, no nos cobrará nada por este trabajo.

Vi que ella tenía delante una fotocopia del contrato de venta entre Johan Vis y el Kunsthandel M. L. Wildenstein, pero no sólo eso, también tenía una fotocopia de la fotografía que había enviado el informante, en la que aparecía el reverso del cuadro y la indicación de que había estado en posesión de la Dienststelle Mühlmann.

—Y ¿puede hacer algo con todo esto? —le pregunté.

Volvió a ponerse las gafas y atrajo los papeles hacia sí, para luego decir:

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